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junio 2008

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Hace 150 años, la teoría de la evolución salió del closet. Esta es la historia.

El primero de julio de 1858, hace 150 años, la teoría sobre el origen de las especies por selección natural salió del closet. O del cajón donde había estado conspicuamente escondida por casi dos décadas. En la fecha mencionada, la teoría fue leída solemnemente en una reunión extraordinaria de la Linnaean Society en Londres, ante un auditorio despistado que jamás entendió la significancia de la ocasión. Los organizadores de la reunión, el geólogo Charles Lyell y el biólogo Joseph Hooker, ambos científicos reconocidos y ambos amigos íntimos de Charles Darwin, habían usado su poder, su posición en la cima de las rígidas jerarquías científicas victorianas, para proteger la prioridad de Darwin en la carrera por resolver el misterio de los misterios: el origen de las especies.

Los días comprendidos entre el 18 de junio y el primero de julio de 1858 encierran uno de los episodios más dramáticos de la historia de las ciencias. Para entender la tensión de una historia en la cual la grandeza de la mente humana y la pequeñez de su corazón afloraron nítidamente, es necesario volver atrás, retroceder unos cuantos años con el ánimo de relatar las dudas y la angustia que, por casi dos décadas, habían consumido la salud y atormentado el espíritu de Charles Darwin.

Darwin comenzó sus cuadernos de notas sobre el origen de las especies en 1838. Los cuadernos se conservan intactos y pueden, por cuenta de los milagros de la tecnología, leerse por internet. Uno de los cuadernos tiene una frase que refleja los escrúpulos de Darwin, sus dudas metódicas. “Sabrá el cielo si esto está de acuerdo con la Naturaleza” puede leerse en la mitad de la página. La frase termina con una palabra escrita en castellano, un legado de las excursiones del naturalista por Buenos Aires, Montevideo, Valparaíso y el Callao, que resultaría (ya veremos) premonitoria: “Cuidado”.

Entre 1838 y 1844, Charles Darwin concibió plenamente el mecanismo de la evolución y el origen de las especies, la combinación poderosa entre la variación aleatoria y la selección natural. En 1844, Darwin copió en limpio, por primera vez, una síntesis completa de su teoría pero se abstuvo de publicar el manuscrito. Antes de esconderlo, se lo mostró a Joseph Hooker, el mismo biólogo que saldría en su defensa años más tarde. Posteriormente le escribió una carta a Emma, su esposa de toda la vida, en la cual le daba instrucciones precisas sobre qué hacer con el manuscrito en caso de su muerte. Darwin sabía que su pasaporte a la inmortalidad debía protegerse de una muerte temprana, un hecho probable habida cuenta de las pestes de la época y las convulsiones de su salud.

Los motivos de Darwin, los escrúpulos que lo llevaron a esconder el manuscrito, no eran religiosos. Darwin era un agnóstico desde antes de que su amigo Thomas Huxley acuñara el término. Los juicios divinos lo tenían sin cuidado. Pero los juicios de los hombres de ciencia lo preocupaban constantemente. Darwin seguía apegado a las costumbres victorianas pero no a sus dogmas. Darwin solo ansiaba convencer a sus pares. Pero la tarea no era fácil dados los alcances de su teoría y el desprecio de los científicos de la época por las ideas evolutivas, por la entonces llamada transmutación de las especies.

Darwin sabía que la carga de la prueba era muy grande, que estaba obligado a describir en detalle los elementos de su teoría, a presentar ejemplos, a obviar todas las posibles excepciones, a ser tan exhaustivo como fuera posible, etc. Todo ello, en su opinión, necesitaría de muchos años de trabajo, de un mamotreto improbable de miles páginas que lograría convencer a sus colegas por cuenta del peso (literalmente hablando) de sus argumentos. Pero las ideas sobre el origen de las especies estaban en el aire, y Darwin temía que su prioridad podría ser desafiada en cualquier momento. Sus amigos le advertían constantemente sobre los riesgos de la procrastinación, “cuidado” le decían. Con el paso del tiempo, Darwin comenzó a temer que un competidor inesperado le arrancara la gloria. En 1857, trece años después de haber copiado la primera síntesis de su teoría, Darwin le escribió una carta al famoso biólogo Asa Gray, por entonces profesor de la Universidad de Harvard, en la cual explicaba en mil palabras los principales elementos de su teoría. Darwin estaba marcando territorio.

Pero el 18 de junio de 1858 sucedió lo que Darwin y sus amigos habían temido. Ese día, Darwin recibió un paquete enviado por el naturalista Alfred Rusell Wallace con quien ya había tenido alguna correspondencia previa. El paquete, proveniente del archipiélago malayo, donde Wallace se encontraba coleccionando especies tropicales, contenía un manuscrito titulado “Sobre la tendencia de las variedades a alejarse indefinidamente del tipo original”. Darwin leyó el manuscrito con horror. Parecía mirándose a un espejo. Wallace no sólo usaba sus mismos argumentos, sino también sus mismas palabras. Wallace, en últimas, lo había chiviado. Pero Wallace nunca solicitó la publicación del manuscrito, y Darwin vio una oportunidad providencial para restablecer su prioridad.

Después de leer el manuscrito, Darwin le escribió a su amigo, el geólogo Charles Lyell, contándole que sus advertencias habían resultado “verdaderas con venganza”. “Nunca vi –escribió Darwin– una coincidencia más aterradora; si Wallace hubiese leído mi manuscrito escrito de 1844, no habría podido escribir un mejor resumen. Incluso sus términos figuran como títulos de mis capítulos”. La carta termina con una línea desesperada: “toda mi originalidad, cualquiera fuese su valía, será aplastada…”.

Después de la primera carta vinieron otras en las cuales Darwin plantea su gran dilema moral: “prefiero quemar mi libro antes de que Wallace o alguien más llegue a pensar que me he comportado de manera baja”, escribió en una de ellas. El dilema era el siguiente: existían documentos previos (el manuscrito de 1844 y la carta a Asa Gray) que probaban la prioridad de Darwin pero publicarlos apresuradamente como respuesta al manuscrito de Wallace parecía una maniobra deshonesta y oportunista. “No logró persuadirme a mí mismo de que puedo publicar algo sin perder mi honorabilidad” le escribió a Lyell el 25 de junio de 1858.

Pero Darwin descubrió una forma conveniente de lidiar con el asunto: le encargó la decisión a Lyell y a Hooker. Conveniente porque lo eximía de resolver el dilema y le garantizaba (al fin de cuentas los dos científicos eran no sólo sus amigos, sino también sus testigos) que su prioridad iba a ser protegida. Para darle más dramatismo a la situación, el hijo menor de Darwin, Charles, que tenía apenas 18 meses y había nacido con un fuerte retardo mental, cayó enfermo de escarlatina por los mismos días. Darwin creyó desfallecer. “Estoy postrado –le escribió a Joseph Hooker–, no puedo hacer nada…Envío mi propio manuscrito de 1844 para que usted compruebe…que ya lo había leído. Dios lo bendiga mi querido amigo. No puedo escribir más”.

Lyell y Hooker tomaron una decisión salomónica. Decidieron presentar un artículo conjunto, conformado por el manuscrito de Darwin escrito en 1844, la carta de Darwin a Asa Gray y el manuscrito de Wallace. El artículo se presentó el primero de julio de 1858 en una reunión extraordinaria de la Linnaean Society. Ninguno de los autores estuvo presente. Wallace estaba en las islas malayas completamente ajeno al drama de los últimos días. Y Darwin estaba en el cementerio enterrando a su hijo Charles, quien no había resistido el embate de la escarlatina.

Darwin quedó “mas que satisfecho” con la reunión. Pero siempre fue muy celoso en afirmar que no tuvo “absolutamente nada que ver en guiar la decisión que Lyell y Hooker habían considerado como el curso de acción más justo”. Wallace también quedo satisfecho. En una carta a Hooker, escribió que habría sentido mucho dolor y arrepentimiento si la decisión hubiera sido publicar solo su manuscrito. Por la misma época, Wallace le confesó a su madre que todo el incidente le serviría, al menos, para estar cerca de hombres como Lyell, Hooker y Darwin, las luminarias científicas del momento. Darwin pensaba en el futuro, en la posteridad. Wallace, por el contrario, sólo se ocupaba de presente.

Después del incidente, Darwin no tuvo opción distinta a ponerse a trabajar, a escribir finalmente la obra que había aplazado durante veinte años. Trabajó febrilmente por casi 18 meses, y en noviembre de 1859 publicó “El origen de las especies por medio de la selección natural o la preservación de las razas más favorecidas en la lucha por la vida”, probablemente el libro más importante en la historia de la humanidad.

Los seres humanos nunca pueden apelar ante el juez implacable de la historia. Pero cabe especular, así sea vanamente, sobre lo que pensarían Darwin y Wallace acerca de su lugar, ya asegurado, en la historia de los hombres. Ambos, en mi opinión, estarían satisfechos. Darwin, el ganador, siempre creyó en las virtudes de la competencia (“los más vigorosos, saludables y felices sobreviven y se multiplican”). Wallace, por el contrario, creía “en la cooperación y la coordinación hermanada por el bien y la igualdad de todos”. En suma, Darwin siempre quiso explotar la bomba de la evolución, y lo logró. Wallace, como escribió Cyril Aydon, se conformó con haber simplemente encendido la mecha.

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La crisis y sus protagonistas

El enfrentamiento entre el Presidente Uribe y la Corte Suprema tuvo esta semana un nuevo capítulo, una nueva ronda de imprecaciones de lado y lado en la forma de comunicados de prensa y alocuciones televisadas en horarios inéditos. El enfrentamiento parece haber entrado en una nueva dinámica de refuerzo mutuo en la cual los excesos de la Corte alientan los del Presidente y viceversa. La Corte se extralimita porque sospecha que el Presidente hace lo propio. Y el Gobierno se extralimita porque cree que la Corte hace lo mismo.

“El juez británico, bajo su exquisita peluca, ¿en qué piensa cuando envía un hombre a la horca? ¿En la justicia, en la eternidad y en cosas serias? ¿O acaso se pregunta en cómo se las podrá arreglar para que lo elijan miembro del Jockey Club?”, escribió Truman Capote en su última novela. La frase viene al caso pues nos invita a dudar de las motivaciones de los jueces y de todos quienes dicen defender la democracia, la civilización o la moral. La Corte Suprema dice estar defendiendo las instituciones, pero sus pronunciamientos, leídos ante las cámaras en tono adusto, dejan entrever intenciones nimias, motivos pequeños, rencillas antiguas, desquites con nombre propio, etc. Yo no creo, como insinuó el presidente Uribe, que la Corte sea uno de los últimos reductos del terrorismo. Pero tampoco es, como afirman algunos, un bastión de la justicia y la moralidad. La Corte parece estar motivada por nimiedades, por odios personales, por pequeñeces similares a las descritas por Truman Capote con inocultable cinismo.

El Presidente, por su parte, pretende convertir a la opinión pública en el juez de última instancia de este conflicto. El Gobierno está en todo su derecho de señalar los sesgos de la Corte y denunciar sus excesos o mentiras. Pero convocar un referendo para dirimir un conflicto institucional es equivocado: devalúa los mecanismos de participación, distrae las prioridades y confunde la popularidad con la legitimidad. Paradójicamente, el Congreso, la rama del poder público más vilipendiada, tiene ahora la responsabilidad de ser el árbitro de todo este lío. El Congreso debe decidir la suerte del referendo. Debe asimismo definir la responsabilidad del Presidente. Y debe igualmente determinar la legalidad de las últimas actuaciones de la Corte Suprema.

Es difícil anticipar el desenlace de los acontecimientos de los últimos días. Por ahora, mientras las consecuencias se dilucidan, conviene, creo yo, mantener cierta distancia escéptica, contribuir a bajarle el rating al reality de la política. Desde la perspectiva adecuada, desde la distancia que dan los años, los enfrentamientos entre las facciones y los personajes de la política siempre lucen menos importantes de lo que muchos protagonistas y observadores creyeron en su momento. En retrospectiva, los titulares lucen desproporcionados y las declaraciones, exageradas. Yidis Medina, me atrevo a pensar, no pasará a la historia.

Sin embargo, muchos comentaristas y dirigentes políticos anuncian la catástrofe y señalan el fin de la democracia o de las instituciones. Su exaltación contribuye a la retroalimentación de insultos, a la superposición de odios que parece ser la característica más saliente de esta nueva crisis. Ojalá la Corte deje de lado sus rencillas y el Gobierno desista de la idea extraña del referendo. Mientras tanto me declaro indiferente, casi desentendido de todo este asunto. “Es cierto, para desgracia nuestra, que las cosas no marchan como debieran —escribió el poeta Cavafis—. ¿Pero qué hay humano que sea perfecto? Y después de todo, mirad, seguimos adelante”.

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“El narcotráfico se acaba este año”

En el mes de enero del año 2003, el diario El Tiempo publicó una entrevista con el abogado Fernando Londoño, por entonces ministro del Interior, sobre la situación política y de orden público del momento. El narcotráfico se acaba este año”, predijo el ex ministro sin el menor atisbo de ironía. “Vaya usted a Putumayo –afirmó desafiante– y búsqueme un arbusto de coca. Lo podemos negociar. No hay uno”. Algunos meses después, en una conferencia internacional celebrada en la ciudad de Miami, el Presidente Uribe sugirió que el fin del narcotráfico estaba cerca: “la culebra está debilitada… la lucha hay que continuarla hasta que no haya una sola mata de coca en Colombia”.

Esta semana, el diario El Tiempo publicó una columna de opinión escrita por el mismo ex ministro Londoño, quien, en un tono quejoso, exasperado, anunciaba el comienzo de una nueva guerra en contra de los cultivos de coca: “estamos en el fin del fin de nuestra muy antigua guerra y en el comienzo de otra nueva”. La culebra, sobra decirlo, sigue viva y coleando. La guerra que iba a terminar hace cinco años, comienza ahora nuevamente. Con el paso del tiempo, el optimismo del ministro se convirtió en la frustración del columnista.

La Oficina contra el Delito y la Droga de la Naciones Unidas reveló hace unos días un aumento en la extensión de los cultivos de coca. El área sembrada pasó de 80 mil hectáreas en el año 2006 a 100 mil en el año 2007. En la región Pacífica, el área cultivada creció 38%. En el Putumayo, 30%. El número de hogares involucrados en el cultivo de la coca pasó de 67 mil a 80 mil. “No hay ninguna disculpa valedera para semejante fracaso”, escribió Fernando Londoño en la columna citada. Pero las disculpas abundan. Lo que no hay ahora (y no había hace cinco años) es ninguna justificación valedera o racional para las opiniones postreras del ex ministro. Los arbustos de coca, invisibles hace un tiempo, no han desaparecido. Por el contrario, se han multiplicado. En diciembre de 2007 había 20 mil hectáreas de coca en el Putumayo, la mayor extensión observada desde que existen cifras comparables.

El área cultivada creció a pesar de los miles de erradicadores y de los millones del Plan Colombia. En 2007, el número de hectáreas fumigadas o erradicadas llegó a 220 mil, la cifra más alta de la historia. En la guerra contra la droga –un mundo bastante lento– hace falta correr todo el tiempo para permanecer en el mismo sitio. Los erradicadores, los soldados de a pie de esta guerra sin futuro, trabajan sin descanso. “Entre minas antipersonal –dice la página de internet de la Presidencia–, amenazas de la guerrilla, el rechazo de los campesinos cocaleros, la trocha, el barro y el riesgo de enfermedades transcurre el día a día de estos héroes anónimos”. Pero el heroísmo de los erradicadores no sólo es anónimo, sino también inútil, trágico en su misma irrelevancia.

En la entrevista citada, Fernando Londoño aduce que es necesario acabar con la coca para acabar con las Farc: “la causa de la existencia de estos grupos es el narcotráfico,… los sistemas de financiación a través de la coca y la heroína”. Esta opinión, considerada por mucho tiempo casi un axioma, hoy es simplemente una hipótesis errada, falseada por los hechos. Probablemente las Farc se acabarán pronto (o se convertirán en otra cosa), pero el fin de los cultivos parece todavía lejano, imposible. En el negocio de la droga, los protagonistas cambian, pero la producción permanece. Este es el verdadero axioma.

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Televisión y democracia

Hace tres décadas, la distinción entre democracias y dictaduras era inmediata. El fondo y la forma coincidían: los dictadores se vestían de uniforme y los demócratas de traje. Pero todo ha cambiado con el énfasis (y lo digo literalmente) en lo políticamente correcto. Actualmente, los disfraces democráticos están al orden del día. En muchos países, los ciudadanos votan, los jueces deciden y los medios reportan pero los dueños del poder operan con muy pocas restricciones reales. 
Con el advenimiento de las democracias de fachada ha cambiado también la importancia relativa de los contrapesos tradicionales al abuso del poder. “La acumulación de todos los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, en las mismas manos puede ser justamente pronunciada como la definición misma de la tiranía”, escribió Alexander Hamilton en Los papeles federalistas hace más de dos siglos. Pero las tiranías no sólo han cambiado su fachada, también han variado su definición. Actualmente, el menoscabo de los contrapesos institucionales es menos importante que la falta de independencia de los medios masivos de comunicación en general y de la televisión en particular.
La larga lista de sobornos de Vladimiro Montesinos, analizada por los economistas John McMillan y Pablo Zoido, ilustra de manera fehaciente la importancia de la televisión. Montesinos no suprimió los controles democráticos. Los compró: uno a uno. Fue un dictador de traje y maletín que destruyó la democracia mientras mantenía su fachada (Fujimori incluido). Los precios de los jueces, los políticos y los medios variaban sustancialmente. Los políticos costaban entre 5.000 y 20.000 dólares mensuales, los jueces de la Corte Suprema, 35.000, los del Consejo Electoral, 50.000, y los directores de los principales canales de televisión, entre 500.000 y un millón de dólares mensuales. En últimas, un director de medios costaba lo mismo que todos los miembros de un partido de la oposición. Y no precisamente porque la moralidad del primero superara con creces la de los segundos, sino porque, al menos en la opinión de Montesinos y sus secuaces, los canales constituían la única oposición efectiva. “Si no controlamos la televisión no hacemos nada”, le dijo el general Esleván Bello a Montesinos en 1999. Al final hicieron mucho pero primero tuvieron que pagar duro por la televisión.
Algunos sociólogos han visto en la televisión una fuente de opresión simbólica. George Orwell vio en la pantalla un instrumento de control social por parte del poder absoluto. Pero la televisión puede ser también un contrapeso al poder. En últimas, las restricciones efectivas al poder no están en manos de los jueces independientes ni de los políticos opositores, sino de una ciudadanía informada que pueda actuar concertadamente. Sin información veraz y extendida no hay democracia. Y para la información ciudadana, por su gran alcance, algo que no tiene la prensa escrita, la televisión es clave.
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Las canciones de la cocaína

Carla Bruni lanzó esta semana un nuevo álbum musical, el tercero de su intrascendente carrera como cantante. La política y la farándula nunca habían estado tan extrañamente entremezcladas. Aparentemente la primera dama francesa no ha aceptado los dictados imperiosos de lo políticamente correcto. Una de sus nuevas canciones menciona la abultada aritmética de sus amoríos y otra alude, como si nada, a la cocaína colombiana. Las protestas oficiales no se hicieron esperar. El canciller Fernando Araújo dijo, ante un puñado de periodistas de la política y de la farándula –mezclados otra vez–, que “en lugar de hacer la apología del consumo, nosotros esperamos que el mundo entero nos acompañe en la lucha contra las drogas”.

Pero el mundo entero está en otro cuento. La cocaína se ha convertido en un capricho de la clase media, en un aperitivo para amas de casa desesperadas y profesionales agobiados. En los años setenta, las canciones de la cocaína eran entonadas por los sacerdotes de la contracultura. Grateful Dead, la banda más famosa de la época, instaba sin reservas al consumo del alcaloide: “no necesitas un avión… hay más de una forma de volar… pruébala, baby”. En los mismos años, Eric Clapton, casualmente uno de los tantos nombres en la abultada aritmética de la Bruni, repetía un corito pegajoso: “ella no miente, ella no miente… cocaína”. Pero las cosas han cambiado. La cocaína ya no es un símbolo de rebeldía. Ya no es ni siquiera un capricho extravagante (“la cocaína es la forma como dios nos dice que estamos ganando mucha plata”, decía Robbie Williams). La cocaína se ha convertido en un vicio domesticado, en una forma de entretenimiento para la misma clase media que sigue con pasión las peripecias de la Bruni.

Hace unos días, el diario londinense Daily Telegraph reportó que en la capital inglesa las hospitalizaciones por sobredosis de cocaína se cuadriplicaron durante los últimos ocho años. El reporte citó a un conocido presentador de televisión, un consumidor declarado, quien dijo sin tapujos que la cocaína era la droga predilecta de la clase media de su país. En un especial periodístico de la BBC, publicado hace varios meses, una profesional asalariada confesó abiertamente sus hábitos cocainómanos: “he metido cocaína con casi todo el mundo en mi vida, con la familia, los amigos y los colegas, incluso con mis jefes”. “Un día de enero –dijo– me sobró un poco de la noche anterior y la terminé en mi casa con mi esposo. Vino, un DVD y unas pocas rayas”. Una velada perfecta. Sólo faltó el CD de la Bruni. “La gente está tomando menos vino y consumiendo más cocaína”, dijo recientemente el jefe de la policía británica. No sólo en el Reino Unido, sino también en casi toda Europa.

En los Estados Unidos, la cocaína todavía no ha conquistado los bolsillos y las narices de la clase media. Pero ya lo hará. Mientras tanto, los habitantes de los suburbios están consumiendo cada vez más cafeína, convenientemente diluida en las famosas bebidas energizantes. La más fuerte de todas, con 280 miligramos de cafeína por botella, tiene un nombre familiar: “cocaína”.

Las palabras del canciller colombiano, su discurso de Disneylandia, su visión infantil de como debería ser el mundo, contrastan con la realidad, con las cosas como son. Dentro del orden económico mundial, Colombia se ha especializado en la estimulación y el entretenimiento químico de las clases medias del primer mundo, bien sea en la forma de cocaína, de cafeína o de ambas. Pero el Gobierno insiste en negar la realidad, en dispararle al mensajero, a una mujer que, querámoslo o no, encarna los gustos y las aspiraciones de las clases medias de medio mundo.

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Minería y desarrollo

El economista venezolano Ricardo Hausmann ha dicho innumerables veces, demasiadas quizá, que la economía colombiana se quedó sin ideas después del advenimiento del café hace ya más de cien años. Hausmann argumenta que el desarrollo es, en esencia, un proceso de autodescubrimiento, una búsqueda incierta de nuevas ideas. Las economías exitosas necesitan, como los buenos artistas, encontrar no sólo una vocación, una personalidad que las defina, sino también reinventarse a sí mismas cada cierto tiempo.Después del café, la economía colombiana no parece haber sido capaz de encontrar una vocación transformadora. Las flores fueron un intento inacabado (ahora en crisis). Y la coca ha sido un autodescubrimiento tan exitoso como perjudicial.

Pero las cosas están cambiando. La economía colombiana está en medio de una transformación productiva sin antecedentes en varias décadas; está convirtiéndose lenta pero inexorablemente en una economía minera. Así lo muestran las cifras de inversión extranjera. Así lo sugieren los datos de las exportaciones. La minería podría ser el autodescubrimiento del siglo XXI, el reemplazo providencial del café, un producto que transformó no sólo la economía, sino también la sociedad colombiana en su conjunto. Inicialmente –dice Ricardo Hausmann– los países exportan lo que son pero con el paso del tiempo son lo que exportan.

El surgimiento de la minería, resultado, entre otras cosas, de los mayores precios de las materias primas (un fenómeno global) y del mejor clima de inversión (un fenómeno local), implica algunos riesgos conocidos. Por su misma naturaleza, la minería no multiplica las oportunidades, no genera –en el lenguaje de Albert Hisrchman– eslabonamientos espontáneos. La minería afecta primordialmente los ingresos fiscales. El café aumentó los ingresos de millones de familias. La minería aumentaría los ingresos del Gobierno central y de los gobiernos regionales. El café propició la aparición de sectores económicos orientados a satisfacer los nuevos apetitos de millones de productores y consumidores. La minería propiciaría, en el mejor de los casos, la aparición de sectores orientados a satisfacer las nuevas demandas del Estado enriquecido: piscinas con olas y velódromos sin ciclistas, por ejemplo.

El café no necesitó de buenas instituciones (las creó en muchos casos). La minería, por el contrario, requiere de un Estado que consiga gastar razonablemente los mayores ingresos fiscales. La minería no es una maldición. Pero los riesgos son inmensos. La minería podría propiciar la multiplicación de los buscadores de rentas, el aumento de las peores formas de clientelismo, etc. El problema no es sólo de las regiones. Mi impresión, no probada pero sustentada en muchos indicios, es que el nuevo gasto del Gobierno central es cada vez peor, cada vez más ineficiente. Así, los mayores recursos fiscales, el efecto obvio del surgimiento de la minería, no traerían necesariamente un mayor nivel de desarrollo.

La preponderancia de la minería también podría aumentar la inestabilidad política. No sólo porque el Estado se convierte en el factor determinante del desarrollo, sino también porque, en ausencia de mecanismos de ahorro, los gobiernos terminan siendo víctimas de su irresponsabilidad durante los tiempos de bonanza, transitorios por definición. Los malos tiempos son peores en las economías mineras. El café complicó el manejo de la economía pero nunca tumbó presidentes. La minería podría hacer lo uno y lo otro.

En suma, las oportunidades son muchas pero los riesgos son, creo yo, mayores. La minería podría, en últimas, propiciar la “casanarización” de Colombia.

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Matar a un elefante

Matar a un elefante” es un corto ensayo, de apenas tres páginas, que narra un incidente autobiográfico vivido por el escritor inglés George Orwell, cuando fungía como soldado del imperio británico en Birmania. Un guardia imperial acude, por órdenes de su superior, a un pequeño caserío donde un elefante domesticado había sembrado el pánico entre la población nativa. A la llegada del guardia, el elefante parece ya aplacado y descansa apacible a unas pocas cuadras del centro poblado. Con el rifle en su mano, el guardia se dirige hacia el animal, seguido por una multitud expectante. En el trayecto, el guardia se da cuenta de que el peligro ha pasado, y piensa, sin decirlo, que matar al elefante sería un atentado contra la naturaleza y la economía del lugar. Pero la multitud reclama una exhibición de poder imperial. El guardia, convertido en un títere propicio de miles de nativos desarmados, aprieta el gatillo. El elefante permanece erguido unos cuantos segundos —“una inmensa senectud parece caer sobre él”— y luego se desploma. El guardia le propina, entonces, dos tiros de gracia y se retira en silencio.
Este ensayo ha sido interpretado en varias ocasiones como una crítica al imperialismo, a los extravíos de un poder abusivo y vacío al mismo tiempo. El ensayista mexicano Jesús Silva–Herzog, en un ensayo publicado hace unos meses en la revista Letras Libres, propuso una interpretación distinta. En opinión de Silva-Herzog, “Matar un elefante” es ante todo una “metáfora de los sobornos de la simpatía”. El guardia actúa en contra de sus convicciones porque cae en la trampa del aplauso. “Los birmanos pedían sangre –escribe– y el oficial responde entregándoles un enorme cadáver. Más que desnudar al imperialismo, Orwell retrata la mecánica corruptora que después habría de combatir toda su vida: la intimidación del halago, las trampas de la adhesión”.
Las trampas del aplauso nos afectan a todos. El halago es intimidatorio. El chantaje del aplauso es eficaz. Irresistible, muchas veces. Podemos defendernos más fácil de los insultos que de los elogios. No es difícil, por ejemplo, detectar en los columnistas de prensa, en los opinadores consuetudinarios, una frase o un cometario suelto en el que niegan o exageran sus convicciones con el fin de escuchar el aplauso silencioso pero visible de los cibernautas. Los profesores universitarios, según una investigación reciente, reducen deliberadamente la dificultad de las pruebas con el objeto de aumentar su popularidad o de conseguir una mejor nota en las evaluaciones de fin de semestre. El cortejo del favor popular conduce a la peor forma de traición, a la traición a nosotros mismos.
El ensayo de Orwell permite, además, construir una crítica a la vida pública (a los protagonistas de la política, en particular) basada no tanto en la ética, como en la estética. Esta semana, después del rescate de un niño secuestrado, el alcalde de Bogotá acudió puntual a las oficinas de la Policía, atraído por el eco irresistible del aplauso popular. Los políticos persiguen las cámaras con la intensidad obcecada de las mariposas nocturnas. Dicen y hacen lo que su audiencia (cambiante) quiere que se diga y se haga. Pero no lo hacen por instinto. En las trampas del aplauso, se cae con pleno uso de razón.
Los sobornos del dinero conviven, aquí como en todas partes, con los irresistibles sobornos de la simpatía. Por ello, después de todo, los políticos que valen la pena son los que, a pesar del consenso, a pesar de los gritos enardecidos, a pesar de las tentaciones del aplauso, deciden hacer lo que toca, esto es, no matar el elefante