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No es el Gini

Varios analistas, en Colombia y América Latina, han postulado una conexión casual, casi directa, entre el coeficiente Gini (que mide la desigualdad en el ingreso) y las protestas y el malestar social (que han afectado a varios países latinoamericanos). Esta conexión no solo carece de un sustento empírico claro; puede también llevar a soluciones y políticas equivocadas. Confunde el diagnóstico y entorpece el tratamiento. Distrae la discusión y omite las desigualdades más protuberantes.

El coeficiente Gini (que va de 0 a 1, “0” siendo igualdad perfecta y “1”, desigualdad absoluta) es usado usualmente para medir la desigualdad del ingreso a lo largo de la distribución. Tiene la ventaja de ser invariante a la escala. Si, por ejemplo, los ingresos de todas las personas involucradas se multiplican por dos, el Gini no cambia. En general, su cálculo es sencillo e intuitivo y permite comparaciones simples entre países y entre períodos de tiempo en un mismo país o región.

En América Latina, el Gini aumentó sustancialmente durante las últimas décadas del siglo anterior. A finales de los años noventa, alcanzó los mayores niveles históricos (existen cifras comparables desde los años setenta), pero ha disminuido de manera notable por más de una década. El descenso puede explicare, entre otras cosas, por el aumento en las coberturas educativas y un cambio tecnológico más neutral, menos sesgado en favor de los más educados. Los niveles actuales siguen siendo muy altos, inaceptables podría argumentarse. Pero quién postule una conexión directa entre el Gini y las protestas, tendría que presentar simultáneamente una teoría del rezago: ¿por qué ahora y no antes?, ¿por qué la tolerancia a la desigualdad del ingreso aumentó precisamente cuando el Gini lleva varios años cayendo? En fin, la conexión entre Gini y malestar social es una explicación por lo menos incompleta.

Coeficiente Gini, América Latina

El último Informe de Desarrollo Humano del PNUD, publicado esta semana, contiene una crítica implícita al énfasis exagerado en la distribución del ingreso (esto es, en el Gini): “La dignidad entendida como tratamiento igualitario puede ser incluso más importante que los desbalances en la distribución del ingreso”, explica. En Chile, dice el Reporte, 53% de las personas afirman que la desigualdad del ingreso les molesta. Pero un porcentaje mucho más alto, cercano a 70%, lamenta las desigualdades en el acceso a la salud, la educación y en el trato.

La búsqueda de dignidad requiere incluso un cambio en el discurso. La fijación con la meritocracia contradice las vivencias de la gente. Como bien dice la economista chilena Andrea Repetto, “La gente se esfuerza en contextos no tan favorables y, por lo tanto, que no les vaya tan bien no es un indicador de falta de esfuerzo». Reconocer el contexto, las dificultades diarias, las diferentes experiencias de vida, resulta fundamental en la búsqueda de dignidad.

Al mismo tiempo, el Gini, que por construcción ignora cualquier consideración intergeneracional, nada dice sobre las preocupaciones ambientales y las desigualdades intergeneracionales que han estado en el centro de las protestas. El Gini, por decirlo de alguna manera, soslaya el futuro, revela muy poco sobre los reclamos de los jóvenes. Es un indicador de otra época, más del siglo XX que del siglo XXI.

En fin, el Gini poco tiene que ver con el malestar latinoamericano. No es el Gini, es la dignidad y la crisis climática. América Latina se moviliza a pesar de la disminución en la desigualdad, pues las preocupaciones de la gente poco tienen que ver con la evolución general de la distribución del ingreso. El Gini, en últimas, esconde mucho más de lo que revela.

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Moralidades legendarias

Los debates políticos sufren de un parroquialismo más o menos irremediable. Casi sin excepción, en épocas y lugares diversos, los opinadores (los encargados de comentar, jugada a jugada, el reality confuso de la política) se lamentan diariamente de los vicios de su país y su tiempo. Confunden a menudo los males eternos con los problemas de la coyuntura. La crítica carece, casi sobra decirlo, de perspectiva histórica. Le falta antropología, le sobra sociología. 

No sobra, entonces, recordar que la farsa y la hipocresía de los políticos son casi una competencia laboral (como la llaman ahora). “La política es necesariamente oportunista. El político trabaja baja unas condiciones que hacen esto inevitable. La grosera sobresimplificaión. La necesaria tolerancia del mal”. Quién mejor que un poeta para recordarnos lo obvio, la visión trágica (las cosas como son) de la política. Cedo la palabra a José Emilio Pacheco y sus Moralidades legendarias. No como un llamado a la resignación, sino más bien como una simple advertencia.






Reflexiones

Sobre Chile

Nací en Santiago. Crecí oyendo las canciones de Ángel Parra, Quilapayún e Inti-illimani. Mi papá había traído varios discos de Chile. Estudió una maestría en un centro de estadística en Santiago. Iba con frecuencia. Quería a Chile como a ningún otro país. Hizo muchos amigos que después se sumaron a la diaspora. 

Recuerdo el llanto de mi papá el día que mataron a Allende. En los años que siguieron repasamos juntos una y mil veces un libro de fotografías sobre el golpe de estado, “Esto pasó en Chile». No he olvidado una imagen de diez hombres barbados, sentados en un camerino del estadio Nacional: «esperando para ser torturados», decía la descripción.» Pinochet fue el diablo de mi niñez, la personificación de la maldad humana. 

He visitado a Santiago muchas veces. He hecho varios peregrinajes a la clínica del barrio Providencia donde nací. La última vez caminé por el centro. Encontré un libro amarillento firmado por Nicanor Parra. Visité la Universidad Católica. Hablé con la gente. Noté inmediatamente una brecha (un abismo casi) entre las impresiones del visitante (positivas) y las opiniones de los habitantes (negativas). 

Negar el progreso chileno (entendido como una disminución del sufrimiento humano) sería necio. Pero la dictadura (como un suerte de pecado original) enturbió siempre esta historia en mi mente. Aplacó mi entusiasmo. He mantenido por años cierta reserva o ambigüedad con respecto al aparente progreso chileno. 

Las causas del estallido reciente son muchas. Ya los científicos sociales se ocuparán de ellas. Muchos mencionan a la desigualdad. Pero esta es también la protesta de los nietos de la dictadura. La democracia chilena no ha podido sanear todas las heridas. Volví a oír a Ángel Parra durante estos días. Me produjo una especie de fiebre nostálgica. Si viviera en Chile, habría salido a protestar sobre todo contra la brutalidad del pasado, contra los crímenes de Pinocho (como le decía mi papá a ese general adusto y asesino).
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En memoria de Guillermo Perry, el amigo y el maestro

 
 
 
 
(como un homanaje a la memoria de Guillermo Perry publico este prólogo a su último libro, Decidí Contarlo)
 
Mientras leía el manuscrito de este libro inusual (una mezcla de testimonio, análisis e historia económica), por esas conexiones extrañas de la memoria, recordé un fragmento de la extraordinaria novela de Philip Roth, American Pastoral.

 

El narrador de la novela, el escritor Nathan Zuckerman acude a una cita existencial, a la celebración del aniversario número 45 de su graduación del colegio. El escenario es previsible. Una gran sala en un hotel decadente. La música nostálgica, convertida en un ruidoso lugar común. El paso de los años en los rostros y los cuerpos, desigual pero ineluctable. Las expectativas frustradas (en algunos casos) y superadas (en otros). En fin, la vida.

Zuckerman permanece solo unas pocas horas en la reunión. Atormentado por los recuerdos, abandona el lugar sin despedirse y se encierra en un cuarto de hotel a escribir el discurso que quiso haber pronunciado ese día: un recuento de los cambios, las transformaciones y las catástrofes vividas por su generación, un resumen de las rupturas sociales que, de una u otra manera, afectaron a todos sus compañeros, sin excepción, en muchos casos de manera trágica. “¿No es asombroso? Haber vivido en este país, en nuestro tiempo y como quienes somos. Asombroso”, escribe Zuckerman al final de su discurso ficticio.

Este libro cuenta una historia asombrosa, la historia de la transformación económica, social e institucional de Colombia durante los últimos 50 años, de 1968 a 2018. Por un lado, están los esfuerzos deliberados por construir unas instituciones o reglas de juego más sólidas, por consolidar un Estado moderno y avanzar en los ideales de la justicia y la igualdad; por el otro, están las fuerzas contrarias del clientelismo, la corrupción, el conflicto armado y sobre todo el narcotráfico. Guillermo Perry fue protagonista de los esfuerzos de modernización y construcción institucional en un país convulsionado, asediado por la guerra, el narcotráfico y la mala política.

Fueron años de grandes turbulencias y grandes desafíos. Años paradójicos, de avances institucionales en medio de la guerra, de crecimiento del Estado en medio de las dificultades por consolidar una estructura tributaria racional; años de bonanzas y destorcidas, de grandes avances en la cobertura de servicios públicos y esfuerzos incompletos en la descentralización y en la inserción de la economía colombiana en los mercados globales. Con todo, el progreso de Colombia durante los últimos cincuenta años ha sido notable.

Voy a dar un ejemplo, uno solo, de un sector que conozco desde adentro: la salud. Hace 50 años, las mujeres tenían una esperanza de vida inferior a los 60 años y tenían siete hijos en promedio. En un país de 20 millones de habitantes, morían 1.600 mujeres por causas asociadas con el embarazo. Solo 40% usaba métodos anticonceptivos, la mayoría de poca eficacia. Actualmente, las mujeres colombianas gozan de una esperanza de vida de 81 años y tienen dos hijos en promedio. En un país de 47 millones de habitantes, mueren 320 mujeres por causas asociadas al embarazo. Más de 85% usa métodos anticonceptivos. Los derechos sexuales y reproductivos se han expandido sustancialmente, incluyen, por ejemplo, el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. Asombroso.

Guillermo Perry cuenta esta historia en orden cronológico, presidente por presidente, en un tono anecdótico, jocoso algunas veces, tragicómico otras. La narración está organizada en forma de conversación con Isa López Giraldo, en una suerte de contrapunteo que le da vivacidad y estructura a la narración. Los aspectos técnicos están mezclados con las anécdotas. La economía política, con la teoría económica. Y los chismes con los momentos de reflexión, con los grandes dilemas éticos que definen muchas veces una carrera pública.

El libro podría dividirse en dos partes, la primera, que va de 1968 a 1996, es una historia contada desde adentro, desde las entrañas, por un protagonista y testigo excepcional: director de impuestos, ministro en dos ocasiones, constituyente, asesor, etc. Esta primera parte es en buena medida un ejercicio memorístico, las memorias de un técnico que, de manera ambivalente, con dudas al comienzo y con convicción después, ingresa al mundo de la política.

La segunda parte, que va desde 1996 a 2018, es más analítica, es una historia ya no contada desde adentro, sino desde afuera, con la distancia escéptica que dan los años y el desapego al poder. En las dos partes hay anécdotas y reflexiones, pero la perspectiva es diferente. Los recuerdos cuentan más en la primera. Los análisis más en la segunda. En la segunda parte, por ejemplo, Guillermo Perry hace una larga disquisición sobre los problemas de violencia y corrupción que afectan a Colombia.

La primera y la segunda parte están divididas por una decisión trascendental, un dilema trágico (la lealtad y la moralidad no siempre son compatibles) que definió la trayectoria profesional del autor: su renuncia al gobierno de Ernesto Samper una vez se hizo público que la campaña había sido financiada en parte con dineros del narcotráfico. Como en la novela de Roth, las vidas humanas no pueden separarse de los grandes cataclismos o problemas de la sociedad.


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Quisiera resaltar tres historias que recorren el libro, que aparecen una y otra vez aquí y allá. Las menciono, primero, de manera escueta para después hacer unos comentarios generales sobre cada una: la importancia de la tecnocracia, el optimismo sobre el mundo de las ideas y el papel del narcotráfico en la historia reciente de Colombia.

La tecnocracia

El libro comienza en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, un gobierno caracterizado, entre otras cosas, por la consolidación de la tecnocracia colombiana. En las primeras páginas del libro, hay una anécdota interesante, en la cual el entonces presidente Carlos Lleras Restrepo se queja de la jerga ininteligible de los técnicos. Pero más allá de los problemas de forma, los técnicos (economistas en su mayoría) son respetados, tenidos en cuenta por la mayoría de los presidentes.

Guillermo Perry presenta una visión favorable, positiva de la tecnocracia: la tecnocracia es vista como un contrapeso al poder, como un equilibrio necesario a las fuerzas cortoplacistas y clientelistas de la política. Por supuesto, en algunas ocasiones, narradas con precisión en el libro, los técnicos son meros instrumentos de los políticos, se tornan en expertos en justificar cualquier cosa y componer argumentos por encargo. Pero en la mayoría de los casos, son un contrapeso necesario y fundamental.

En el libro, los técnicos van y vienen, entran y salen. Los nombres se repiten. La mayoría parece tener un interés genuino por el bienestar general, por incorporar la teoría y la evidencia en la toma de decisiones. Puede haber sesgos. Arrogancia o falta de autocrítica. Pero hay también independencia intelectual y coraje para enfrentar las presiones de políticos y grupos de interés.

Uno podría, en todo caso, leyendo entre líneas, uniendo las historias, intuir dos críticas a la tecnocracia colombiana. Primero, su falta de diversidad. Hay muy pocas mujeres. Casi todos sus miembros son economistas provenientes de unas cuantas universidades privadas. Ideológicamente hay poca diversidad. Las discusiones entre tecnócratas no ocurren entre los pertenecientes a una doctrina y otra. Dependen más bien de quien está o no está en el gobierno en un momento dado.

Segundo, los tecnócratas hemos tolerado (al menos en ocasiones) el clientelismo en aras de la gobernabilidad, el equilibrio macroeconómico, la supervivencia, lo que sea. Al respecto tiene razón, creo, el economista inglés James Robinson al afirmar que un arreglo pragmático ha caracterizado el ejercicio del poder en Colombia: los partidos políticos tradicionales han permitido o tolerado un manejo tecnocrático de la macroeconomía a cambio de una fracción del presupuesto y la burocracia estatal, a cambio de auxilios parlamentarios, partidas regionales y puestos. Ese arreglo, cabe señalarlo, está llegando a su fin. 


Las ideas 


El libro trae a cuento las muchas misiones técnicas que vinieron a Colombia a asesorar los distintos gobiernos. La lista es larga: la misión Currie, la misión Musgrave, la misión Chenery, la misión Bird-Wiesner, etc. La mayoría de estas misiones contaron con la participación activa de técnicos nacionales. En conjunto, uno percibe un intento sistemático, continuado, casi institucionalizado, por incorporar el conocimiento global en el diseño de políticas públicas. Sobresalen los esfuerzos de planeación y análisis. Se percibe una cultura de seriedad que contrasta con las visiones más cínicas de la política.

La economía política no está ausente: hay presiones de empresarios y grupos económicos, extravíos clientelistas y acuerdos pragmáticos. Pero la impresión que me quedó después de leer el libro es que la economía política es menos importante de lo que se dice usualmente, de lo que señalan algunas escuelas recientes. En el libro, las instituciones y las políticas públicas son con frecuencia el resultado de esfuerzos genuinos de incorporar las recomendaciones de la teoría económica. La visión más realista de las instituciones concebidas como equilibrios en un juego entre grupos de poder también está presente, pero es, en general, menos relevante, no parece tener tanta fuerza o pertinencia empírica.

Alguien podría afirmar que esta visión más optimista, más enaltecedora, esta visión que resalta la importancia de las ideas y de los esfuerzos por llevarlas la práctica es autocelebratoria, una suerte de fabula tecnocrática. Pero no lo creo así. Las ideas importan. La economía normativa importa. Las misiones dejaron un legado relevante. Los aspectos económicos de la Constitución de 1991, por ejemplo, fueron resultado más de un consenso ideológico que de una puja entre grupos de interés. 


El narcotráfico 


El libro vuelve y cuenta una historia conocida, la historia del narcotráfico. Allí están los asesinatos de Galán, Pizarro, Jaramillo, Hoyos, Lara Bonilla y Low Murtra, la infiltración de los partidos tradicionales, el escalamiento de la violencia y el conflicto, los esfuerzos institucionales por enfrentar una amenaza formidable, los cambios culturales y sus consecuencias. “En mi opinión –dice el autor–, el auge del narcotráfico contribuyó a crear un clima de tolerancia y predisposición a la corrupción entre muchos empresarios y ciudadanos porque promovió una cultura de enriquecimiento rápido y del “todo vale”, como acertadamente la caracterizó Antanas Mockus”.

El tráfico de drogas, escribió hace unos años la historiadora Mary Roldan, “rompió la tradición, transformó las costumbres sociales, reestructuró la moral, el pensamiento y las expectativas”. Esas transformaciones aparecen una y otra vez en el libro, en las historias, memorias y opiniones del autor. La historia reciente de Colombia se vislumbra, en estas páginas, como un esfuerzo de modernización genuino en el que participaron muchas personas valiosas, pero que, sobre todo, tuvo que enfrentar esa dinámica de refuerzo mutuo entre narcotráfico, conflicto y descomposición.

Lo que resulta asombroso, para volver de nuevo a Roth, es que las instituciones de Colombia hayan no solo sobrevivido sino también prevalecido en muchos casos. Este libro, un testimonio excepcional, ayuda a entender por qué, a explicar la magnitud del desafío y a apreciar los esfuerzos de muchos colombianos por enfrentarlo.

Reflexiones

Un buen debate


Tuve la oportunidad esta semana de presentar un foro de candidatos a la alcaldía de Bogotá. Resulta fácil criticar a los políticos. Yo quisiera hacer algo distinto, encomiarlos. Fue un foro respetuoso, ilustrativo y entretenido. Por supuesto hubo lugares comunes y promesas espurias (inevitables). Pero salí tranquilo, con la certeza de que, en Bogotá, la política tiene un lado positivo: el voto de opinión ha sido dominante y los candidatos han respondido al desafío. Estas fueron mis palabras de introducción. 

Gracias a los candidatos. Ya son varios debates. No sé cuántos, pero muchos y puedo entender que estos escenarios son fatigosos. Los admiro por su paciencia democrática. La paciencia es sin duda una virtud fundamental en todo líder político.


No quiero hablar más de la cuenta. Como contexto, sin embargo, voy a mencionar de manera telegráfica cinco ideas generales que pueden ser útiles.

Primera, cabe reiterar nuestro compromiso, como comunidad universitaria, con la tolerancia, el respeto y la pluralidad. Aquí caben todas las ideas sin distingo. Como dije hace unos días, nos gusta inculcar el hábito del escepticismo, la conciencia crítica y las virtudes republicanas del debate razonado y el respeto mutuo.


Segunda, la democracia no es solo un conjunto de instituciones o una competencia electoral. También es una cultura, un hábito, una predisposición de la mente que se define por “la apertura intelectual, la alegre autoironía, la presteza para apreciar un argumento nuevo y quizás también para abrazarlo”.


Tercera, quiero recordar la importancia de esta elección para nuestro país, que tiene que ver por supuesto con la importancia de Bogotá que va más allá de su peso económico o demográfico. Bogotá tiene una influencia simbólica, es la ciudad de las oportunidades en Colombia y por lo tanto también el lugar donde confluyen muchas esperanzas y muchos problemas.


Sabemos que las campañas tienden a la simplificación. No es una crítica. Es la naturaleza de la política. Ya en el ejercicio del gobierno, la búsqueda de soluciones requiere imaginación y conocimiento práctico. El próximo alcalde podrá contar con la Universidad de los Andes para el diseño de políticas eficaces.

Por último, la academia es un buen lugar para enfatizar la importancia, para el cambio social, de la voluntad, el método y la disciplina fáctica. Las tres se necesitan. Las ideas deben convertirse en proyectos. Las visiones en planes coherentes y sostenibles.


Muchas gracias de nuevo. Es un privilegio tenerlos aquí. Creemos en la democracia deliberativa. Nos gusta imaginarnos la universidad como un foro abierto. Bienvenidos siempre. 
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La página

Cada seis meses, debe leer una nueva página del libro del destino. La página está escrita en un lenguaje cifrado, casi incomprensible. Tiene que recurrir, entonces, a traductores entrenados en descifrar las claves del asunto. Vive en medio de la incertidumbre, el miedo y la resignación (como viven tal vez todos los hombres). 

Esta vez abrió el libro más tranquilo que de costumbre. Ha aprendido a mentirse a sí mismo, a practicar una suerte de ecuanimidad superficial. Los primeros mensajes parecían positivos. Siguió leyendo. Los segundos eran ominosos. Continuó la lectura. Los terceros eran ya terroríficos. Señalaban una agonía breve de dolores inevitables y esperanzas vacías. 

Recurrió a los traductores, quienes confirmaron sus conclusiones fatalistas. Pasaron varias horas. Habló con quién pudo. Contó su historia. Fue franco. Directo. Descarnado. Desde muy niño ha rechazado las falsas promesas. Jamás se permitiría ilusionarse con los eventos improbables que por consuelo o ignorancia algunos llaman milagros. 

Pero esta vez ocurrió un hecho inesperado. Sin darse cuenta, como resultado quizá de su impaciencia, había abierto el libro en la página equivocada, había leído unos mensajes previos. “Está leyendo una página del pasado”, dijo uno de los traductores. Consultó el libro nuevamente. En efecto, había cometido un error. Leyó como pudo la nueva página. El mensaje era esperanzador. La página anunciaba esta vez una nueva oportunidad. 

En seis meses abrirá de nuevo el libro. Tembloroso leerá la página. Vendrán las interpretaciones. Se revelará su destino nuevamente. Así es su vida. Parece un continuo renacer hasta que la página anuncie lo contrario. Estos días todo ha sido más intenso. Han vivido como mandan los poetas. Nunca se habían abrazado tanto.
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La salvación del ateo

El sábado anterior, en el festival literario Parque 93 en Bogotá, en medio de una conversación con  Piedad Bonnett, la periodista y librera Claudia Morales me hizo una pregunta paradójica, inquietante podría decirse: “¿es el ateísmo una especie de salvación?” 
 
Había unas 300 personas sentadas en la grama, relajadas, pero vigilantes, pendientes de una respuesta concreta a la paradoja en cuestión. Me quedé inicialmente paralizado por unos segundos, confundido, con una mezcla de temor y desconcierto. Pasado el susto, traté de articular una respuesta. Me tocó echar mano de algunas ideas que había escrito o reseñado, en un contexto diferente, en mi libro Hoy es siempre todavía
 
Los ateos, dije, sabemos que no hay salvación ni condena, estamos convencidos de que la muerte es para siempre. Sospechamos, además, que la vida no tiene un sentido intrínseco, que el absurdo es parte de todo esto. Pero no nos resignamos. Tratamos de inventar un sentido, de creernos un cuento, de buscar un propósito…“Podemos imaginarnos a Sísifo feliz”. En suma, esa búsqueda es nuestra salvación, la única posible. 
 
Habría podido también mencionar, como respuesta, una suerte de invitación al optimismo trágico que leí hace algunas semanas en alusión a los poemas de la poeta uruguaya Idea Vilariño: “una sed de absoluto que se sabe perdida, la conciencia de la muerte, de la finitud del amor, la intensidad de algunas rebeldías y la intensidad también del deseo, pero sobre todo, la terca actitud ética de mirar esos límites con valor, de aceptarlos con libertad, de no engañarse”. 
 
Mencioné, de paso, de manera burda, sin ahondar en los detalles, un poema tardío de Borges sobre Baruch Spinoza que resume la única salvación posible para el escéptico: inventar un dios personal, un sentido imaginario. Me habría gustado declamar el poema. No pude. No lo tenía en la memoria. Con los años la memoria se manda sola, caprichosa, registra solo lo que quiere. Vale la pena, en todo caso, traer a cuento el poema de Borges. 

 
Nos lleva el tiempo como a las hojas los ríos, la muerte nos torna en nada, pero imaginamos un sentido, un dios sin odios, que nos enseña, en últimas, la importancia del «amor que no espera ser amado”. Esa es, quizá, la verdadera salvación del descreído.
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Una reflexión

En los años ochenta, en medio de las negociaciones de paz con las guerrillas, un grupo de científicos sociales en Colombia (serían conocidos después como los violentólogos) introdujeron el término (o la hipótesis) de las causas objetivas de la violencia. La exclusión política, la desigualdad y la falta de oportunidades, se decía, eran las causas preponderantes del conflicto y de las muchas formas traslapadas de violencia.

En los años noventa, en medio de la aceleración de conflicto, del aumento exorbitante de los homicidios, otro grupo de científicos sociales, entre ellos, Mauricio Rubio, Carlos Esteban Posada, Malcolm Deas, Fabio Sánchez y Fernando Gaitán cuestionaron (empíricamente) la hipótesis de las causas objetivas. Con datos, con cifras y escrúpulos positivistas, mostraron que la impunidad, la inoperancia de la justicia y los problemas del ejército y la policía eran los principales generadores de violencia, los factores que subyacían el crecimiento de los grupos armados y la violencia. El argumento ponía de presente una suerte de circularidad: la impunidad genera violencia y la violencia desatada desborda al Estado y produce impunidad y más violencia.

Detrás de una discusión en apariencia instrumental, había un debate ético, filosófico, muy complejo, no resuelto, a saber: muchos veían en la hipótesis de las causas objetivas una justificación velada de la violencia, una validación de cierto discurso que seguía insistiendo en la legitimidad de los asesinatos como instrumento de cambio social. El debate nunca ha desparecido del todo. La discusión empírica no es definitiva, deja espacio para la ambigüedad: la conexión entre violencia y desigualdad, por ejemplo, es evidente, pero es también insuficiente para explicar la permanencia de los grupos guerrilleros en Colombia o las altas tasas de homicidios de los años ochenta y noventa.

 

No quisiera insistir en un debate que deberíamos superar. La corrupción y la exclusión social son desafíos pendientes de nuestra sociedad. Pero decir que por ello, que como consecuencia de estos desafíos, el terrorismo y el asesinato son inevitables, no solo es empíricamente inexacto, sino éticamente problemático. Las causas objetivas son muchas. Una de ellas ha sido también nuestra incapacidad de rechazar, sin ambages, sin notas de pie de página, sin justificaciones de ningún tipo, a quienes usan la violencia y el asesinato con fines políticos.

Entrevistas Reflexiones

“Para los extremistas, las buenas noticias son problemáticas”

SEMANA: Usted trinó “la corrupción tiene muchos efectos. Uno de ellos es devastador: la erosión en la confianza pública y la legitimidad de las instituciones.” ¿De qué manera evitar que esto suceda si últimamente las grandes noticias en Colombia han sido sobre corrupción, y según las encuestas, es el problema que más le preocupa a los ciudadanos.?
 
Alejandro Gaviria: La corrupción está teniendo un impacto muy grande sobre la legitimidad del Estado y la confianza pública en las instituciones democráticas. Estamos viviendo un momento de exaltación, de indignación permanente con consecuencias imprevistas. Mi llamado es a evitar las generalizaciones, no renunciar al pensamiento y no caer en una politización oportunista de la moral.
 
En muchos países la lucha contra la corrupción ha terminado en gobiernos autocráticos y en reformas absurdas que tienen un efecto muy negativo sobre el funcionamiento del Estado. Debemos evitar ese escenario. 
 
SEMANA: ¿Cuál es la solución a la politización oportunista de la moral? 
 
A.G: Una cosa es la moralización de la política, un asunto necesario, urgente, otra cosa muy distinta es la politización de la moral. Politizar la moral no conduce nada. Promueve un discurso sin contenido. Necesitamos propuestas concretas, iniciativas con sustento empírico. El problema de la corrupción no lo vamos a solucionar con cruzadas morales o metiendo a todo el mundo a la cárcel. 
 
SEMANA: Entonces, ¿qué sería moralizar la política? 
 
A.G: Por ejemplo, que los políticos rechacen el clientelismo, cambien la forma de relacionarse con los ciudadanos, promuevan una agenda programática, rechacen la demagogia, traten de dar ejemplo. La ética es como la dieta, una cuestión de todos los días, de todas las horas y todos los escenarios. Ahí está la clave, no en los discursos grandilocuentes. 
 
SEMANA: En un trino dijo que esta sociedad sufre de “catastrofismo”, ¿estamos viviendo en una sociedad acostumbrada o que le gusta el catastrofismo? 
 
Alejandro Gaviria: Como decía Vargas Llosa, vivimos en la sociedad del espectáculo, tenemos un apetito insaciable por escándalos que los medios, siempre dispuestos a apostarle a la vulgaridad del corazón humano, alimentan día a día. 
 
No hay sentido de las proporciones. No hay contexto. No hay análisis. La demanda por indignación crea su propia oferta, y viceversa. En eso estamos.
 
SEMANA: Por otra parte, usted trinó sobre los extremistas que “distorsionan la realidad, magnifican las dificultades y desean que las cosas vayan mal porque eso los enaltece”. ¿Por qué a los fanáticos/extremistas les beneficia un ambiente de pesimismo?
 
A.G: Porque su discurso ilusorio tiene mucho más eco si la mayoría piensa que no hay nada que conservar, que todo es un desastre, que necesitamos un líder providencial que nos conduzca de la mano por el camino del bien. Para los extremistas las buenas noticias son problemáticas, incómodas, estorbosas.
 
SEMANA: Hablando en términos políticos, ¿el que hace uso de la táctica pesimista es el extremista de la oposición o también existen los extremistas afines al gobierno? es decir, ¿el extremismo tiene tinte político? 
 
A.G: Hay extremistas en ambos lados. Los de derecha niegan la mejoría de la seguridad. Los de izquierda niegan el progreso social. Ambos proponen una solución similar para todos los problemas, un gran líder político, un profeta. Pero como decía Karl Popper, “la creencia de que solo puede salvarnos un genio político –el Gran Estadista, el Gran Líder—es la expresión de la desesperación. No es nada más que la fe en los milagros políticos, un suicidio de la razón humana”. 
 
SEMANA: Si los escándalos de corrupción continúan, ¿cómo evitar que las personas no vean corrupción en todas partes? 
 
A.G: Va a ser difícil. Pero no podemos renunciar al análisis, al estudio de cada caso, al discernimiento, a la disciplina fáctica. Doy un ejemplo: se menciona a menudo que la corrupción anual en Colombia es de 50 billones. Esa cifra puede ser desmentida con un cálculo de servilleta, pero se sigue repitiendo como si fuera una constante universal.
 
SEMANA: Usted dice que no hay que hacerse “muchas ilusiones con la política”. ¿Esta afirmación no ahonda la erosión a la confianza pública y la legitimidad de las instituciones que según usted puede ser devastadora? 
 
A.G: No, todo lo contrario. Es un llamado a entender la complejidad del mundo. Basta abrir cualquier manual de ciencia política. Los problemas de la política están por todos lados: el teorema de imposibilidad de Arrow, los problemas de agencia entre elegidos y electores, los problemas de credibilidad, la tragedia de los comunes, etc. La tensión entre lo individual y lo colectivo casi nunca tiene una solución óptima. Por lo tanto, las instituciones muchas veces constituyen equilibrios precarios o inestables. 
 
SEMANA: En este momento se está tramitando la reforma política y la de justicia en el Congreso, las cuales plantean varios puntos que en el pasado se habían quitado de la constitución porque no funcionaban. ¿La situación que está viviendo el país se mejora con normas o qué se necesita para que las prácticas políticas y ciudadanas mejoren? 
 
A.G: Las normas pueden ayudar, pero no cambian la cultura ni tampoco crean capacidades estatales. La corrupción muchas veces es un síntoma de problemas más profundos en el funcionamiento del Estado. Las buenas leyes ayudarían. Pero no creo que las circunstancias políticas y de opinión en Colombia en este momento sean propicias para hacer buenas leyes. 
 
SEMANA: ¿Por qué no es un buen momento para hacer buenas leyes? 
 
A.G: Porque no hay credibilidad en el legislativo, además, en este momento hay un problema serio de gobernabilidad, hay una gran anarquía en el Congreso. Pero insisto en un punto. Estamos en el país de Santander. Sobrevaloramos las leyes como vehículo de cambio. Pero uno ley no va a resolver los problemas esenciales del Estado. A veces toca reiterar lo obvio.
Reflexiones

Coincidencias

Llegué al aeropuerto temprano. Tenía una presentación en la feria del libro de Cali y no quería correr riesgos ni pasar apuros. Esperé tranquilamente casi una hora sin los afanes y agobios de mi vida previa.
Ya en el avión hubo un pequeño retraso. Una conmoción menor. Oí que llamaban insistentemente a un pasajero que nunca llegó: «Roberto… favor presentarse a la cabina». Mi indiferencia, me doy cuenta ahora, omitió el apellido.Aterrizamos en Cali. El conductor que debía recogerme llegó media hora tarde, exasperado, quejumbroso del tráfico y la vida. Tenía dos carteles escritos a mano, uno de ellos con mi nombre. Salimos hacia el carro, una camioneta blanca. El seguía preocupado, ansioso. Se subió y se bajó inmediatamente. Comenzó a caminar de nuevo hacia la salida de vuelos nacionales. «Falta alguien que venía en el mismo vuelo», me dijo. Vi que el otro cartel decía «Roberto…». No alcancé a leer el apellido.

Después de varios minutos regresó resignado. «Vamonos, yo no vi a nadie más esperando», le dije. Salimos. Su teléfono no paraba de sonar.  Alguien preguntaba insistentemente por Roberto. «No llegó», decía el conductor. La llamada y la respuesta se repitieron tres veces. «Averigüe el celular de Roberto», dije en un intento por apaciguar el conflicto en ciernes.

Llegué a mi destino. El conductor seguía preocupado por el pasajero ausente. «Nunca apareció el otro señor, Roberto Burgos», explicó de manera defensiva. Andrés Grillo de Planeta, quien estaba allí, inquieto por la tardanza, consciente ya del problema, aclaró el sentido de la tragicomedia: «Roberto Burgos murió hace unos días». La vida parecía no resignarse a su ausencia, pensé. Uno sigue viviendo por un tiempo en las bases de datos, en la logística del mundo, en carteles y parlantes. En fin, la inercia de las cosas.

Hace un mes largo llegamos juntos a la Feria del libro de Bucaramanga Jorge Orlando Melo, Mario Mendoza, Roberto Burgos y yo. La logística funcionó aquella vez sin tropiezos. Ese día lo vi por última vez. Nunca coincidimos. Me habría gustado conversar con él. Oir sus historias. Empaparme de su sabiduría. No pude. Nuestra cita inesperada nunca fue. Me quedó esta historia de fantasmas y ausencias. Así es la vida. Nos regala algunas coincidencias como consuelo.