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Antipolítica verdadera

En los países democráticos, muchos políticos son incapaces de tomar decisiones impopulares, de hacer lo que toca. Viven muertos de miedo. Paralizados. Intimidados por los medios de comunicación, por la oposición, por la gente. Esta semana, varios sitios de internet reportaron que los políticos polacos llevaban varios años diciendo de manera tímida, soterrada, que el gobierno de su país estaba en mora de comprar un nuevo avión presidencial. Pero ninguno tuvo la valentía de decirlo públicamente. Todos temían ser acusados de desperdiciar la plata del Estado en veleidades de millonarios, en lujos sin importancia. Según parece, preferían la muerte al escarnio público, al dedo señalador de los medios y la oposición.

En un mundo donde los recolectores de votos, los protagonistas principales de la democracia, están obligados a decir y hacer lo que la gente quiere oír y ver, la antipolítica tiene algo de novedoso. Y mucho de conveniente. La antipolítica, valga la aclaración, entendida no como una forma oportunista de alimentar el apetito ciudadano por la indignación, sino como una forma responsable de emancipación, de protesta en contra de la coerción moral de las mayorías y del imperativo democrático de la irresponsabilidad. Previsiblemente los antipolíticos verdaderos reciben de vez en cuando algunos silbidos. O son acusados por sus enemigos de blandengues o neoliberales.

En la actual campaña presidencial, uno de los candidatos parece dispuesto a decir lo que piensa, a decir, por ejemplo, que va a subir los impuestos para cubrir el déficit de la salud y a preservar la legislación vigente sobre la duración de la jornada diurna de trabajo (porque “es mejor mantener la estabilidad y las reglas actuales hasta que se tengan claras sus consecuencias y su impacto”). O a decir sin salvedades que, en este reino tropical de las promesas, los ciudadanos no sólo tienen derechos, sino también deberes y obligaciones. O a sostener claramente que no promete un camino de rosas.

Este candidato estaría, en mi opinión, dispuesto a decir (o insinuar al menos) lo que todos los políticos saben pero ninguno, por temor o conveniencia, se ha atrevido a confesar: que en un país como Colombia existe una brecha insalvable, casi un abismo, entre las expectativas de la gente y las posibilidades reales del Estado. El candidato en cuestión representa, en últimas, la utopía extraña de la sinceridad que se atreve, en medio de una campaña electoral muy apretada, a cuestionar la utopía corriente de un Estado todopoderoso.

Durante su última visita a Colombia, ya hace algunos años, un prestigioso economista gringo, asesor de muchos gobiernos latinoamericanos, confesó cándidamente que en sus conversaciones con los presidentes o mandatarios recién elegidos solía repetir la misma advertencia: “llegó la hora de dejar a un lado las promesas de campaña y sentarse a pensar seriamente en los problemas más urgentes”. Esta advertencia podría resultar innecesaria en la actual coyuntura política colombiana. El próximo presidente de este país podría ser un político o un antipolítico, los lectores sabrán identificarlo, que dice lo que piensa y hace más de lo que promete.

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Delfines octogenarios

Tres ilustres miembros del partido Conservador hicieron esta semana, en palabras del candidato presidencial Juan Manuel Santos, una proclamación histórica. Mariano Ospina Hernández (hijo del ex presidente conservador Mariano Ospina Pérez), Ignacio Valencia López (hijo del también ex presidente Guillermo León Valencia) y Enrique Gómez Hurtado (hijo del ex presidente e ideólogo del partido de Caro y Ospina, Laureano Gómez) declararon, en un lenguaje grandilocuente, de otros tiempos, que habían decidido sumarse a la candidatura de Santos con fervor conservador y sentimiento patriótico.
“Ejemplos históricos de nuestro proceder han sido: la convocatoria de Rafael Núñez con su dilema de Regeneración o Catástrofe, el llamado de Mariano Ospina Pérez a la Unión Nacional y el de Laureano Gómez para conformar el Frente Nacional”, dijeron, orgullosos, los ilustres conservadores. Su proclamación parece una parodia de nuestra larga historia de lealtades cambiantes y disidencias oportunistas. Sus palabras alambicadas recuerdan los discursos encendidos de Miguel Antonio Caro en pro de la Regeneración y en contra de los conservadores “reintegristas” que trataron, por egoísmo, “de disociar —y dígolo según mi conciencia— lo que Dios ha unido para la salvación de Colombia”.

Dejando a un lado las analogías históricas, cabe señalar (la nobleza así lo obliga) que el evento de esta semana, la teatral adhesión de los líderes conservadores al Partido de la U, representa un hito en la historia reciente del país. El evento marcó la presentación en sociedad de una especie desconocida en la peculiar zoología política colombiana: los delfines de 80 años. Los lectores pueden encontrar en internet una foto que capturó el momento para la posteridad. El candidato Santos, con corbata rosa, levanta sus manos, y los tres delfines octogenarios, con rígidas corbatas azules, alzan las suyas, sonrientes, satisfechos, históricos. No precisamente la imagen de la renovación.

“Porque retroceder no es una opción”, advierte uno de los eslóganes de la campaña de Juan Manuel Santos. El mismo Santos ha dicho varias veces, haciéndole eco a las palabras del Presidente de la República, que llegó la hora de dejar atrás nuestro pasado de violencia y frustraciones. Y para ayudarles a él y a su partido en este empeño patriótico, en esta tarea inaplazable de emancipación histórica, el candidato Santos ha reclutado, óigase bien, a los hijos de Mariano, Guillermo León y Laureano. Sin ningún prejuicio, me atrevería a decir que los delfines históricos representan más una vuelta en U, un retorno al pasado, que la promesa de un futuro mejor.

El candidato Santos insinuó esta semana que la proclama de los ciudadanos conservadores tiene un gran valor simbólico. Y la verdad sea dicha, el candidato tiene toda la razón. La foto de Santos con los godos ilustres, con los hijos de los protagonistas de nuestra historia, muestra que, después de todo, el Partido de la U es un partido conservador en un sentido literal: aspira a embalsamar nuestra historia. El tío abuelo de Juan Manuel Santos también fue presidente de Colombia y los líderes conservadores son de su misma estirpe, familiares de quienes han mandado en este país por casi un siglo. Uno y otros aspiran por supuesto a seguir mandando. Ojalá que no.

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Un misántropo amoroso

“Maestro, el arte no es para sostener tesis: es para producir emociones” le reclama su malgeniado contertulio al protagonista de la última novela de Fernando Vallejo, El don de la vida. Pero el maestro, obstinado, incrédulo, no hace caso. Continua con su tesis, con su alegato rabioso en contra de la irremediable tragedia de la vida, de sus cuatro enemigos primordiales que son en últimas un solo enemigo verdadero: “el Cambio es lo mismo que el Tiempo, y el Tiempo lo mismo que la Vejez, y la Vejez lo mismo que la Muerte. Cuatro que son tres, tres que son dos, dos que son uno”.

Fernando Vallejo no representa “una conciencia crítica del país” como dicen algunos de sus colegas escritores y repiten, obedientes, muchos profesores universitarios. Colombia no es el único blanco de sus críticas. Su ira va con él a todas partes. No conoce fronteras. “Francia ha caído muy bajo desde el locutor De Gaulle…Prefiero mil veces a Colombia con todo y lo asesina que es” dice el protagonista de El don de la vida. “A México lo educó la Revolución en el peculado, el crimen, el cinismo, la extorsión, el fraude, la lambisconería, la alcahuetería, la tortuosidad, la malicia, la mentira” afirma el narrador de su primera novela de muertos, Entre fantasmas. Cuba, España y los Estados Unidos también figuran en la larga lista de sus desafectos. La conciencia crítica de Vallejo no tiene patria. Muchas veces se confunde con la denuncia política o con el alegato moralizante pero no es más que una reiteración adicional de su tesis sobre la tragedia humana.

Una tragedia que se reduce, ya lo dijimos, a una sola cosa o a dos que son una: la vejez y la muerte. “Por cuanto a su trabajo se refiere, Dios, la Evolución, o lo que sea, son entidades muy chambonas. Han tenido tres mil quinientos millones de años a su disposición más todos los átomos de la corteza de la tierra, y lo mejorcito que han producido es el hombre. Con vejez y muerte este asunto no sirve. Es una insensatez que viene de un pantano y que va hacia la nada” escribió en uno de sus ensayos sobre biología. “Es que el mundo está mal hecho, Dios lo hizo mal. Resultó un maestro de obra chambón” afirmó nuevamente en El don de la vida.

Pero detrás de la tesis de Fernando Vallejo, de su elocuente misantropía, de su protesta contra la condición humana, contra las raíces de nuestro sufrimiento como dijo alguna vez el biólogo Robert Trivers, yace un sentimiento redentor. Así como algunos románticos y muchos pensadores iluminados han terminado odiando al hombre de tanto quererlo, así mismo Fernando Vallejo ha terminado amándolo de tanto odiarlo. “La infelicidad ajena es mi desdicha” confiesa en su última novela. Una desdicha nacida, probablemente, de la solidaridad biológica, de un entendimiento lúcido, desgarrado, de la condición humana.

Fernando Vallejo es en últimas un escritor paradójico, un misántropo amoroso o al menos compasivo, un pesimista incurable que terminó queriendo al hombre con el amor racional de quien entiende a plenitud su tragedia, sus ínfulas de inmortalidad y sus deseos imposibles de felicidad.

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Aprendiz de imperialista

Brasil va en camino de ser una potencia mundial. Ya es la novena economía del mundo. Por sus riquezas naturales, por su mismo tamaño y por su extraordinaria diversidad se ha convertido en un protagonista de primer orden en la comedia de las naciones. De Brasil se dijo por mucho tiempo que era una eterna promesa, una potencia en potencia, un gigante aletargado. Pero ahora, de manera súbita, parece haber salido para siempre de su largo sueño, de su pasado de frustraciones repetidas y delirios de grandeza.

Como sucede a menudo –los países reproducen los vicios más pueriles del alma humana– Brasil ha llegado pisando duro. El Gobierno del Presidente Lula, en particular, ha mostrado sus intenciones imperialistas, sus ínfulas de mandamás. En Mercosur, usa y abusa de sus hermanitos menores, de Bolivia y Paraguay. En Honduras utilizó su sede diplomática en Tegucigalpa para conspirar, a la usanza tradicional del imperio americano, en contra de los poderes establecidos. Y en los últimos meses ha tratado a Colombia como a una Banana Republic, como a una ficha más en el errático ajedrez de sus relaciones internacionales.

Primero, nunca se pronunció en contra del bloqueo comercial de Venezuela a Colombia. Todo lo contrario: trató de sacarle provecho económico a las disputas políticas entre Bogotá y Caracas. Después se opuso, de manera caprichosa, al acuerdo de cooperación militar entre Colombia y los Estados Unidos. Y más recientemente atacó injustamente a las autoridades económicas de Colombia en el exterior. Como lo reportó la prensa esta semana, el director ejecutivo por Brasil en el Fondo Monetario Internacional (FMI), Paulo Nogueira, despidió arbitrariamente a la directora alterna por Colombia, la ex viceministra de hacienda, María Inés Agudelo.

Nogueira actuó de manera impertinente. Rompió un pacto de caballeros de casi medio siglo sobre el manejo de la silla que comparten Brasil y Colombia en el directorio del FMI. Y ha querido arrogarse el derecho de escoger o vetar los nombramientos colombianos. Nogueira ha criticado la política macroeconómica colombiana que, en sus lineamientos esenciales, es similar a la brasileña. Pero Lula no parece preocupado por las impertinencias y las contradicciones de Nogueira. Por el contrario lo ha protegido de manera velada pues, en últimas, le sirve para controlar el ala radical de su partido. Si Colombia tiene que pagar el costo de la compleja gobernabilidad brasileña, ¿qué más da? Al fin de cuentas, dirán en Brasilia, los peces grandes siempre se comen a los pequeños.

En su reciente visita a Colombia, el analista venezolano Moises Naim dijo que Lula es un gigante político pero un enano moral, un mandatario sin principios, dispuesto, por ejemplo, a apoyar a violadores de los derechos humanos de este y otros continentes. Probablemente Naim sobrestima la perversidad del Presidente de Brasil. Con sus palabras y sus acciones de Gobierno, Lula simplemente está demostrando que, en la conducción de las relaciones internacionales, Brasil no tiene amigos: tiene intereses económicos y ambiciones geopolíticas. Y por ahora, sobra decirlo, los intereses de Brasil, el aprendiz de imperialista, no coinciden, al menos no plenamente, con los intereses de Colombia.

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Arias paradójico

Los resultados de la consulta conservadora fueron en cierta medida sorprendentes. Paradójicos. En particular la distribución regional de la votación del precandidato Andrés Felipe Arias contradice las opiniones de muchos analistas políticos, profesionales y aficionados. Arias ganó en Medellín y en Bogotá, en los epicentros del voto de opinión, donde supuestamente residen los electores con mayor capacidad de juicio o discernimiento. Y perdió en muchas regiones donde el clientelismo y el voto interesado han imperado por décadas. Perdió, por ejemplo, en Nariño y en el Magdalena, donde minifundistas y latifundistas recibieron los cuestionados subsidios de AIS.
Arias comenzó su carrera política desde el Ministerio de Agricultura. Como ministro, asistió a cientos de consejos comunitarios. Repartió miles de millones en subsidios y ayudas. Se autoproclamó el defensor de los campesinos colombianos frente a los ataques de las Farc o los embates del Banco de la República. Se opuso histriónicamente al despeje de dos municipios del Valle del Cauca. Más tarde, como precandidato, recibió el apoyo unánime de los gremios agropecuarios. Iba a nombrar al presidente de Fedegán como su compañero de fórmula presidencial. Denunció el sesgo urbano de sus críticos, de quienes, desde la comodidad de los salones bogotanos, opinaban sobre la compleja realidad del campo colombiano. En fin, Arias era el candidato perfecto, casi caricaturesco, del llamado uribismo rural.

Pero paradójicamente terminó seduciendo a cientos de miles de votantes urbanos, entre ellos a los asiduos de los salones bogotanos y de los clubes de El Poblado. Los atuendos costumbristas, la demagogia primitiva, las salidas de tono, todo este histrionismo calculado tuvo una mayor acogida en las grandes ciudades que en las zonas rurales. Probablemente la oposición teatral al despeje tuvo un mayor rédito electoral en Bogotá y en Medellín que en los municipios del Valle del Cauca. En últimas, el uribista rural, el candidato de Fedegán, el supuesto redentor de los campesinos colombianos, terminó siendo un involuntario candidato de opinión, uno de los favoritos de las clases medias y altas de las grandes ciudades.

El fracaso de Arias sugiere que el control del presupuesto, el clientelismo oficial, no tiene un efecto preponderante sobe el voto rural o regional. Arias perdió en Nariño, en Boyacá y en otros departamentos con miles de beneficiarios individuales de AIS. Por otra parte, el triunfo del ex ministro en Bogotá y Medellín, en los centros tradicionales del voto de opinión, sugiere que los escándalos de corrupción, las denuncias de la prensa, no siempre tienen un efecto definitivo sobre el voto de opinión. Si la política colombiana fuera como la pintan con frecuencia, Arias habría ganado en el campo por cuenta de los subsidios y perdido en las ciudades por cuenta de los escándalos de corrupción.

En fin, los resultados de la consulta conservadora muestran que la política colombiana es más compleja de lo que parece. Perdió el precandidato del Presidente, del presupuesto y de los gremios. Y aparentemente el uribismo rural, obcecado, indiferente ante la corrupción, tiene sus grandes bases en Bogotá y en Medellín, entre los tomadores de whisky que tanto odian en la Casa de Nariño.

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¿Estímulos o regalos?

Una interesante controversia tiene enfrentados desde hace varios meses al Presidente de la República y a muchos economistas colombianos. El motivo de la discordia es una exención tributaria promovida por el Gobierno que permite a las empresas deducir del ingreso gravable 30% de sus inversiones en activos fijos. Esta exención ha disminuido la carga tributaria de las empresas manufactureras, mineras y de transporte, y parece haber tenido un costo fiscal considerable.

Muchos economistas han argumentado que la controvertida exención constituye un regalo innecesario que no estimula la inversión e introduce grandes distorsiones sectoriales. Por su parte, el presidente Uribe ha señalado que una cosa es un regalo y otra muy distinta un estímulo a la inversión y a la generación de empleo productivo. “Hacen mal las cuentas —dijo el Presidente esta semana en una clara referencia a los economistas—, dicen que eso ha costado $10 billones. ¿Cuál costo? Si con esas inversiones no contábamos… y no han hecho la otra cuenta: lo que le ha ocurrido al país en mejoramiento de tasa de inversión en estos años, que ha sido bien importante”.

De un lado, el Presidente señala que el crecimiento observado en la inversión privada demuestra la bondad de la política en cuestión; del otro, los economistas afirman que las mayores inversiones fueron el resultado de un entorno internacional favorable y una mejoría significativa en las condiciones de seguridad, no de los descuentos tributarios. El Gobierno menciona los testimonios optimistas de muchos empresarios agradecidos. Los economistas presentan las evaluaciones pesimistas de políticas similares implantadas en otros países. Cada quien cita las anécdotas o las cifras que respaldan sus argumentos, pero ninguna de las partes enfrentadas se ha dado a la tarea de estimar el impacto de los descuentos tributarios, de preguntarse, como toca, si la inversión privada habría sido efectivamente mucho menos dinámica en ausencia de los controvertidos descuentos.

Afortunadamente dos economistas colombianos, Arturo Galindo y Marcela Meléndez, hicieron finalmente la tarea, esto es, recogieron los datos y estimaron el impacto de los descuentos tributarios sobre la inversión privada en el sector manufacturero. En un artículo dado a conocer esta semana, Galindo y Meléndez muestran que el impacto es incierto en el mejor de los casos e inexistente en el peor. Los autores encuentran que, en el período 2004-2007, durante los años de bonanza, los subsectores industriales que se beneficiaron en mayor grado de los descuentos tuvieron tasas de inversión similares a los subsectores que, por distintas razones, se beneficiaron en mucho menor grado. Por ejemplo, la industria editorial, que no se benefició pues está eximida de impuesto de renta, tuvo una tasa similar a la de otros subsectores, como los fabricantes de muebles, vidrios o productos lácteos, que sí disfrutaron de una reducción significativa en sus impuestos.

El artículo mencionado constituye un veredicto casi definitivo en contra de la llamada confianza inversionista. Aparentemente los descuentos analizados consiguen poco y cuestan mucho. En suma, no son estímulos, como dice el presidente Uribe, sino simples regalos tributarios, como han sugerido muchos economistas.

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Un fallo esperanzador

Más allá de la inevitable controversia política, la decisión de la Corte Constitucional constituye un hecho sin precedentes, un rompimiento abrupto con una larga tradición latinoamericana. Cuando Menem resolvió continuar en el poder, contó con la obediencia incondicional de los jueces. Cuando Fujimori decidió perpetuarse en la Presidencia, no encontró ningún obstáculo institucional. Chávez ha modificado a su antojo las leyes de la quinta república para acomodarlas al tamaño (siempre creciente) de su ambición. Evo Morales y Daniel Ortega lograron extender sus mandatos mediante sendas reformas constitucionales. El mismo presidente Uribe consiguió seguir de largo la primera vez. En suma, muchos presidentes latinoamericanos han logrado salirse (o quedarse) con la suya, han tenido pocos obstáculos ciertos a sus ambiciones.

Históricamente los gobernantes latinoamericanos han subordinado las normas constitucionales a sus intereses políticos. Sobre las constituciones formales en América Latina, el historiador Frank Safford escribió lo siguiente hace ya varios años: “ningún grupo político creía que sus adversarios las observarían. Aquellos que tenían el poder manipulaban los principios constitucionales para mantener el gobierno en sus manos… Quienes estaban fuera del poder creían, generalmente con razón, que nunca podrían tener acceso al Estado en los términos formales establecidos por la Constitución”. Safford estaba haciendo referencia al siglo XIX. Pero poco parece haber cambiado desde entonces.

La Corte Constitucional apartó a Colombia de esta peligrosa tradición. No sólo actuó como un contrapeso efectivo al poder presidencial. Determinó al mismo tiempo que el balance de poderes es una característica insustituible de nuestro ordenamiento jurídico y garantizó por lo tanto la existencia de contrapesos ciertos en los años por venir. Esta misma semana la Corte Suprema ordenó la detención de un familiar del Presidente de la República, acusado de tratos ilegales con grupos paramilitares. Simultáneamente muchos congresistas de la llamada coalición de gobierno anunciaron su oposición a los decretos de emergencia social. En Colombia, nadie podría negarlo, existen poderes independientes, capaces de contradecir la voluntad presidencial. El contraste con Venezuela, para poner un ejemplo obvio, es evidente. Aquí hay democracia. Allá no.

Por mucho tiempo, sectores de la izquierda y la derecha despreciaron las instituciones formales, las “repúblicas aéreas”, las llamadas constituciones de papel, etc. Los críticos percibían los límites al poder como un embeleco liberal, como un ideal insulso que no garantizaba ni el progreso ni la prosperidad. Este episodio de nuestra historia (la pretensión hegemónica del Gobierno frenada a tiempo por la Corte Constitucional) podría tener una consecuencia positiva, imprevista en primera instancia. Podría generar, al menos en muchos sectores políticos, un necesario consenso sobre la importancia del respeto irrestricto a algunos principios constitucionales. Las reglas no son garantía inmediata del progreso o de la paz pero son, en últimas, el sustento de todo lo demás.

En síntesis, el fallo de la Corte Constitucional alejó el espectro del poder ilimitado. Pasarán muchos años antes de que alguien vuelva a proponer el cambio oportunista de un articulito.

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Salud cooptada

El día viernes la Superintendencia Nacional de Salud anunció en un vehemente comunicado que Saludcoop, la EPS más grande del país, deberá restituir más de 600 mil millones de pesos al sistema de salud. Según el comunicado, Saludcoop utilizó los recursos de la salud en la compra de activos fijos y en la construcción de infraestructura, esto es, en fines distintos a los estipulados por la ley y señalados por la Corte Constitucional. Saludcoop tiene ocho meses para liquidar sus inversiones, aumentar los activos líquidos y disminuir el endeudamiento. Pero la disputa jurídica probablemente tomará mucho más tiempo. Saludcoop ya anticipó que hará uso de todos los recursos legales a su disposición.

El comunicado en cuestión es apenas el más reciente episodio de una historia larga y repetida que muestra, entre otras cosas, el fracaso recurrente del Estado colombiano en su papel de supervisor y regulador del sistema de salud. En esta historia, la Supersalud, una entidad débil técnicamente, politizada y envuelta en varios escándalos de corrupción, no pudo meter en cintura a un gigante financiero, a una organización poderosa que hizo lo que quiso por mucho tiempo. El caso de Saludcoop recuerda otra historia reciente, la de algunos grandes bancos norteamericanos que lograron evadir la supervisión y la regulación y terminaron haciendo lo que les vino en gana, con consecuencias conocidas. Y desastrosas.

Uno de los primeros capítulos de esta historia repetida ocurrió en los primeros meses de 2004, hace ya seis años. La Supersalud acusó entonces a Saludcoop de utilizar los recursos del sistema de salud en actividades distintas a las permitidas por la ley y la conminó a reversar inversiones por casi 200 mil millones de pesos. Saludcoop reaccionó agresivamente. Contrató a algunos de los abogados más poderosos del país. Interpuso varias tutelas. Acusó a la Superintendencia (el lenguaje no ha cambiado desde entonces) de promover medidas absurdas y poner en riesgo el sistema de salud. Al final un juez de circuito falló una de las tutelas en favor de Saludcoop, pues supuestamente se habían vulnerado sus derechos a la defensa y el debido proceso.

La Supersalud pareció olvidarse del asunto por varios años. En 2007, el entonces superintendente, José Renán Trujillo, anunció una completa auditoría a todas las EPS, pero los resultados de las investigaciones nunca se conocieron. Un año más tarde Trujillo renunció en medio de rumores de corrupción, no sin antes señalar que la Supersalud estaba asediada por intereses muy poderosos. A mediados del año anterior, la Supersalud volvió a revivir el caso en contra de Saludcoop. En julio de 2009 presentó un informe preliminar que ponía el mismo dedo en la misma llaga. Saludcoop, decía el informe, había estado gastándose la plata de la salud en otras cosas y debía restituir más de 700 mil millones de pesos al sistema.

El informe permaneció engavetado hasta este viernes cuando, en medio de la crisis causada por los decretos de emergencia social, la Supersalud anunció que Saludcoop tenía ocho meses para devolver la plata. Nuevamente, como en tantos otros temas de la salud, las decisiones cruciales se pospusieron de manera irresponsable o sospechosa. Al final, como siempre, seremos los contribuyentes quienes terminaremos pagando por los excesos de unos y las omisiones de otros.

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Violencia disparada

La noticia pasó inadvertida. Fue publicada en las páginas interiores de los periódicos en medio de las historias mínimas de todos los días. Los editorialistas de la prensa la hicieron a un lado. Los comentaristas radiales no mostraron mayor interés. Pero la noticia es preocupante. Literalmente de vida o muerte. Esta semana el director del Instituto Colombiano de Medicina Legal anunció un incremento de 16% de los homicidios durante el año anterior. El número de asesinatos pasó de 14.138 en 2008 a 16.363 en 2009. La tasa anual ya se acerca a 38 muertes por cada cien mil habitantes. El Plan de Desarrollo planteaba, cabe recordarlo, llevar la tasa de homicidios de 33 a 30 entre 2006 y 2010: una meta modesta que no va a cumplirse.

A finales del año anterior, en medio del optimismo navideño, el general Naranjo pronosticó una caída de 300 homicidios en 2009 con respecto a 2008. Entusiasmado, señaló entonces que la tasa anual sería la más baja de los últimos 23 años. Llama la atención, por una parte, la discrepancia entre los registros de la Policía Nacional y los de Medicina Legal. Pero, sobre todo, preocupa el optimismo del general Naranjo ante el resurgimiento de la violencia homicida en muchas regiones del país. Valdría la pena, al menos, que se pronunciara sobre las cifras de Medicina Legal.

El incremento de los homicidios no obedece simplemente al recrudecimiento de la violencia en dos o tres ciudades problemáticas. Los casos de homicidio se duplicaron en Medellín. Pero al mismo tiempo aumentaron 40% en Sincelejo, 25% en Cartagena y Arauca, 15% en Cali, Montería y Santa Marta, y 6% en Bogotá y Barranquilla. Sólo en la Zona Cafetera, en el Cesar y en algunas zonas apartadas hubo una disminución significativa del número de homicidios. En términos generales, el crecimiento de los homicidios parece ser un fenómeno real y extendido. No es un problema puntual. Ni mucho menos una distorsión estadística.

Las autoridades conocen bien las causas del problema: el crecimiento del crimen organizado, el reciclaje de las bandas de narcotraficantes, los coletazos de la desmovilización de los paramilitares, etc. Pero no parecen preparadas para enfrentarlo. Las propuestas recientes revelan una mezcla de desespero e impotencia. Primero fueron los estudiantes y los taxistas los llamados a resolver el problema. Después fueron los obispos los reclutados para facilitar una negociación azarosa con las bandas emergentes. A finales de la semana el Gobierno aclaró que los obispos sólo estaban autorizados para hacer labores pastorales. Ya los veremos, entonces, tratando de convencer a los criminales de las bondades del amor al prójimo.

“Ocho años es poco tiempo para recuperar la seguridad”, dijo el presidente Uribe el día viernes. Y hasta razón tendrá. Pero la recuperación de la seguridad requiere un cambio de rumbo. Mientras cientos de miles de soldados buscan en la selva a un puñado de guerrilleros invisibles, los policías enfrentan todos los días en las calles a organizaciones cada vez más poderosas. La geografía, la naturaleza y la intensidad de la violencia están cambiando rápidamente. Y el Gobierno no parece haberse dado cuenta. Debería comenzar al menos por actualizar sus cifras.

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Fallas de gobierno

Los decretos de emergencia social son un fracaso inobjetable para el gobierno del Presidente Uribe. Han sido rechazados por la opinión pública y cuestionados por muchas agremiaciones profesionales y varias comunidades científicas. Posiblemente van a ser declarados inconstitucionales. Y no resolverán los complejos problemas del sistema de salud. El fracaso no es fortuito, no constituye un caso aislado, un error inexplicable; por el contrario, es el resultado previsible de un estilo particular de administración pública. Este fracaso pone de manifiesto, en mi opinión, cuatro problemas serios, cuatro fallas ostensibles del gobierno liderado por el Presidente Álvaro Uribe.
La primera falla ha sido llamada, con acierto, la retórica de la acción. En muchos casos el gobierno no piensa para actuar, actúa para pensar. Tiene más velocidad que dirección. Corre mucho pero no siempre sabe para dónde va. “Las buenas ideas no se discuten, se ejecutan” dice con frecuencia el Presidente Uribe, dando muestras de una impaciencia sobreactuada. Lamentablemente, el hacer para mostrar que se está haciendo –la retórica de la acción– crea un ambiente propicio para los errores, para la profusión de malas ideas que, en medio de la carrera, se ejecutan rápidamente sin discutirse. Los decretos de emergencia social son un ejemplo casi paradigmático de este problema.

La segunda falla es conocida, tiente que ver con el debilitamiento de los equipos técnicos de los ministerios y del gobierno en general. Muchos funcionarios competentes han renunciado a sus cargos. Otros continúan trabajando pero sus opiniones no son tenidas en cuenta. Algunos de los decretos de emergencia parecen redactados por contadores fiscales ignorantes de las complejidades de la política social. Peor aún, nadie en el gobierno tuvo la osadía o la oportunidad de levantar la mano para, al menos, llamar la atención sobre el exabrupto.

El tercer problema es más general, alude al creciente aislamiento del gobierno, a su incapacidad para establecer un diálogo constructivo con muchos sectores de la sociedad. En el caso de la emergencia social, los médicos fueron llamados a opinar cuando los decretos ya habían sido publicados en el Diario Oficial. Los intentos postreros de conversación han sido verticales, “pedagógicos”: el gobierno no dialoga, explica. Nunca, en la parte crucial del proceso, hubo una conversación horizontal, un esfuerzo por incorporar las inquietudes y observaciones de los médicos, los científicos y los investigadores.

El cuarto y último problema está asociado a la preponderancia casi absoluta de lo político. Desde hace varias semanas, con una disciplina envidiable, el Presidente Uribe dedica una hora de cada día a explicar los logros de su gobierno en distintas emisoras regionales. El Presidente parece más interesado en convencer a los radioescuchas que en resolver los problemas. Las inevitables complejidades de la administración pública están subordinadas a las urgencias del Estado de opinión. Lo que importa, aparentemente, no es tanto el fondo de los decretos como la opinión de los electores.

Los decretos de emergencia no revelan, como afirman muchos críticos, la perversidad del gobierno. Muestran un problema distinto, más mundano, más patente, más inmediato: su mediocridad.