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Literatura Personal Reflexiones

Los inmortales

Dr. Marvin Howl, CEO Antentrop Bio

Estimado jefe,

He querido escribir esta carta desde hace meses. No lo había hecho pues me parecía repetitiva, una reiteración innecesaria. Pero quise volver atrás, contar de nuevo una historia que ambos conocemos, de la que fuimos protagonistas, usted desde arriba, desde el mundo de las finanzas, yo desde abajo, desde el laboratorio. No voy a hacer juicios o señalamientos. Por azar, por las coincidencias de la vida, fuimos nosotros los protagonistas de una historia que habría ocurrido de todas maneras, con o sin nuestra participación.

Las finanzas, Dr. Howl, son un mundo quimérico, suponen la ausencia de límites. El interés compuesto ha sido una de las grandes mentiras de la humanidad. Mi mundo, el de la biología, a diferencia del suyo, el de las finanzas, parte de una premisa inobjetable y pesimista: la entropía siempre gana, termina saliéndose con la suya. La vida es simplemente una resistencia transitoria, un orden precario, casi poético, que prevalece por un instante y desaparece después para darle espacio a otra vida y así, intergeneracionalmente, lograr combatir el desorden, la inexorable desaparición. La vida está hecha para desparecer y hacerlo rápido. Sin muerte no hay vida.

La belleza de la vida (su resistencia, Dr. Howl) tiene un lado trágico. “Todo lo bello es triste mientras exista el tiempo”, escribió alguien alguna vez. La belleza es solo un anuncio de la muerte. «Detén el paso, belleza esquiva, detén el paso»,  lamentan los poetas. Pero no hay freno. Esos clamores no son más que los clamores de los seres humanos ante lo inevitable. Disculpas de antemano por esta introducción medio difusa, pero ya habrá usted anticipado para dónde voy. Ambos ignoramos, por conveniencia, ambición o curiosidad, la verdad de la vida. Ese error llevó a resultados desastrosos.

Recuerdo bien nuestra primera reunión hace más de quince años. Fue un momento especial. Recuerdo vívidamente la emoción ante el descubrimiento. La vida en el laboratorio es aburrida. Los científicos somos (durante la mayor parte del tiempo) autómatas, repetimos hasta el aburrimiento unas rutinas preestablecidas. El método es nuestro poder, pero la repetición nos va robando el alma, nos va arrebatando el discernimiento ético, nos convierte en una especie de robots con bata blanca que poco a poco olvidamos los propósitos de esa rutina, la teleología del asunto.

La emoción de un resultado excepcional es nuestra única emoción verdadera como científicos. Nuestra droga. La buscamos desesperadamente. Vivimos por ella. Yo siempre he sido escéptico. La investigación médica y biológica está llena de resultados espurios, de artículos inanes que son poco más que basura. Quienes hemos trabajado en este asunto sabemos bien que la mayoría de los artículos son irrelevantes, obviedades convenientemente disfrazadas por ese fraude que son los p-values.

Teníamos un chiste repetido entre nosotros, venía de un escritor de ciencia ficción que había postulado una constante universal para la investigación científica: noventa por ciento de todo es mierda. Pero los resultados que presentamos en esa primera reunión eran distintos. Mostraban un hallazgo incontrovertible, un efecto más allá de cualquier duda. Habíamos logrado extender la vida de los ratones por medio de una reprogramación celular. Después de varios fracasos con la manipulación de los genes, optamos por el más silencioso camino de la epigenética para reprogramar los marcadores de envejecimiento y dimos en el blanco. No había duda. Los datos hablaban con una elocuencia simple, no había que torturarlos o maquillarlos o embellecerlos. Ciencia diáfana. Tan escasa y emocionante.

Los ratones de laboratorio viven ciento treinta semanas. Un grupo de ratones ya viejos, de ciento veinte semanas, recibió la terapia genética experimental en la que habíamos trabajado por años, siguiendo las investigaciones de un científico japonés sobre la posibilidad de reprogramar las células y contrarrestar la entropía, de echar para atrás los relojes que anidan implacables en todos los organismos vivos.

Los ratones que recibieron la terapia vivieron treinta semanas más, creo que lo recuerda. Los que no, solo diez semanas adicionales. Todo esto en promedio. No había que mirar los p-values. Resultaba imposible, desde esa primera presentación, no pensar en las implicaciones, no extrapolar el impacto a humanos, biológicamente somos comparables, metabólicamente semejantes. Alguien dijo ese mismo día, «esto equivale a aplicar la terapia a un grupo de personas de setenta y siete años y triplicar su esperanza de vida, una locura».

«Una locura» resultó siendo, pero de otra manera. Lo que vino después, usted ya lo conoce bien. Podríamos llamarlo carpintería. Otras comunidades científicas replicaron los resultados. Los escépticos fueron tornándose en convencidos. Vinieron después los ensayos clínicos. Los de fase I, que permitieron hacer algunos ajustes y descartar los efectos secundarios más problemáticos. Los de fase II, que nos llevaron a enfocarnos en personas de setenta años (con algunas variaciones).

Ya en ese entonces el interés de los medios se había desbordado. Yo iba a una reunión social con amigos y familiares, y los invitados me preguntaban si podían hacer parte de los ensayos clínicos. La demanda por unos años más de vida es inconmensurable, no tiene límite, casi nos define como seres humanos. Los titulares de prensa hablaban de un elixir vital, del fin del envejecimiento, de un milagro de la ciencia, etc. No había ya escepticismo. Todo era entusiasmo sin notas de pie de página.

Los ensayos clínicos de fase III tuvieron que interrumpirse, pues los pacientes no aceptaron continuar con el ensayo doble ciego como había sido diseñado. El Comité de ética nada pudo hacer, se vio completamente desbordado. Tuvimos que aplicarles la terapia a todos. Creo que usted recuerda bien ese momento. Las discusiones éticas, siempre presentes en este tipo de ensayos, habían quedado atrás en medio de la locura mediática y las exorbitantes expectativas que había generado la terapia.

La FDA aprobó la terapia meses después. No tenía alternativa. La presión mediática era mucha, insoportable para una agencia burocrática. No había forma de decir “no”, de intentar alguna reflexión ética. Hay cosas que escapan del control burocrático. Cuando las pasiones y los intereses alcanzan cierta magnitud, los frenos institucionales dejan de funcionar. Uno no puede inventar un agente antienvejecimiento y esperar que la discusión ocurra tranquilamente. Voy a decirlo en una sola frase, la repetí en varias reuniones en el laboratorio: «Todos perdimos el control».

Usted sabe bien que en esta industria se habla de blockbuste cuando una innovación supera los mil millones de dólares al año en ventas. Algo así. Las compañías están siempre en búsqueda de ese tipo de droga o agente biológico. Esta industria es una ruleta. Se apuesta mucho, se gana poco. Somos parte de un capitalismo extraño: la ciencia es sofisticada, la comercialización agresiva y la idea del negocio simple: apostarles a muchas cosas en espera del soñado blockbuster que con frecuencia es resultado del azar, no del conocimiento. Esta industria es una suerte de sistematización de la serendipia, una rutina que se repite, que la mayoría de las veces produce resultados triviales o inexistentes, pero que, de vez en cuando, da en el blanco de manera espectacular y esconde miles de fracasos.

Esta vez había un elemento adicional. Dimos con una terapia que tenía una aplicación general. No era para tratar una enfermedad o condición específica. Era para todos. Uno de nuestros científicos propuso en una reunión, de manera consciente, responsable, que deberíamos concentrarnos en personas con mayor riesgo, con diabetes, hipertensión, etc. No fue escuchada. Había efectos heterogéneos, sin duda. Los ensayos clínicos interrumpidos alcanzaron a sugerirlos. Pero todos podían beneficiarse.

La historia que sigue voy a abreviarla. La conoce usted bien. Voy a contarla solamente por cuestiones de exhaustividad. Esta carta no es una confesión. Es una reiteración, una constancia, una denuncia de la locura que produce el capitalismo cuando decide aprovecharse de nuestro lado flaco, más vulnerable: el miedo a la muerte, a la nada.

Disculpas por los devaneos existencialistas. Continúo ahora sí con la historia. El primer problema fue financiero. El pricing no era fácil. En Estados Unidos, como la ley nos da la ventaja de no tener que negociar con el Gobierno, fijamos un precio más alto. Con otros gobiernos negociamos precios menores. Los gobiernos pusieron cuotas, trataron de manejar la demanda, pero no pudieron. La presión social los desbordó. Los médicos prescribían la terapía casi automáticamente. Un consentimiento informado y listo. Las presiones financieras fueron tantas que los sistemas de salud se vieron afectados, algunos tuvieron que bajar el gasto en medicamentos esenciales y en programas de salud pública. En los países más pobres, la gente no tuvo acceso. Solo llegaron las noticias (como si fueran de otro mundo), lo que alimentó el desconsuelo y la frustración.

Unos cuantos comentaristas señalaron que había una suerte de desequilibrio intergeneracional en todo esto, que las compras de la terapia para los viejos estaban afectando los recursos destinados a los más jóvenes. Pero nadie prestó atención. En estos tiempos, la gente odia los dilemas éticos con la misma pasión con la que odia a los políticos que eligen supuestamente para salvarlos. No quiero entrar en aritméticas utilitarias, pero creo que (me cuesta reconocerlo) hicimos daño, los costos fueron mayores que los beneficios, llevamos a un uso de recursos que poco o nada contribuyó a la salud pública.

Los efectos sobre la población beneficiada han sido objeto de una larga discusión. Nunca nos pondremos de acuerdo. Pero quiero dar mi opinión con base en una alusión que le oí hace poco a un médico ya veterano, un geriatra curtido, escéptico. «¿Sabe quién anticipó lo que iba a ocurrir?», me dijo. Un escritor satírico del siglo XVIII, Jonathan Swift, quien en Los viajes de Gulliver describió perfectamente las trampas de la búsqueda de la inmortalidad o de aplazar la muerte más allá de lo razonable.

«Hemos creado», mencionó el geriatra, «los struldbrugs que encontró el capitán Gulliver en una isla cerca a Japón. Viven por siempre de manera inercial. No acumulan sabiduría. Suman años. No suman alegrías. Amontonan tristezas. No viven. Sobreviven en una especie de letargo biológico y mental. Como crisálidas o zombis». Habría que mencionar también los mayores casos de alzhéimer nunca  advertidos por los ensayos clínicos que fueron interrumpidos tempranamente.

Muchos de los casos de alzhéimer son un resultado obvio de los años de vida ganados, de la prolongación de la vida. Pero otros (en este aspecto la discusión es acalorada y no ha terminado) podrían ser un efecto secundario de la terapia genética. La complejidad biológica es inmensa. No entendemos todavía de qué manera esta terapia puede afectar nuestro organismo. El reduccionismo de la medicina moderna subestima esa complejidad, como se ha dicho tantas veces

Bueno, no quiero extenderme más. Me doy cuenta de que estoy sermoneando. Leí hace poco que el siglo XX fue el siglo del fracaso de las utopías políticas y que el siglo XXI será el del fracaso de las utopías tecnológicas. La nuestra, la que construimos a partir de la disciplina científica y la ambición económica —una alianza riesgosa—, fracasó. No era difícil anticipar los riesgos de esta historia, los extravíos que vinieron después del entusiasmo, los peligros de una medicina que, empujada por nuestros deseos y temores, prometía prolongar unos años la vida.

Al final de una tarde de verano, hace ya algunos  años, al comienzo de esta historia, cuando estábamos terminando los experimentos con ratones, me puse mi bata blanca y bajé al laboratorio. Allí estaban los ratones en sus jaulas. Sabía bien cuáles habían recibido la terapia y cuáles no. Las jaulas tenían un pequeño distintivo que los diferenciaba. Caminé unos minutos de un lado a otro y me detuve en frente de la jaula donde había varios ratones tipo A, los del grupo tratamiento.

Algo raro ocurrió esa tarde, sentí que uno de ellos me miraba con unos ojos casi suplicantes. No quiero terminar esta carta con un arrebato místico, pero sentí una conexión extraña, como si quisiera decirme algo o transmitirme una tristeza esencial, la de estar allí, por supuesto, la de habitar el mundo, pero quizás también la tristeza de la lucha inútil contra la entropía, la del envejecimiento artificial y los días alargados sin propósito, la de la lucha sin sentido en la que estábamos participando todos, usted, yo y los ratones.

Cordialmente,

Tatiana Rawson

Chief Scientist Antentrop Bio

 

 

 

Literatura Personal

Milan Kundera y el fin de la tragedia

Liberar los grandes conflictos humanos de la ingenua interpretación de la lucha entre el bien y el mal, entenderlos bajo la luz de la tragedia, fue una inmensa hazaña del espíritu; puso en evidencia la fatal relatividad de las verdades humanas; hizo sentir la necesidad de hacer justicia al enemigo. Pero el maniqueísmo moral es invencible […] Las guerras, las guerras civiles, las revoluciones, las contrarrevoluciones, las luchas nacionales, las rebeliones y su represión fueron barridas del territorio de lo trágico y expedidas a la autoridad de jueces ávidos de castigo.

Milan Kundera

 

Cada vez que en Colombia ocurre una avalancha, un alud de tierra o una inundación, el “fin de la tragedia”, esa predicción de Milan Kundera, se confirma al pie de la letra. En medio de la angustia colectiva y del melodrama de los medios, nuestros analistas dan rienda suelta a su compulsión moralizante: niegan la tragedia, buscan culpables, encuentran villanos y encomian unos cuantos héroes que, en su opinión, predicaron en vano en medio del diluvio. Algunos se asemejan a los curas de la Colonia, quienes, ante un terremoto o epidemia, señalaban las consecuencias de los extravíos pecaminosos.

El debate necesario sobre políticas ambientales se plantea, entonces, como una lucha entre el bien y el mal. Nadie menciona los costos de reubicar decenas de miles de personas, ni el complejo balance entre desarrollo y medio ambiente; menos aún, las dificultades de un país con una geografía endemoniada y una larga historia de exclusión y desplazamiento. Todo se convierte en una fábula: el narcisismo moral florece con la negación de la tragedia.

Fiscales y procuradores se transforman en jueces ávidos de castigo: anuncian investigaciones, amenazan con medidas draconianas, levantan el dedo acusador… Alguien debe ir a la cárcel. Hace poco una corte italiana envió a prisión a varios sismógrafos de una agencia estatal (el servicio público es una profesión de alto riesgo) por no predecir oportunamente un terremoto. Un fiscal colombiano quería meter a la cárcel a la gobernadora de Putumayo después de la avalancha de Mocoa. El fin de la tragedia es determinista: no deja espacio para la incertidumbre ni para los errores; es un mundo de carceleros oportunistas, aficionados a señalar culpables ante las cámaras de televisión.

El fin de la tragedia también se revela en los debates políticos y las demandas ciudadanas. Creemos que todos los problemas fiscales del Estado se explican por la existencia de la corrupción; no aceptamos la trágica idea de la escasez; reducimos todos los dilemas distributivos a una lucha entre buenos y  malos; negamos los conflictos de valores; tendemos, por lo tanto, al reduccionismo y a las fábulas moralizantes. Basta mirar los noticieros, leer las columnas de opinión o revisar las sentencias de los jueces para comprobar la extensión del fin de la tragedia.

A finales del 2018 hubo una inundación en el aeropuerto El Dorado de Bogotá. Los expertos explicaron que se trataba de una falla de mantenimiento lamentable que por fortuna había sido resuelta de inmediato. Algunos internautas acuciosos señalaron que en varios aeropuertos de Estados Unidos y Europa se habían presentado problemas similares. Esas cosas pasan. Pero en el mundo del fin de la tragedia, donde pocos piensan y todos juzgan, no hay lugar para el azar ni los errores. La mayoría de periodistas del país encontró rápidamente una explicación enlatada para el problema ingenieril: la corrupción.

Olvidan algunos que, en muchos casos, la corrupción no es una causa sino una consecuencia de problemas más complejos del Estado: la falta de capacidades, la ausencia de proyectos, la reticencia de personas honestas y conocedoras a hacer parte del sector público… Los que critican a los políticos y sostienen que “todo es corrupción” exacerban el problema. Al fin y al cabo, muchos deciden no enfrentar a esos jueces inmediatistas que pululan en el periodismo y los organismos de control.

 

***

 

El liberalismo está pasado de moda, se ha dicho. Pero vale la pena insistir en la necesidad de un liberalismo trágico. Muchos de nuestros valores más preciados están en conflicto: la justicia y la paz, la libertad y la igualdad… La vida, al igual que la política, implica sacrificio, una elección entre valores distintos. Ya lo dijo Isaiah Berlin: “los valores de la vida no son solamente múltiples; suelen ser incompatibles. Por ello el conflicto y la tragedia no pueden ser nunca eliminados de la vida humana”.

El populismo de estos tiempos no coincide con esa visión. La resignación inteligente y razonada no sintoniza con el espíritu de los tiempos. Pero eso no la hace menos válida. Recuperar el sentido de la tragedia en la política es imprescindible, un antídoto urgente contra la demagogia y la falsa indignación.

Recuerdo la respuesta de Borges a una pregunta impertinente sobre la participación de su compatriota Ernesto Sábato en una comisión de acusaciones en Argentina: “Alguien tiene que hacerlo, pero prefiero que lo hagan otros”. El gesto de Borges —esto es, su aversión a convertirse en juez— es aleccionador. En un mundo de acusadores, la reflexión sosegada y la aceptación de la tragedia representan casi un milagro. “Lo trágico nos ha abandonado y este es tal vez nuestro verdadero castigo”, escribió Kundera.

Literatura Personal

Implantados

Habían bajado ya de precio. No eran una simple extravagancia de los más ricos de los ricos. Por el equivalente a unos meses de su salario como gerente en un negocio medio estancado de seguridad informática (los bandidos estaban ganado) podía acceder al chip. Bastaba una cirugía menor para el implante. Su hijo ya iba a cumplir dos años, la edad recomendada para que el chip pudiera implantarse y coordinarse con el cerebro en formación.

Decidió optar por el chip estándar. Contenía mandarín, inglés, alemán, ruso y seis idiomas latinos. Programación en varios lenguajes. Historia y geografía plenas. Conocimientos básicos de medicina, ingeniería y ciencias básicas. Matemáticas y lógica. «Es como si uno naciera aprendido», le dijo el vendedor.

Décadas atrás las primeras aplicaciones de IA habían mostrado que todo el conocimiento acumulado por la humanidad podría ser sistematizado y usado para responder cualquier inquietud o pregunta, puntual o general. Los abogados, ingenieros y médicos clínicos comenzaron a ser superados por la máquina tal como había ocurrido con los maestros de ajedrez a finales del siglo XX.

La IA comenzó un proceso de desarrollo exponencial. Mientras más se usaba, más se sofisticaba. Superó incluso las predicciones más exageradas. Las aplicaciones estuvieron primero alojadas en los móviles. Después vinieron los chip. Recien salidos, los más ricos los implantaron sin reatos a sus hijos que crecían literalmente con todo el conocimiento del mundo en la cabeza.

Las universidades se estaban convirtiendo en lo que debieron haber sido desde muchas décadas atrás, clubes de conversación. A medida que crecía la población de implantados, los profesores no sabían qué hacer. Su costumbre de repetir tercamente en clase lo que existía en los libros, había pasado de anticuada a ridícula. Solo los profesores de ética mantenían una utilidad urgente, casi imprescindible. Repetían que un mundo de sabelotodos irreflexivos podía ser una pesadilla.

Había chips no neutrales con énfasis religiosos, por ejemplo. «Una cosa son implantes de ciencia, otros de metafísica», repetían los agobiados profesores de ética sin mucho eco. Los implantes podrían convertir a cada ser humano en un especie de enciclopedia andante, en un sabio renacentista. Pero también en un dogmático sabiondo, un sacerdote medieval ilustrado e intolerante.

Manuel escogió un chip neutral. La IA había ya copado tantos espacios que le pareció un paso natural. Los homínidos y la tecnología llevaban mezclándose cientos de miles de años, desde que estos lanzaron la primera piedra. Esta coevolución había llegado a un límite emocionante, un humano era ya, con el implante, todos los humanos, en cada uno convergía todo el conocimiento acumulado durante siglos de historia. Manuel sabía bien que la tecnología nos acercaba cada vez más a nuestros sueños y también a nuestras pesadillas. Ya estaba muy viejo para implantarse. Sospechaba, sin embargo, que humanos y robots iban a ser tarde o temprano indistinguibles. No iba a hacer nada para evitarlo. Todo lo contrario.

Literatura Personal

El juicio final

Salí a caminar con Voltaire al final de la tarde de un domingo lluvioso, la luna a mitad de camino en una más de sus millones de repeticiones. La tecnología de resucitación era ya un lugar común. El nombre de Voltaire surgió después de una petición firmada por miles de estudiantes de derecho (los de filosofía estaban infatuados desde hace décadas con otros nombres, con pensadores del terrible siglo XX).

-¿Y qué son esos vehículos que viajan a toda velocidad sobre unas ruedas negras, carruajes metálicos sin caballos?

-Son automóviles, llevan más de cien años haciendo estragos, representaron inicialmente la libertad, pero son ahora un símbolo del estancamiento, pueden viajar a 200 km/hora, pero viajan a menos de diez, son la metáfora más elocuente de las trampas de la genialidad humana.

-Sea lo que sea, quiero subirme en uno y experimentar la parálisis en medio de la potencialidad, la quietud de un motor poderoso cancelado por otros como él. Debe ser una sensación interesante, como quien sostiene a un caballo brioso.  ¿Cómo se mueven?, ¿de dónde viene su energía?

-Del petróleo, un líquido viscoso, un depósito de la energía solar de millones de años, un fósil de algas comprimidas.

-Una maravilla, los seres humanos desenterraron el sol y lo dieron de alimento a sus máquinas.

-Parece poético, pero la eficacia de nuestros procesos, nuestra imaginación sin límites, nuestra capacidad para entender los mecanismos de la Naturaleza y potenciarlos, nos está aniquilando. Hemos destruido el planeta, extinguido a miles de especies, creadas todas, en cada ámbito, en cada momento, por el algoritmo darwiniano.

-No entiendo nada. Pero si el ser humano, termina suicidándose por cuenta de sus deseos infinitos, solo estará reproduciendo una ley natural. El ser humano sería entonces un torbellino, un huracán que genera el propio combustible que lo alimenta. Tal vez la humanidad sea una especie de paso, destinada para un instante, no para durar millones de años, sino para aparecer y desaparecer como un fuego artificial, destruida por su propia infatuación, una aberración, una muestra del poder de la Naturaleza para crear cosas extrañas e instantáneas. Pido indulgencia por mis devaneos. Recuerde que soy un niño de muchos años que no distingue nada de lo que ve; tampoco lo entiende. Deslumbrado y curioso. ¿Quién es ese Darwin? ¿Qué escribió?

-Un inglés especial, lo admirarías, tolerante, ajeno a las pasiones políticas que envenenan el alma, a los fanatismos de quienes quieren imponernos su credo. Se dedicó a observar con paciencia a las aves, los escarabajos y las lombrices que se arrastran en el fango. Así descubrió, con método y paciencia, el mecanismo de la vida, la selección natural que nos emparenta con el chimpancé, nos recuerda nuestra íntima relación con todo lo viviente y nos diferencia al mismo tiempo, nos revela nuestra conciencia exhilarante, capaz de adivinar misterios.

-Todo se me escapa. No entiendo lo que dices. Fui condenado dos veces. Primero a nacer y ser hijo de mi tiempo. Ahora a resucitar y habitar otro tiempo. Soy una criatura de zoológico. Un ser humano que creyó entender su tiempo y fue revivido en otro tiempo del que no entiende nada. Si no fuera por una curiosidad básica, instintiva, este esfuerzo de resurrección podría terminar en una gran paradoja, en un suicidio del resurrecto, el suicidio más sensato de esta historia de insensateces. Lo único que parece no haber cambiado es la luna, ajena a nuestros caprichos.

-Allí también estuvimos, llevados por un cohete que venció la ley de gravedad, propulsado por ese líquido mágico que ha sido también nuestra perdición, ese fósil líquido que anima lo inanimado y envenena el mundo. Fuimos a la luna impulsados por ese líquido vital, regresamos reclamados por la tierra, por su fuerza de gravedad. Dejamos unas cuentas huellas, una bandera de lo que era en tu centuria una nación de bisontes, el continente de la tortuga lo llamaban sus habitantes, aniquilados en su mayoría por el eurocentrismo. También dejamos allí un automóvil, similar a los que vimos ahora. Un paseo en una máquina de ruedas, autopropulsada, un paseo por la luna, ha sido otra de nuestras hazañas. Las huellas van a durar más que la humanidad, son nuestro monumento más duradero. En un millón de años habrá pocos vestigios de nuestra presencia en este planeta. Seguirán las huellas en la luna. El fósil que creamos para celebrarnos a nosotros mismos, una especie que creo su propio fósil, ¿no es eso algo?

-Sus discursos autocelebratorios parecen discursos de despedida. Ya entiendo para qué estoy aquí. La humanidad decidió resucitar a algunos de sus referentes, no para celebrarlos, sino para juzgarlos. Esto es un juicio, una especie de rendición de cuentas. Y el castigo no es la pena de muerte, sino la vida. Este mundo, un teatro del orgullo y el error, decidió acabarse de la manera más teatral posible, con un juicio de los humanos del presente a los pensadores que los antecedieron. Bastardos, destrúyanse, pero dejen a sus muertos tranquilos.

Personal Reflexiones

Una historia de locura

Esta mañana, en la librería San Librario, me topé por coincidencia (para eso vamos a las librerías de viejo) con un libro publicado en los años setenta en Estados Unidos, McCarthy y el McCarthismo: el odio que transformó a Norteamérica de Roberta Strauss Feuerlicht. El libro relata de qué manera la locura y el fanatismo anticomunista se apoderaron de la política estadounidense en la primera mitad de los años cincuenta del siglo anterior.

Empecé a ojearlo de manera casi indiferente. Después de unos minutos, noté que contenía una advertencia necesaria; describía una aberración de la política más o menos general, ubicua si se quiere. Decidí resumirlo de manera telegráfica en diez puntos. Estos son:

  1. La eficacia política de la búsqueda de un enemigo, de un grupo maldito en el cual puedan descargarse todos los males y amenazas de la sociedad.
  2. La transformación del lenguaje político en invectivas altisonantes, casi religiosas (“nos hallamos comprometidos en una batalla final y decisiva entre el ateísmo comunista y el cristianismo”, decía McCarthy).
  3. La facilidad con la cual mucha gente termina creyendo las mentiras más delirantes sobre la infiltración del enemigo al Estado y la sociedad (“¿cómo podemos explicar nuestra situación presente a no ser que creamos que hombres importantes de este gobierno se han puesto de acuerdo para entregarnos el desastre?”, acusaba McCarthy).
  4. La amplificación de las mentiras por parte de unos medios de comunicación necesitados de escándalos (“los periodistas, que con frecuencia sabían que McCarthy estaba mintiendo, escribían lo que él decía y dejaban que el lector, que no tenía ningún medio de averiguarlo, intentase deducir la verdad”, escribió Strauss Feuerlicht).
  5. El oportunismo que lleva a muchos políticos moderados a ponerse del lado de los radicales (“nada da mejor resultado en política que un insulto a la inteligencia de la gente”, escribió la autora).
  6. El miedo que comienza a apoderarse de casi todo el mundo en medio del delirio acusatorio (“El caso es que el senado tiene miedo de Joseph McCarthy…Todo él que se ha enredado con él termina lamentándose”, decían sus contradictores).
  7. La degradación gradual, pero ineluctable del debate político, de la deliberación democrática (“yo no contesto acusaciones…las hago”, decía McCarthy).
  8. La disminución de la confianza en las instituciones por cuenta de las mentiras repetidas a diario (“el McCartismo minó la Constitución, las Leyes, la Presidencia, el Congreso, el Departamento de Estado, el ejército y todo cuanto desafió”)
  9. El menoscabo de las libertades individuales como consecuencia de la paranoia (“más de ocho leyes fueron aprobadas que restringían la libertad de palabra y de asociación”).
  10. La inevitable caída de McCarthy una vez la sociedad cayó en cuenta de que había traspasado los limites de la decencia y la cordura (“un escritor derechista llevó la historia de la paranoia norteamericana a su culminación cuando escribió, años después de la caída, que McCarthy no había fallecido de muerte natural, sino que lo habían asesinado los iIuminados”).
Personal Reflexiones

En memoria de Guillermo Perry, el amigo y el maestro

 
 
 
 
(como un homanaje a la memoria de Guillermo Perry publico este prólogo a su último libro, Decidí Contarlo)
 
Mientras leía el manuscrito de este libro inusual (una mezcla de testimonio, análisis e historia económica), por esas conexiones extrañas de la memoria, recordé un fragmento de la extraordinaria novela de Philip Roth, American Pastoral.

 

El narrador de la novela, el escritor Nathan Zuckerman acude a una cita existencial, a la celebración del aniversario número 45 de su graduación del colegio. El escenario es previsible. Una gran sala en un hotel decadente. La música nostálgica, convertida en un ruidoso lugar común. El paso de los años en los rostros y los cuerpos, desigual pero ineluctable. Las expectativas frustradas (en algunos casos) y superadas (en otros). En fin, la vida.

Zuckerman permanece solo unas pocas horas en la reunión. Atormentado por los recuerdos, abandona el lugar sin despedirse y se encierra en un cuarto de hotel a escribir el discurso que quiso haber pronunciado ese día: un recuento de los cambios, las transformaciones y las catástrofes vividas por su generación, un resumen de las rupturas sociales que, de una u otra manera, afectaron a todos sus compañeros, sin excepción, en muchos casos de manera trágica. “¿No es asombroso? Haber vivido en este país, en nuestro tiempo y como quienes somos. Asombroso”, escribe Zuckerman al final de su discurso ficticio.

Este libro cuenta una historia asombrosa, la historia de la transformación económica, social e institucional de Colombia durante los últimos 50 años, de 1968 a 2018. Por un lado, están los esfuerzos deliberados por construir unas instituciones o reglas de juego más sólidas, por consolidar un Estado moderno y avanzar en los ideales de la justicia y la igualdad; por el otro, están las fuerzas contrarias del clientelismo, la corrupción, el conflicto armado y sobre todo el narcotráfico. Guillermo Perry fue protagonista de los esfuerzos de modernización y construcción institucional en un país convulsionado, asediado por la guerra, el narcotráfico y la mala política.

Fueron años de grandes turbulencias y grandes desafíos. Años paradójicos, de avances institucionales en medio de la guerra, de crecimiento del Estado en medio de las dificultades por consolidar una estructura tributaria racional; años de bonanzas y destorcidas, de grandes avances en la cobertura de servicios públicos y esfuerzos incompletos en la descentralización y en la inserción de la economía colombiana en los mercados globales. Con todo, el progreso de Colombia durante los últimos cincuenta años ha sido notable.

Voy a dar un ejemplo, uno solo, de un sector que conozco desde adentro: la salud. Hace 50 años, las mujeres tenían una esperanza de vida inferior a los 60 años y tenían siete hijos en promedio. En un país de 20 millones de habitantes, morían 1.600 mujeres por causas asociadas con el embarazo. Solo 40% usaba métodos anticonceptivos, la mayoría de poca eficacia. Actualmente, las mujeres colombianas gozan de una esperanza de vida de 81 años y tienen dos hijos en promedio. En un país de 47 millones de habitantes, mueren 320 mujeres por causas asociadas al embarazo. Más de 85% usa métodos anticonceptivos. Los derechos sexuales y reproductivos se han expandido sustancialmente, incluyen, por ejemplo, el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. Asombroso.

Guillermo Perry cuenta esta historia en orden cronológico, presidente por presidente, en un tono anecdótico, jocoso algunas veces, tragicómico otras. La narración está organizada en forma de conversación con Isa López Giraldo, en una suerte de contrapunteo que le da vivacidad y estructura a la narración. Los aspectos técnicos están mezclados con las anécdotas. La economía política, con la teoría económica. Y los chismes con los momentos de reflexión, con los grandes dilemas éticos que definen muchas veces una carrera pública.

El libro podría dividirse en dos partes, la primera, que va de 1968 a 1996, es una historia contada desde adentro, desde las entrañas, por un protagonista y testigo excepcional: director de impuestos, ministro en dos ocasiones, constituyente, asesor, etc. Esta primera parte es en buena medida un ejercicio memorístico, las memorias de un técnico que, de manera ambivalente, con dudas al comienzo y con convicción después, ingresa al mundo de la política.

La segunda parte, que va desde 1996 a 2018, es más analítica, es una historia ya no contada desde adentro, sino desde afuera, con la distancia escéptica que dan los años y el desapego al poder. En las dos partes hay anécdotas y reflexiones, pero la perspectiva es diferente. Los recuerdos cuentan más en la primera. Los análisis más en la segunda. En la segunda parte, por ejemplo, Guillermo Perry hace una larga disquisición sobre los problemas de violencia y corrupción que afectan a Colombia.

La primera y la segunda parte están divididas por una decisión trascendental, un dilema trágico (la lealtad y la moralidad no siempre son compatibles) que definió la trayectoria profesional del autor: su renuncia al gobierno de Ernesto Samper una vez se hizo público que la campaña había sido financiada en parte con dineros del narcotráfico. Como en la novela de Roth, las vidas humanas no pueden separarse de los grandes cataclismos o problemas de la sociedad.


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Quisiera resaltar tres historias que recorren el libro, que aparecen una y otra vez aquí y allá. Las menciono, primero, de manera escueta para después hacer unos comentarios generales sobre cada una: la importancia de la tecnocracia, el optimismo sobre el mundo de las ideas y el papel del narcotráfico en la historia reciente de Colombia.

La tecnocracia

El libro comienza en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, un gobierno caracterizado, entre otras cosas, por la consolidación de la tecnocracia colombiana. En las primeras páginas del libro, hay una anécdota interesante, en la cual el entonces presidente Carlos Lleras Restrepo se queja de la jerga ininteligible de los técnicos. Pero más allá de los problemas de forma, los técnicos (economistas en su mayoría) son respetados, tenidos en cuenta por la mayoría de los presidentes.

Guillermo Perry presenta una visión favorable, positiva de la tecnocracia: la tecnocracia es vista como un contrapeso al poder, como un equilibrio necesario a las fuerzas cortoplacistas y clientelistas de la política. Por supuesto, en algunas ocasiones, narradas con precisión en el libro, los técnicos son meros instrumentos de los políticos, se tornan en expertos en justificar cualquier cosa y componer argumentos por encargo. Pero en la mayoría de los casos, son un contrapeso necesario y fundamental.

En el libro, los técnicos van y vienen, entran y salen. Los nombres se repiten. La mayoría parece tener un interés genuino por el bienestar general, por incorporar la teoría y la evidencia en la toma de decisiones. Puede haber sesgos. Arrogancia o falta de autocrítica. Pero hay también independencia intelectual y coraje para enfrentar las presiones de políticos y grupos de interés.

Uno podría, en todo caso, leyendo entre líneas, uniendo las historias, intuir dos críticas a la tecnocracia colombiana. Primero, su falta de diversidad. Hay muy pocas mujeres. Casi todos sus miembros son economistas provenientes de unas cuantas universidades privadas. Ideológicamente hay poca diversidad. Las discusiones entre tecnócratas no ocurren entre los pertenecientes a una doctrina y otra. Dependen más bien de quien está o no está en el gobierno en un momento dado.

Segundo, los tecnócratas hemos tolerado (al menos en ocasiones) el clientelismo en aras de la gobernabilidad, el equilibrio macroeconómico, la supervivencia, lo que sea. Al respecto tiene razón, creo, el economista inglés James Robinson al afirmar que un arreglo pragmático ha caracterizado el ejercicio del poder en Colombia: los partidos políticos tradicionales han permitido o tolerado un manejo tecnocrático de la macroeconomía a cambio de una fracción del presupuesto y la burocracia estatal, a cambio de auxilios parlamentarios, partidas regionales y puestos. Ese arreglo, cabe señalarlo, está llegando a su fin. 


Las ideas 


El libro trae a cuento las muchas misiones técnicas que vinieron a Colombia a asesorar los distintos gobiernos. La lista es larga: la misión Currie, la misión Musgrave, la misión Chenery, la misión Bird-Wiesner, etc. La mayoría de estas misiones contaron con la participación activa de técnicos nacionales. En conjunto, uno percibe un intento sistemático, continuado, casi institucionalizado, por incorporar el conocimiento global en el diseño de políticas públicas. Sobresalen los esfuerzos de planeación y análisis. Se percibe una cultura de seriedad que contrasta con las visiones más cínicas de la política.

La economía política no está ausente: hay presiones de empresarios y grupos económicos, extravíos clientelistas y acuerdos pragmáticos. Pero la impresión que me quedó después de leer el libro es que la economía política es menos importante de lo que se dice usualmente, de lo que señalan algunas escuelas recientes. En el libro, las instituciones y las políticas públicas son con frecuencia el resultado de esfuerzos genuinos de incorporar las recomendaciones de la teoría económica. La visión más realista de las instituciones concebidas como equilibrios en un juego entre grupos de poder también está presente, pero es, en general, menos relevante, no parece tener tanta fuerza o pertinencia empírica.

Alguien podría afirmar que esta visión más optimista, más enaltecedora, esta visión que resalta la importancia de las ideas y de los esfuerzos por llevarlas la práctica es autocelebratoria, una suerte de fabula tecnocrática. Pero no lo creo así. Las ideas importan. La economía normativa importa. Las misiones dejaron un legado relevante. Los aspectos económicos de la Constitución de 1991, por ejemplo, fueron resultado más de un consenso ideológico que de una puja entre grupos de interés. 


El narcotráfico 


El libro vuelve y cuenta una historia conocida, la historia del narcotráfico. Allí están los asesinatos de Galán, Pizarro, Jaramillo, Hoyos, Lara Bonilla y Low Murtra, la infiltración de los partidos tradicionales, el escalamiento de la violencia y el conflicto, los esfuerzos institucionales por enfrentar una amenaza formidable, los cambios culturales y sus consecuencias. “En mi opinión –dice el autor–, el auge del narcotráfico contribuyó a crear un clima de tolerancia y predisposición a la corrupción entre muchos empresarios y ciudadanos porque promovió una cultura de enriquecimiento rápido y del “todo vale”, como acertadamente la caracterizó Antanas Mockus”.

El tráfico de drogas, escribió hace unos años la historiadora Mary Roldan, “rompió la tradición, transformó las costumbres sociales, reestructuró la moral, el pensamiento y las expectativas”. Esas transformaciones aparecen una y otra vez en el libro, en las historias, memorias y opiniones del autor. La historia reciente de Colombia se vislumbra, en estas páginas, como un esfuerzo de modernización genuino en el que participaron muchas personas valiosas, pero que, sobre todo, tuvo que enfrentar esa dinámica de refuerzo mutuo entre narcotráfico, conflicto y descomposición.

Lo que resulta asombroso, para volver de nuevo a Roth, es que las instituciones de Colombia hayan no solo sobrevivido sino también prevalecido en muchos casos. Este libro, un testimonio excepcional, ayuda a entender por qué, a explicar la magnitud del desafío y a apreciar los esfuerzos de muchos colombianos por enfrentarlo.

Personal

Chao papi

(semblanza leída en el funeral)

No fue, seamos sinceros, un hombre de grandes hazañas juveniles. Tapó un penalti alguna vez, volando de esquina a esquina, cuando el partido iba 9 a 0 en contra de su equipo. Contaba otra historia, ya perdida en el tiempo, sobre un domingo de paseo en el río Medellín. Con algo de suerte, pescó ese día lejano una sabaleta descomunal que fue la envidia de los muchos pescadores que pacientes remojaban lombrices brillantes en las orillas del Porce. Uno de ellos incluso lo insultó, maldijo la buena fortuna del inhábil pescador. 

Conquistó a mi mamá, la luz de sus ojos, en una cabalgata en la Estrella. No estuve presente, por razones obvias, pero puedo suponer que esa conquista poco tuvo que ver con sus destrezas de jinete. 

Mi papá, papi lo llamé siempre, con un amor casi reverencial, no fue un hombre de aventuras, ni audacias deportivas ni grandes jornadas a caballo. “El campo, ese terrible lugar donde las gallinas andan sueltas”, repetía con insistencia, citando a un humorista inglés que ya no quiero recordar. Fue un hombre de ciudad, un gozetas decíamos nosotros. Con una vitalidad instintiva, espontanea, irrefrenable. 

Tenía una inteligencia práctica fulgurante, un sentido común que desarmaba a todo el mundo. En un instante, vislumbraba la esencia de las cosas. Nunca tuvo mucha paciencia con la carreta de la burocracia o la academia. 

Yo le tenía un poco de miedo. Hace 20 años, ya al final de mi doctorado, traté de explicarle en detalle uno de los artículos de mi tesis. Después de quince minutos me dijo, “vos tenes que escribir un artículo para decir eso, güevón”. 

Era una de sus palabras favoritas. Cuando tenía yo la edad de Tommy, el profesor de geografía de primero bachillerato citó a varios estudiantes con sus padres al colegio a una hora y día impertinentes, un sábado a los 8 de la mañana. Ese día, el profesor se quejó largamente de nuestra falta de interés en las capitales del mundo. Mi papá escuchó con atención. “Está bien –dijo después de un rato– pero la próxima vez castígalos a ellos, no me castigues a mí güevón”. 

No toleraba la injusticia. Recordé hace poco una anécdota reveladora. En cuarto  bachillerato, una compañera de clase destrozó un ventanal con una tapa de pupitre en protesta contra la expulsión injusta de uno de nuestros amigos. Fue un estruendo de consecuencias, un gran escándalo, acompañado de la amenaza de una expulsión masiva.

Escribí (siempre he sido un voluntario para estas cosas) una versión del suceso escolar. La leí en frente de la clase. Redimía al amigo expulsado, a quien le entregué, ese mismo día, el manuscrito como una muestra de solidaridad. 

Los directivos del colegio citaron a los padres. Llegaron cumplidos, recuerdo. Ocuparon una mesa en un salón contiguo a la rectoría. Los estudiantes, todos de pie, formábamos un cuadrilátero alrededor de la mesa. El rector hizo un recuento de los hechos: el ventanal destrozado, el desprecio por la autoridad, las risas desafiantes y la altanería adolescente. El papá del compañero expulsado pidió la palabra. Leyó mi defensa de su hijo. Hacia unas pausas largas, enfáticas. Terminó la lectura con un gesto de alivio.

A la salida de la reunión me preguntó mi papá, “¿quién escribió el relato?”. “Yo”, respondí resignado. “Excelente”, me dijo con una risa cómplice. Así lo tengo en la memoria. Se trata, digamos, de una herencia familiar: la intolerancia ante la injusticia, la idea simple pero fundamental de que hay algunas cosas que no podemos aceptar.

Hace unos meses acusaron a un profesor de mi hijo Tomás de acoso sexual. Había sentado inocentemente a una niña en sus piernas. Iba a ser expulsado. “No hizo nada, es muy buena persona, qué injusticia, cómo hacen eso, además es gay”, dijo Tommy con los ojos aguados. Oyéndolo pensé inmediatamente, «la herencia está a salvo». El nieto tampoco sabe tolerar la injusticia. Papi: seguiremos rebelándonos un poco en contra de lo que no está bien en este mundo. 
Hace poco lo descubrí un domingo en la mañana, leyendo furtivamente, casi al escondido, uno de sus columnistas más odiados. “¿Para qué estas leyendo ese tipo?”, pregunté. “Para aumentar la rabiecita”, me contestó sin pensar. Siempre fue así, trató de conservar la rebeldía, el rechazo a la injusticia y la sinrazón. 

Pero su inteligencia, su sentido del humor y de la justicia no lo definieron plenamente. A mi papá lo definió el amor. Su historia fue una historia de amor. El amor a mi mamá (el más grande del mundo, un ejemplo para todos). El amor a sus hijos. El amor a sus nietos. El amor a sus hermanas. El amor a sus amigos. El amor a sus compañeros de trabajo. El amor a todos, incluido el amor a la vida, a esta cosa rara que es la vida en el tercer planeta del sol. 

A todos nos enseñó a vivir. “Qué vaina”, me dijo antier, despidiéndose. Sí papi, qué vaina. Aquí quedamos nosotros (todos, todos) deshechos, en pedazos, tratando, a tientas, de imaginarnos una vida sin tu amor, sin tu apoyo, sin tu presencia. Contigo se fue una parte de nuestras vidas. 

Chao papi. Gracias por todo tu amor. Te amamos.
Personal Poesía

80 años de mi papá

pasó hace ya muchos años

[hoy estamos protestando y celebrando el paso de los años]

cuarto de bachillerato

un compañero había sido expulsado por nada, por un capricho

en protesta

otra compañera, Margarita, piernona, recuerdo bien, destrozó un ventanal con una tapa de pupitre

un estruendo de consecuencias

un escándalo mayor

la amenaza de una expulsión masiva

«todas las manzanas se pudrieron», dijo un profesor

[pobre güevón]

escribí una versión del suceso

la leí en frente de la clase en taller literario

terminaba con un homenaje al compañero expulsado

una víctima del poder caprichoso

justificaba a Margarita

todos aplaudieron con rabia

una forma de protesta

la investigación siguió su curso ominoso

citaron a los padres al colegio

llegaron cumplidos

Ocuparon una mesa en un salón contiguo a la rectoría con sus gabinetes de vidrio y ceniceros de plástico

la estética de otros tiempos

los estudiantes

[nosotros]

parados, formábamos un cuadrilátero alrededor de la mesa

El rector hizo un recuento de lo ocurrido

el ventanal destrozado

la insolencia compartida

el desprecio por la autoridad

las risas desafiantes

la altanería adolescente

[Margarita, la piernona, era una líder natural]

hablaron después algunos padres

pidieron perdón

lamentaron la pérdida de valores de la juventud

el papá de Mauricio, el compañero expulsado

[baterista, catador de hongos de boñiga, una estrella plateada en su oreja izquierda]

pidió la palabra

leyó mi relato de la protesta

el homenaje a su hijo

[a quien se lo había regalado días antes]

tenía una voz de locutor

hacia unas pausas enfáticas

terminó la lectura con un gesto de alivio

jah

nadie dijo nada más

salimos

creí que me iban a matar

“eso fue Margarita”, iba a decir

“¿quién escribió la historia?”, me preguntó

“yo”, respondí resignado

“excelente”, me dijo mi papá con una risa cómplice

así lo tengo en la memoria

así lo he recordado por años

se trata, digamos, de una herencia familiar

la intolerancia ante la injusticia

la protesta ante el poder caprichoso

la manía de burlarse de jefes y directivos

la idea simple pero definitoria de que hay algunas cosas que no podemos aceptar

esa idea que hoy, más que nunca, quiero entre lágrimas recordar

hace un mes acusaron a un profesor de tomás de acoso sexual

había sentado inocentemente a una niña en sus piernas

iba a ser expulsado

“no hizo nada, es muy buena persona, que injusticia, cómo hacen eso, además es gay”

dijo tommy con los ojos aguados

oyéndolo pensé inmediatamente, la herencia está a salvo

el nieto tampoco sabe tolerar la injusticia

gracias papi

seguiremos rebelándonos un poco en contra de lo que no está bien en este hijueputa mundo

te queremos mucho

mucho

Personal Poesía

Recuerdo imprevisto

Mi primo, el osado, el viajante,
estaba de regreso, traía un buen número de historias nuevas,
aventuras, excesos, desviaciones,…
las escuchábamos con curiosidad, ávidos de cuentos,
niños de provincia aburridos del aburrimiento.

Tenía una cámara nueva, la mejor de la ciudad,
conocía el oficio de la fotografía,
ese espejo inquietante.
Encontró un refugio precario en la publicidad,
intentó ser un promotor resignado del capitalismo,
pero no encajó, no pudo.
Fue despedido con honores,
su talento no cabía en la ciudad de entonces.

Pasó el tiempo,
dejé de verlo por varios meses,
había vendido la cámara, rumoraban.
Llegó un día a la hora de almuerzo,
con un vestido nuevo de vendedor domiciliario.
Vendía ahora tumbas de un nuevo cementerio,
se ganaba la vida con la muerte:
mostraba una fotografía en blanco y negro de una tumba agrietada con flores marchitas y decía con una insistencia triste, ¿quién quiere terminar así?

Mi papá era muy joven,
pero compró la tumba sin preguntar,
no sólo por caridad, ahora entiendo,
también como protesta,
como quien regaña a los dioses por su perversidad,
por la vida.

Te quiero Luiso.

Personal

Cosas que pasan

El jueves de la semana pasada me desperté con una sensación de llenura. Estuve muy temprano en una charla con los secretarios de salud municipales. Cuando llegué a la oficina, a eso de las 11am, me seguía sintiendo mal, abotagado a pesar de no haber comido nada desde temprano. Hacia el mediodía me comenzó un fuerte dolor en la parte superior del abdomen. No le puse atención. Traté de pensar en otra cosa. Almorcé malamente. Asistí a varias reuniones. Intenté distraerme con los problemas del día, el mes y el año.

Hacia las cuatro de la tarde, el dolor era insoportable. No pude mamarle más gallo. Las evasivas eran ya una forma de estoicismo imprudente. Salí hacia la clínica del Country, torcido por el dolor (literalmente). No voy a contar los detalles (no vienen al caso), pero varias horas después, un Tac sugirió el diagnóstico que habría de confirmarse una semana después: tengo un linfoma, en particular, un linfoma no Hodgkin difuso, de célula grande tipo B. De muy buen pronóstico afortunadamente.

Nunca había sido hospitalizado. Nunca había recibido anestesia general. Nunca había sido un paciente. Todo eso cambió. Súbitamente. En unos cuantos días. Hacia ejercicio regularmente. Comía bien. No me he fumado un cigarrillo en toda mi vida. No soy un asceta, pero mis amigos decían con razón que era un poco aburrido, contenido, cansón.“Toda la vida responsable”. Siempre he sido un esclavo del super yo. O como decía alguien, me dejo mandar muy fácil de la fuerza de voluntad. “The ways we miss our lives are life”, dice el poeta.

Ahora recuerdo la pregunta de Christopher Hitchens, “¿por qué yo?”. También recuerdo su respuesta, “¿por qué no?”. Esto no es un llamado, ni una prueba, ni un castigo, es una enfermedad con causas conocidas, pero, como siempre en el mundo de la complejidad biológica, con un halo de misterio. Tengo plena confianza en los médicos colombianos y en nuestro sistema. Mi tratamiento será estándar, sustentado en la evidencia, sin apuestas experimentales, ni medidas heroicas. Creo en la ciencia como toca: con vacilación y escepticismo moderado.

Cinco años en el ministerio me han preparado para los insultos, los agravios y lo peor del corazón humano. Pero también me han dejado cientos de amigos. Al final es lo único que cuenta, el amor y el aprecio de la gente que uno quiere y aprecia: la familia, los amigos, los compañeros de trabajo, los estudiantes y tanta gente con la que he compartido en tantos lugares diferentes. A todos, un abrazo fuerte. Los quiero mucho. Ya nos encontraremos, para seguir viviendo los días, las semanas, los meses y los años. Prometo, eso sí, cambiar un poco, ser menos contenido, un asceta con licencias frecuentes.