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Pedro Fermín de Vargas

Hoy celebramos en Colombia el día del economista en homenaje a Pedro Fermín de Vargas, amigo y compañero de Mutis y Caldas y el padre de las ciencias económicas en Colombia. Su libro Pensamientos políticos sobre agricultura, comercio y minas del virreinato de Santa Fe de Bogotá, escrito con anterioridad a la independencia, es  el primer tratado sobre lo que podríamos llamar (vale el anacronismo) desarrollo económico colombiano. Copio algunos apartes que, muchos años después, no han perdido vigencia. El desarrollo, ya lo sabemos, es una tarea incierta.

Sobre la infraestructura

Por una desgracia inconcebible vemos en todo el Reino abandonados los caminos, los ríos sin puentes, aun aquellos que más los necesitan, y subsistir los malos pasos en todas las estaciones del año, sin que se exceptúen las entradas y salidas de la misma capital. E1 camino que la necesidad abrió antiguamente subsiste y subsistirá por muchos siglos, sin que se haya pensado en corregir sus defectos enderezándole, o mudándole a otra parte más cómoda. Lo mismo que se advierte en los caminos de tierra, se observa también en los cortos ríos navegables que tenemos. Todo se halla descuidado lastimosamente, y este asunto pide la más seria atención del Gobierno.

Sobre la minería

Contemplando las cosas filosóficamente, se debía desear que el cultivo de las minas se abandonase para siempre.  La política tampoco está muy de acuerdo con su beneficio, y sólo bajo ciertas condiciones y circunstancias se puede contemplar como ventajoso.  El laboreo de minas en el modo que hoy se practica en las de oro, además de ser destructivo de la población, encarece de tal suerte los jornales y maniobras, que por lo general entorpece el adelantamiento de la agricultura, la que siempre es cadente en los países mineros. Entretenidas las gentes con las vanas esperanzas de alcanzar la suerte, que uno u otro ha logrado en el beneficio de minas, descuidan del todo los demás objetos de industria; se empeñan cada día más, y no correspondiendo los sucesos a los conatos, se arruinan, y arruinan consigo a todos aquellos que se dejan engañar con sus vanas esperanzas.

Sobre la coca

Se hallan asimismo la coca, de gran consumo entre las gentes de la Gobernación de Popayán, y que los orientales usan con el nombre de betele, admirable para fortificar el estómago y que aseguran comunica una especie de vigor singular; los tamarindos, fruto comunísimo de los países cálidos, de uso muy frecuente en la curación de varias enfermedades. Es de desear, dice un autor, que se fomente este fruto en nuestras Provincias de América, para eximirnos enteramente de los tamarindos extranjeros.

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Utilitarismo y vacunas

La decisión de prorrogar la aplicación de la segunda dosis de la vacuna de Pfizer plantea un debate fundamental de salud pública, una tensión entre la atención individual y los beneficios colectivos. La salud pública tiene, como la economía, una tradición utilitarista. Los argumentos de salud pública plantean a menudo la necesidad de maximizar el bienestar colectivo. Los argumentos utilitaristas no son definitivos, pero deben, en mi opinión, ser tenidos en cuenta.

Para simplificar el problema, voy a introducir algunos supuestos sencillos. No todos son realistas. Pero ilustran una dimensión importante del debate acerca de si se debe aplazar o no la aplicación de la segunda dosis con el fin permitir que más gente pueda acceder a una primera dosis y adquiera así más prontamente algún nivel de protección.

La gráfica de la izquierda muestra la progresión semanal de la protección después de la aplicación de la primera y la segunda dosis (la protección debe ser entendida como la probabilidad de no tener síntomas notables después de una exposición al Covid-19). La gráfica corresponde al esquema “Pfizer”. La primera dosis se da al inicio (tiempo 0). La segunda se da al final de la semana 3. Antes de la aplicación de la segunda dosis, la protección es de 60%. La protección llega a 90% al final de la cuarta semana después de la aplicación de la segunda dosis.

La gráfica de la derecha muestra la misma proyección para el esquema “MSPS”, el propuesto por el ministerio. La aplicación de la segunda dosis se aplaza nueve semanas. La protección es de 60% de la semana 3 a la 12 y sube a 90% después de la aplicación de la segunda dosis. Estos números son supuestos. Pero recogen un hecho real, verosímil: la protección después de la primera dosis es sustancial y el aumento de la protección como resultado de la segunda dosis es importante pero inferior.

En el largo plazo, los dos esquemas son similares. El dilema está en las nueve semanas de aplazamiento: más gente accede tempranamente a algo de protección, pero los vacunados con la primera dosis quedan más expuestos.

Si se supone que cada semana (de las nueve de aplazamiento) hay 100 mil personas a quienes se les aplaza la segunda dosis y si se supone adicionalmente  (como ilustración) que la probabilidad de infectarse y tener síntomas en una semana cualquiera es de 0,1%, el aplazamiento implicaría 1350 casos de más Covid-19 sintomáticos, algunos graves. El cálculo es sencillo. Una simple sumatoria.

De otro lado, el aplazamiento permitiría que 100.000 personas fueran vacunadas con la primera dosis. Bajo los mismos supuestos anteriores, la inclusión de estos nuevos vacunados implicaría 2180 menos casos de Covid-19 sintomáticos durante las nueve semanas. El cálculo es también sencillo: una suma de la protección adquirida por las 100 mil personas que reciben la primera dosis semanalmente. El beneficio, medido en casos sintomáticos evitados transitoriamente, es de 62%. El mismo porcentaje aplicaría, bajo supuestos razonables, para hospitalizaciones y muertes.

El orden de magnitud es resultado de los supuestos. La dirección no lo es. Un resultado similar (un beneficio colectivo) se obtendría si se supone que la protección conferida por la primera dosis es mayor que la protección adicional conferida por una segunda dosis.

¿Dónde radica la polémica? De nuevo, en la tensión entre los derechos individuales y colectivos. Alguien que recibió la primera dosis podría poner una tutela para prevenir el aplazamiento de la segunda dosis. Lo haría en defensa de su derecho a la salud (al fin de cuentas está quedando parcialmente desprotegido). Sin embargo, un fallo a su favor iría en detrimento del bienestar colectivo.

Cada vez que se invocan argumentos utilitaristas en un contexto de escasez surgen este tipo de controversias. En este caso, además, quienes han recibido las primeras dosis de la vacuna son identificables, los otros, los que se beneficiarían del aplazamiento, no lo son tanto. Aparece, entonces, el típico dilema bioético entre víctimas identificables y no identificables.

Los argumentos del Ministerio parecen válidos desde una perspectiva de salud pública, utilitarista. Pero generaran debates éticos y políticos. Las democracias mediatizadas desde estos tiempos tienden con frecuencia a rechazar este tipo de consideraciones. Aborrecen los dilemas éticos.

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Reflexión sobre la pandemia

He tratado de mantenerme optimista durante la pandemia, de no enfatizar el peor escenario. Siempre habrá malas noticias en medio de la incertidumbre. Infundir miedo es tentador. Algunos lo asocian incluso con una especie de responsabilidad cívica: las malas noticias, suponen, pueden hacer que la gente cambie su comportamiento y se cuide más.

Hace apenas un mes estaba optimista. La vacunación comenzaba con grandes expectativas. Los niveles de inmunidad observados o inferidos (mediante estudios de seroprevalencia o extrapolaciones hechas con base en estudios de vigilancia activa) eran altos en varias ciudades, mostraban una protección sustancial. Un estudio para Bogotá, realizado por un grupo de profesores de la Universidad de los Andes, mostraba, por ejemplo, que el porcentaje de contagios podría estar cercano a 60% de la población relevante.

Una cosa era el debate sobre las medidas o las respuestas de los gobiernos, otra distinta el debate sobre los niveles de inmunidad colectiva observados. Recuerdo un estudio de Imperial College sobre Manaos publicado en diciembre del año pasado. Señalaba los altos costos (en términos de muertes y sufrimiento humano) de una dinámica descontrolada de la infección, pero sugería que allí podría haberse alcanzado de la inmunidad colectiva. El porcentaje inferido de la población infectada superaba el 70%.

A finales de diciembre, la situación de Manaos empeoró de manera súbita. Nadie lo había anticipado. Hoy veo esa noticia como un presagio ominoso. Otro estudio de Imperial College trató de explicar la aparente contradicción. Citaba tres causas posibles: un error en los estudios iniciales de seroprevalencia, una corta duración de la inmunidad adquirida o un efecto directo de las variantes del virus (que podrían, en principio, evadir la inmunidad adquirida en un porcentaje alto de la población). Con una suerte de prudencia epistemológica, no enfatizaba ninguna de las tres causas, mantenía una posición deliberadamente ecléctica. Señalaba, eso sí, la posibilidad de que cada una de ellas tuviera alguna relevancia. Las causas identificadas no eran excluyentes y no había forma de separarlas.

Han pasado ya varias semanas desde la publicación de ese estudio. La situación en Brasil ha tomado una dimensión trágica, inimaginable si se quiere. En Chile, Uruguay, Paraguay, etc., la situación también ha empeorado ostensiblemente. Resulta imposible no pensar que las variantes han cambiado el panorama epidemiológico, que han ocasionado más contagios, más casos severos y muchas (todavía no sabemos la dimensión real del fenómeno) reinfecciones.

Con todo, la situación en Colombia posiblemente va a empeorar. «Es como si tuviéramos una pandemia dentro de una pandemia», me dijo alguien recientemente. Razón no le falta. La velocidad de contagio supera el avance de la vacunación. Vendrán semanas difíciles. Quiero seguir siendo optimista. Quiero pensar que lo peor ya pasó. Pero resulta, creo, contraevidente.

La evolución de la pandemia (el papel de las variantes, en particular) no fue prevista. Nadie hablaba seriamente de esta posibilidad en diciembre de 2020. Incluso a comienzos de este año, muchos predecían que el virus mutaría en la dirección de una mucho menor letalidad. Hoy el panorama de corto plazo parece distinto. Menos esperanzador. Toca aceptarlo.

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2021: una reflexión inicial

Todo parece obvio en retrospectiva. El mecanismo darwinista, recursivo, oportunista, implacable digamos, ha funcionado con celeridad. Nuevas variantes del SARS-CoV-2 han aparecido en Inglaterra, Suráfrica, Manaos y seguirán probablemente apareciendo en otros lugares de alto contagio. Las nuevas variantes son más contagiosas y (algunas) parecen capaces de evadir el sistema inmune. Con todo, las dinámicas explosivas de transmisión se repiten en varios países y las historias de reinfección comienzan a multiplicarse. Anécdotas todavía, pero cada vez más numerosas. El caso de Manaos, donde, según los datos disponibles, más de 70% de la población se infectó inicialmente y los pacientes hospitalizados han crecido de manera rápida por segunda vez, es preocupante, parece revelar el peligro y la eficacia del mecanismo darwinista: la nueva variante podría ser parcialmente inmune a la inmunidad adquirida.

Algo similar probablemente pasará con las vacunas. No hay razones para esperar nada distinto. La historia se repetirá. El virus seguirá mutando, cambiando, buscando salidas. Surgirán nuevas variantes que disminuirán la efectividad de las vacunas disponibles. Las vacunas tendrán que actualizarse constantemente. La pandemia será un juego repetido, una especie de carrera armamentista entre el virus y la humanidad. Algo similar ya ocurre con otros virus respiratorios, pero en este caso la escala y la letalidad son mayores.

Desde el inicio de la pandemia quise concentrarme en las buenas noticias, en lo positivo. He tratado de promover la necesaria defensa de los derechos humanos, las libertades individuales, la democracia, la educación, la salud mental, etc. Lo seguiré haciendo. Me preocupa, sin embargo, este posible escenario de ciencia ficción, la duración de la carrera armamentista entre la evolución del virus de un lado y el diseño inteligente de las vacunas del otro. La capacidad de adaptación del virus (esto es, la celeridad y eficacia del mecanismo darwinista) parece ahora más preocupante que siempre. El juego de una sola vez se vislumbra ya como un juego repetido, de varias iteraciones. La vacunación en ciernes será importante, pero no será el capítulo final de esta historia trágica.

La humanidad prevalecerá, pero va a tomar un tiempo. El final no será el resultado de una sola gran campaña de vacunación. La adaptación será más compleja, con consecuencias sociales todavía imprevisibles. Yo seguiré tratando (a pesar de todo) de presentar y divulgar buenas noticias. Pero no puedo desconocer que el año comienza en medio de mucha incertidumbre y un poco de desesperanza.

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Sobre el sistema de salud colombiano

(texto escrito para el libro Al filo de la vida: una historia del Hospital Universitario del Valle editada por Julio Cesar Londoño)

Hace más de 25 años, Colombia puso en práctica una ambiciosa reforma al sistema de salud. La reforma tuvo una intención igualitaria, estuvo basada en una premisa fundamental: todos los colombianos deberían tener acceso, sin importar su origen socioeconómico o capacidad de pago, a un paquete básico de salud, esto es, a un conjunto de medicamentos esenciales y procedimientos probados según la evidencia disponible.

La reforma tuvo un contexto conocido: el avance de las reformas de mercado en América Latina y una profunda crisis de las instituciones estatales, afectadas, entonces, por el clientelismo, la corrupción y la incapacidad de responder a las crecientes demandas sociales. La reforma no fue diseñada, como se dice con frecuencia, a partir del modelo chileno (como sí ocurrió en el caso de la reforma a las pensiones). Fue una innovación local, tomó algunos elementos del modelo holandés y otras experiencias exitosas. Pero no fue una imposición extranjera o un modelo tomado de algún recetario importado.

La reforma creó un seguro universal de salud, financiado de manera mixta, con recursos de las contribuciones de empleados y empleadores, y recursos adicionales del presupuesto nacional. La administración del seguro (el recaudo, la gestión del riesgo, la conformación de las redes de atención, el agenciamiento de los pacientes, etc.) fue delegada a unas empresas aseguradoras (las EPS) que, en teoría, deberían garantizar el acceso y (por medio de la competencia) la calidad. Las empresas podrían, así se estipuló desde el comienzo, contratar a prestadores públicos y privados para la atención de sus afiliados.

La reforma contempló dos regímenes distintos: uno para las personas con capacidad de pago, llamado el Régimen Contributivo (RC), y otro para las familias menos favorecidas, sin acceso a empleos formales o a una fuente estable de ingresos, llamado el Régimen Subsidiado (RS). En el RC, cada afiliado debía contribuir según sus posibilidades con el fin de acceder a un paquete de beneficios igual para todos. En el RS, la contribución sería cubierta plenamente por el Estado, con la ayuda de las contribuciones solidarias de los afiliados al RC. El sistema de salud de Colombia ha sido considerado como uno de los más solidarios en el financiamiento de todo el mundo.

Consecuencias de la reforma

La reforma aumentó el gasto público en salud, incentivó la inversión privada y tuvo un impacto social significativo. La brecha en el uso de servicios de salud se redujo sustancialmente. Por ejemplo, la diferencia entre ricos y pobres en el porcentaje de mujeres con atención médica en el parto pasó de 60 puntos en 1993 a menos de cinco puntos en la actualidad. Aproximadamente 30 mil pacientes renales crónicos reciben diálisis semanalmente en Colombia. Más de diez mil pertenecen al RS. Antes de la reforma estos pacientes estaban condenados a una muerte segura por cuenta de su falta de recursos económicos para cubrir los tratamientos.

Quizás el logro más importante de la reforma ocurrió en el área de la protección financiera. Antes de la reforma, una enfermedad de alto costo representaba la ruina para miles de familias que, en medio de la enfermedad, debían vender sus viviendas y negocios o asumir deudas impagables. El acceso estaba mediado por la capacidad de pago. Muchos médicos, anticipando la ruina financiera, omitían las alternativas terapéuticas a los pacientes más pobres que no iban a poder pagarlos en todo caso. Todo eso cambió. Actualmente Colombia tiene uno de los menores gastos de bolsillo (en términos relativos) de todos los países en desarrollo. La experiencia colombiana es estudiada en el mundo entero como un ejemplo de progreso en cobertura y equidad.

La reforma también condujo a un empoderamiento de la gente, a la consolidación de la salud como un derecho, no solo en la jurisprudencia o en la ley, sino también en la mente de las personas. En muchos países de la región, todavía los ciudadanos aceptan pasivamente la imposibilidad de acceder a tratamientos muy costosos (hacen colectas populares, conforman mecanismos informales de aseguramiento, etc.). En Colombia no. Los ciudadanos conocen sus derechos y los exigen con vehemencia. El aseguramiento universal contribuyó a esta realidad política. 

Pero no todo ha sido positivo. El acceso ha aumentado considerablemente en las ciudades, pero no tanto así en las zonas rurales. El sistema colombiano tiene un innegable sesgo en contra de las regiones más apartadas. Algunas desigualdades regionales en los resultados en salud, en la mortalidad materna, por ejemplo, han persistido o apenas disminuido levemente. Muchas de ellas dependen de un conjunto amplio de determinantes sociales, reflejan más los desequilibrios regionales que los problemas del sistema de salud, pero sugieren al mismo tiempo que el sistema ha tenido un impacto desigual.

El efecto de la reforma sobre los hospitales públicos tampoco ha sido positivo. Inicialmente la reforma garantizó una fuente directa de financiamiento (los llamados subsidios a la oferta). Igualmente, estableció que las EPS del RS deberían contratar como mínimo 60% del gasto en salud con los hospitales públicos. Los subsidios directos desaparecieron con el tiempo y la contratación exigida ha ido convergiendo hacia los mínimos legales. Con todo, los hospitales públicos, sobre todo los de mayor complejidad, fueron perdiendo importancia. Actualmente más de 70% de la oferta de alta complejidad recae sobre los hospitales privados. La reforma supuso, tal vez erróneamente, que la competencia fortalecería a muchos hospitales públicos. En la práctica ocurrió lo contrario.

Problemas persistentes  

A pesar de los avances sociales, la reforma a la salud no se ha consolidado. Los problemas financieros, la corrupción y la pérdida de legitimidad amenazan con reversar los avances sociales. Las principales causas de los problemas actuales, que llevan ya muchos años, podrían resumirse en tres: la ausencia de límites razonables en los beneficios, los problemas de regulación de las EPS y los problemas de clientelismo (típicos de la descentralización) de algunos hospitales públicos. Las tres causas se superponen, actúan conjuntamente, y resumen los mayores desafíos del sistema de salud.

Un sistema demasiado abierto

Como resultado, en buena parte de la jurisprudencia de la Corte Constitucional, el sistema colombiano ha ido transformándose en un sistema muy abierto, en el cual todo está incluido: los nuevos medicamentos de precios exorbitantes y efectos menores, las terapias con animales, los cuidadores, los pañales y pañitos, las cremas y lociones, etc. La Ley Estatuaria en salud, aprobada por el Congreso hace ya cinco años, ordena que los tratamientos experimentales o aquellos que tienen fines estéticos no deberían cubrirse, pero muchos jueces exigen lo contrario diariamente. En la práctica, la excepción parece ser la única regla cierta del sistema.

En los sistemas financiados con recursos públicos, el sistema inglés es un ejemplo paradigmático, existen límites definidos centralizadamente sobre lo que se puede pagar con recursos del sistema. En los sistemas de mercado, el sistema estadounidense es el caso típico, los límites generales no existen, pero los ciudadanos pagan una parte del cuidado médico y los medicamentos de su propio bolsillo. En Colombia, la jurisprudencia aspira contradictoriamente a un sistema como el inglés (sin gasto de bolsillo) y como el estadounidense (sin límites de ninguna clase). Un imposible financiero.

Una parte de los problemas financieros del sistema de salud vienen de nuestra incapacidad como sociedad de afrontar una disyuntiva ética muy compleja. ¿Deberíamos, por ejemplo, pagar colectivamente por un tratamiento contra el cáncer que cuesta cientos de millones pero está asociado, según la evidencia disponible, con apenas dos meses adicionales de vida? ¿Pueden los argumentos financieros ser tenidos en cuenta a la hora de decidir cuestiones de vida a muerte? Si no, ¿cómo vamos a conseguir los recursos necesarios para pagar por tratamientos de precios altísimos y valor cuestionable? Ninguna de estas preguntas es fácil. En Colombia, hemos decidido simplemente evadirlas. La reflexión bioética, por ejemplo, ha estado ausente en las sentencias de la Corte Constitucional sobre el sistema de salud.

Un sistema demasiado laxo

Además de la ausencia de límites razonables, el sistema colombiano ha tenido otro problema desde sus orígenes, hace ya más de 25 años. Las empresas a quienes se les delegó la administración del sistema, las EPS, han sido insuficientemente reguladas. En retrospectiva, resulta evidente que se les entregó demasiada autonomía sobre el manejo de los recursos y la conformación de la red. Operaron inicialmente en un ambiente de laxitud regulatoria. Uno podría hablar incluso de captura del regulador durante los primeros años de funcionamiento del sistema.

En particular, la autonomía plena en la conformación de la red, esto es, la capacidad para decidir con quién se contrata la prestación de los servicios, dio pie, en algunos casos, a un amiguismo cuestionable, a la desviación de recursos y por supuesto a la corrupción. No todas las EPS incurrieron en contrataciones cuestionables, pero muchas lo hicieron con consecuencias adversas sobre la atención y la misma legitimidad del sistema. Décadas después, la adecuada regulación de las EPS sigue siendo uno de los principales retos del sistema.

El caso de la EPS Saludcoop, que llegó a ser la más importante del sistema, ilustra claramente estos problemas regulatorios. Acumuló un poder inmenso, cooptó a algunos legisladores y terminó desviando cuantiosos recursos. A menor escala, otras EPS han tenido dinámicas similares. Solo recientemente, veinte años después, las autoridades impusieron las cortapisas regulatorias necesarias, en cuanto, por ejemplo, a la inversión de las reservas técnicas y el nivel de capital adecuado. En suma, el sistema operó por muchos años, por décadas, en medio de una gran laxitud regulatoria con resultados previsibles: mal uso de recursos y rechazo social a pesar de los avances sociales.

Un sistema que heredó los vicios de la descentralización

La reforma a la salud, como se mencionó anteriormente, partió de un supuesto primordial, supuso que la competencia entre prestadores (en la ausencia de subsidios directos) iba a traer consigo la disciplina fiscal y el aumento de la calidad en los hospitales públicos. El proceso, se dijo, tomaría algunos años, pero llevaría al mejoramiento continuo y corregiría los problemas históricos de clientelismo, corrupción e ineficiencia.

El supuesto no se cumplió. En parte porque las condiciones de competencia no siempre fueron justas para los hospitales públicos: los privados se concentraban en los servicios más rentables, los públicos deberían abrir todos los servicios. Y en otra parte, porque los hospitales públicos han operado casi de manera permanente sin una restricción presupuestal fuerte. Han podido gastar más de lo que tienen porque siempre confían en las políticas de salvamento permanentes que son puestas en práctica cada año con diferentes nombres.

Es un caso casi de libro de texto: las fuerzas políticas o burocráticas predominan sobre las fuerzas de mercado, la importancia social se utiliza como un argumento para justificar las ineficiencias y los salvamentos se superponen en el tiempo. Los argumentos por supuesto son legítimos: los hospitales públicos cumplen una labor primordial, pero se han usado muchas veces para encubrir el clientelismo e incluso la corrupción.

*****

Los tres problemas descritos anteriormente son conocidos, han sido debatidos muchas veces. Diferentes analistas los priorizan según sus juicios empíricos y preferencias ideológicas. Más importante aún, el sistema ha mantenido su capacidad de reforma, de cambiar para hacer frente a estos y otros desafíos. La regulación de precios de medicamentos, por ejemplo, evitó el crecimiento exponencial del gasto en un sistema demasiado abierto, sin límites razonables. La habilitación financiera (y más recientemente la habitación técnica) han mejorado la capacidad regulatoria del Estado sobre las EPS. Los programas de saneamiento fiscal y financiero crearon un marco adecuado para la recuperación de la viabilidad de los hospitales públicos.

A pesar de los problemas del sistema, muchos agentes, públicos y privados, han contribuido a su recuperación. Con las mismas reglas, algunas EPS han sido ejemplo de cuidado de los recursos y compromiso social. Lo mismo ha ocurrido, en varias coyunturas, con los hospitales públicos: algunos han sido ejemplos de buen manejo de los recursos y servicio a la comunidad. Otros han venido recuperándose decididamente. El ejemplo reciente del Hospital Universitario del Valle, su franca recuperación, es un motivo de esperanza, una muestra de que el sistema de salud de Colombia tiene futuro y los resultados sociales de la reforma (positivos, como ya se dijo) podrán consolidarse en los años porvenir.

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Nuestro futuro

La cátedra «Nuestro Futuro» intenta, desde la academia, esto es, desde el rigor científico y la aceptación de la complejidad de los problemas; intenta, decía, incentivar una toma de conciencia, un mayor conocimiento sobre la crisis ambiental y sobre la urgencia de un cambio de verdad. La inercia, sabemos ya, conduce al desastre.

En la academia, casi como un axioma, tenemos que practicar una especie de optimismo primordial. Un optimismo sobre el mundo de las ideas, sobre la capacidad del conocimiento, el pensamiento sistemático y la disciplina científica para transforma la realidad. Puede ser una ilusión liberal, pero es una ilusión necesaria, imprescindible especialmente en esta coyuntura.

En relación con la crisis ambiental, con el motivo de esta cátedra, este optimismo plantea que no todo está perdido, que hay salidas posibles. Decía hace poco el médico colombiano Alex Jadad que la humanidad entró en una fase de cuidados paliativos. No queremos resignarnos todavía. La academia tiene que seguir fiel a los hechos, pero debe mantener al mismo tiempo un sesgo por la esperanza.

Nuestro papel es doble. Seguir construyendo conocimiento, seguir escudriñando el mundo con las armas de la curiosidad, el escepticismo, y el ensayo y error. Pero no podemos quedarnos allí. Si nos quedamos en la torre de marfil, encontraríamos en el mejor de los casos una buena tribuna para apreciar la destrucción del mundo. Nuestra obligación es ser parte de un diálogo permanente con la sociedad. Debemos contribuir a la toma de conciencia colectiva, a la generación de nuevas normas sociales y al diseño e implementación de nuevas políticas.

Nada cambia definitivamente en el mundo, escribió el pensador liberal John Stuart Mill hace 160 años, si no cambian los modos de pensamiento. Quiero ahondar rápidamente en este punto por medio de tres ideas complemetarias que, en conjunto, brindan un contexto preliminar a nuestra cátedra.

La primera idea alude al gran escape de la humanidad (para usar las palabras del economista Angus Deaton), el gran escape del hambre, la ignorancia, la enfermedad y la pobreza. El progreso material ha sido sustancial, casi milagroso. La humanidad, en contra de los pronósticos más pesimistas, que siempre han sido mayoritarios y atractivos, ha logrado superar la trampa malthusiana del hambre y la pobreza.

El gran escape ha coincidido con la gran aceleración. La relación causal no es inmediata, pero la conexión es innegable. El aumento de la emisión de gases efecto invernadero, la mayor acidificación de los océanos, la deforestación y la pérdida de biodiversidad, entre otras tendencias, coinciden con el aumento del progreso material. “Lo que es insostenible tiene que parar”, dijo alguna vez un economista estadounidense. La gran aceleración es insostenible. Tendrá que parar. Más temprano que tarde.

Hay otra gran aceleración que quisiera mencionar, una tendencia inquietante para la academia. Simultáneamente con la gran aceleración hemos visto una explosión de artículos académicos, libros, discusiones, revistas, etc. sobre sostenibilidad. La efervescencia intelectual es evidente. Los resultados no lo son. Nada o poco ha cambiado en la práctica.

Esto es así probablemente porque no han cambiado los modos de pensamiento, porque, entre otras cosas, la academia ha permanecido demasiado ensimismada, encerrada en sí misma. Esta cátedra es un pequeño esfuerzo por romper esa tendencia, por conectarnos con la sociedad. Si no logramos una conexión emocional con la gente será muy difícil el cambio.

Abordaremos las tensiones, cada vez más evidentes, entre progreso material y crisis climática, liberalismo y acción colectiva, capitalismo y desarrollo sostenible. Abordaremos también los grandes debates éticos: desde la justicia climática hasta los derechos de los animales. En la última clase enfatizaremos el papel del arte y la creación en la solución de la crisis.

Confieso que existe una tensión entre la evidencia científica y la necesidad (ética, digamos) del optimismo que mencioné anteriormente. La lista de razones para el pesimismo es larga. La gran aceleración no es solo exponencial sino más rápida de lo previsto. La cooperación entre países casi imposible. La población crecerá en los próximos 30 años en miles de millones de personas y el ingreso se triplicará. Los interesados en que todo siga igual están más organizados y mejor apertrechados que aquellos que demandan un cambio. Muchos de los más afectados ni siquiera tienen voz.

Pero debemos al menos alzar la voz. De eso también se trata esta cátedra, de resistir con inteligencia, argumentos y cierto desespero, de insistir en la necesidad de un cambio así a veces parezca imposible. Nuestro futuro, queremos pensar, todavía puede ser distinto.

Este fin de año dediqué una parte de mi tiempo a leer algunos de los últimos ensayos de Aldous Huxley. Siempre me han parecido lucidos, una suerte de hipismo realista. “La moral de la conservación, escribió Huxley, no concede a nadie una excusa para sentirse superior ni para reclamar privilegios especiales. ´No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan´ rige para nuestra forma de tratar todo tipo de vida en todas partes del mundo. Se nos permitirá vivir en este planeta solo mientras tratemos a nuestro planeta con compasión e inteligencia”.

Nuestro futuro depende de este imperativo. Las ciencias, las humanidades y el arte son, creo, no solo nuestro gran legado (nuestra mejor forma de estar en el universo), sino también nuestra tabla de salvación. La gran acogida a esta cátedra es motivo de optimismo. Sugiere una impaciencia con el presente y una voluntad (así sea todavía incipiente) de cambiar nuestro futuro. En eso estamos.

Personal Reflexiones

Una historia de locura

Esta mañana, en la librería San Librario, me topé por coincidencia (para eso vamos a las librerías de viejo) con un libro publicado en los años setenta en Estados Unidos, McCarthy y el McCarthismo: el odio que transformó a Norteamérica de Roberta Strauss Feuerlicht. El libro relata de qué manera la locura y el fanatismo anticomunista se apoderaron de la política estadounidense en la primera mitad de los años cincuenta del siglo anterior.

Empecé a ojearlo de manera casi indiferente. Después de unos minutos, noté que contenía una advertencia necesaria; describía una aberración de la política más o menos general, ubicua si se quiere. Decidí resumirlo de manera telegráfica en diez puntos. Estos son:

  1. La eficacia política de la búsqueda de un enemigo, de un grupo maldito en el cual puedan descargarse todos los males y amenazas de la sociedad.
  2. La transformación del lenguaje político en invectivas altisonantes, casi religiosas (“nos hallamos comprometidos en una batalla final y decisiva entre el ateísmo comunista y el cristianismo”, decía McCarthy).
  3. La facilidad con la cual mucha gente termina creyendo las mentiras más delirantes sobre la infiltración del enemigo al Estado y la sociedad (“¿cómo podemos explicar nuestra situación presente a no ser que creamos que hombres importantes de este gobierno se han puesto de acuerdo para entregarnos el desastre?”, acusaba McCarthy).
  4. La amplificación de las mentiras por parte de unos medios de comunicación necesitados de escándalos (“los periodistas, que con frecuencia sabían que McCarthy estaba mintiendo, escribían lo que él decía y dejaban que el lector, que no tenía ningún medio de averiguarlo, intentase deducir la verdad”, escribió Strauss Feuerlicht).
  5. El oportunismo que lleva a muchos políticos moderados a ponerse del lado de los radicales (“nada da mejor resultado en política que un insulto a la inteligencia de la gente”, escribió la autora).
  6. El miedo que comienza a apoderarse de casi todo el mundo en medio del delirio acusatorio (“El caso es que el senado tiene miedo de Joseph McCarthy…Todo él que se ha enredado con él termina lamentándose”, decían sus contradictores).
  7. La degradación gradual, pero ineluctable del debate político, de la deliberación democrática (“yo no contesto acusaciones…las hago”, decía McCarthy).
  8. La disminución de la confianza en las instituciones por cuenta de las mentiras repetidas a diario (“el McCartismo minó la Constitución, las Leyes, la Presidencia, el Congreso, el Departamento de Estado, el ejército y todo cuanto desafió”)
  9. El menoscabo de las libertades individuales como consecuencia de la paranoia (“más de ocho leyes fueron aprobadas que restringían la libertad de palabra y de asociación”).
  10. La inevitable caída de McCarthy una vez la sociedad cayó en cuenta de que había traspasado los limites de la decencia y la cordura (“un escritor derechista llevó la historia de la paranoia norteamericana a su culminación cuando escribió, años después de la caída, que McCarthy no había fallecido de muerte natural, sino que lo habían asesinado los iIuminados”).
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No es el Gini

Varios analistas, en Colombia y América Latina, han postulado una conexión casual, casi directa, entre el coeficiente Gini (que mide la desigualdad en el ingreso) y las protestas y el malestar social (que han afectado a varios países latinoamericanos). Esta conexión no solo carece de un sustento empírico claro; puede también llevar a soluciones y políticas equivocadas. Confunde el diagnóstico y entorpece el tratamiento. Distrae la discusión y omite las desigualdades más protuberantes.

El coeficiente Gini (que va de 0 a 1, “0” siendo igualdad perfecta y “1”, desigualdad absoluta) es usado usualmente para medir la desigualdad del ingreso a lo largo de la distribución. Tiene la ventaja de ser invariante a la escala. Si, por ejemplo, los ingresos de todas las personas involucradas se multiplican por dos, el Gini no cambia. En general, su cálculo es sencillo e intuitivo y permite comparaciones simples entre países y entre períodos de tiempo en un mismo país o región.

En América Latina, el Gini aumentó sustancialmente durante las últimas décadas del siglo anterior. A finales de los años noventa, alcanzó los mayores niveles históricos (existen cifras comparables desde los años setenta), pero ha disminuido de manera notable por más de una década. El descenso puede explicare, entre otras cosas, por el aumento en las coberturas educativas y un cambio tecnológico más neutral, menos sesgado en favor de los más educados. Los niveles actuales siguen siendo muy altos, inaceptables podría argumentarse. Pero quién postule una conexión directa entre el Gini y las protestas, tendría que presentar simultáneamente una teoría del rezago: ¿por qué ahora y no antes?, ¿por qué la tolerancia a la desigualdad del ingreso aumentó precisamente cuando el Gini lleva varios años cayendo? En fin, la conexión entre Gini y malestar social es una explicación por lo menos incompleta.

Coeficiente Gini, América Latina

El último Informe de Desarrollo Humano del PNUD, publicado esta semana, contiene una crítica implícita al énfasis exagerado en la distribución del ingreso (esto es, en el Gini): “La dignidad entendida como tratamiento igualitario puede ser incluso más importante que los desbalances en la distribución del ingreso”, explica. En Chile, dice el Reporte, 53% de las personas afirman que la desigualdad del ingreso les molesta. Pero un porcentaje mucho más alto, cercano a 70%, lamenta las desigualdades en el acceso a la salud, la educación y en el trato.

La búsqueda de dignidad requiere incluso un cambio en el discurso. La fijación con la meritocracia contradice las vivencias de la gente. Como bien dice la economista chilena Andrea Repetto, “La gente se esfuerza en contextos no tan favorables y, por lo tanto, que no les vaya tan bien no es un indicador de falta de esfuerzo». Reconocer el contexto, las dificultades diarias, las diferentes experiencias de vida, resulta fundamental en la búsqueda de dignidad.

Al mismo tiempo, el Gini, que por construcción ignora cualquier consideración intergeneracional, nada dice sobre las preocupaciones ambientales y las desigualdades intergeneracionales que han estado en el centro de las protestas. El Gini, por decirlo de alguna manera, soslaya el futuro, revela muy poco sobre los reclamos de los jóvenes. Es un indicador de otra época, más del siglo XX que del siglo XXI.

En fin, el Gini poco tiene que ver con el malestar latinoamericano. No es el Gini, es la dignidad y la crisis climática. América Latina se moviliza a pesar de la disminución en la desigualdad, pues las preocupaciones de la gente poco tienen que ver con la evolución general de la distribución del ingreso. El Gini, en últimas, esconde mucho más de lo que revela.

Reflexiones

Moralidades legendarias

Los debates políticos sufren de un parroquialismo más o menos irremediable. Casi sin excepción, en épocas y lugares diversos, los opinadores (los encargados de comentar, jugada a jugada, el reality confuso de la política) se lamentan diariamente de los vicios de su país y su tiempo. Confunden a menudo los males eternos con los problemas de la coyuntura. La crítica carece, casi sobra decirlo, de perspectiva histórica. Le falta antropología, le sobra sociología. 

No sobra, entonces, recordar que la farsa y la hipocresía de los políticos son casi una competencia laboral (como la llaman ahora). “La política es necesariamente oportunista. El político trabaja baja unas condiciones que hacen esto inevitable. La grosera sobresimplificaión. La necesaria tolerancia del mal”. Quién mejor que un poeta para recordarnos lo obvio, la visión trágica (las cosas como son) de la política. Cedo la palabra a José Emilio Pacheco y sus Moralidades legendarias. No como un llamado a la resignación, sino más bien como una simple advertencia.






Reflexiones

Sobre Chile

Nací en Santiago. Crecí oyendo las canciones de Ángel Parra, Quilapayún e Inti-illimani. Mi papá había traído varios discos de Chile. Estudió una maestría en un centro de estadística en Santiago. Iba con frecuencia. Quería a Chile como a ningún otro país. Hizo muchos amigos que después se sumaron a la diaspora. 

Recuerdo el llanto de mi papá el día que mataron a Allende. En los años que siguieron repasamos juntos una y mil veces un libro de fotografías sobre el golpe de estado, “Esto pasó en Chile». No he olvidado una imagen de diez hombres barbados, sentados en un camerino del estadio Nacional: «esperando para ser torturados», decía la descripción.» Pinochet fue el diablo de mi niñez, la personificación de la maldad humana. 

He visitado a Santiago muchas veces. He hecho varios peregrinajes a la clínica del barrio Providencia donde nací. La última vez caminé por el centro. Encontré un libro amarillento firmado por Nicanor Parra. Visité la Universidad Católica. Hablé con la gente. Noté inmediatamente una brecha (un abismo casi) entre las impresiones del visitante (positivas) y las opiniones de los habitantes (negativas). 

Negar el progreso chileno (entendido como una disminución del sufrimiento humano) sería necio. Pero la dictadura (como un suerte de pecado original) enturbió siempre esta historia en mi mente. Aplacó mi entusiasmo. He mantenido por años cierta reserva o ambigüedad con respecto al aparente progreso chileno. 

Las causas del estallido reciente son muchas. Ya los científicos sociales se ocuparán de ellas. Muchos mencionan a la desigualdad. Pero esta es también la protesta de los nietos de la dictadura. La democracia chilena no ha podido sanear todas las heridas. Volví a oír a Ángel Parra durante estos días. Me produjo una especie de fiebre nostálgica. Si viviera en Chile, habría salido a protestar sobre todo contra la brutalidad del pasado, contra los crímenes de Pinocho (como le decía mi papá a ese general adusto y asesino).