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Academia Reflexiones

Estado paternalista: posibilidades y extravíos

Hace ya más de 160 años, el pensador liberal John Stuart Mill propuso una definición precisa sobre los límites a las libertades individuales impuestos por el gobierno o alguna autoridad. La definición de Mill, conocida desde entonces como el principio del daño, postula una regla general para resolver las tensiones entre libertades individuales y medidas coercitivas impuestas por los gobiernos con el propósito —genuino, puede suponerse— de incrementar el bienestar general.

Este principio suele ser el punto de partida en las discusiones acerca del Estado paternalista, sus posibilidades y sus extravíos. Vale la pena, entonces, reiterarlo, traerlo a cuento como una referencia general para la discusión que sigue en este artículo. Decía Mill:

El único propósito por el cual el poder puede ser correctamente ejercido sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es la prevención del daño a los otros […] La única parte de la conducta por la cual el individuo es responsable ante la sociedad es aquella que concierne a los otros. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano.

Este principio, a pesar de su generalidad y de las dificultades prácticas que surgen a la hora de definir, por ejemplo, qué representa un daño y quiénes son los otros involucrados, sigue siendo, a pesar de los años, una piedra angular en la crítica liberal al Estado paternalista. Pone la carga de la prueba en aquellos que pretenden restringir, mediante políticas prohibicionistas o preventivas, la libertad de acción de los individuos. Enfatiza que no basta con señalar que las políticas en cuestión se diseñan y aplican por el propio bien de los afectados. La discusión debe ser —este es el gran aporte de Mill— mucho más larga y compleja.

Algunas obligaciones menores, que caben dentro de lo que podríamos llamar paternalismo leve o moderado —como la obligación de usar cinturones de seguridad en los automóviles o cascos protectores en motocicletas y bicicletas— no parecen generar grandes controversias. Estas medidas son percibidas como violaciones aceptables al principio del daño, habida cuenta de la abundante evidencia sobre su eficacia. Sin embargo, sugieren que la discusión sobre el Estado paternalista no es una cuestión de clase, sino de grado. El debate no es solo de principios; concierne, sobre todo, a algunos temas particulares que se discutirán más adelante.

En otros temas más álgidos, los debates sobre el Estado paternalista se confunden con discusiones morales. En el debate sobre el aborto y la prohibición de ciertas sustancias psicoactivas, por ejemplo, quienes defienden la prohibición lo hacen con argumentos que, de entrada, niegan la aplicabilidad del principio del daño: afirman que las mujeres no tienen derecho a decidir sobre la vida de los fetos en gestación y que los usuarios de drogas carecen con frecuencia de libre albedrío. Por su naturaleza, estos debates trascienden el tema de esta columna y van más allá del debate sobre el Estado paternalista.

El Estado paternalista en Colombia

En la coyuntura actual y en un país como Colombia, los debates sobre el Estado paternalista giran en torno a dos temas principales:

  1. Los llamados impuestos saludables
  2. Las restricciones a la publicidad, patrocinio y comercialización de ciertos productos (incluidas las ventas en línea).

Existen otros debates, por supuesto: una senadora propuso recientemente censurar ciertas canciones de reguetón; algunos educadores han sugerido, siguiendo el ejemplo de otros países, prohibir el uso de teléfonos celulares en los colegios; y el exgobernador de Antioquia, Sergio Fajardo, prohibió hace unos años los concursos de belleza y los desfiles de moda en colegios públicos, argumentando que nada aportaban a la formación ética y que constituían una actividad discriminatoria, humillante y atentatoria contra la dignidad femenina.

Si bien el debate sobre el Estado paternalista no se agota en estos temas, son los de mayor relevancia en la actualidad. Vale la pena analizarlos uno a uno.

Breve acotación teórica

El Estado paternalista se justifica con base en dos fallas de comportamiento:

  • Disonancia cognitiva, que lleva a muchas personas a subestimar los riesgos del tabaco o el azúcar para la salud.
  • Descuento hiperbólico, que puede llevarlas a actuar irracionalmente frente a riesgos futuros.

Se argumenta, además, que las empresas privadas, a través de formas sofisticadas de manipulación, explotan estas fallas cognitivas. En este contexto, se sostiene que las intervenciones paternalistas generan un incremento en el bienestar general. En última instancia, la justificación del Estado paternalista es utilitarista.

Los salubristas han promovido, por décadas, los impuestos saludables (al cigarrillo, alcohol, bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados, por ejemplo) como una política para cambiar comportamientos y prevenir enfermedades crónicas. Argumentan que estos impuestos no solo reducen el consumo de ciertos productos, sino que también comunican mejor el riesgo a la sociedad.

Los críticos sostienen que estos impuestos suelen ser regresivos, es decir, afectan proporcionalmente más a los pobres que a los ricos. Según la evidencia, solo las personas con menos recursos (quienes enfrentan una fuerte restricción presupuestal) reducen su consumo de manera discernible. También se señala la naturaleza antiliberal de estos impuestos, pues reflejan el intento de algunos reformadores sociales de imponer sus sesgos personales mediante leyes o decretos.

A pesar de estas críticas, incluso algunos liberales aceptan ciertas formas de Estado paternalista. Los impuestos al tabaco y al alcohol, por ejemplo, son tolerados incluso por muchos libertarios, no solo porque su efectividad está ampliamente demostrada, sino también porque moralmente parecen ubicarse en una categoría distinta.

Los impuestos a las bebidas azucaradas, en cambio, generan un debate ideológico más intenso, ya que desafían directamente el principio del daño de Mill. Este debate es complejo e interesante. Yo mismo cambié de opinión al respecto, pasando de oponerme a apoyarlos debido al aumento alarmante de enfermedades crónicas —especialmente la diabetes—, los crecientes costos para los sistemas de salud y la ausencia de otras políticas eficaces de prevención. Sin embargo, sigo pensando que cada violación al principio del daño debe argumentarse con claridad y verse como una excepción, nunca como la regla.

En 2009, Colombia prohibió la publicidad, promoción y patrocinio del tabaco, siguiendo las directrices del Convenio Marco para el Control del Tabaco de la OMS. Esta medida, junto con el aumento de impuestos, ha llevado a una reducción en el consumo de cigarrillos. Más polémicas son las restricciones propuestas a la venta de bebidas azucaradas y otros alimentos en entornos escolares. Los críticos liberales de estas medidas destacan, además de los excesos coercitivos, su ineficacia debido a los cambios tecnológicos y el acceso ubicuo a teléfonos celulares. Un desafío adicional para el Estado paternalista es la regulación de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, el patrocinio del fútbol profesional en Colombia pasó del tabaco a los licores y, más recientemente, a las apuestas en línea, que han crecido aceleradamente tras la pandemia.

¿Deben regularse o gravarse? Probablemente este será el próximo gran debate sobre el Estado paternalista en Colombia y América Latina.En definitiva, el Estado paternalista llegó para quedarse, pero su expansión no siempre es positiva. Algunas restricciones pueden ser convenientes, pero deben ser excepcionales y plenamente justificadas.

Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano.

Reflexiones

Los gigantes tecnológicos y el poder político

Jorge Luis Borges escribió alguna vez, en un texto sobre las guerras entre sajones, que la historia es pudorosa, tiende a esconder sus fechas esenciales. Esta frase pone de presente, de manera sutil, una obviedad que vale la pena reiterar en estos tiempos difíciles. Solo en retrospectiva, solo décadas después, seremos capaces de distinguir entre los sucesos que cambiaron la historia, marcaron un nuevo rumbo o determinaron un destino diferente, y los que poco o nada alteraron, los que fueron diluyéndose con los años, los meros fuegos artificiales del presente.

Las noticias diarias tienden a sobredramatizar la realidad, generando la impresión de que muchas cosas importantes pasan cada día. Los titulares anuncian con frecuencia un mundo nuevo, grandes cambios, rupturas y revoluciones. Pero la historia suele ser más inercial: las discontinuidades son escasas y los cambios estructurales suelen ser menos drásticos de lo que parece. Los biólogos hablan de equilibrios punteados: tiempos largos de quietud con algunos eventos infrecuentes (solo identificables en retrospectiva) en los que el mundo cambia, en los que pasamos, después de transiciones relativamente cortas, de un equilibrio a otro.

Quiero, en este artículo pasar por alto la advertencia de Borges y proponer una interpretación histórica de un hecho reciente. En mi opinión, la alianza del presidente Donald Trump —un líder con evidentes inclinaciones autocráticas— y las grandes compañías de tecnologías de la información —muchas de ellas con un poder económico sin precedentes— podría afectar la historia de la democracia, marcar un antes y un después; podría, para decirlo de otra manera, representar un punto de quiebre en la democracia de los Estados Unidos y tal vez del mundo.

La fotografía de los presidentes de las grandes compañías de información en la posesión de Donald Trump —juntos y sonrientes— insinúa el advenimiento de una nueva democracia en América. Ya la campaña electoral había mostrado los peligros de esta alianza. Elon Musk no solo usó su enorme fortuna para incidir en la elección, puso al mismo tiempo la red social X al servicio del candidato Donald Trump, convirtiéndola en una maquinaria de propaganda política. De manera visible, con sus mensajes, y de forma más insidiosa, con la manipulación de los algoritmos, usó esta plataforma para incidir sobre la opinión pública y transmitir información sesgada. Con el perdón de Borges, este pudo haber sido uno de los conflictos de interés más grandes de la historia de la democracia.

Las grandes plataformas, X y Facebook, entre ellas, se benefician de lo que los economistas llaman externalidades de red. En una frase: mientras más gente las usa, mayores son los incentivos para estar allí, para entrar y no salirse. Las plataformas dominantes tienden, por lo tanto, a conservar su dominancia. Son un ejemplo de libro de texto de monopolios naturales: las barreras de entrada son muy grandes y la competencia es, por lo tanto, reducida. La red social Blue Sky, por ejemplo, no ha podido ganar una participación significativa de mercado. El presidente Petro anunció que se iba a salir de la red social X, pero no lo ha hecho. Primero tendría que irse la gente; tendría que ocurrir un movimiento masivo hacia otra plataforma, un problema de coordinación muy difícil, casi imposible en la práctica.

Estas plataformas son cuasi-monopolios con un gran poder sobre nuestras vidas, sobre el uso de nuestro tiempo y la libertad de nuestras mentes. Los algoritmos están diseñados para generar adicción, para que pasemos horas y horas, a veces casi enajenados, al frente de una pantalla portátil. Mientras tanto, las grandes compañías capturan información sobre nuestras vidas —sobre lo que vemos, compramos y opinamos— que luego venden para manipularnos y vendernos todo tipo de cosas. Nunca somos plenamente conscientes de lo que estamos entregando, de los términos de una transacción en la que compartimos diariamente información que nunca compartiríamos con nuestro mejor amigo.

Google y Facebook, entre otras, han usado el acceso a esta información, a los datos personales que compartimos casi inadvertidamente, para quedarse con una gran tajada del negocio de la publicidad. Operan como monopolios; tienen, por ejemplo, un gran poder para discriminar precios. Además, han vuelto obsoleto el modelo de negocios de los medios tradicionales, afectando, por ejemplo, la viabilidad de muchos medios escritos que aspiraban a hacer un buen periodismo, y que tenían al menos una pretensión de objetividad y seriedad. Por esta vía, han contribuido a la desinformación y han erosionado la democracia. La era de la información es, paradójicamente, también la era de la desinformación.

Estas compañías no tienen en cuenta sus efectos adversos sobre la sociedad. No tienen ninguna pretensión de entender siquiera las consecuencias de su expansión y su creciente poder. Así como las compañías mineras viven de explotar el entorno físico, las grandes compañías de información viven de explotar el entorno social. Las primeras están sujetas, al menos, a una regulación ambiental que los Estados han venido construyendo durante décadas. Las segundas operan sin regulación. Las externalidades, para usar el lenguaje de los economistas, no han sido internalizadas. El daño a la sociedad no se ha compensado en lo más mínimo.

La regulación es necesaria. Las razones son evidentes; fueron apenas esbozadas arriba, pero han sido expuestas minuciosamente una y otra vez por científicos sociales en todas partes del mundo. La urgencia de la regulación contrasta, sin embargo, con la inacción, con los esfuerzos débiles o inexistentes para avanzar en la dirección indicada, lo que apunta, a su vez, a una economía política muy difícil, a una influencia determinante de estas compañías sobre legisladores y reguladores. Ni las compañías petroleras, ni las farmacéuticas, y mucho menos las compañías tradicionales de comunicación, tuvieron tanto poder e influencia política.

Volviendo a la foto, a la primera parte de este artículo, la alianza entre las grandes compañías de Internet y tecnología y el presidente Trump tiene un objetivo evidente: evadir la regulación en Estados Unidos y (por efecto demostrativo) en el mundo. Todos ganan con la alianza. Las compañías evitan la regulación —no es una casualidad que, después de la elección de Trump, Facebook anunciara la suspensión del fact-checking— y el presidente recibe apoyo, la amplificación algorítmica de ciertas voces y la atenuación de otras, por ejemplo. El regulador se abstiene y los potenciales regulados parecen ponerse a su disposición.

Es casi un lugar común de esta época proponer interpretaciones distópicas a los acontecimientos diarios, a la transición en la que parecemos estar encaminados hacia un mundo que apenas intuimos, pero que parece tener dimensiones de pesadilla; es casi un lugar común, decía, hablar de distopías, pero en este caso el lugar común parece justificado. No resulta difícil imaginar una alianza malévola entre un autócrata con aspiraciones totalitarias y unos empresarios megalómanos que aspiran, entre otras cosas, a conquistar el universo. La alianza resultaría en un control estricto de la vida de las personas, en una pesadilla orwelliana en la que el Gran Hermano descentraliza la vigilancia en grandes compañías privadas.

Este escenario suena exagerado, por supuesto; de eso se tratan las distopías, de imaginar los peores escenarios, de extrapolar el presente casi al límite de lo absurdo. Sin embargo, no podemos desconocer que China y Estados Unidos están convergiendo, por diferentes caminos, hacia la ya descrita alianza entre el poder político y el poder económico de grandes compañías de información. No se trata de un equilibrio de poderes. Todo lo contrario, es una alianza para aumentar el poder conjunto. En juego está no solo la democracia, sino también la libertad.

En este escenario, hay una realidad geopolítica evidente. Europa surge como el lugar del planeta donde todavía se puede intentar algo distinto, donde la regulación pudiera tener una oportunidad. Europa ha avanzado ya en sus esfuerzos regulatorios, pero tiene todavía un largo trecho por recorrer, muchas tareas pendientes. Elon Musk parece ahora empeñado en influir sobre la política europea. No es solo un capricho ideológico. Sabe bien que Europa es clave, que es el escenario emergente de su gran batalla para evitar la regulación.

El progreso tecnológico no tiene que derivar en futuros de pesadilla; los escenarios distópicos no son un destino inevitable. Pero las instituciones, las reglas de juego de la sociedad, ciertas normas sociales, formales e informales, son necesarias para hacer compatibles el progreso tecnológico y la democracia liberal, la tecnología con el florecimiento humano. Mucho puede hacerse. Debemos evitar, en todo caso, la resignación, nuestra tendencia psicológica a ignorar las amenazas más evidentes cuando intuimos que no hay nada por hacer.

Hace unos años, en 2019, el profesor emérito del MIT y experto en robótica, Rodney Brooks, quien había tenido una posición optimista sobre el progreso de las ciencias de la computación, pareció cambiar de opinión ante el poder creciente de algunas de las grandes compañías de Internet. “Salir de la encrucijada actual será un proyecto de largo aliento. Necesitará ingeniería legislativa y, más importante aún, liderazgo moral. El liderazgo moral sigue siendo el principal desafío”, escribió. Seis años después, sus palabras suenan proféticas. Ominosas. El liderazgo moral es precisamente lo que no se tiene en la actualidad.

Reflexiones

Paz total en el Catatumbo

(tomado de «La explosión controlada», libro publicado en agosto 2023).

Dos meses después de su intervención en Naciones Unidas, acompañé al presidente Petro a la región del Catatumbo a una reunión con varias asociaciones de campesinos cocaleros. Volamos en helicóptero desde Cúcuta hasta el municipio de El Tarra. Por tierra habría sido una logística imposible: El Tarra es un paradigma del aislamiento geográfico y, por lo tanto, económico, un municipio por fuera de los grandes flujos comerciales de la economía. A pesar de la presencia del Ejército —había soldados en cada esquina, todos bien apertrechados—, la gente parecía tranquila. Alguno de mis compañeros de viaje notó que las tiendas estaban repletas, lo que revelaba una prosperidad incipiente pero visible.

La reunión tuvo lugar en un coliseo abierto. Había aproximadamente tres mil personas, en su mayoría campesinos. Muchos portaban pancartas, algunas elaboradas, otras hechas de cartulina, con los nombres de las diferentes asociaciones. «Nada es más valioso que la paz. La paz es el punto de partida más básico para el progreso de la humanidad», decía una de ellas. Primero hablaron los voceros de las asociaciones. Señalaron, de manera reiterada, que la coca era su único sustento, la única alternativa económica viable, un cultivo que les había permitido a algunas familias enviar a sus hijos a la universidad y comprar una casa.

La mayoría sabía de la fragilidad de la economía cocalera, de la necesidad de encontrar otras formas de vida, otros medios de sustento, más tranquilos, alejados de la violencia propia de las economías ilegales. Para salir de la coca, dijeron, necesitaban mejores tierras, asistencia técnica, compras estatales, seguro de cosechas, condonación de deudas y una renta básica. La lista era larga, totalizante. El Estado como financiador, asegurador, comprador de última instancia y garante de un sustento mínimo.

Después de todo, los campesinos demandaban una alternativa que reprodujera las condiciones económicas de los cultivos de hoja de coca: precios razonables y riesgo mínimo. Los programas de subsidios que surgieron después de la firma del acuerdo de paz con las FARC habían fracasado; apenas lograron suplementar el ingreso de algunas familias. Las historias alternativas de desarrollo parecían remotas, incluso ilusorias. Ya muchas habían sido puestas en práctica y después desechadas. Infortunadamente, el fracaso es la regla, no la excepción, en el desarrollo alternativo.

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El presidente Petro escuchó los discursos en silencio. No tomó notas (casi nunca lo hace). Pidió que le trajeran un café justo antes de tomar la palabra. Sabía que su discurso iba a ser largo y sustantivo. Reiteró, primero, lo que había dicho en Nueva York, en Naciones Unidas: la futilidad de la guerra contra las drogas, la injusticia de las fumigaciones, la destrucción de la selva por cuenta de una cruzada puritana y los apetitos de poder y riqueza de una parte del mundo como causa y condena de la otra.

Por momentos, los campesinos parecían distraídos, tomados por sorpresa por un discurso especulativo y académico: «La guerra contra las drogas concebida como una guerra religiosa». Pero el estado de ánimo de la audiencia cambió de súbito cuando el presidente anunció sin rodeos, de manera directa, que, mientras otros proyectos productivos se ponían en marcha y el Estado lograba una presencia eficaz en el territorio, no habría erradicaciones de cultivos ilícitos. Hubo entonces aplausos y vítores. Todavía no existía una política clara al respecto. Habría que empezar a diferenciar, por ejemplo, entre minifundios y latifundios cocaleros. Habría que diferenciar también entre cultivos viejos y nuevos. Habría que redactar algunos actos administrativos y poner en práctica algunos programas piloto. No había todavía, insisto, una política pública, pero el anuncio era simbólicamente poderoso.

El presidente anunció después su política de desarrollo para la región. Habló de la necesidad de una carretera que conectara el Catatumbo con el centro de Colombia y con Venezuela, una carretera que corrigiera una injusticia histórica: el aislamiento de una de nuestras tantas tierras del olvido. Las élites tradicionales, dijo, vieron en las carreteras solo una ruta eficaz para las importaciones, no para el desarrollo. Habló también de una universidad en El Tarra, un gran centro educativo con decenas de miles de estudiantes que lucharía, en el terreno de la esperanza, contra el reclutamiento forzoso que se nutre de la falta de oportunidades. Habló, por último, de un programa de conservación, de convertir a las familias cocaleras en guardianas de la biodiversidad.

Fue un discurso general, panorámico, que llenó de entusiasmo a un coliseo atiborrado, pero había algo que faltaba de nuevo: los proyectos. La idea de la universidad, por ejemplo, estaba centrada solo en la infraestructura, en un edificio nuevo que tuviera un gran valor simbólico. Parecía, en la concepción enunciada por el presidente Petro, más un monumento que una institución de educación superior. La Escuela Superior de Administración Pública (ESAP) había abierto un programa de educación superior en El Tarra algunos años atrás. La Universidad Francisco de Paula Santander de Ocaña (UFPSO) había venido trabajando también durante mucho tiempo en una estrategia de regionalización en el Catatumbo. En mi opinión, habría que empezar por el principio, por los programas existentes, pero pudo más la tentación romántica, la idea de un gran campus que hiciera evidente la gran voluntad de cambio. Teatro y voluntad, de nuevo.

No dudo de las intenciones del presidente Petro, de su deseo genuino de encontrar salidas racionales a una encrucijada de desarrollo, a la superposición entre aislamiento geográfico y violencia que define al Catatumbo y a otras regiones de Colombia. Ni la criminalización de los campesinos ni las fumigaciones van a resolver el problema. Todo lo contrario. Legitiman a las organizaciones armadas y refuerzan la desconfianza en el Estado. Pero la buena voluntad se puede quedar en eso, en los soliloquios presidenciales. «No es el otoño del patriarca, es apenas su primavera, pero la realidad parece indiferente (otra vez) a los discursos», escribí en mi libreta.

La «paz total» es una idea ambiciosa en dos dimensiones. «Total» significa con todos los grupos armados ilegales y significa también la intención de remediar todas las causas de la violencia. «Paz total» es la universidad, la carretera y la selva intacta. «Paz total» es el desarrollo alternativo y el fin de las fumigaciones. «Paz total» es el Estado abarcador, casi de posibilidades infinitas. Me da temor (no quisiera ser catastrofista, no lo soy por convicción y temperamento) que la paz total sea también una utopía regresiva, una forma perjudicial de evasión, una sobrestimación de la voluntad que termina haciendo daño.

 

 

 

Literatura

La inquisidora

Sé lo que sobra, no lo que falta, decía mi padre, un intelectual de provincia que consiguió plata con sus negocios, con base en astucias menores y contactos mayores. Pero el dinero no era lo suyo. Sus actividades comerciales, me di cuenta con el tiempo, con el pasar de los años, fueron simplemente un medio propicio para hacer otra cosa. Su verdadera pasión era el mundo de la cultura. Entre escritores, parecía un niño chiquito: ingenuo, tiernamente feliz, orgulloso y vano. Usó su dinero para eso, para organizar reuniones con escritores y periodistas, la mayoría de ellos siempre al acecho de trago gratis y tertulias con bar abierto.

Yo tampoco sé bien lo que soy. He sido una mujer atractiva, consciente de su poder. Heredé de mi madre unos rasgos llamativos y un cabello rubio maleable, listo para cualquier ocasión. Desde muy joven me acostumbré a llamar la atención de manera natural, a atraer las miradas de los otros, hombres y mujeres, miradas temerosas unas, desvergonzadas otras. En fin.

La belleza, lo que digo es un lugar común, pero eso no lo hace menos cierto: la belleza, decía, es un don maldito. No solo por ser perecedero, por su naturaleza transitoria que lleva a muchas mujeres a caer en una trampa, a embelesarse con un poder con fecha de vencimiento, a tratar de posponer lo inevitable con artificios traicioneros. Las cirugías plásticas, por ejemplo, atrasan el envejecimiento unos pocos años a costa de la desfiguración posterior.

Mi fecha de vencimiento está cerca, pero no he tratado de alargarla. No sufro del síndrome de Shakira, ese trueque trágico que consiste en cambiar unos pocos años adicionales de belleza por décadas de monstruosidad. Uno puede pagar muy caro esa obsesión, la obsesión de no convertirse en señora. Yo ya lo soy.

La belleza nos acostumbra al juego de la seducción. Llevo muchos años en lo mismo. Aprendí desde muy temprano a jugar el juego. Algunos eran presa fácil; otros jugaban de la misma manera. Les gustaba estar ahí, en una posición incierta. Pasé muchos años en ese tira y afloje de manipulación, en ese juego de inicios emocionantes y finales lánguidos.

En las reuniones de mi padre, llegaban a veces políticos o personas con algún poder con las que iniciaba el juego. Podría escribir un libro de aventuras y desventuras, pero no vale la pena. Me alejaría de la esencia de esta historia, de lo que quiero contar, del poder que tengo ahora, de la situación en la que me encuentro. En las reuniones fui aprendiendo también algunas cosas, me fui interesando por el mundo de la diplomacia. Escuchaba y aprendía. Mi paso por la universidad, como para tantos otros, había sido un desperdicio. Pero en las reuniones en la casa de mi padre aprendí bastante: lo necesario para complementar mis ambiciones y para interesarme por la literatura.

Aproveché las oportunidades. Nunca estuve dispuesta a todo. Pero tampoco iba a dejar pasar las opciones más atractivas. No las busqué obsesivamente. Tampoco las desprecié. Las cosas fluían. Lo digo sin cinismo. Fui embajadora por unos años en un país caribeño. En el mundo diplomático también practiqué mi juego, mi entretención: la creación deliberada de un espacio de ambigüedad que me daba algún poder sobre los otros.

Un año después de haber sido embajadora, lo conocí. Me llamó la atención inmediatamente. Era también un seductor. Cuando tomaba la palabra, se transformaba. Tenía un atractivo difícil de resistir, un magnetismo inevitable. Algunos políticos lo tienen. Otros no. Los segundos suelen ser menos peligrosos. Los seres humanos no creo que tengamos muchas defensas contra eso, contra la seducción potenciada de los políticos o los grandes artistas.

Cuando uno aprende algo quiere usarlo, ponerlo en práctica. Quise conquistarlo porque sabía y podía. Tuvimos varios encuentros. Fui conociéndolo poco a poco: su personalidad, sus temores y sus defectos (todos los tenemos). Era un hombre limitado; de allí derivaba parte de su poder, de sus límites, de su forma limitada de ver el mundo, de sus certezas. Hoy es ya un hombre poderoso. Casi por encima de cualquier escrutinio, intocable. Sabe que puede hacer lo que quiere. Solo tiene un temor, un motivo de desvelo: un secreto que me confió por escrito en un momento de debilidad y franqueza. Me lo ha dicho varias veces. Me llama “la inquisidora”.

Tengo ahora un nuevo poder, diferente al de la belleza: el poder de quien sabe que tiene a su haber un mecanismo de destrucción. La vida es extraña. Pasé de reina a espía o a Rasputina, no sé de qué manera llamar el poder que tengo ahora. Nunca me ha gustado envejecer. Para una persona como yo, la vejez significa salir del juego. Pero tampoco quiero desfigurarme. Eso ya lo resolví hace muchos años.

Mi vida necesita emoción y azar. La vida de una mujer que pierde su belleza puede convertirse en un transcurrir rutinario. Desaparece la competencia, la improbabilidad, el capricho. Uno necesita compañía, es cierto. Pero yo necesitaba algo más. Sé lo que sobra, no lo que falta, ya lo dije.

Decidí convertir mi poder, mi secreto, en un juego azaroso, en una especie de ruleta. Escribí lo que sabía con todos los detalles, de manera minuciosa, como lo haría un reportero. Me ha gustado escribir desde la universidad y algo aprendí en las tertulias de mi padre. Sé usar las palabras con soltura y precisión. Imprimí diez copias de la historia y al final de cada una escribí a mano (como si firmara) una dirección de correo electrónico: [email protected]. Decidí (y así lo he cumplido) que solo abriría el correo dos veces al año, el último día de enero y de agosto, sin falta hasta la revelación final.

Fui a diez de las librerías más grandes de la capital. Busqué el mismo libro en todas: La vida mentirosa de los adultos, de Elena Ferrante. Rompí delicadamente la parte de abajo del celofán con el que envuelven los libros nuevos en este país de prohibiciones. Introduje en cada libro (en la mitad más o menos) la página con mi historia doblada por la mitad y puse de nuevo el libro premiado en el estante. Allí quedó la historia, esperando un lector elocuente y curioso.

Solo he recibido un mensaje. No me interesó responderlo. No me convenció el remitente. Me chocó su estilo dudoso. Creyó que se trataba de un simple juego literario. Espero otro remitente. Quizás un periodista que fue alertado por otro lector. O un político que tiene amigas lectoras. Una vez aparezca, responderé, usaré mi poder y me iré a vivir después a una villa, a envejecer tranquila, lejos de la mirada de todos.

Mientras tanto disfruto la espera, este juego que inventé para pasar los primeros años de mi languidez, para convertir el único poder que me queda en emoción, para seguir por ahora en lo mismo, jugando con los otros y con mi vida.

Literatura Reflexiones

Letras Nacionales: los años premacondianos de la literatura y la economía

La revista Letras Nacionales, fundada en 1965 por Manuel Zapata Olivella, fue un proyecto literario con enfoque nacionalista. Circuló bimensualmente de manera continua entre enero de 1965 y junio de 1968. Otorgó un espacio, una tribuna visible a un conjunto de jóvenes escritores de la época, a los nuevos protagonistas de la literatura nacional. Después de su tercer año, a partir del número 20, apareció solo de manera discontinua, fue languideciendo durante algunos años más. A pesar de esta historia fragmentada, Letras Nacionales revela el espíritu de una época, de la cultura y la economía de Colombia sesenta años atrás.

Los primeros números tenían un tono casi chauvinista, nacionalista en extremo. Había un propósito editorial explícito de promover la literatura nacional, de luchar contra ciertas formas percibidas de colonialismo cultural. La teoría de la dependencia, entonces predominante en la economía, tuvo en Letras Nacionales una extrapolación interesante. El nacionalismo económico y el literario iban de la mano. El estímulo de las letras nacionales, se suponía, era tan importante como el estimulo de la producción nacional.

Gabriel García Márquez escribió en varios de los primeros números. Eran esos años extraños, ya casi inconcebibles despues, los años anteriores a la publicación de Cien años de soledad. El número 2, publicado en mayo de 1965, contiene un artículo del entonces joven escritor samario Jose Stevenson sobre García Márquez y la novela. “La pregunta sería entonces: –escribió Stevenson– ¿llegará pronto el momento de la gran novela latinoamericana? ¿Sabrán nuestros escritores y artistas sacar provecho de la situación? ¿Serán capaces de asumir esta gran responsabilidad? Y por último, ¿está Gabriel García Márquez en capacidad de lograr sus propósitos? Es decir, ¿responder a la tarea de expresar la problemática del hombre latinoamericano inmerso en la efervescencia de estos tiempos cruciales? Es prematuro responder”.

La historia respondió de una manera bastante rotunda a las preguntas retóricas de Stevenson. Las letras nacionales, las de entonces, ya nunca volvieron a ser las mismas. Cien años de soledad cambió todo. Desvirtuó, podría uno decir con fácil inteligencia retrospectiva, todo ese ejercicio de proteccionismo cultural, de nacionalismo literario que les permitió a los jóvenes de la época una forma no solo de expresión, sino también de propósito, de sentido político. Escribían con la camiseta puesta.

¿Qué puede rescatarse de Letras Nacionales sesenta años después? Los ejercicios juveniles de algunos escritores (muchos eran promesas entonces, algunos lograron cierta consagración después) son rescatables, pero no particularmente valiosos. Son tratativas, experimentos, ensayos y errores. Hay, sin embargo, una parte de la revista que cuenta una historia interesante, más interesante, me atrevo a decirlo, que la literatura vanguardista de la época, que los cuentos y fragmentos: los avisos publicitarios.

Los anuncios revelan, de una manera inusitada, la economía cerrada de los años sesenta y las formas de participación del Estado en la economía. Algunos de los anunciantes son obvios: Ecopetrol y Telecom, las grandes empresas estatales. En uno de los avisos, Ecopetrol anuncia, en el lenguaje de la época, que era el lenguaje de la planificación estatal, que “el 53% del Plan Quinquenal está en marcha”. La estética, si la podemos llamar así, tenía un toque soviético: el trabajador como héroe romántico, los planes quinquenales como la entronización de un propósito colectivo que trascendía el individualismo o la ganancia.

Pero hay un asunto más sorprendente en los anuncios de Letras Nacionales (ubicados siempre en las primeras y últimas páginas): predominan las loterías y licoreras, del Magdalena, Atlántico, Bolívar, Santander, Boyacá, Risaralda, etc. Los anuncios eran escuetos, con una oferta de licores más amplia que la actual y un diseño estilizado, adaptado a la rudimentaria tipografía de la revista. La estética de nuevo es algo soviética, realista en exceso. Ya poco queda de ese mundo, de esas formas del Estado empresario territorial. La mayoría de las empresas pautantes, que fueron, en su momento, la piedra angular de la descentralización, la fuente principal de las rentas departamentales, sucumbieron a la corrupción, la globalización y la tecnología.

“Una distinguida familia a nivel europeo: Triple-Sec, Crema de Café y Crema de Cacao”, dice un aviso de la industria licorera de Boyacá. “Ron caña, ron centenario, Cherry brandy, aguardiente Tayrona, anís río de oro”, dice otro de la industria licorera del Magdalena. La economía cerrada parecía incentivar cierta diversidad en la oferta, de allí la distinguida familia europea. La calidad seguramente era un asunto más controversial. La publicidad parecía, sea lo que fuere, más una forma de rendición de cuentas que un instrumento para la competencia monopolística. Digamos que era el espíritu de la época.

En la economía cerrada, en los años sesenta, las crisis cambiarias eran la principal fuente de inestabilidad, la preocupación preponderante de gobernantes y empresarios. La generación de divisas era una obsesión, dominaba los titulares económicos y permeaba la publicidad, los anuncios. El decreto 444 sobre el régimen de cambios (ese hito de la historia económica de Colombia) fue expedido en 1967. “Todos los días Coltejer crea y ahorra divisas para el país”, dice un aviso publicado en 1966 que resume las preocupaciones de la época. “Mayor exportación de productos derivados del petróleo para generar divisas hasta por 20 mil millones de dólares al año”, dice otro publicado en 1968 sobre las nuevas inversiones de Ecopetrol en la refinería de Barrancabermeja.

La economía cerrada tenía otra dimensión, otro aspecto: el intervencionismo, sobre todo en los mercados agrícolas. El Instituto Nacional de Abastecimiento (INA) era la entidad encargada de la regulación de la producción agrícola. El INA le daría paso, algunos años más tarde, al Instituto de Mercadeo Agropecuario (IDEMA). En marzo de 1968, publicó un aviso (también en modo rendición de cuentas) que describía, en un largo párrafo sin puntos, sus objetivos de política pública (disculpas de nuevo por el anacronismo). Eran los años iniciales de la tecnocracia, pero el lenguaje conservaba todavía dejos decimonónicos. No creo, en todo caso, que el párrafo haya sido redactado por García Márquez.

No solo las empresas nacionales pautaban. Esso anunciaba reiteradamente su premio de novela que tenía “el propósito de estimular a todos los escritores colombianos en la producción de sus obras». García Márquez lo ganó en 1962 con La mala hora. En 1968, un frecuente colaborador de Letras Nacionales, el escritor y crítico barranquillero Alberto Duque López ganó el premio con una novela experimental, Mateo el flautista, que fue considerada por la crítica ilegible y escatológica. El proteccionismo, en la economía y en la literatura, no siempre es sinónimo de calidad.

Otra empresa petrolera, la empresa Mobil, publicó en el segundo número, publicado en mayo de 1965, un anuncio que más parece una columna de prensa, una pieza de opinión económica sobre la importancia de la inversión extranjera, sobre la importancia “de un adecuado clima político y tributario”, lo que hoy llamamos “confianza inversionista”. La política y la cultura, esos dos mundos ahora escindidos, eran entonces el mismo mundo. Mobil sabía bien que el presidente y sus ministros estaban atentos, otrora, no ahora, de las letras nacionales.

Hay muchos avisos más. Club Colombia ha sobrevivido como marca. “Aquí y en el exterior Club Colombia es superior”, dice uno de los avisos con énfasis nacionalista y rima infantil. El Banco Comercial Antioqueño, ya perdido en las fusiones y adquisiciones del capitalismo de estos tiempos, era también un anunciante asiduo. “La energía humana aplicada a la producción es la base del progreso”, dice un anuncio que muestra una mujer que mueve una tejedora de pedales, una imagen paradójicamente preindustrial. La publicidad era todavía un asunto incipiente.

Una página adelante, en el mismo número de marzo de 1966, que anunciaba los cuentistas colombianos, nuevos y consagrados, aparece un anuncio extraño que revela otra dimensión de nuestras instituciones: la desconfianza y la burocratización. El Contralor Departamental el Valle del Cauca decidió, por amistad o convicción, vaya uno a saber, publicar una advertencia fiscal en una revista literaria. Las comas están tan mal puestas, la redacción es tan arrevesada que todo parece una forma de ironía. Tal vez lo fue. Letras Nacionales apuntaba a describir la realidad nacional con base en las palabras propias. Y este anuncio lo hace de manera perfecta.

Hay en los discursos políticos de estos tiempos, de la tercera década problemática del siglo XXI, algunas nostalgias industrialistas o añoranzas de la economía de esos tiempos, de los años sesenta. Los tiempos premacondianos fueron interesantes como todos. Pero yo no quisiera, lo digo con sinceridad, volver atrás, ¿a son de qué?

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Joseph Conrad y la política suramericana

En 1876, Colombia estaba inmersa en una guerra santa. En nombre de la religión católica, unas guerrillas conservadoras combatían al gobierno liberal de entonces con un ímpetu de cruzados. En la batalla inicial, en los Chancos, en lo que era el Estado Soberano del Cauca, participó Jorge Isaacs. “Sus ojos negros chispeantes como fusiles”, revelaban la intensidad de las pasiones políticas, el fragor de las luchas ideológicas que acabaron en vano con la vida de tanta gente. Las luchas políticas no envejecen bien. Con los años lucen inútiles, un trueque macabro en el que se intercambia la vida por casi nada.

Ese mismo año llegó al puerto de Cartagena, un joven polaco de apenas 18 años llamado Józef Teodor Konrad Korzeniowski. Semanas atrás se había embarcado en un velero francés en el puerto de Marsella hacia la isla caribeña de Martinica. Según sus biógrafos más acuciosos, tomó al llegar a Martinica un vapor que lo llevó a Kingston, Colón, Cartagena, Puerto Cabello y otros puertos caribeños. El vapor iba cargado con un contrabando de armas, destinado supuestamente a unos combatientes andrajosos que luchaban en nombre de Dios en una de las tantas revoluciones colombianas del siglo XIX. Años después, ya con otro nombre y convertido en novelista, Joseph Conrad recordaría su llegada a las costas suramericanas y sus “experiencias lícitas e ilícitas que lo asustaron y divirtieron sobremanera”. Instruido, entre otros, por su amigo el político, escritor y periodista escoces Robert Bontine Cunninghame Graham y por el diplomático, político y escritor colombiano Santiago Pérez Triana, compuso una de sus obras maestras, su novela suramericana Nostromo, publicada en 1904.

Mientras escribía Nostromo, Joseph Conrad mantuvo una voluminosa correspondencia con Cunninghame Graham. El político escoces lo puso en contacto con Santiago Pérez Triana, por aquellos días ministro plenipotenciario de Colombia ante España e Inglaterra. Pérez Triana era hijo de Santiago Pérez, quien había antecedido a Aquileo Parra en la presidencia de Colombia y, por esas conexiones de la vida, había terminado su período presidencial en 1876, unos meses antes de que el joven Korzeniowski visitara el puerto de Cartagena (y probablemente los puertos de Sabanilla y Santa Marta).

Pérez Triana fue autor de tratados fiscales y cuentos infantiles, experto cocinero y relator de viajes. Su obra más difundida, De Bogotá al Atlántico por la vía del río Meta, fue prologada por el mismo Cunninghame Graham. Las cartas de Conrad a Graham muestran que Pérez Triana no solo compartió con el novelista polaco su conocimiento sobre política e historia, sino que también le sirvió de modelo para un personaje de Nostromo, el letrado don José Avellanos, tal vez la mejor personificación literaria de los gramáticos y abogados que gobernaron Colombia durante el siglo XIX. La sobrestimación del derecho como forma de cambio social viene desde entonces y es ironizada (con algo de compasión) en la novela.

En diciembre de 1903 Conrad le escribió a Cunninghame Graham para contarle, entre otras cosas, que Pérez Triana se había enterado de su interés por los asuntos suramericanos: “me ha escrito la más amable de las cartas, ofreciéndome información e incluso una introducción”. Meses más tarde, en octubre de 1904, Conrad le confiesa a su amigo que ha construido a uno de los personajes de su novela con base en la personalidad de Pérez Triana: “Estoy avergonzado del uso que he hecho de las impresiones que me ha producido la personalidad del excelentísimo Pérez Triana. ¿Crees tú que he cometido una falta imperdonable? Pero probablemente Pérez Triana nunca sabrá de la existencia de mi novela”. Con seguridad sí lo supo. Cunninghame Graham tuvo que haberle contado a su amigo acerca de la publicación de Nostromo. Con todo, Pérez Triana ha tenido una paradójica inmortalidad como fantasma literario, como protagonista de Nostromo.

Los comentaristas contemporáneos vieron en Nostromo una descripción de los extravíos de la política suramericana, “de las pasiones perversas y los ideales incomprensibles que llevan a hombres razonables a perseguirse como lobos”. Incluso ahora, 120 años después de su publicación, la novela sigue siendo una descripción relevante de los fracasos y promesas políticas de esta parte del mundo. Conrad es un pesimista. En la novela, presenta una mirada cínica de los revolucionarios que terminan traicionando sus ideales, los constitucionalistas que confunden el derecho con la realidad y los capitalistas que creen ingenuamente en la función civilizadora del capitalismo.

Conrad describe con distancia irónica la revolución del general Montero. Nacido en la provincia llanera de Entre-Montes, de origen humilde y apariencia de “vaquero siniestro”. Sus maneras burdas le conferían una ventaja política innegable sobre sus rivales, “los refinados aristócratas”. Sus hazañas en el campo de batalla le habían asegurado un lugar de honor en el ejército, pero no mitigaron su odio ancestral contra los letrados y los aristócratas locales.

La revolución de Montero se hizo en nombre del honor nacional. El general reclutó un ejército de malcontentos, alimentados “con mentiras patrióticas” y “promesas de pillaje”. La prensa monterista repetía diariamente diatribas en contra de “los blancos, los remanentes góticos, las momias siniestras, los paralíticos impotentes, quienes se han aliado con los extranjeros para hurtar las tierras y esclavizar el pueblo”. “La noble causa de la libertad no debe ser manchada por los excesos del egoísmo oligarca”, decían la prensa revolucionaria. Las frases de odio desplazaron cualquier intento de ponderación, pero la revolución, como tantas otras veces, terminó fracasando, no tanto por el embate de las fuerzas reaccionarias, como por la codicia de Montero y sus secuaces.

Conrad describe de una manera similar, con el mismo cinismo, la globalización capitalista, la confianza desmedida en los intereses materiales y lo que podríamos llamar, cabe el anacronismo, la idea del desarrollo. “La búsqueda de utilidades tiene justificación aquí entre el desorden y la anarquía […] porque la seguridad que ella exige terminará siendo compartida por los oprimidos y la justicia vendrá, entonces, por añadidura”, afirma Charles Gould, uno de los protagonistas de Nostromo en un intento demasiado evidente por justificar su codicia, los intereses estadounidenses recién llegados a Costa guana.

Uno podría ver en todo esto una especie de destino trágico, de perversidad, una oscilación entre las revoluciones políticas y las avanzadas capitalistas. Pero Conrad va más allá, su mirada no es solo la de un observador pesimista, sino también la de un poeta que intuye que muchas empresas humanas son vanas. En Nostromo, una mujer, Emma Gould, es quien parece más consciente de los estragos causados por revolucionarios y capitalistas. “Para que la vida sea amplia y llena debe guardar buen cuidado del pasado y del futuro en cada momento del presente”, afirma con una templanza que contradice las pasiones políticas y la codicia de los hombres.

¿Por qué contar esta historia? ¿Por qué reiterar las especulaciones sobre los viajes del joven Korzeniowski y las ideas de una novela publicada hace ya 120 años? Hay una respuesta simple, a saber, nuestra curiosidad sobre las peripecias de los grandes autores, nuestro deseo de explorar (así sea inútilmente) el misterio de su genialidad. Pero hay algo más. Las grandes obras literarias cambian la realidad, crean una idea, una visión transformadora del mundo. Las ideas de Conrad, en este caso su visión de Suramérica, tuvo impacto notable sobre diplomáticos, académicos y políticos americanos y europeos, los cuales tuvieron, a su vez, una gran influencia en esta parte del mundo. La visión de Conrad mostró algunos de los extravíos más probables. Alertó sobre las ilusiones más delirantes. Reveló un mundo de contrastes y posibilidades a pesar de todo.

Conrad inventó, basado en sus viajes, sus experiencias y sus conversaciones, un mundo, un universo que permeó nuestro mundo: tanto lo que somos como lo que otros creen que somos. No es una coincidencia que, cien años después de su muerte, en un mundo más globalizado e incierto, la tentación de la revolución y la ilusión del desarrollo económico sigan dominando la retórica y la acción política de Colombia y sus países vecinos.

 

Academia

Desigualdad, redistribución y democracia en Colombia

Hubo un momento durante la última campaña presidencial que generó una polémica fugaz que vale la pena recordar de nuevo en el contexto de este artículo, en la discusión sobre desigualdad y democracia. Ocurrió durante un debate de los precandidatos de la coalición de izquierda, del Pacto Histórico, que incluía por supuesto el actual presidente de Colombia, Gustavo Petro. El moderador del debate les preguntó a los precandidatos si en Colombia existía o no una democracia. La respuesta fue unánime: “no”.

En este tipo de debate, que corresponde a lo que podríamos llamar genéricamente una elección primaria, los candidatos les hablan a sus bases, en este caso a los votantes de izquierda que, puede uno inferir entonces (es un asunto de mera lógica), mayoritariamente pensaban de esa manera, consideraban que en Colombia no existe una democracia, al menos no una verdadera o tal vez una con tantos defectos y calamidades que no debería llamarse de esa forma.

Quiero proponer una interpretación parcial al respecto, una interpretación acerca del pesimismo con la democracia colombiana de un grupo grande de personas, de un amplio sector de la población. Muchos intuyen o creen, pienso, que la desigualdad y la democracia no son compatibles, que una democracia que no ha sido incapaz de disminuir nuestros altos niveles de desigualdad durante décadas no puede considerarse como tal, que el poder económico ha cooptado el poder político, que la democracia ha sido capturada, que los ricos y poderosos ejercen una influencia desmedida en las decisiones, en fin, que la desigualdad invalida y pervierte la democracia.

¿Tienen razón? Solo en parte. Los primeros estudios de desigualad en Colombia, los primeros que estimaron el coeficiente Gini que mide la desigualdad del ingreso, se hicieron hacen 60 años. Mostraron una desigualdad muy alta, un coeficiente Gini de 0,57. Este coeficiente sigue siendo el mismo. También es cierto que, en algunas regiones al menos, las hegemonías políticas equivalen a una captura democrática y que esa captura se ha acrecentado en muchos casos. La desigualdad y el poder político se refuerzan mutuamente.

Pero esta versión maximalista de la democracia es problemática, es una sobresimplificación. Quiero presentar cuatro puntos sobre la relación entre desigualdad, redistribución y democracia que ponen de presente la complejidad, que tratan de matizar la opinión anterior, que la ponen en cuestión sin negar su importancia. Sin duda una desigualdad alta y persistente representa un desafío democrático, reduce la confianza en la democracia y por esta vía, menoscaba la democracia misma.

 

  1. La desigualdad es un concepto multidimensional, imposible de resumir en una única medida abarcadora. La desigualdad del ingreso no ha cambiado en más de medio siglo, pero la desigualdad ha disminuido sustancialmente en otras dimensiones como resultado precisamente de decisiones democráticas. En la atención en salud, una dimensión en la cual las desigualdades son más inaceptables, el acceso se ha venido democratizando. Decenas de miles de enfermos renales crónicos del Régimen Subsidiado, por ejemplo, tienen acceso gratuito a tratamientos de alto costo. El acceso a la educación superior también ha avanzado sustancialmente: el avance en la gratuidad ha desligado el acceso a la capacidad pago para muchos hogares. Estos avances (y muchos otros) invalidan las opiniones más pesimistas que niegan cualquier avance social y describen la democracia colombiana como un simple simulacro electoral.

Varios análisis comparativos sobre la incidencia conjunta de los impuestos y el gasto, sobre la naturaleza redistributiva del contrato social, han mostrado un hecho inquietante: la distribución del ingreso en Colombia, antes y después de impuestos y transferencias, es similar. A diferencia de otros países, donde el papel redistributivo del Estado es sustancial, en Colombia no es tanto así. Este resultado, que es explicado en buena medida por la regresividad del gasto público en pensiones, no tiene en cuenta (por razones metodológicas) el gasto en especie: el gasto en salud, en educación, en servicios públicos, etc. El resultado en cuestión señala inobjetablemente un problema de la democracia y el Estado colombiano, pero no cuenta la totalidad de la historia, subestima el papel redistributivo del gasto público, deja de lado muchos de los avances sociales de Colombia.

  1. Hay una tensión entre dos fuerzas democráticas. La primera fuerza es una especie de propósito institucional, de acuerdo metapolítico que se deriva de la Constitución, de la concepción de Colombia como un estado social de derecho. Uno podría darle a la constitución política colombiana una interpretación rawlsiana, esto es, uno podría suponer razonablemente que la Constitución contiene una función de bienestar implícita que privilegia el bienestar de los más pobres, lo cual implica, a su vez, que el grueso del gasto público debería dirigirse a aliviar sus necesidades más apremiantes. Pero hay una segunda fuerza democrática, no de naturaleza institucional, pero evidente en Colombia y en el mundo. Esta fuerza tiene que ver con la injerencia más que proporcional de las clases altas y medias urbanas en algunas decisiones redistributivas, esto es, en la forma cómo se recaudan los impuestos y se asignan las transferencias y subsidios.

Para poner un ejemplo reciente, los subsidios a la gasolina van en contravía del ideal rawlsiano de nuestra Constitución, benefician más que proporcionalmente a las clases medias y altas, pero son, por lo ya dicho, difíciles de desmontar. Lo mismo podría decirse de algunos subsidios a las pensiones y a la educación superior. La tensión es clara. Sin el apoyo de las clases medias, la democracia pierde legitimidad. Sin una política redistributiva eficaz, la democracia contraviene son propósitos más urgentes, su capacidad de inclusión. Esta tensión se ha resuelto en Colombia de manera parcial con reglas constitucionales que protegen el gasto progresivo en educación, salud y agua potable. Pero una parte importante del gasto discrecional beneficia sobre todo a las clases medias.

  1. Otra dimensión redistributiva importante, en Colombia en particular y en las democracias en general, tiene que ver con la distribución regional o territorial de los recursos. Desde hace al menos dos décadas, ha existido en Colombia, en las reglas de juego y en el discurso, otra tensión fiscal, en este caso entre eficiencia y equidad: la asignación de los recursos tiene en cuenta tanto los resultados como las brechas existentes (se premia la eficiencia y se compensa la pobreza). El impacto del gasto público, de los dos sistemas, del de participaciones y del de regalías, en la disminución de las desigualdades regionales (en los resultados de desarrollo) ha sido menor a lo esperado, decepcionante.

En la discusión del último plan de desarrollo, el presidente Petro, entre otros, señaló que la sesgada distribución de los recursos en favor de algunos de los departamentos más ricos del país había impedido la construcción de equidad regional. En su visión, hay una economía política perverse, una captura de la democracia, que ha llevado a la concentración territorial de los recursos y ha exacerbado las diferencias entre centro y periferia.

La situación es más compleja. Primero, la distribución de los recursos sí tiene en cuenta criterios de equidad. Y segundo, las causas de las desigualdades regionales tienen que ver más con las asimetrías en las capacidades de recaudo y ejecución que con los sesgos en la distribución de las transferencias y regalías. La descentralización en Colombia ha mostrado los límites de la redistribución sin fortalecimiento del Estado en los territorios. Una redistribución más equitativa es necesaria, pero su impacto será limitado sin un fortalecimiento de las capacidades estatales en buena parte del país.

La pandemia mostró, este es un ejemplo entre cientos, que muchas entidades territoriales carecían incluso de las capacidades para recopilar información y transmitirla de manera oportuna. Con frecuencia el ministerio de hacienda ha tenido que recurrir a la intervención de las secretarias de salud y educación en varios departamentos para asegurar una mínima eficiencia en la ejecución de los recursos.

  1. Más allá de los aspectos técnicos de la redistribución, en Colombia, el poder económico ha tenido una injerencia directa en algunas decisiones relevantes. En Colombia no hay una regulación del lobby y su poder es innegable, visible (literalmente) en muchos de los debates del Congreso. No hay estudios exhaustivos al respecto, pero sí evidencia anecdótica, estudios de caso sobre captura regulatoria y legislativa. Muchas exenciones tributarias, por ejemplo, parecen imposibles de desmontar.

¿Está la democracia colombiana capturada por los poderes económicos como se afirma de manera reiterada? En mi opinión esta acusación es exagerada y deja de lado muchas actuaciones que sugieren lo contrario. Por ejemplo, las decisiones de la Superintendencia de Industria y Comercio en contra de grandes empresas y grupos económicos por colusión, la existencia de una regulación financiera independiente y legítima que ha impedido los excesos ocurridos en otros países, la aprobación por parte del Congreso de los impuestos a la riqueza y a los dividendos, el aumento sistemático de la carga impositiva a las empresas, la declaración de interés público de algunos de medicamentos oncológicos y antirretrovirales, etc.

Algunos políticos han interpretado las alianzas público-privadas, en salud, vivienda e infraestructura, entre otros sectores, como una captura del Estado. Pero esta interpretación obedece más a una antipatía ideológica que a un señalamiento veraz que ejemplifique una falla democrática protuberante. Pueden tener fallas y algunas criticas son razonables, pero las alianzas público-privadas per se no implican una captura de la democracia y el Estado por intereses económicos.

Paso ya a la conclusión. No cabe duda de que las desigualdades regionales e individuales son altas y persistentes y de que, en conjunto, afectan el funcionamiento de la democracia. Pero no podemos negar tres hechos evidentes: 1. Las decisiones democráticas posteriores a la Constitución de 1991 han contribuido a la construcción de una sociedad más justa; 2. Las visiones más pesimistas que hablan de una democracia capturada por los poderes oligárquicos son exageradas, olvidan las actuaciones independientes del Estado y los esfuerzos redistributivos de décadas. Y 3. La búsqueda de un equilibrio entre las demandas crecientes de las clases medias urbanas y las necesidades de los más pobres es compleja y constituye uno de los mayores desafíos para la democracia colombiana.

Academia Reflexiones

El populismo: ¿una amenaza contra la democracia?

El populismo se ha convertido en un fenómeno global, en una especie de enfermedad o dolencia democrática que afecta a muchos países sin distingo de su nivel de desarrollo y su historia política. Su amplitud geográfica y su crecimiento reciente sugieren que este fenómeno revela y agrava la crisis contemporánea de la democracia liberal. El populismo es síntoma y dolencia al mismo tiempo.

Sea lo que sea, su estudio amerita un análisis detallado, un entendimiento de sus causas y consecuencias, así como de las posibles soluciones, de la forma cómo las sociedades democráticas deben lidiar con un problema complejo que ataca a las democracias desde adentro. El estudio del populismo debe empezar por el comienzo, por la definición misma de un fenómeno elusivo: el término “populismo” ha sido usado con frecuencia sin mucho rigor para denotar fenómenos diversos, para meter en un mismo costal teórico todos los males de las democracias modernas. En el siglo pasado, por ejemplo, el término fue usado para referirse a gobiernos progresistas que proponían políticas redistributivas, no necesariamente antiliberales, como el gobierno de Andrew Jackson en Estados Unidos.

Durante los años ochenta y noventa, sobre todo en el contexto latinoamericano, el estudio del populismo parecía circunscrito a su dimensión económica, enfatizaba las distorsiones macroeconómicas, que llevaban con frecuencia a la hiperinflación, las crisis financieras y el desplome de la producción. En otras palabras, enfatizaba las consecuencias de decisiones económicas cortoplacistas que pasaban por alto las restricciones fiscales y las realidades de los mercados de crédito.

En la definición de Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards, dos macroeconomistas, uno suizo y otro chileno, que tendrían gran influencia años más tarde en la formulación del consenso de Washington, “el populismo es un enfoque económico que enfatiza el crecimiento y la redistribución del ingreso e ignora los riesgos inflacionarios, las finanzas públicas deficitarias, las restricciones externas, y la reacción de los agentes económicos a las políticas contrarias al mercado”. Esta definición no cuestiona los objetivos de los gobiernos populistas, advierte simplemente que los medios utilizados suelen ser no solo ineficaces, sino también contraproducentes.

En un sentido similar, el economista inglés James Robinson, que ha enfatizado la importancia de las instituciones en el desarrollo económico, define el populismo económico en contraposición al clientelismo. El populismo, argumenta, tiene que ver con distorsiones en la macroeconomía que terminan siendo insostenibles; el clientelismo, por el contrario, tiene que ver más con distorsiones en la provisión de servicios sociales y en el funcionamiento del Estado en el territorio. Ambos fenómenos, señala Robinson, reducen el bienestar social y son causados por equilibrios políticos difíciles de romper.

Robinson va incluso más allá. Argumenta que, al menos en América Latina durante el siglo anterior, existió una especie de disyuntiva o tensión entre ambos fenómenos. Colombia, por ejemplo, tuvo un equilibrio político que la protegió del populismo, pero a un costo alto: una competencia política cerrada con arreglos clientelistas que afectaron gravemente la eficacia del Estado. Perú tuvo un equilibrio político más propenso al populismo económico. Argentina, por su parte, fluctuó, de manera casi pendular, entre gobiernos populistas y anti populistas.

El populismo más allá de la economía

El populismo no se circunscribe a un manejo económico incoherente y cortoplacista, lo que James Robinson llama las macro-distorsiones, las desequilibrios fiscales y monetarios que, más temprano que tarde, tienen un efecto negativo sobre el bienestar social. El fenómeno del populismo va más allá de sus consecuencias económicas o de las políticas fiscales y monetarias. El populismo es en última instancia una ideología, una forma de concebir la democracia, la sociedad y el cambio social.

La definición más adecuada es, en mi opinión, la del politólogo de los países bajos Cas Mudde, quien define el populismo como una ideología difusa, no plenamente centrada, que plantea una división de la sociedad en dos partes homogéneas y antagónicas: un pueblo autentico y virtuoso y una élite maquinadora y corrupta. En esta ideología, la política tiene, por encima de cualquier otra preocupación o responsabilidad, un objetivo preponderante: hacer cumplir la voluntad general del pueblo, voluntad que es representada por un único líder. El populismo es en general personalista.

Para Cas Mudde, el populismo no es una ideología fuerte como lo son, por ejemplo, el liberalismo y el socialismo. En sus palabras, “representa más que una tradición ideológica coherente, un conjunto de ideas que, en el mundo real, aparece en combinación con ideologías diferentes, algunas veces contradictorias”. En Europa, el populismo ha recurrido recientemente a un discurso de derecha que rechaza la migración y denigra de las instituciones europeas. En América Latina, por el contrario, el populismo ha recurrido con frecuencia a un discurso de izquierda que denuncia la corrupción e indiferencia de los sectores adinerados, su poder sobre los medios y su confabulación con ciertas instituciones y gobiernos extranjeros.

En ambos discursos, la concepción maniquea de la sociedad está presente: el pueblo, representando por una nacionalidad, una etnia o una clase, de un lado; la élite, globalizada o socioeconómica, del otro. Cada grupo es concebido de manera homogénea, sin matices, ni diferencias. Cada uno es visto como opuesto al otro. El bienestar del pueblo, en la visión populista, requiere la denuncia y el desmonte de los poderes asociados con las élites indiferentes y corruptas.

Esta visión maniquea no está basada en una concepción teórica o empírica de la sociedad. Es una visión moral que antepone la corrupción de las elites, imaginadas con grandes poderes de maquinación y comunicación (dominan la prensa y han infiltrado de manera insidiosa todas las dependencias estatales); antepone, decía, el poder corrupto de las elites al pueblo auténtico, a la sabiduría de la gente común, sus valores puros y su fervor democrático.

En esta división no cabe la negociación y el compromiso. Por razones de principios, pues negociar sería claudicar ante la corrupción, darles a las élites una legitimidad moral que no se merecen. Y por razones prácticas, pues las elites no son confiables y terminarán traicionando a todo aquel que intente construir acuerdos. La ideología populista tiene muchas afinidades con la mentalidad paranoide de la política que describió, hace ya 60 años, el politólogo progresista estadounidense Richard Hofstadter.

En el mismo sentido, el politólogo mexicano Jesús Silva Herzog-Márquez plantea que el populismo es un intento por reinstalar una afectividad, por construir un “nosotros vivo y potente” que trasciende las instituciones y sus rituales desgastados, y es también una teoría y una práctica de la polarización. Teoría, pues la visión populista niega la realidad plural de las democracias. Práctica, pues la profundización de las divisiones se convierte en un objetivo fundamental del liderazgo político e incluso la acción del gobierno.

El populismo y sus consecuencias

No todos piensan que el populismo afecta adversamente la democracia. Todo lo contrario. Para algunos es una manifestación de la democracia misma. Para el politólogo argentino Ernesto Laclau, por ejemplo, el populismo representa la esencia misma de la política y puede incluso revitalizar la democracia, pues moviliza los sectores tradicionalmente excluidos con el propósito de cambia el status quo. Laclau concibe el populismo como una fuerza emancipadora. Más allá de esta opinión, el populismo se ha alimentado de la incapacidad de las democracias liberales, en el ámbito de la globalización y la primacía de las fuerzas económicas. de enfrentar la desigualdad y el deterioro de las condiciones materiales de ciertos sectores sociales, ente ellos clases obreras y medias.

Pero más allá de su capacidad de inclusión, de la democratización de la democracia que menciona Laclau, el populismo afecta la democracia liberal de varias maneras. La primera, usualmente erosiona las instituciones independientes que protegen los derechos de las minorías. Los lideres populistas atacan con frecuencia a las cortes y a los jueces que limitan su poder. Contraponen la soberanía popular a los imperativos de la Constitución y la ley. Predisponen incluso la población en contra de quienes defienden los derechos de los migrantes (como ocurre en algunos países de Europa) o de la población privada de la libertad (como ha ocurrido recientemente en El Salvador).

La segunda razón es más práctica. A menudo, la retórica populista, que parte de un juicio moral absolutista sobre los contradictores –las élites son vistas como inmorales y todopoderosas– impide la generación de consensos, hace casi imposible las reformas basadas en acuerdos amplios que son usualmente las más duraderas. Además, el populismo descree del reformismo democrático, del gradualismo y las reformas puntuales. Su visión moralista implica casi siempre una idea del cambio tremendista, revolucionaria. Para el populista, el cambio social sueles ser cuestión de todo o nada, no de más o menos. De esta manera, el populismo reduce la eficacia de la democracia, su capacidad de hacer reformas eficaces, de responder con soluciones reales a los desafíos cambiantes de las sociedades modernas. Ofrece, si acaso, consuelos retóricos.

Por último, el populismo puede entorpecer las transiciones democráticas como ocurrió recientemente en Estados Unidos y Brasil, donde dos presidentes populistas cuestionaron públicamente los resultados electorales y movilizaron sus bases en contra de las instituciones democráticas. La democracia necesita cierta “disponibilidad a perder”, a entregar el poder pacíficamente y respetar los resultados electorales. Pero en medio de la división y las confrontaciones, los líderes populistas, por cuenta, entre otras cosas, de su mentalidad paranoide, suponen que las elites tienen la capacidad no solo de alterar los resultados electorales, sino también de privarlos a ellos de la libertad una vez dejen el poder. Cada elección es vista como una lucha no solo por el poder, sino también por la libertad.

En fin, el populismo puede llevar a la violación de los derechos de las minorías, a la ineficacia reformista y a transiciones democráticas tumultuosas. El populista y el autócrata no son siempre los mismos. Pero tienen rasgos comunes. Para responder de manera directa a la pregunta retórica planteada en el título, el populismo sí es una amenaza para la democracia. En palabra de Silva Herzog-Márquez, “la democracia de plazas llenas, puños duros y caudillos efusivos es una democracia sin ciudadanos, sin diversidad pluralista y sin resguardo frente arbitrariedades”.

 

Principales referencias

Dornbusch, Rudiger y Sebastián Edwards, The Macroeconomics of Populism in Latin America, Chicago University Press, 1991.

Hofstadter, Richard, “The Paranoid Style in American Politics”, Harper’s Magazine, Noviembre, 1964.

Mudde, Cass y Cristóbal Rovira Kaltwasser, Populism. A very Short Introduction, Oxford University Press, 2017.

Robinson. James. A., “La miseria en Colombia”, Revista Planeación y Desarrollo, No. 76 (2016-01-01), CEDE, Universidad de los Andes.

Silva Herzog- Márquez, Jesús, La casa de la contradicción, Taurus, 2021.

Entrevistas Reflexiones

Lo que viene para 2024

¿Cómo siente que le fue a la economía colombiana este 2023 en términos de crecimiento e inflación y qué le espera para 2024?

La economía tuvo un año de paradojas, con aspectos positivos y negativos. El gobierno ha mantenido la estabilidad macroeconómica: el déficit fiscal se redujo sustancialmente, la inflación ha caído durante ocho meses consecutivos, el peso colombiano se ha fortalecido y el riesgo país ha disminuido. De otro lado, la economía se ha desacelerado muy rápido, pero no tanto así el empleo. Las mayores preocupaciones tienen que ver con el desplome de la inversión privada, la baja ejecución de la inversión pública y la incertidumbre en algunos sectores, infraestructura, energía, salud, etc.

¿Cómo vio el manejo de las finanzas públicas del Gobierno en 2023?

Yo creo que en general ha sido prudente. La Regla Fiscal se cumplirá sin problemas. El aumento en los precios de la gasolina y la caída del dólar mejoraron el balance fiscal. El déficit fiscal pasó de 5% a 4% en números redondos. Persisten algunas preocupaciones puntuales: la reducción del SOAT, por ejemplo, va a ampliar los desequilibrios del sector salud y podría aumentar las deudas del Estado en un sector con muchos problemas. Lo mismo puede decirse de la congelación de los peajes. Pero en general, insisto, el resultado puntual de 2023 es positivo.

Con el panorama económico actual, ¿Qué tanto margen de maniobra cree que tiene el Gobierno para el próximo año en materia de gasto?

La situación para 2024 es más complicada. El presupuesto aprobado contempla un aumento sustancial del gasto, superior a 50 billones. Los ingresos estructurales, que excluyen algunos ingresos extraordinarios que son por definición inciertos, crecerán solo en 20 billones. Probablemente el gobierno tendrá que hacer un recorte superior a 20 billones de pesos. El fallo de Corte sobre la no deducibilidad de las regalías complica aún más el panorama para el 2024. Además, como lo ha señalado el Comité Autónomo de la Regla Fiscal (CARF), el margen de maniobra es poco. Sin recorte, el déficit podría volver a subir en 2024 y la Regla Fiscal podría incumplirse.

Usted hizo parte de este gobierno, ¿Cómo ve el avance de las agendas sectoriales?

En general no veo muchos avances en las agendas sectoriales. Creo, como lo dije recientemente, que el gobierno parece tener más claro lo que quiere desmontar que lo que quiere construir. Hay una hostilidad evidente con las alianzas público-privada que, durante los últimos treinta años, jugaron un papel fundamental en algunos sectores, en salud, vivienda, infraestructura, educación, servicios públicos, etc. Parte de la agenda reformista del gobierno está centrada en su desmonte, pero las alternativas no son claras. Hay una especie de intención estatizante que, en mi opinión, carece de método, de un diagnóstico preciso sobre las posibilidades y dificultades. En salud, por ejemplo, la reforma no resuelve los problemas y la inacción estatal los está exacerbando.

¿Qué futuro ve para las reformas del Gobierno que hoy está tramitando el Congreso y cómo ve el avance que han tenido hasta hoy?

El año 2023 no fue un buen año para las reformas sociales, la de salud, la de pensiones y la laboral. La coalición política no funcionó. El gobierno renunció a los acuerdos programáticos: el acuerdo nacional nunca pasó de ser un pronunciamiento grandilocuente sin concreción. Recurrió, entonces, a las negociaciones individuales. Así aprobaron la reforma a la salud en la Cámara. Los partidos tradicionales apoyaron el gobierno de manera subrepticia. Decían una cosa, hacían explicito un supuesto malestar con las reformas, pero apoyaban al gobierno de todas formas. Solo el clientelismo puede explicar esta contradicción.

El gobierno utilizará la misma estrategia en 2024. Si se cae la reforma a la salud, el gobierno empezaría su tercer año derrotado políticamente. Hay mucho en juego. El gobierno hará lo que tenga que hacer. En el caso de la salud, el escenario más probable es la aprobación de una reforma atenuada, que le permita al gobierno evitar una derrota mayúscula. Lo mismo podría decirse de la reforma pensional. Tengo más dudas sobre la laboral. Creo que no se va a aprobar.

Más allá de las predicciones, ojalá el Congreso actúe con responsabilidad. Creo que la reforma a la salud que aprobó la Cámara no es implementable. Está llena de vacíos y contradicciones. Si no se mejora, el daño al país será muy grande.

¿Siente que la política de Paz Total está dando resultados?

Claramente no. La Paz total, que persigue una negociación simultanea con varios grupos armados e intenta quitarles espacio a las economías ilegales, no ha logrado consolidarse. La violencia ha aumentado en varias regiones. Las negociaciones están estancadas. El Estado ha venido cediendo control territorial Además, el gobierno revivió a las Farc, les otorgó una identidad política y una cohesión a los grupos residuales que quedaron después de la firma de los acuerdos de paz. Uno no debería fortalecer al enemigo antes de una negociación. En fin, la retórica de la Paz total contrasta con los resultados y con la preocupación creciente del país con la inseguridad.

¿Cuáles cree que son los mayores retos económicos y sociales que tiene el país para 2024?

Señalaría tres retos: evitar que la desaceleración de la economía se traduzca en un aumento del desempleo y la pobreza, evitar un deterioro en la seguridad y lograr acuerdos políticos razonables sobre las reformas. Yo no soy muy optimista. Sobre las reformas específicamente, creo que los cambios duraderos vienen de la búsqueda de consensos y las reformas incrementales. El rupturismo que ha intentado el gobierno no está siendo eficaz. El gobierno del cambio podría terminar siendo un gobierno de reformas fracasadas o frágiles que serán fácilmente reversadas después de 2026. En 2024, veremos si el gobierno quiere buscar acuerdos o insistirá en la confrontación. Creo que será lo segundo.

Reflexiones

Sagan, poeta cósmico

También he creído que Carl Sagan era un poeta, un poeta involuntario, un poeta cósmico que sabía de nuestra curiosidad esencial, de nuestro amor por las estrellas. Leí alguna vez (no he querido ahondar en el asunto) que la palabra o raíz griega “antropos” significa el animal que mira hacia arriba, que mira al cielo. Sagan celebró esa esencia humana. Insistió en que todos somos cosmólogos por instinto, polvo de estrellas que entreve en las estrellas ese origen remoto, que presiente que el hierro de nuestra sangre viene de arriba, de muy lejos.

Junto con Octavio Paz, hay dos poetas cósmicos americanos que leo con frecuencia, Ernesto Cardenal y Eugenio Montejo.  Ambos tienen, voy a decirlo así, un ímpetu saganiano. Cardenal escribió una especie de tratado científico en forma de largo poema abarcador, repleto de extravíos políticos, pero también de deslumbramientos. “Cántico cósmico”. Los indígenas de Oklahoma, dice Cardenal, también señalan nuestro origen estelar.

Ahora están en una reserva de Oklahoma.

Pero vinieron de las estrellas dicen ellos.

Antes eran puros y bellos porque vinieron del cielo.

Todos eran entonces Tzi-Sho (la tribu del cielo).

Por qué bajaron del cielo no se sabe.

Nunca es mencionado en sus mitos.

Dios es sutil, pero nunca malicioso, recuerda Cardenal. La labor de la ciencia consiste, creo, en escudriñar esas sutilezas, en darle método al asombro. Cardenal fue un hombre religioso, un sacerdote nicaragüense que estudió en el seminario de la Ceja, Antioquia. Sagan, un ateo espiritual, un escéptico. Pero Dios significa lo mismo para ambos, para los dos es una metáfora del misterio, «Aquel que es sus estrellas».

“El centro del mundo está allí donde el mundo es pensado”, escribió Cardenal. “Un universo sin un observador no es tal”. Hay una especie de antropocentrismo benigno en esta frase que (me atrevo a sugerir) sería compartido por Sagan.  Sin esa conciencia, la danza alborotada de las cosas no tendría quien la celebrara, no existiría. La conciencia humana es quizás un espejo donde el universo se mira y se celebra. Sin ese reflejo, el universo sería poco menos que la nada, algo faltaría.

Eugenio Montejo, otro poeta cósmico, inventó una palabra para describir la consciencia cósmica, la mirada humana al universo desde esta esquina de la galaxia: Terredad. “La tierra es el único planeta que prefiere los hombres a los ángeles”, escribió.

Terredad significa, en última instancia, una conciencia plena de nuestro lugar en el universo: “como estar por años en la tierra, con las nubes que llegan y los pájaros, a bordo, casi a la deriva, más cercanos de Saturno, mientras el sol da vueltas y nos arrastra, y la sangre recorre su profundo universo, mas sagrado que el de todos los astros”.

Montejo sabe de la precariedad de la vida. La vida, para él, es un veloz arrebato. “Soy ateo de todo menos de la muerte”, escribió. Quiere creer que la muerte es casi irrelevante en el trasfondo de la continuidad de todo. “En el espacio tiempo fuimos, somos y seremos para siempre”.

“Esta tierra que no atormenta con la muerte, sino con la belleza”, dijo alguna vez. Quizás allí está la clave de la experiencia humana  (de la terredad) en entender o intuir que siempre hay algo triste en la belleza, que la belleza nos transmite siempre el mensaje de su transitoriedad, que la belleza nos anuncia su muerte.

Después de leer a Montejo y Cardenal, volví a leer a Sagan. O interesarme en él. Vi de nuevo los videos de sus últimas entrevistas. Pude entonces, a través de dos poetas latinoamericanos, redescubrirlo, ser más consciente de su poesía. Lamento mucho que no haya podido ver las imágenes del telescopio Webb, que no haya podido apreciar esa otra poesía cósmica, resultado de la inventiva humana. Los seres humanos hoy podemos ver las luces de las primeras galaxias que llevan viajando 13 mil millones de años.Esas imágenes deslumbrantes, que reafirman tanto nuestra insignificancia cósmica, como nuestra centralidad –al fin de cuentas el universo está observándose a sí mismo en ese gran telescopio que da vueltas alrededor de la tierra– nos conectan con el asombro y nos permiten celebrar la experiencia humana.

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Carl Sagan fue un intelectual público apreciado por millones de personas, que cultivó una gran audiencia, que pudo influir en la forma de pensar de mucha gente. Esa influencia me parece actualmente llamativa, casi anticuada. En esta época de indignación facilista, de fanatismos y discursos reivindicatorios, probablemente Sagan sería cancelado. Su escepticismo sería visto tal vez como un poco tibio. Su defensa de la ciencia sería probablemente tachada de positivismo tóxico. Su laicidad llevaría a que sus libros fueran rechazados en algunos lugares.

Me temo, no quisiera ser pesimista, que no solo la conciencia poética de Sagan, sino su conciencia política riñe con estos tiempos, con la crispación actual, con los discursos tradicionalistas o anticapitalistas que parecen copar la mayoría de los espacios de los debates intelectuales en esta tercera década del siglo XXI.