“Matar a un elefante” es un corto ensayo, de apenas tres páginas, que narra un incidente autobiográfico vivido por el escritor inglés George Orwell, cuando fungía como soldado del imperio británico en Birmania. Un guardia imperial acude, por órdenes de su superior, a un pequeño caserío donde un elefante domesticado había sembrado el pánico entre la población nativa. A la llegada del guardia, el elefante parece ya aplacado y descansa apacible a unas pocas cuadras del centro poblado. Con el rifle en su mano, el guardia se dirige hacia el animal, seguido por una multitud expectante. En el trayecto, el guardia se da cuenta de que el peligro ha pasado, y piensa, sin decirlo, que matar al elefante sería un atentado contra la naturaleza y la economía del lugar. Pero la multitud reclama una exhibición de poder imperial. El guardia, convertido en un títere propicio de miles de nativos desarmados, aprieta el gatillo. El elefante permanece erguido unos cuantos segundos —“una inmensa senectud parece caer sobre él”— y luego se desploma. El guardia le propina, entonces, dos tiros de gracia y se retira en silencio.
Este ensayo ha sido interpretado en varias ocasiones como una crítica al imperialismo, a los extravíos de un poder abusivo y vacío al mismo tiempo. El ensayista mexicano Jesús Silva–Herzog, en un ensayo publicado hace unos meses en la revista Letras Libres, propuso una interpretación distinta. En opinión de Silva-Herzog, “Matar un elefante” es ante todo una “metáfora de los sobornos de la simpatía”. El guardia actúa en contra de sus convicciones porque cae en la trampa del aplauso. “Los birmanos pedían sangre –escribe– y el oficial responde entregándoles un enorme cadáver. Más que desnudar al imperialismo, Orwell retrata la mecánica corruptora que después habría de combatir toda su vida: la intimidación del halago, las trampas de la adhesión”.
Las trampas del aplauso nos afectan a todos. El halago es intimidatorio. El chantaje del aplauso es eficaz. Irresistible, muchas veces. Podemos defendernos más fácil de los insultos que de los elogios. No es difícil, por ejemplo, detectar en los columnistas de prensa, en los opinadores consuetudinarios, una frase o un cometario suelto en el que niegan o exageran sus convicciones con el fin de escuchar el aplauso silencioso pero visible de los cibernautas. Los profesores universitarios, según una investigación reciente, reducen deliberadamente la dificultad de las pruebas con el objeto de aumentar su popularidad o de conseguir una mejor nota en las evaluaciones de fin de semestre. El cortejo del favor popular conduce a la peor forma de traición, a la traición a nosotros mismos.
El ensayo de Orwell permite, además, construir una crítica a la vida pública (a los protagonistas de la política, en particular) basada no tanto en la ética, como en la estética. Esta semana, después del rescate de un niño secuestrado, el alcalde de Bogotá acudió puntual a las oficinas de la Policía, atraído por el eco irresistible del aplauso popular. Los políticos persiguen las cámaras con la intensidad obcecada de las mariposas nocturnas. Dicen y hacen lo que su audiencia (cambiante) quiere que se diga y se haga. Pero no lo hacen por instinto. En las trampas del aplauso, se cae con pleno uso de razón.
Los sobornos del dinero conviven, aquí como en todas partes, con los irresistibles sobornos de la simpatía. Por ello, después de todo, los políticos que valen la pena son los que, a pesar del consenso, a pesar de los gritos enardecidos, a pesar de las tentaciones del aplauso, deciden hacer lo que toca, esto es, no matar el elefante