Carla Bruni lanzó esta semana un nuevo álbum musical, el tercero de su intrascendente carrera como cantante. La política y la farándula nunca habían estado tan extrañamente entremezcladas. Aparentemente la primera dama francesa no ha aceptado los dictados imperiosos de lo políticamente correcto. Una de sus nuevas canciones menciona la abultada aritmética de sus amoríos y otra alude, como si nada, a la cocaína colombiana. Las protestas oficiales no se hicieron esperar. El canciller Fernando Araújo dijo, ante un puñado de periodistas de la política y de la farándula –mezclados otra vez–, que “en lugar de hacer la apología del consumo, nosotros esperamos que el mundo entero nos acompañe en la lucha contra las drogas”.
Pero el mundo entero está en otro cuento. La cocaína se ha convertido en un capricho de la clase media, en un aperitivo para amas de casa desesperadas y profesionales agobiados. En los años setenta, las canciones de la cocaína eran entonadas por los sacerdotes de la contracultura. Grateful Dead, la banda más famosa de la época, instaba sin reservas al consumo del alcaloide: “no necesitas un avión… hay más de una forma de volar… pruébala, baby”. En los mismos años, Eric Clapton, casualmente uno de los tantos nombres en la abultada aritmética de la Bruni, repetía un corito pegajoso: “ella no miente, ella no miente… cocaína”. Pero las cosas han cambiado. La cocaína ya no es un símbolo de rebeldía. Ya no es ni siquiera un capricho extravagante (“la cocaína es la forma como dios nos dice que estamos ganando mucha plata”, decía Robbie Williams). La cocaína se ha convertido en un vicio domesticado, en una forma de entretenimiento para la misma clase media que sigue con pasión las peripecias de la Bruni.
Hace unos días, el diario londinense Daily Telegraph reportó que en la capital inglesa las hospitalizaciones por sobredosis de cocaína se cuadriplicaron durante los últimos ocho años. El reporte citó a un conocido presentador de televisión, un consumidor declarado, quien dijo sin tapujos que la cocaína era la droga predilecta de la clase media de su país. En un especial periodístico de la BBC, publicado hace varios meses, una profesional asalariada confesó abiertamente sus hábitos cocainómanos: “he metido cocaína con casi todo el mundo en mi vida, con la familia, los amigos y los colegas, incluso con mis jefes”. “Un día de enero –dijo– me sobró un poco de la noche anterior y la terminé en mi casa con mi esposo. Vino, un DVD y unas pocas rayas”. Una velada perfecta. Sólo faltó el CD de la Bruni. “La gente está tomando menos vino y consumiendo más cocaína”, dijo recientemente el jefe de la policía británica. No sólo en el Reino Unido, sino también en casi toda Europa.
En los Estados Unidos, la cocaína todavía no ha conquistado los bolsillos y las narices de la clase media. Pero ya lo hará. Mientras tanto, los habitantes de los suburbios están consumiendo cada vez más cafeína, convenientemente diluida en las famosas bebidas energizantes. La más fuerte de todas, con 280 miligramos de cafeína por botella, tiene un nombre familiar: “cocaína”.
Las palabras del canciller colombiano, su discurso de Disneylandia, su visión infantil de como debería ser el mundo, contrastan con la realidad, con las cosas como son. Dentro del orden económico mundial, Colombia se ha especializado en la estimulación y el entretenimiento químico de las clases medias del primer mundo, bien sea en la forma de cocaína, de cafeína o de ambas. Pero el Gobierno insiste en negar la realidad, en dispararle al mensajero, a una mujer que, querámoslo o no, encarna los gustos y las aspiraciones de las clases medias de medio mundo.