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julio 2008

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Sociología antiuribista

“¿De quién está cansada de escuchar?”, le preguntaron a Marianne Ponsford en una entrevista publicada por este diario esta semana. “De Uribe”, dijo sin dar explicaciones innecesarias, sin ahondar en la obsesión nacional con el Presidente. Marianne, supongo, está cansada no sólo de escuchar, sino también de leer sobre Uribe, sobre sus arrebatos, sobre sus primos y sus fincas, sobre sus arrodilladas piadosas, sobre sus gestos y sus discursos. Cansada, en fin, de la cosmografía extraña en la que se ha convertido la prensa colombiana: el Presidente en la mitad y los periodistas y comentaristas dando vueltas alrededor de la misma figura omnipresente. Esta columna aspira a cuestionar esa cosmografía. O al menos, a ilustrar el tamaño de la obsesión.

En la cosmografía peculiar de la prensa colombiana, el Presidente no sólo es el jefe de gobierno, sino también el hacedor de la moral pública. Todo lo que dice y hace tiene consecuencias morales inmediatas. En esta suerte de freudianismo antiuribista, el presidente-papá es quien moldea los valores de los ciudadanos-hijos. “El Presidente de la República –escribió recientemente Salomón Kalmanovitz– no puede dar ejemplo de que desafía la ley. En ese caso, todos los ciudadanos se verán tentados a violar o torcer la ley”. Otros comentaristas han ido más lejos. El pago de recompensas, dicen, ha degradado la moral. O la Ley de Justicia y Paz ha corroído los valores. Los científicos sociales deberían tomar nota. Los columnistas colombianos parecen haber descubierto la génesis de la moral en la figura del Presidente de la República.

Pero el Presidente no sólo moldea los valores. Sus poderes, suponen algunos sociólogos aficionados, van más allá. Si reza o eleva plegarias al cielo (por devoción u oportunismo), está propiciando la aparición de un Estado confesional. Pueden más los gestos de una persona que décadas de secularización, que las muchas transformaciones sociales que han disminuido el otrora nefasto poder de las sacristías. Pero, en esta cosmografía particular, una oración presidencial no sólo es un gesto anacrónico, irritante, si se quiere, sino también una amenaza para el Estado de derecho. De nuevo, los estudiosos deberían tomar nota. Los opinadores colombianos han descubierto en las plegarias presidenciales ante el cuerpo embalsamado del padre Marianito uno de los principales obstáculos para la modernización de Colombia.

En Colombia, el debate necesario sobre los efectos institucionales del autoritarismo presidencial ha dado paso a una discusión extraña sobre los efectos sociológicos de la figura del Presidente. La filosofía política ha sido desplazada por la especulación sociológica, por una serie de teorías peculiares, casi cómicas, en las cuales el Presidente es presentado como reclutador de fieles o hipnotizador de multitudes o forjador de valores o todas estas cosas a la vez. No sé que pensará Marianne, pero escuchar todas estas especulaciones no sólo produce cansancio, sino también cierta exasperación.

En últimas, buena aparte de la crítica presidencial ha terminado diluida en banalidades, en especulaciones sin sustento. En lugar de señalar las crecientes iniquidades del sistema tributario o el problema del empleo o el mismo deterioro institucional, muchos columnistas han optado por denunciar una supuesta crisis de valores inducida desde arriba o unos supuestos riesgos de la religiosidad pública (y teatral) del Presidente. La insoportable levedad de la sociología antiuribista no sólo es intelectualmente desdeñable, sino también perjudicial. Engañosa en el mejor de los casos. Tal vez sea hora de hacerle caso a Marianne. Ya que no podemos cambiar de Presidente, deberíamos al menos cambiar de tema.

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Pilatunas sin castigo

El lío de la planilla única demuestra, en primera instancia, la facilidad con la cual los funcionarios públicos usurpan el tiempo de la gente. Este lío no sólo es una muestra de improvisación e ineficiencia, es también un ejemplo perfecto, casi paradigmático, de una política que traslada una obligación del Estado (la depuración y actualización de las bases de datos de la seguridad social) a los ciudadanos en general y a los trabajadores independientes en particular. La gente está haciendo cola no para cumplir con un deber. Por el contrario, está haciendo cola para hacer una tarea que el Ministerio de la Protección Social debió haber hecho de tiempo atrás.

Pero este lío no termina con las colas. La improvisación va más allá de los asuntos meramente operativos. El Ministerio de la Protección Social ha tratado un problema real con una ligereza increíble. Muchos trabajadores independientes de bajos ingresos que actualmente sólo contribuyen a la salud verían menguados sus ingresos de manera sustancial si son obligados a contribuir al sistema pensional. El Congreso está estudiando este problema. La Corte Constitucional está haciendo lo mismo. El Gobierno, por su parte, manifiesta que la contribución simultánea es un mandato legal. ¿No habría sido mejor, cabe preguntar, estudiar cuidadosamente el asunto antes de haber hecho semejante pilatuna? El santanderismo evasivo, la tendencia a invocar la ley para evadir un problema real, demuestra que la ineptitud a veces es deliberada.

Desde hace algún tiempo, la política implícita del Ministerio de la Protección Social ha sido “multiplicar los recursos del sistema”. Es una estrategia alcabalera que no repara en las distorsiones, en los efectos adversos de llenar el barril sin fondo en el que se ha convertido la seguridad social colombiana. Pero esta estrategia puede tener efectos contraproducentes. Esta semana le pregunté a un conductor de taxi qué pensaba de todo este lío. Inicialmente el taxista me confesó que él cotizaba a salud pero no a pensiones: “yo ya tengo más de cuarenta y nunca voy a cumplir los requisitos para una pensión”. “Pero no me preocupa la medida –dijo–, ayer mismo fui con tres amigos a Suba y nos metimos al Sisben. Yo soy de nivel tres, me toca pagar por consulta pero no me importa. Yo no voy a botar plata en lo de la pensión”. En suma, el taxista encontró, dentro del mismo sistema, una forma no sólo de evadir la contribución a pensiones, sino también de dejar de pagar la contribución al sistema de salud. El Ministro, mientras tanto, sigue hablando de la necesidad de sumar recursos al sistema.

Pero el desafío es otro. El sistema necesita una reforma de fondo que, al menos, mitigue los efectos negativos que ha tenido la Ley 100 de 1993 sobre la generación de empleo formal. La planilla única es más que una molestia transitoria, que un lío coyuntural. La planilla única contribuye a encarecer el empleo y podría por lo tanto aumentar de manera permanente la informalidad laboral. Pero el Ministro sólo habla de los recursos del sistema, como si el objetivo de la política oficial fuese simplemente llenar una alcancía.

Uno de los aspectos más irritantes de todo este lío es la impunidad. En el Gobierno de Uribe, los ministros leales son inmunes. La ineptitud fehaciente, casi ofensiva, no tiene castigo. Por ello, tal vez, el Ministro parece desentendido del problema, responde a las quejas desesperadas de la gente con la cortesía mecánica de un operador telefónico. El Ministro sabe que puede estar tranquilo, que todas sus pilatunas le serán perdonadas.

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El efecto Íngrid (ii)





El efecto Íngrid puede ser cuestionable en lo económico. Pero no en lo internacional. Íngrid Betancourt ha alcanzado una notoriedad internacional impresionante. En el sitio de Internet del Newseum, un museo de la prensa escrita ubicado en la ciudad de Washington, en los Estados Unidos, pueden consultarse las páginas de Internet de cientos de diarios estadounidenses y decenas de diarios mundiales. El sábado cinco de julio, tres después de su rescate, Íngrid Betancourt seguía siendo noticia de primera página en los diarios de países tan distintos como Argentina, Alemania, Austria, Brasil, Bélgica, Ecuador, Francia, Filipinas, Grecia, Líbano, México, Portugal, Uruguay, Venezuela, etc. Ingrid es (y será por un buen rato) una figura mundial.

“La Mandela Colombiana” la llamó Moises Naim. Este calificativo tiene un doble significado. Uno, el señalado por Naim, de figura reconciliadora. Y otro, el de embajadora de Colombia en el mundo. Íngrid suple con creces las deficiencias de nuestro cuerpo diplomático, la ausencia de un discurso coherente que le explique al mundo (y sobre todo, a Europa) la problemática colombiana, que remueva los prejuicios más enraizados. En mi opinión, el efecto internacional de Íngrid será duradero y tendrá grandes beneficios políticos, le dará a Colombia una posición privilegiada en muchos escenarios internacionales.

Las relaciones internacionales del país fueran unos antes del 2 de julio de 2008 y serán otras desde entonces.

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El efecto Íngrid (i)

Al comienzo de la semana, un importante diario de negocios tituló con gran despliegue: “Choque institucional crea alarma económica”. Los analistas citados por el diario vaticinaron unánimemente que la economía colombiana pagaría un costo muy alto por cuenta del enfrentamiento entre el Presidente y la Corte Suprema. Al final de la semana, otro diario de negocios tituló a varias columnas: “Ya se siente ‘Efecto Íngrid’ en la economía”. Los analistas cambiaron sus predicciones y auguraron entonces que la economía percibiría un enorme beneficio por cuenta del llamado “Efecto Íngrid”. Así, los análisis de la prensa colombiana sugieren que la economía se mueve al ritmo impredecible de la política. Sube y baja según las vicisitudes de la vida nacional, según el voluble estado de ánimo colectivo. Al son que le toquen baila.

La relación entre los hechos noticiosos y la economía, entre las convulsiones de la política y las variables económicas, es objeto de permanente especulación por parte de los medios de comunicación. Hace unas semanas, un domingo muy temprano en la mañana, recibí una llamada de un periodista impaciente que quería conocer mi opinión acerca del efecto de la muerte de Manuel Marulanda sobre la tasa de desempleo. En medio del asombro, por la pregunta y por la impertinencia matutina, me limité a decir que el efecto no era claro pues, hasta donde yo entendía, Tirofijo estaba retirado, había salido de la fuerza de trabajo desde hacía un buen tiempo. El periodista quería, aparentemente, una opinión previsible que conectase la muerte de Tirofijo con el optimismo empresarial y por lo tanto con la tasa de desempleo.

Periodistas y analistas de pocos y muchos pelambres tienen una fascinación extraña por una hipótesis, propuesta hace ya muchos años por John M. Keynes, según la cual “una proporción significativa de la actividad económica depende del optimismo espontáneo”. Unos y otros creen fervientemente en la importancia económica de la psicología de masas, en el efecto de los cambios repentinos en la opinión pública, en el efecto Íngrid, en el efecto Choque de trenes, en el efecto Tirofijo, etc. La economía, en su opinión, es un reflejo instantáneo del estado de ánimo colectivo, de la suma de entusiasmos individuales.

Pero, en últimas, el efecto económico de los hechos políticos, incluso de los más espectaculares, es menor. El clima de inversión (el optimismo espontáneo del que hablaba Keynes) cuenta pero cambia lentamente. Las euforias transitorias o los desánimos repentinos no lo afectan de manera duradera. La muerte de Pablo Escobar, por ejemplo, generó una gran euforia, pero su efecto sobre el clima de inversión se diluyó en cuestión de semanas. El asesinato de Luis Carlos Galán creó una gran consternación, pero su efecto sobre la confianza inversionista no duró mucho. La política de seguridad democrática ha tenido un efecto innegable sobre la confianza, pero los éxitos puntuales, la muerte de Raúl Reyes o la de Tirofijo, por ejemplo, no parecen haber tenidos efectos autónomos, adicionales al efecto global ocasionado por la mejoría en las condiciones de seguridad.

En suma, el efecto Íngrid es una ficción que no va a resolver los problemas de la economía. El efecto Íngrid plantea, incluso, una paradoja, un rompimiento con la historia: la gente está contenta, eufórica, pero la economía está en problemas. En forma de caricatura: el país va bien, pero la economía va mal. Éste es, en últimas, el verdadero efecto Íngrid.