Nunca me vas a entender, nunca vas a poder tener una mínima empatía. Estás atrapado irremediablemente en esa burbuja de privilegio que comienza por tu apellido. ¿Dime qué Rodríguez o González ha tenido poder en este país? Ninguno. El privilegio no es solo el acceso a la educación, no es solo la seguridad económica de la que nunca te has tenido que preocupar; es también la tranquilidad interior, la facilidad con la que ignoras la comedera de mierda de medio mundo.
La había conocido en la universidad donde trabajaba ya hace tiempo, a la salida de una de mis clases de Microeconomía II. Estudiaba Derecho y Ciencia Política, pero había decidido tomar algunas materias de Economía con una curiosidad que yo todavía no entendía bien: no sabía si quería aprender algo genuinamente o conocer más de cerca a su enemigo. Se sentaba siempre en primera fila, atenta, callada, como quien sabe que en tierra extraña es mejor mimetizarse.
El día que hablé con ella por primera vez me contó una parte de su vida, la parte más heroica, la historia patria de sí misma. Era hija de un campesino, la mayor de dos hijos. Su papá era dueño de una pequeña finca cafetera que le había permitido a toda la familia vivir dignamente, con tiempos duros y tiempos mejores. Había sido siempre una buena estudiante: la mejor de su clase, la mejor del colegio, la preferida de los profesores, el orgullo de su papá.
Se había ganado una beca para estudiar en la universidad privada en la que he enseñado por más de una década: su puntaje en el examen de Estado fue el mejor de muchos kilómetros cuadrados a la redonda. Había venido a vivir a Bogotá a la casa de una prima. Ya se había acostumbrado a la ciudad, a los trancones, a la inseguridad, a ese lugar extraño donde nada llega porque todo ya está. Se matriculó inicialmente en el programa de Derecho, pero decidió un año después combinarlo con el de Ciencia Política, por consejo de uno de sus profesores, el mismo que le recomendó tomar algunos cursos de Economía. Seguía siendo la misma buena estudiante de toda la vida. Ese atributo ya normalizado había sido primero su forma de resistencia contra las inclemencias de su mundo campesino y era ahora una forma de protesta contra lo que consideraba un mundo injusto.
Después de nuestro primer encuentro, seguimos hablando con frecuencia. Íbamos a tomar café a un pequeño local cerca de la universidad. Ella hablaba y yo escuchaba sus reflexiones, sus peroratas contra el mundo. Sentía que vivía en una especie de contradicción insalvable, imposible. Se veía a sí misma como una excepción, como la excepción que confirmaba la regla, como una especie de testigo involuntario que había logrado mirar desde adentro un mundo de privilegios que la tentaba, pero al que debía denunciar o rechazar, al menos retóricamente.
Nos separan dos mundos incomunicados: el de tu clase y el de tu generación. Vives en una burbuja doble, en una cápsula infranqueable. Te estorba que jóvenes como yo, desde la Colombia conservadora y medio facha, estemos dispuestos a denunciar y combatir un sistema injusto. Estamos del lado correcto de la historia, del lado de la justicia. No aceptamos que las únicas formas de movilidad social sean esa lotería que me trajo hasta aquí, hasta esta universidad. Una sociedad justa no se construye así, con programas selectivos que benefician a unos pocos, que escogen una minoría para lavarle la cara al sistema.
Mi vida de profesor era cómoda, pero sentía que algo faltaba. En el viaje de regreso diario a mi casa no podía dejar de pensar que mi aporte a la sociedad era difuso, difícil de definir. Con frecuencia, hablando con mis compañeros profesores, decía que la universidad me parecía un lugar extraño: es como si alguien hubiera decidido concentrar una buena parte del talento de la sociedad y aislarlo de sus problemas más intensos, dedicarlo a una labor especulativa a veces, inane otras.
Con el tiempo, ese aislamiento, esa atención a detalles cada vez más abstrusos —tanto así que con frecuencia era imposible explicárselos a la gente— iba generando una especie de cinismo; o mejor, una indiferencia derivada de la arrogancia y la inseguridad, de la posición contradictoria de quien siente que la sociedad no le reconoce su valor e inteligencia, pero sospecha al mismo tiempo que no merece el reconocimiento. Es la posición de quien decidió refugiarse en un lugar protegido con el fin de huir de las inclemencias y los riesgos del mundo real, del mundo del dinero, el activismo o la función pública.
Llevaba ya varios años enseñando Microeconomía II. Con el tiempo, había entendido que mi aporte más tangible a la sociedad estaba en la enseñanza. Los artículos alimentaban el ego, adornaban la hoja de vida, producían la satisfacción que sentimos los seres humanos después de la concentración del esfuerzo; la que siente, por ejemplo, un artesano ante la materialización de semanas de trabajo en una pieza de cerámica o algo así, pero en muchos casos los artículos no eran más que ornamentos. La enseñanza, por el contrario, era real.
Me gustaba en particular hablar con los estudiantes, escucharlos. Había dos tipos de profesores: los de puertas abiertas y los de puertas cerradas. Yo era de los primeros. Éramos vistos con algo de recelo por los segundos, como demagogos o populistas que buscábamos congraciarnos con los estudiantes y amenazábamos de esa manera, con la exhibición de nuestra supuesta generosidad, su autonomía o independencia. Mis compañeros de facultad me consideraban, creo, una externalidad negativa.
Nunca has mencionado la ideología que subyace bajo tu clase, que está detrás de esas gráficas y conceptos aparentemente científicos. Caes en lo mismo que los otros profesores que criticas: en la normalización de la injusticia social y ambiental. Esa idea de las fallas de mercado y sus soluciones, toda esa carreta que enseñas no es otra cosa que un intento por domesticar el capitalismo o “internalizar la externalidad”, como dices. Eso no se puede. Mira, por ejemplo, la empresa esa de domicilios, los miles de domiciliarios que van de un lado a otro, esa empresa a la que llaman un unicornio. Claro que es un unicornio, una especie de engendro que deriva sus grandes utilidades o posibilidades del costo que le impone a la sociedad, entre ellos los siniestros viales. Si desaparece la externalidad, desaparecerá el negocio, se extinguirá el pinche unicornio. La externalidad no es una falla del sistema: es el sistema.
Dejamos de vernos por un tiempo. Le escribí varias veces, pero no me contestó. Pasaron casi cuatro meses de silencio. Cuando volvimos a vernos me dijo que la relación con su papá se había dañado, que no sabía qué hacer, que la brecha generacional era demasiado grande. Se sentía con ansiedad. Sentía que había perdido un mundo y no había ganado otro. No pertenecía ya al mundo rural en el que había crecido, pero tampoco al mundo urbano al que había llegado sin transición, de un día para otro. La universidad la había acogido con una especie de cordialidad institucional, pero la rechazaba, decía, de muchas maneras sutiles y brutales al mismo tiempo. La vida, pensaba al oírla, está llena de contradicciones. La movilidad social, trágicamente pensé, concentra esas contradicciones.
A veces entro en una especie de resignación melancólica, en una especie de jipismo medio inocente, una cosa por el estilo. Leí en internet que estamos entrando en una época de cuidados paliativos de la humanidad. Mis amigos están entrando en una especie de mundo feliz, en la idea de la rumba y la fiesta ante la incertidumbre, en el “vamos a beber y a tirar que el mundo se va a acabar”. Están abandonado la resistencia. Es la verdad más dura de mi burbuja generacional, la verdad que no quiero aceptar.
Pasaron varios meses nuevamente hasta que nos vimos otra vez. Ya se había graduado de abogada, pero seguía yendo a la universidad para terminar su programa de Ciencia Política. El catastrofismo no era solo una idea de su generación: parecía haber contagiado también a los profesores. Muchos estaban deprimidos. «La depresión es el riesgo ocupacional de ser profesor en estos tiempos», me dijo uno de ellos. A mí me seguía manteniendo vivo el amor por mis estudiantes. Me gustaba mirar el mundo a través de sus ojos, tratar de entenderlos.
Me llamó un día intempestivamente, con un entusiasmo que no le había oído nunca. «Aquí está mi papá, estamos en un café cerca de la universidad. ¿Por qué no vienes? Me gustaría presentártelo», me dijo. «Ya voy. Quiero conocerlo», le contesté. Llegué en diez minutos. Los encontré en la mesa del fondo, estaban charlando tranquilamente, cosa que me causó cierto alivio, cierta felicidad momentánea. Ambos se levantaron a saludarme con una cordialidad exagerada, de otros tiempos.
Nos contó sobre su nuevo trabajo en una ONG que se dedicaba, entre otras cosas, al litigio constitucional. Estaba aprendiendo mucho, dijo. Sentía que había terminado involucrada en la tarea extraña de domesticar el capitalismo o combatirlo tácticamente, caso por caso, tema por tema, compañía por compañía. Su papá la miraba orgulloso, plenamente consciente de que combinaba el idealismo que había aprendido en la ciudad con el realismo campesino con el que había crecido.
La relación de los dos había mejorado. Los conflictos intergeneracionales no duran para siempre como resultado de un hecho inexorable: los hijos se convierten en adultos, lo que lleva casi siempre a una convergencia entre su mirada del mundo y la de sus padres. Sea lo que fuere, habían aprendido a tolerarse: uno a ser más paciente, la otra a controlar su exasperación, su inclinación a juzgarlo todo, a ver el mundo como un conjunto de injusticias a resarcir.
Estoy trabajando en una demanda a la empresa esa de domiciliarios. Me he entrevistado con algunos de los moteros: los reclutados para el programa Veloz que deben entregar los pedidos en menos de quince minutos. Muchos tienen una especie de instinto autodestructivo. El capitalismo ha puesto a su servicio esa locura furiosa. Estamos georreferenciando los accidentes, documentando la interacción de la empresa con los domiciliarios, revisando los antecedentes internacionales sobre responsabilidad civil extracontractual en este tipo de casos. Casualmente, un compañero de Micro II me está ayudando a calcular las externalidades, los costos sociales. Las clases le sirvieron al man para combatir el capitalismo; ahora se dedica a cazar unicornios. Nadie sabe para quién trabaja.
Cuando dijo esta última frase me miró desafiante. «Nadie sabe para quién trabaja, ¿ah? Esa me parece una buena definición de externalidad», le dije mientras volteaba a mirar a su papá, que dejó ver en su cara un orgullo contenido, pero evidente. Un orgullo que, por supuesto, yo compartía.
(relato incluido en El desdén de los Dioses)





