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Mentalidad paranoide

En la última edición de la revista New Yorker, varios de sus escritores y articulistas fueron invitados a hacer algunas predicciones sueltas sobre el futuro del mundo en la década que comienza. El célebre reportero Jon Lee Anderson predijo el inicio de una guerra entre Colombia y Venezuela, y el desencadenamiento de un conflicto regional en América Latina. Su predicción es sólo eso, una extrapolación arriesgada, pero tiene, creo yo, un sustento real, una base fáctica innegable: la mentalidad paranoide del presidente Hugo Chávez.

Probablemente Chávez seguirá en lo mismo, vendiendo arepas y repitiendo sus peroratas antiamericanas —su forma peculiar de pan y circo—, probablemente sus gritos belicistas se convertirán en un simple ruido de fondo, probablemente su retórica nunca pasará a mayores. Pero existe una posibilidad más inquietante: el agotamiento de las vías diplomáticas, el fracaso de todos los intentos de apaciguamiento y finalmente el desencadenamiento de un conflicto bélico. Por definición, la mentalidad paranoide niega la posibilidad de cualquier acuerdo, de un compromiso amigable y aumenta por lo tanto la probabilidad de la confrontación.
En 1964, el historiador norteamericano Richard J. Hofstadter publicó un influyente ensayo sobre la paranoia en la política estadounidense. El político paranoide —escribió Hofstadter— “no percibe el conflicto social como algo que pueda ser mediado o negociado, como lo hacen los políticos tradicionales. Como lo que está en juego es el conflicto entre el mal absoluto y el bien absoluto, lo que se requiere no es un compromiso sino la voluntad de luchar hasta el final. Como el enemigo es considerado totalmente perverso, tiene que ser completamente aniquilado, si no del mundo, al menos del teatro de operaciones sobre el cual el paranoide dirige su atención”. En el caso de Chávez, el enemigo declarado es el imperio y su teatro de operaciones es Colombia.
En opinión de Hofstadter, para el político paranoide, el enemigo es “un ejemplo perfecto de maldad, una especie de supermán amoral: siniestro, ubicuo, poderoso, cruel y lujurioso”. El enemigo “crea crisis económicas, desencadena corridas bancarias, causa depresiones, manufactura desastres… controla la prensa, tiene fondos ilimitados, posee técnicas especiales de seducción y es capaz de lavar la mente de las personas”. En el caso de Chávez, además, el enemigo hiede a azufre y está convenientemente agazapado en Colombia o en las Antillas Holandesas.
“La realidad es que tú tienes un país antiimperialista y revolucionario aquí y, allá, un país contrarrevolucionario y pro-imperialista. Es una contradicción explosiva”, le dijo Chávez al mismo Jon Lee Anderson. Hace ya casi dos años Anderson pasó varios días con el presidente Chávez. Conoció sus obsesiones y describió su mundo extraño de conspiraciones y persecuciones. La predicción de Anderson no tiene ningún interés político, está basada en la observación psicológica, en el entendimiento de la mente peculiar del presidente venezolano. Vale la pena tomársela en serio. Muchas guerras han sido el producto del delirio, de las fantasías conspiratorias, de la mentalidad paranoide de unos cuantos gobernantes sin controles efectivos y con recursos suficientes.
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Salud y democracia

Quisiera en esta columna, la última de un año convulsionado, lleno de noticias, traer a cuento una comparación, un contraste entre dos formas distintas (opuestas, podríamos decir) de enfrentar los desafíos democráticos. En la semana de Navidad, el Senado de los Estados Unidos aprobó, después de varios meses de debate, una polémica reforma al sistema de salud. La discusión, apasionante, compleja, a veces ininteligible, mereció miles de editoriales y comentarios. Motivó muchos pronunciamientos por parte de agremiaciones políticas y académicas. Al final nadie quedó plenamente satisfecho. La reforma ha sido duramente cuestionada. Pero ninguno de sus críticos ha dicho que no fue seriamente debatida. El texto aprobado fue el resultado (imperfecto pero satisfactorio) del tira y afloje democrático.
Mientras en los Estados Unidos el Senado debatía a puertas abiertas, a la vista de Raimundo y todo el mundo, en Colombia el Gobierno preparaba, a puerta cerrada, en secreto, los decretos de emergencia social sobre el sector salud. En la víspera de la Navidad, el 23 de diciembre en horas de la tarde, el Gobierno declaró (con argumentos dudosos, vale decir) el estado de emergencia social. En los próximos treinta días dictará una serie de decretos con fuerza de ley que, según puede inferirse, elevarán algunos impuestos territoriales, centralizarán la contratación del Régimen Subsidiado y modificarán los criterios de distribución regional de los recursos de la salud. Hasta ahora el Gobierno no ha explicado claramente qué va a hacer y por qué quiere hacerlo.
Las leyes sobre la seguridad social en general y sobre la salud en particular son parte esencial de la democracia. Definen el tamaño del Estado, la extensión de la solidaridad social, la amplitud de los derechos, los límites (odiosos pero imprescindibles) de la responsabilidad colectiva, etc. “El Estado moderno es una compañía de seguros que es al mismo tiempo dueña de un ejército” escribió hace un tiempo el economista y columnista Paul Krugman con el propósito de señalar la importancia fiscal de la seguridad social. En suma, el papel del Estado en el financiamiento y la provisión de los servicios de salud es un asunto fundamental, casi definitorio, de la democracia moderna.
Pero en Colombia, lamentablemente, este asunto se define sin la participación del Congreso, por fuera de la democracia representativa. La Corte Constitucional propone y el Gobierno dispone. O viceversa. La Corte dicta sentencias. El Gobierno decreta leyes. Entre los dos se tiran la pelota sin contar con el Congreso de la República, convertido, a todas estas, en un testigo indiferente. El contraste con lo ocurrido en los Estados Unidos no podría ser mayor. Allá el Congreso fue el protagonista principal de la reforma a la salud. Aquí es un actor de reparto, un simple relleno.
Yo no comparto las definiciones maximalistas de la democracia. He criticado previamente a quienes niegan o reniegan de nuestras instituciones democráticas. Pero, en las últimas reformas a nuestro averiado sistema de salud, la democracia colombiana ha fracasado dolorosamente. La controversia democrática ha sido sustituida, sin argumentos de fondo, por oportunismo y ambición, por las disquisiciones de jueces y funcionarios. Cuesta decirlo pero la democracia colombiana, al menos en este caso, no goza de buena salud.
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El discurso

La política colombiana termina este año como empezó: en medio de la confusión, de la incertidumbre generada por el referendo reeleccionista. Algunos políticos y varios analistas nacionales han señalado repetidamente que la incertidumbre ya está resuelta, que la reelección es un imposible jurídico o constitucional, un proyecto sin futuro. Pero el destino de la reelección aún no se ha definido. El presidente Uribe no va a tirar la toalla sin antes intentar un golpe de gracia, no va a renunciar sumisamente a sus pretensiones reeleccionistas.
El nuevo discurso del Presidente, repetido con insistencia durante los dos últimos meses, revela sus renovadas intenciones reeleccionistas. El discurso no es un simple inventario de estadísticas oficiales. Tampoco es una defensa amañada de los dictados de la opinión pública. Es una reflexión histórica minuciosa, encaminada, en últimas, a justificar la segunda reelección, la continuidad en el poder de una figura providencial que podría romper con nuestro pasado violento y conducirnos a un futuro milenario.

El discurso tiene dos partes. En la primera, el presidente Uribe expone su tesis de la violencia histórica. Sólo hemos vivido, dice, 47 años de sosiego en casi dos siglos de existencia: siete en el siglo XIX, cuarenta en la primera mitad del siglo XX, ni uno sólo desde entonces. “Las generaciones vivas desde principios de los años 1940 no han vivido un solo día de paz”. En la segunda parte del discurso, el Presidente argumenta que la violencia histórica ha sido el principal obstáculo para nuestro desarrollo. Hemos tenido, señala, buenas políticas públicas, buenos gobernantes, innovaciones económicas significativas pero la violencia ha impedido la prosperidad social. Los gobiernos pasados, dice, han hecho mucho por el país pero han sido incapaces de erradicar el lastre empobrecedor de la violencia.

Esta caricatura de nuestra historia no es solamente una simplificación apresurada. Es también una confesión personal. Palabras más, palabras menos, el presidente Uribe está diciendo que su gobierno puede representar, si se le otorga la continuidad necesaria, un rompimiento definitivo con la maldición de la violencia, un paso imprescindible para nuestro “desquite histórico”. El discurso plantea la necesidad de una solución drástica. Inventa un pasado oscuro y promete un futuro brillante con el ánimo de justificar un presente de arbitrariedades.

Este año el establecimiento mundial rechazó unánimemente la nueva intentona reeleccionista. En mayo la revista inglesa The Economist dijo que el presidente colombiano estaba moviéndose hacia la dictadura. Más recientemente Los Angeles Times, el Wall Street Journal y el Washington Post editorializaron en contra de la segunda reelección. El New York Times ya lo había hecho desde el año anterior. Por largo tiempo el Presidente se negó a articular una justificación para su empecinamiento reeleccionista. Pero finalmente decidió exponer sus razones. En su último discurso argumenta sin rodeos que la reelección es la forma más segura de romper con la violencia histórica y alcanzar un anhelado desquite.

En últimas, el discurso sugiere que el presidente Uribe no va a renunciar fácilmente a su papel de hombre providencial, a su oportunidad de partir en dos la historia de este país.

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Mentiras piadosas

Recientemente la Procuraduría General de la Nación solicitó, como parte de una acción popular en contra del Invima, que se retire del mercado la llamada píldora del día después. El argumento de la Procuraduría puede resumirse en el siguiente silogismo: la vida humana empieza cuando el óvulo es fecundado por el espermatozoide, la píldora del día después impide la implantación en el útero del óvulo fecundado y ésta debe por lo tanto considerarse abortiva y violatoria del derecho a la vida”. Según la Procuraduría, este medicamento “representa un riesgo grave, absoluto, inminente para el pleno goce del derecho a la vida”.

El argumento de la Procuraduría no es original. Es una reiteración de lo dicho en varias ocasiones por las altas autoridades da la Iglesia Católica. Hace exactamente un año, en la Instrucción Dignitas Personae, el Vaticano afirmó de manera rotunda que el uso de la píldora del día después “forma parte del pecado de aborto y es gravemente inmoral. Además, en caso de que se alcance la certeza de haber realizado un aborto, se dan las graves consecuencias penales previstas en el derecho canónico”. El Vaticano llamó también la atención sobre “la intencionalidad abortiva…presente en la persona que quiere impedir la implantación de un embrión…y que, por lo tanto, pide o prescribe fármacos interceptivos”.

Tanto el Vaticano como el Procurador están distorsionando la verdad, desconociendo los indicios científicos, creando dudas para esparcir sus preconcepciones (en un doble sentido). En un artículo publicado en la revista de la Asociación Médica de los Estados Unidos, los científicos Frank Davidoff y James Trusell afirman tajantemente que no existe ninguna evidencia compatible con la hipótesis vaticana. En su opinión, todos los estudios disponibles indican que la píldora del día después opera a través de mecanismos contraceptivos, no interceptivos. En suma, el Vaticano ha adoptado una posición fundamentalista, contraria a la ciencia. Y en Colombia, el Procurador resultó literalmente más papista que el Papa.

Este debate debería servir para revisar una decisión del Invima que impide el acceso real de muchas jóvenes a los anticonceptivos de emergencia. El Invima decidió, hace ya varios años, que la píldora del día después sólo puede ser vendida con fórmula médica por tratarse “de un producto hormonal de manejo cuidadoso con indicaciones específicas, contraindicaciones y precauciones definidas”. Pero estas precauciones, ya desmontadas en casi todos los países desarrollados, pueden ser perjudiciales. En la práctica equivalen a una prohibición. Por pudor o falta de contactos, muchas adolescentes no pueden conseguir la fórmula requerida y por lo tanto no consiguen acceder, con la premura necesaria, a la píldora del día después.

Recientemente un juez estadounidense derogó una resolución instaurada durante el Gobierno de Bush que prohibía la venta sin fórmula médica de anticonceptivos de emergencia a menores de edad. Las organizaciones médicas respaldaron, de manera casi unánime, esta decisión judicial. Los reguladores colombianos deberían estudiar con detenimiento las razones jurídicas y científicas de esta decisión con el propósito de permitir, tarde o temprano, la venta libre de la píldora del día después. El Procurador vino por lana y (por obra y gracia de la justicia divina) podría salir trasquilado.

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Tiger Inc.

La empresa en cuestión es un circo ambulante. Un espectáculo de una sola persona que va de ciudad en ciudad, de cancha en cancha, cosechando ganancias, lucrándose del gusto inveterado del sistema por el portento, por la genialidad, por lo extraordinario. El protagonista entretiene semanalmente a una muchedumbre expectante, a millones de personas que encuentran en sus hazañas un paliativo para las angustias cotidianas, para las frustraciones mundanas del capitalismo. Tiger Inc. deriva sus ganancias de la imagen del protagonista, de su capacidad, sin parangones, para diferenciar productos, para incitar al consumo conspicuo, para vender cualquier cosa a cualquier precio.
Sin embargo el sistema a veces exige lo imposible. Para satisfacer a sus patrocinadores, el protagonista debe mostrarse invencible, inmaculado, casi perfecto. El portento debe estar acompañado de la domesticidad. El tigre tiene que ser salvaje adentro de la cancha y manso afuera de ella: un macho alfa que renuncia estoicamente al premio mayor. Pero las contradicciones del sistema son en ocasiones insuperables. Ya sabemos que el tigre no se retiraba tranquilo a su jaula después de la función. Por el contrario, buscaba ansioso una recompensa, un desfogue natural para sus urgencias. El tigre no era tan inmaculado como lo pintaban.

El capitalismo cuenta con un medio sencillo para superar sus contradicciones: el dinero. La esposa del protagonista, la principal víctima de todo este enredo, la única capaz de salvar la situación, parece dispuesta a negociar. Según versiones preliminares recibiría cinco millones de dólares de inmediato y varios millones más si acepta permanecer casada y comportarse como mandan los rigores de la publicidad. Debe mostrarse como una esposa dedicada, acompañar a su marido a uno que otro evento social y guardar un silencio absoluto sobre lo ocurrido. Debe, en pocas palabras, arrendarse por unos cuantos millones de dólares al año. Así los patrocinadores quedarán tranquilos. El protagonista renovará su imagen. Y Tiger Inc. seguirá siendo tan rentable como siempre.

Algunos señalarán que esta negociación es amoral o carente de ética. Y razón tendrán. El capitalismo nunca ha sido una fuerza moralizante. Pero puede ser una fuerza civilizadora. De los «aruñetasos», de la gritería, de las persecuciones rabiosas, palo de golf en mano, pasamos a las discusiones contractuales, al intercambio de ofertas y contraofertas monetarias, a la negociación civilizada entre abogados. O para decirlo en términos más abstractos, de las pasiones pasamos a los intereses. La parte ofendida simplemente va a reclamar lo que le corresponde por salvar a Tiger Inc. Todo quedó reducido a una simple renegociación contractual.

El economista gringo Ian Ayres señaló recientemente la utilidad de “monetizar las frustraciones”. Cada vez que nos sentimos frustrados por un incidente doméstico, dice con ironía, resulta útil preguntarnos cuánta plata estaríamos dispuestos a pagar para evitar la molestia. Una vez hecha la conversión, señala, los problemas lucen más llevaderos. La señora de Tiger tiene bien aprendida la lección. Rápidamente encontró la forma de ponerle un buen precio a sus frustraciones. En pocas semanas todo quedará arreglado de manera civilizada. El espectáculo volverá a las canchas. Y Tiger Inc. seguirá produciendo plata para dar y convidar.

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Proezas ministeriales

Algunas veces es menester volver sobre lo mismo, revisitar lo ya visitado. Esta semana el Ministro de Transporte anunció que en los próximos días radicará un proyecto de ley que, de ser aprobado por el Congreso, autorizaría al Gobierno a vender 15% de Ecopetrol con el fin de financiar dos conjuntos de carreteras, bautizados (con dudosa ortografía) Proesa I y Proesa II. Después de siete años de extravíos, de vueltas y revueltas, el Ministro aspira a que el Congreso apruebe rápidamente una inversión de US$7.500 millones, la más grande en la historia del país. El proyecto tendrá mensaje de urgencia y de insistencia. La idea es distribuir toda la plata de una buena vez.
Quizá como consecuencia de la incertidumbre sobre su continuidad, de las dudas sobre la viabilidad constitucional de una segunda reelección, el Gobierno ha multiplicado su actividad, está dando muestras de una gran creatividad de última hora. Pretende modificar la regulación del mercado eléctrico para que las Empresas Públicas de Medellín puedan comprar una buena parte de Isagén. Quiere aumentar los impuestos departamentales mediante una declaratoria de emergencia social injustificada e injustificable. Y aspira, sin estudios, sin análisis, casi sin discusión, a que el Congreso apruebe una inversión de varios miles de millones de dólares en carreteras.

La creatividad del Ministro de Transporte cogió por sorpresa a otros sectores del Gobierno. Los abogados del Ministerio de Hacienda tuvieron que redactar, a las volandas, un proyecto alternativo que corrige, al menos, la pretensión del proyecto original de distribuir de manera definitiva la totalidad de los recursos. Los técnicos del Departamento Nacional de Planeación han dicho repetidamente que las obras en consideración deberían estudiarse cuidadosamente antes de anunciar una suma exorbitante que despertaría (ya lo hizo) los apetitos clientelistas del país entero. El Presidente, por su parte, ha guardado un elocuente silencio sobre las desavenencias ministeriales. Pero el Ministro de Transporte parece decidido. Ya cuenta con el apoyo previsible de los posibles beneficiarios, entre ellos varios gobernadores y muchos congresistas. Desafiante, ha dicho que presentará el proyecto con o sin el aval del Ministro de Hacienda. La creatividad de última hora tiene visos de tragicomedia.

En el congreso anual de la Cámara Colombiana de la Infraestructura, donde el Ministro de Transporte anunció la presentación del proyecto de ley con su usual desenfado, los congresistas estaban expectantes. Uno de ellos mencionó cándidamente que el proyecto era inconveniente, pero que estaría dispuesto a apoyarlo si le metían un aeropuerto. Otro, usualmente responsable, moderado, señaló que una vez iniciada la repartija, después de rota la piñata, no había alternativa distinta a lanzarse de cabeza. “Es cuestión de supervivencia política”, dijo. La discusión legislativa no ha comenzado, pero no es difícil anticipar qué ocurrirá si el Ministro de Transporte consigue salirse con la suya.

Uno de los asistentes al congreso de infraestructura, en un momento de lucidez e ironía, dijo, en tono resignado, que tenía un buen nombre para la iniciativa del Ministro de Transporte: “Infraestructura Ingreso Seguro”. En esas estamos.

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Ecopetrol en venta

Esta semana el Gobierno, en cabeza del Ministro de Transporte, propuso vender 15% de Ecopetrol con el objetivo de financiar un ambicioso plan de autopistas. Aparentemente la propuesta del Ministro cuenta con la anuencia del presidente Uribe. “Yo tomo el tema muy positivamente. Yo creo que ahí tiene el país un camino para este desatraso de infraestructura”, dijo este último a mitad de semana en la Asamblea de Gobernadores. Aunque más cauteloso, el Ministro de Hacienda también avaló la iniciativa: “lo que quiere decir es que se cambia un activo por otro y eso, en criterio nuestro, tiene mucho sentido para poder desarrollar grandes obras de infraestructura sin deteriorar la sostenibilidad fiscal del mediano plazo”.

La propuesta es buena en teoría. El atraso en materia de infraestructura es notorio. Las nuevas vías podrían aumentar la rentabilidad de la inversión privada y contribuir al crecimiento económico. En la coyuntura actual, con la economía estancada y el desempleo disparado, las inversiones contempladas contribuirían además a la reactivación económica. En suma, la idea de vender un activo valioso para invertir lo recaudado en otro aún más rentable (socialmente hablando) tiene sentido, puede justificarse teóricamente.

Pero en los asuntos de gobierno las buenas teorías pueden fracasar por cuenta de las malas prácticas, por la ausencia de planeación y la incapacidad de gestión. En este caso, los problemas prácticos son evidentes. Para comenzar, la propuesta es apresurada e inoportuna. Ocurre ya al final del período de gobierno. No hace parte del plan de desarrollo. No ha sido incorporada en la planeación fiscal. Parece más la iniciativa de un candidato que la de un presidente. La improvisación carismática, como dijo recientemente el ex ministro Rodrigo Botero, prevalece sobre el análisis técnico, sobre el estudio detallado de las políticas públicas.

En el Ministerio de Transporte, en particular, la planeación es casi inexistente. Los análisis rigurosos, los cálculos de los beneficios y los costos de los proyectos brillan por su ausencia. En cambio, las peticiones regionales, los prospectos de elefantes blancos y las presiones de los cazadores de rentas resplandecen con luz propia. Uno de los tres proyectos promovidos por el Ministro de Transporte, las “Autopistas de la Montaña” en el departamento Antioquia, es más una pretensión regional que una prioridad nacional. Ningún estudio ha mostrado que este proyecto es más rentable o conveniente que otros proyectos en regiones o sectores diferentes. Hay muchas cosas que la plata de Ecopetrol no puede comprar. Una de ellas es la planeación adecuada. Otra, la gestión transparente y eficaz.

En 1954, el gran economista Albert O. Hirschman escribió, después de observar por varios años el funcionamiento del Estado colombiano, que “los países en desarrollo se caracterizan no tanto por los bajos niveles de inversión, como por la baja eficiencia de las inversiones ejecutadas”. Más de medio siglo después, nada parece haber cambiado. Sin proyectos bien definidos, sin una gestión eficaz, sin transparencia en la contratación, la venta de Ecopetrol podría terminar financiando muchos proyectos ineficientes. Podría incluso convertirse en una gran piñata politiquera, en una reiteración a gran escala del cuestionado Plan 2.500.

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El nuevo regenerador

El Presidente venezolano Hugo Chávez se presenta frecuentemente como la encarnación del libertador Simón Bolívar, como el continuador de su obra, de sus sueños de libertad y grandeza. A menor escala, sin alcanzar los extremos delirantes del mandatario venezolano, el Presidente argentino Néstor Kirchner ha querido presentarse como el sucesor de Perón, como el heredero de una figura única, una luz duradera en medio de una historia de sombras. Como lo ha dicho, por ejemplo, Antonio Caballero, el Presidente colombiano Álvaro Uribe quiere mostrarse como una versión moderna de Rafael Núñez, el regenerador. “Una democracia moderna –dijo el Presidente Uribe en 2005– necesita seguridad con alcance democrático, por la que luchó Núñez… necesita cohesión social, la que él avizoraba a través de sus tesis económicas”.

En particular, el Presidente Uribe parece identificarse con la figura de Rafael Nuñez creada por el historiador, canciller y político liberal Indalecio Liévano Aguirre. En una biografía publicada en 1944, Liévano describe a Núñez como un héroe incomprendido, víctima de un grupo de ideólogos superficiales, de una camarilla de opositores intransigentes: “el fruto de la insensatez de unos colocado al servicio de la perversidad de otros”. Para Liévano, Núñez fue la autoridad en medio del caos. El pragmatismo conciliador en medio de la cerrazón ideológica. Una fuerza centrípeta, centralizadora en medio del desgarramiento del federalismo. Un visionario capaz de entender, en una coyuntura histórica definitiva, la importancia de “gobiernos vigorosos, identificados con las mayorías populares”.

Las coincidencias entre la biografía de Liévano y el discurso oficial no dejan dudas sobre la influencia del héroe trágico creado por el ex canciller liberal en el Gobierno del Presidente Uribe. En la primera parte, refiriéndose a las primeras ocupaciones burocráticas de Núñez, Liévano afirma, como dice ahora un asesor presidencial, que “los graves problemas del país requerían la atención de una inteligencia superior”. Más adelante, Liévano describe las tribulaciones de “un hombre genial salido de las filas del liberalismo” que se vio obligado “a abandonar las sendas de la política normal” para hacer “lo que la opinión pedía a gritos y la salvación del país demandaba imperativamente”. En la fábula de Liévano, el héroe incomprendido venció todos obstáculos y triunfó ante el pueblo y ante la historia.

El Presidente Uribe ha manifestado públicamente su admiración por la biografía de Rafael Nuñez de Indalecio Liévano. La ha leído y recomendado. Hay allí una justificación casi perfecta a su empecinamiento, a su tendencia a justificar medios dudosos en la búsqueda de fines superiores. En la segunda parte, Liévano cita una interesante reflexión postrera de Rafael Nuñez: “Una vez consumada la obra, la generalidad del país, que no pertenece con frecuencia a los partidos, la aplaude y la apoya decididamente, absuelve las ilegalidades cometidas para realizarla, glorifica al autor…y se recela de los oponentes por más que los oiga invocar los más elevados principios como causa de su resistencia”.

Pocas veces un libro, una biografía en este caso, ha tenido tanta influencia en las palabras y en las obras de un gobierno. Aparentemente el Presidente Uribe encontró en el Núñez de Liévano no sólo un modelo, sino también una justificación para sus ambiciones de poder y sus constantes desafueros.

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Un periodista militante

Hace un mes encontré, en una librería bogotana, una copia de un libro casi desconocido de Gabriel García Márquez. Periodismo militante fue publicado en noviembre de 1978 por la imprenta 3 Esquinas. El libro recopila los artículos políticos de García Márquez escritos durante la primera mitad de los años setenta, su época más abiertamente militante. El libro incluye el artículo “Cuba: de cabo a rabo”, publicado en 1975 en la revista Alternativa, y que ha vuelto a ponerse de moda a raíz del ya célebre artículo de Enrique Krauze sobre la vida pública del escritor colombiano.

Krauze citó en extenso algunas de las licencias propagandistas del novelista transmutado en periodista militante. Pero no sobra citar nuevamente algunos de los fragmentos más delirantes.

La cruda verdad, señores y señoras, es que en la Cuba de hoy no hay un solo desempleado, ni un niño sin escuela…ni represión policial, ni discriminación de ninguna índole por ningún motivo, ni hay nadie que no tenga la posibilidad de entrar donde entran todos…

En los campamentos de vacaciones de Varadero, los niños de Cuba disponen de equipos de diversión como no los conocen muchos hijos de millonarios gringos…Los mejores restaurantes de Cuba, que son tan buenos como los mejores de cualquier país europeo, son las escuela de gastronomía…La proliferación de escuelas es tan desaforada que uno se pregunta en serio si siempre habrá en Cuba tantos niños para tantas escuelas…También el socialismo tiene derecho al lujo, y están dispuestos a conquistarlo. En 1980, dentro de cinco años, Cuba será el primer país desarrollado de América Latina.

Todos los grandes hechos de la revolución…todos están consignados para siempre, con una técnica de reportero sabio en los discursos de Fidel Castro. Gracias a esos inmensos reportajes hablados, el pueblo cubano es uno de los mejores informados el mundo sobre la realidad propia, y mediante un canal más directo, profundo y honrado que el de los periódicos tramposos del capitalismo.

Periodismo militante está lleno de afirmaciones similares, narradas “con tanta solemnidad como solo somos capaces los colombianos”. Los escritos políticos de García Márquez son más una curiosidad biográfica que literaria. Muestran más las lealtades del hombre que las ideas del escritor. El afán propagandístico prima sobre todo lo demás. Todos los artículos están escritos con la solemnidad del creyente, con la pasión casi ingenua del evangelista.

Pero hay algunas excepciones notables. En contadas ocasiones el periodista militante parece dejar de lado su obsesión publicitaria, su deseo manifiesto de que sus camaradas lo quieran más, y se atreve a escribir o a decir lo que piensa. En una entrevista publicada por la Revista Nacional de Cultura de Venezuela García Márquez dijo lo siguiente sobre Cien años de soledad:

Yo creo que el sentido más profundo de «Cien años de soledad» no es la desconfianza en el cambio, sino el planteamiento realista de que ese cambio no será tan inmediato, ni tan fácil, ni tan lírico como los predican [los revolucionarios] sin creerlo, y a veces creyéndolo algunos místicos de la revolución que no saben donde están parados.

En otra parte de la misma entrevista García Márquez dijo lo siguiente sobre la izquierda exquisita europea:

Por lo pronto ayúdennos a que la revolución latinoamericana acabe de pasar de moda en Europa. Yo recuerdo sin ningún sentido del humor a las modelos italianas vestidas con el uniforme verde olivo en los bares de la Vía Veneto… Los análisis apologéticos, desarraigados y petulantes de algunos ensayistas europeos han sembrado más confusión que las tentativas del imperialismo…a ellos les debemos además algunos muertos inútiles.

En fin, el periodista militante cuestiona, en un raro instante de escepticismo, las ansias revolucionarias de propios y extraños. Al final de su artículo, de su vehemente denuncia, Krauze cita una frase de Orwell: “cualquier escritor que adopta un punto de vista totalitario, que consiente la falsificación de la realidad…se destruye a sí mismo”. García Márquez no se destruyó como novelista. Tampoco como reportero. Pero el periodista militante sí anuló al ensayista. Del pensamiento de García Márquez sólo quedan destellos, fragmentos dispersos en medio de la propaganda, de una militancia deliberada que anuló para siempre al intelectual público, al comentarista lúcido de la realidad nacional y mundial.

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Sobre la desigualdad

Ya es un lugar común decir que Colombia es uno de los países más desiguales del mundo. Consuetudinariamente nuestros editorialistas traen a cuento los índices de desigualdad que muestran la brecha, el abismo dirán algunos, que separa a los ricos de los pobres. En la década anterior, la desigualdad aumentó en toda la región. En los países latinoamericanos, casi sin excepción, los de arriba vieron crecer sus ingresos mientras los de abajo percibieron un estancamiento (o una caída) en los suyos. En esta década, la desigualdad ha disminuido en muchos países, en Brasil, en Chile, en México, entre otros, pero ha seguido creciendo en Colombia. Antes al menos podíamos decir que el mal era generalizado; ahora, tristemente, parece ser exclusivo.

¿Qué explica el crecimiento de la desigualdad? Varios analistas nacionales, imbuidos en la jerga económica del momento, han tratado de liquidar la cuestión con una frase sonora. “El crecimiento de la economía colombiana –dicen– es pro-rico, no pro-pobre”. Pero esta frase, esta explicación encapsulada, explica muy poco, simplemente cambia un interrogante por otro. ¿Por qué –tendríamos que preguntar ahora– el crecimiento en Colombia beneficia más a los ricos que a los pobres?

Esta semana, un investigador de la Universidad Nacional propuso una hipótesis sugestiva. La filosofía del Gobierno –sugirió– parece estar resumida en una palabra: “enriqueceos”. “Hoy tenemos –dijo– un país totalmente codicioso que lleva al índice de concentración del ingreso a niveles de 0,59, los más altos de América Latina”. La denuncia de la codicia está de moda. Ya Benedicto XVI había señalado, con afán reduccionista, con vehemencia papal, que “la codicia es la raíz de todos los vicios y de todos los males del ser humano y de la sociedad, y la responsable de la crisis económica mundial que estamos viviendo”. El moralismo, la indignación magnánima, el señalamiento de los codiciosos sirve, tal vez, para componer buenos sermones. Pero no sirve, ciertamente, para explicar los hechos de la economía.

El crecimiento de la desigualdad tiene muy poco que ver con la codicia de unos pocos o con el enriquecimiento de unos cuantos empresarios o finqueros. La explicación está en otra parte, en el comportamiento del mercado de trabajo, en el fracaso sistemático de las políticas de empleo. En Colombia, los trabajadores sin educación superior, pensemos en un bachiller recién graduado, están casi condenados a la informalidad laboral, al rebusque diario que incluye, en algunos casos, un subsidio estatal. Por el contrario, los trabajadores con educación superior, pensemos en un profesional típico, han visto crecer sus oportunidades laborales, han podido, en muchos casos, acceder a un empleo formal. En suma, el crecimiento de la desigualad es el resultado de la exclusión, cada vez mayor, de los trabajadores no educados del mundo del empleo formal, de los sectores modernos de la economía.

Así las cosas, la disminución de la desigualdad requiere una reorientación radical de la política económica: menos impuestos al trabajo, menos estímulos a la inversión, menos subsidios asistencialistas y probablemente más cupos universitarios. En últimas, la creciente desigualdad es el reflejo de la falta de oportunidades laborales y educativas, no de la codicia de unos cuantos pecadores patrocinados por un Gobierno devoto.