Hace ya más de 160 años, el pensador liberal John Stuart Mill propuso una definición precisa sobre los límites a las libertades individuales impuestos por el gobierno o alguna autoridad. La definición de Mill, conocida desde entonces como el principio del daño, postula una regla general para resolver las tensiones entre libertades individuales y medidas coercitivas impuestas por los gobiernos con el propósito —genuino, puede suponerse— de incrementar el bienestar general.
Este principio suele ser el punto de partida en las discusiones acerca del Estado paternalista, sus posibilidades y sus extravíos. Vale la pena, entonces, reiterarlo, traerlo a cuento como una referencia general para la discusión que sigue en este artículo. Decía Mill:
El único propósito por el cual el poder puede ser correctamente ejercido sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es la prevención del daño a los otros […] La única parte de la conducta por la cual el individuo es responsable ante la sociedad es aquella que concierne a los otros. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano.
Este principio, a pesar de su generalidad y de las dificultades prácticas que surgen a la hora de definir, por ejemplo, qué representa un daño y quiénes son los otros involucrados, sigue siendo, a pesar de los años, una piedra angular en la crítica liberal al Estado paternalista. Pone la carga de la prueba en aquellos que pretenden restringir, mediante políticas prohibicionistas o preventivas, la libertad de acción de los individuos. Enfatiza que no basta con señalar que las políticas en cuestión se diseñan y aplican por el propio bien de los afectados. La discusión debe ser —este es el gran aporte de Mill— mucho más larga y compleja.
Algunas obligaciones menores, que caben dentro de lo que podríamos llamar paternalismo leve o moderado —como la obligación de usar cinturones de seguridad en los automóviles o cascos protectores en motocicletas y bicicletas— no parecen generar grandes controversias. Estas medidas son percibidas como violaciones aceptables al principio del daño, habida cuenta de la abundante evidencia sobre su eficacia. Sin embargo, sugieren que la discusión sobre el Estado paternalista no es una cuestión de clase, sino de grado. El debate no es solo de principios; concierne, sobre todo, a algunos temas particulares que se discutirán más adelante.
En otros temas más álgidos, los debates sobre el Estado paternalista se confunden con discusiones morales. En el debate sobre el aborto y la prohibición de ciertas sustancias psicoactivas, por ejemplo, quienes defienden la prohibición lo hacen con argumentos que, de entrada, niegan la aplicabilidad del principio del daño: afirman que las mujeres no tienen derecho a decidir sobre la vida de los fetos en gestación y que los usuarios de drogas carecen con frecuencia de libre albedrío. Por su naturaleza, estos debates trascienden el tema de esta columna y van más allá del debate sobre el Estado paternalista.
El Estado paternalista en Colombia
En la coyuntura actual y en un país como Colombia, los debates sobre el Estado paternalista giran en torno a dos temas principales:
- Los llamados impuestos saludables
- Las restricciones a la publicidad, patrocinio y comercialización de ciertos productos (incluidas las ventas en línea).
Existen otros debates, por supuesto: una senadora propuso recientemente censurar ciertas canciones de reguetón; algunos educadores han sugerido, siguiendo el ejemplo de otros países, prohibir el uso de teléfonos celulares en los colegios; y el exgobernador de Antioquia, Sergio Fajardo, prohibió hace unos años los concursos de belleza y los desfiles de moda en colegios públicos, argumentando que nada aportaban a la formación ética y que constituían una actividad discriminatoria, humillante y atentatoria contra la dignidad femenina.
Si bien el debate sobre el Estado paternalista no se agota en estos temas, son los de mayor relevancia en la actualidad. Vale la pena analizarlos uno a uno.
Breve acotación teórica
El Estado paternalista se justifica con base en dos fallas de comportamiento:
- Disonancia cognitiva, que lleva a muchas personas a subestimar los riesgos del tabaco o el azúcar para la salud.
- Descuento hiperbólico, que puede llevarlas a actuar irracionalmente frente a riesgos futuros.
Se argumenta, además, que las empresas privadas, a través de formas sofisticadas de manipulación, explotan estas fallas cognitivas. En este contexto, se sostiene que las intervenciones paternalistas generan un incremento en el bienestar general. En última instancia, la justificación del Estado paternalista es utilitarista.
Los salubristas han promovido, por décadas, los impuestos saludables (al cigarrillo, alcohol, bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados, por ejemplo) como una política para cambiar comportamientos y prevenir enfermedades crónicas. Argumentan que estos impuestos no solo reducen el consumo de ciertos productos, sino que también comunican mejor el riesgo a la sociedad.
Los críticos sostienen que estos impuestos suelen ser regresivos, es decir, afectan proporcionalmente más a los pobres que a los ricos. Según la evidencia, solo las personas con menos recursos (quienes enfrentan una fuerte restricción presupuestal) reducen su consumo de manera discernible. También se señala la naturaleza antiliberal de estos impuestos, pues reflejan el intento de algunos reformadores sociales de imponer sus sesgos personales mediante leyes o decretos.
A pesar de estas críticas, incluso algunos liberales aceptan ciertas formas de Estado paternalista. Los impuestos al tabaco y al alcohol, por ejemplo, son tolerados incluso por muchos libertarios, no solo porque su efectividad está ampliamente demostrada, sino también porque moralmente parecen ubicarse en una categoría distinta.
Los impuestos a las bebidas azucaradas, en cambio, generan un debate ideológico más intenso, ya que desafían directamente el principio del daño de Mill. Este debate es complejo e interesante. Yo mismo cambié de opinión al respecto, pasando de oponerme a apoyarlos debido al aumento alarmante de enfermedades crónicas —especialmente la diabetes—, los crecientes costos para los sistemas de salud y la ausencia de otras políticas eficaces de prevención. Sin embargo, sigo pensando que cada violación al principio del daño debe argumentarse con claridad y verse como una excepción, nunca como la regla.
En 2009, Colombia prohibió la publicidad, promoción y patrocinio del tabaco, siguiendo las directrices del Convenio Marco para el Control del Tabaco de la OMS. Esta medida, junto con el aumento de impuestos, ha llevado a una reducción en el consumo de cigarrillos. Más polémicas son las restricciones propuestas a la venta de bebidas azucaradas y otros alimentos en entornos escolares. Los críticos liberales de estas medidas destacan, además de los excesos coercitivos, su ineficacia debido a los cambios tecnológicos y el acceso ubicuo a teléfonos celulares. Un desafío adicional para el Estado paternalista es la regulación de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, el patrocinio del fútbol profesional en Colombia pasó del tabaco a los licores y, más recientemente, a las apuestas en línea, que han crecido aceleradamente tras la pandemia.
¿Deben regularse o gravarse? Probablemente este será el próximo gran debate sobre el Estado paternalista en Colombia y América Latina.En definitiva, el Estado paternalista llegó para quedarse, pero su expansión no siempre es positiva. Algunas restricciones pueden ser convenientes, pero deben ser excepcionales y plenamente justificadas.
Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano.
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