Hace tres décadas, la distinción entre democracias y dictaduras era inmediata. El fondo y la forma coincidían: los dictadores se vestían de uniforme y los demócratas de traje. Pero todo ha cambiado con el énfasis (y lo digo literalmente) en lo políticamente correcto. Actualmente, los disfraces democráticos están al orden del día. En muchos países, los ciudadanos votan, los jueces deciden y los medios reportan pero los dueños del poder operan con muy pocas restricciones reales.
Con el advenimiento de las democracias de fachada ha cambiado también la importancia relativa de los contrapesos tradicionales al abuso del poder. “La acumulación de todos los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, en las mismas manos puede ser justamente pronunciada como la definición misma de la tiranía”, escribió Alexander Hamilton en Los papeles federalistas hace más de dos siglos. Pero las tiranías no sólo han cambiado su fachada, también han variado su definición. Actualmente, el menoscabo de los contrapesos institucionales es menos importante que la falta de independencia de los medios masivos de comunicación en general y de la televisión en particular.
La larga lista de sobornos de Vladimiro Montesinos, analizada por los economistas John McMillan y Pablo Zoido, ilustra de manera fehaciente la importancia de la televisión. Montesinos no suprimió los controles democráticos. Los compró: uno a uno. Fue un dictador de traje y maletín que destruyó la democracia mientras mantenía su fachada (Fujimori incluido). Los precios de los jueces, los políticos y los medios variaban sustancialmente. Los políticos costaban entre 5.000 y 20.000 dólares mensuales, los jueces de la Corte Suprema, 35.000, los del Consejo Electoral, 50.000, y los directores de los principales canales de televisión, entre 500.000 y un millón de dólares mensuales. En últimas, un director de medios costaba lo mismo que todos los miembros de un partido de la oposición. Y no precisamente porque la moralidad del primero superara con creces la de los segundos, sino porque, al menos en la opinión de Montesinos y sus secuaces, los canales constituían la única oposición efectiva. “Si no controlamos la televisión no hacemos nada”, le dijo el general Esleván Bello a Montesinos en 1999. Al final hicieron mucho pero primero tuvieron que pagar duro por la televisión.
Algunos sociólogos han visto en la televisión una fuente de opresión simbólica. George Orwell vio en la pantalla un instrumento de control social por parte del poder absoluto. Pero la televisión puede ser también un contrapeso al poder. En últimas, las restricciones efectivas al poder no están en manos de los jueces independientes ni de los políticos opositores, sino de una ciudadanía informada que pueda actuar concertadamente. Sin información veraz y extendida no hay democracia. Y para la información ciudadana, por su gran alcance, algo que no tiene la prensa escrita, la televisión es clave.