“¿De quién está cansada de escuchar?”, le preguntaron a Marianne Ponsford en una entrevista publicada por este diario esta semana. “De Uribe”, dijo sin dar explicaciones innecesarias, sin ahondar en la obsesión nacional con el Presidente. Marianne, supongo, está cansada no sólo de escuchar, sino también de leer sobre Uribe, sobre sus arrebatos, sobre sus primos y sus fincas, sobre sus arrodilladas piadosas, sobre sus gestos y sus discursos. Cansada, en fin, de la cosmografía extraña en la que se ha convertido la prensa colombiana: el Presidente en la mitad y los periodistas y comentaristas dando vueltas alrededor de la misma figura omnipresente. Esta columna aspira a cuestionar esa cosmografía. O al menos, a ilustrar el tamaño de la obsesión.
En la cosmografía peculiar de la prensa colombiana, el Presidente no sólo es el jefe de gobierno, sino también el hacedor de la moral pública. Todo lo que dice y hace tiene consecuencias morales inmediatas. En esta suerte de freudianismo antiuribista, el presidente-papá es quien moldea los valores de los ciudadanos-hijos. “El Presidente de la República –escribió recientemente Salomón Kalmanovitz– no puede dar ejemplo de que desafía la ley. En ese caso, todos los ciudadanos se verán tentados a violar o torcer la ley”. Otros comentaristas han ido más lejos. El pago de recompensas, dicen, ha degradado la moral. O la Ley de Justicia y Paz ha corroído los valores. Los científicos sociales deberían tomar nota. Los columnistas colombianos parecen haber descubierto la génesis de la moral en la figura del Presidente de la República.
Pero el Presidente no sólo moldea los valores. Sus poderes, suponen algunos sociólogos aficionados, van más allá. Si reza o eleva plegarias al cielo (por devoción u oportunismo), está propiciando la aparición de un Estado confesional. Pueden más los gestos de una persona que décadas de secularización, que las muchas transformaciones sociales que han disminuido el otrora nefasto poder de las sacristías. Pero, en esta cosmografía particular, una oración presidencial no sólo es un gesto anacrónico, irritante, si se quiere, sino también una amenaza para el Estado de derecho. De nuevo, los estudiosos deberían tomar nota. Los opinadores colombianos han descubierto en las plegarias presidenciales ante el cuerpo embalsamado del padre Marianito uno de los principales obstáculos para la modernización de Colombia.
En Colombia, el debate necesario sobre los efectos institucionales del autoritarismo presidencial ha dado paso a una discusión extraña sobre los efectos sociológicos de la figura del Presidente. La filosofía política ha sido desplazada por la especulación sociológica, por una serie de teorías peculiares, casi cómicas, en las cuales el Presidente es presentado como reclutador de fieles o hipnotizador de multitudes o forjador de valores o todas estas cosas a la vez. No sé que pensará Marianne, pero escuchar todas estas especulaciones no sólo produce cansancio, sino también cierta exasperación.
En últimas, buena aparte de la crítica presidencial ha terminado diluida en banalidades, en especulaciones sin sustento. En lugar de señalar las crecientes iniquidades del sistema tributario o el problema del empleo o el mismo deterioro institucional, muchos columnistas han optado por denunciar una supuesta crisis de valores inducida desde arriba o unos supuestos riesgos de la religiosidad pública (y teatral) del Presidente. La insoportable levedad de la sociología antiuribista no sólo es intelectualmente desdeñable, sino también perjudicial. Engañosa en el mejor de los casos. Tal vez sea hora de hacerle caso a Marianne. Ya que no podemos cambiar de Presidente, deberíamos al menos cambiar de tema.