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Promesas y mentiras

Todos los políticos hacen promesas. En época electoral, especialmente, prometen una cosa y la otra, elaboran catálogos de programas y proyectos, olvidan las restricciones fiscales, las complejidades administrativas, las fallas de gobierno, etc Los políticos en campaña no hacen cuentas. “Ya habrá tiempo de ocuparse de las realidades odiosas de la economía”, dicen con entendible ligereza. Pero una cosa es hacer promesas y otra, muy distinta, decir mentiras. Uno cosa es el exceso de entusiasmo o el optimismo deliberado y otra muy distinta, el engaño manifiesto. Esta semana, en mi opinión, el candidato del Partido de la U, Juan Manuel Santos, cruzó la línea invisible que separa las promesas de las mentiras. Veamos por qué.

El programa del candidato Santos contiene, como es costumbre, un largo inventario de promesas: un millón y medio de nuevos cupos universitarios, un millón de nuevas viviendas de interés social, pensiones gratuitas para los más pobres, educación gratuita para todos, un único plan de salud para todo el mundo, un aumento del programa Familias en Acción, tres millones de computadores para los estudiantes de secundaria de los planteles oficiales, etc. Este listado resumido cuesta varios billones de pesos, que aumentarían el ya de por sí abultado déficit del gobierno nacional. En campaña, las promesas son gratis; en el gobierno, cuestan plata.

Esta semana el candidato Juan Manuel Santos anunció que no va a subir los impuestos. Su anuncio implica necesariamente una de dos cosas: o bien Santos está diciendo mentiras y sí va a subir los impuestos, o bien está diciendo la verdad y no va a poder cumplir las promesas de su programa. La lógica es simple: o su anuncio es un artificio, o su programa es una falacia. Sea lo que sea, la mentira parece ser la única verdad de todo este asunto.

El candidato Santos no ha explicado claramente qué va a hacer para financiar su plan de gobierno. Pero ha insinuado que su estrategia de congelar (o disminuir) los impuestos aumentaría el recaudo tributario. Con más plata en los bolsillos o en el banco, las familias consumirían más bienes, las empresas comprarían más máquinas, habría por lo tanto mayor actividad económica, más empleo y, en últimas, un mayor recaudo. En fin, el mundo perfecto: más plata con menos impuestos. En uno de los textos más populares de principios de economía, leído anualmente por millones de estudiantes de todo el mundo, el economista de la Universidad de Harvard, Gregory Mankiw, denuncia este tipo de argumentos como pura charlatanería. “Así como la gente que confía en dietas extrañas pone su salud en riesgo, pero nunca consigue bajar de peso, así mismo los políticos que confían en ideas fantasiosas o en consejos de charlatanes raramente obtienen los resultados que anticipan”.

Juan Manuel Santos no sólo está negando las realidades odiosas de la economía: está actuando de manera irresponsable, subordinando las prioridades económicas o programáticas a una urgencia electoral de último minuto. No precisamente lo que uno esperaría de un ex ministro de Hacienda o de un candidato que se precia de su condición de estadista o de un promotor permanente del buen gobierno. Pero la política, sobra decirlo, es a veces imprevisible.

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Democracia deliberativa

En Colombia, como en muchos otros países del mundo, los políticos que no tienen opiniones fuertes son criticados. Atacados. Incluso despreciados. La vehemencia, la obstinación, incluso la intransigencia son consideradas virtudes esenciales en un hombre público. “Los peores –sugieren algunos– carecen de toda convicción, mientras los mejores están llenos de una intensidad apasionada”. Por ejemplo, el senador Jorge Enrique Robledo, un hombre apegado de manera pasional a sus convicciones, es considerado un político virtuoso, casi un paradigma. En general las opiniones fuertes, inmutables son preferidas a las posturas débiles, cambiantes.

En el mismo sentido, muchos analistas políticos locales añoran el papel ideológico de los partidos políticos tradicionales, su capacidad de ofrecerles a los ciudadanos un conjunto de opiniones fuertes, de posturas preestablecidas sobre todos los temas, los divinos y los terrenales. Sin partidos, dicen algunos, la política se ha convertido en un mercado al menudeo de prebendas y favores. O peor, en una conversación caótica, en una cacofonía de opiniones sueltas, en un diálogo de muchas voces y muy pocas convicciones. Sin partidos, insisten muchos de nuestros especialistas, la política ha perdido su esencia ideológica.

Pero la ideología por reflejo no siempre es deseable. Ni la obstinación es una virtud democrática absoluta. Todo lo contario. La democracia deliberativa necesita flexibilidad, incluso desapego ideológico: sin cambios de opinión, la deliberación es un ejercicio estéril, casi absurdo. En palabras de Albert O. Hirschman, los políticos deberían “mantener cierto grado de apertura o provisionalidad en sus opiniones y estar dispuestos a modificar sus convicciones como resultado de los argumentos de sus contrapartes o de la nueva información que pueda surgir de los debates públicos”. El dogmatismo del Senador Robledo, para seguir con el mismo ejemplo, no es una virtud inapelable. Más parece un vicio antidemocrático.

Sin flexibilidad, sin dudas, la democracia pierde buena parte de su legitimidad y el debate democrático se transforma en una superposición de dogmatismos que se excluyen mutuamente: nadie oye a nadie pues cada quien está muy ocupado en la preparación de su propio alegato inamovible. En últimas, la democracia no debería concebirse como el enfrentamiento de opiniones ya formadas, sino como el intercambio de opiniones provisionales, maleables. Dicho de otra manera, la democracia deliberativa no existe sin reversazos. O al menos sin la posibilidad de algunos reversazos de vez en cuando.

“No es probable que un pueblo que apenas ayer estaba entregado a una lucha fratricida se entregue de la noche a la mañana a las deliberaciones constructivas. Si acaso hay discusión será un típico diálogo de sordos, un diálogo que funcionará por un buen tiempo como una prolongación y un sustituto del conflicto. Incluso en las democracias más avanzadas, muchos debates son una continuación de la guerra por otros medios” escribió el mismo Albert Hirschman en 1991. La democracia deliberativa es complicada. Imposible, dirán algunos. Implica, como mínimo, una cultura política diferente, más madura, que condene, no admire, a quienes llevan más de treinta años repitiendo la misma letanía.

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El poder de los subsidios

Imaginemos la siguiente situación. Estamos a pocos meses de una elección presidencial en un país en desarrollo. El candidato oficialista, apoyado por un partido mayoritario, luce como un seguro ganador. La elección parece más un formalismo legal que una contienda democrática. Pero súbitamente, en contra de todos los pronósticos, un candidato de oposición logra concitar el apoyo mayoritario de las clases medias urbanas, indignadas, entre otras cosas, por un gran escándalo de compra y venta de votos en el Congreso. El candidato opositor sube rápidamente en las encuestas y consigue más de 40 por ciento de los votos en la primera vuelta. Muchos hablan, entonces, de una revolución política.

Pero el ascenso de la oposición se queda corto. En la segunda vuelta el candidato oficialista derrota al opositor por más de diez puntos. En los municipios más aislados y en los sectores más pobres, el oficialismo captura casi 70 por ciento de los votos. La clave de la victoria del oficialismo, el factor decisivo de la elección, dicen los analistas, armados con cientos de estadísticas, fue un programa de subsidios en efectivo a las familias más pobres y necesitadas. El programa cambió el mapa electoral, la geografía de los votos y las lealtades políticas: cientos de pueblos se tornaron oficialistas como por arte de magia presupuestal.

Los hechos narrados no son ficticios. Describen fielmente lo ocurrido en Brasil en la elección presidencial de 2006. El candidato oficialista no es Santos: es Lula. El programa de transferencias no es Familias en Acción, sino un programa similar, Bolsa Familia. Y el escándalo mencionado no es la yidispolítica, sino un episodio semejante de compra y venta de votos conocido en Brasil como el escándalo de las mensualidades (“escândalo do mensalão”) en referencia a la frecuencia de los sobornos pagados a varios congresistas con el fin de que votaran según las orientaciones del Gobierno. Los protagonistas son distintos, pero los resultados podrían ser los mismos. Como ya ocurrió en Brasil, en Colombia los subsidios de Familias en Acción podrían decidir la elección presidencial en ciernes.

En su noticiero de televisión, Daniel Coronell ha denunciado varios intentos de manipulación política del programa Familias en Acción. Un reportaje reciente mostró de qué manera miles de beneficiarios del programa eran conducidos, mediante engaños, a concentraciones políticas multitudinarias donde el candidato del Partido de la U o sus allegados les recordaban que la continuidad de los subsidios dependía de sus votos. Estas amenazas veladas constituyen no sólo una forma de aprovechamiento político de los dineros públicos, sino también un usufructo inmoral de las necesidades materiales de las familias más pobres de este país.

Esta semana, el director de Acción Social, Diego Molano, manifestó su preocupación por los posibles efectos de las presiones políticas sobre el funcionamiento del programa Familias en Acción. “Nadie tiene licencia… para presionar o amenazar a la comunidad de Familias en Acción con la intención de que voten por determinado candidato”, dijo. Pero lo que está en juego en este caso, habría que decirlo claramente, no es simplemente el funcionamiento o la transparencia de un programa estatal, sino la legitimidad misma de la democracia colombiana.

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El rey y los cortesanos

“Nadie puede decir que haya recibido una palabra o una insinuación de mi parte para violar la ley, ni lo pueden decir en el DAS” dijo esta semana el Presidente Álvaro Uribe en referencia al creciente escándalo por el espionaje ilegal a jueces, periodistas y políticos de oposición. En mi opinión, el Presidente está diciendo la verdad. Probablemente las chuzadas no son el resultado de una orden presidencial. La realidad de este asunto es más compleja. Más enredada. Pero no menos preocupante.

“Estoy seguro de que el Presidente Uribe no dio la orden” me dijo hace algunos días un prestigioso economista colombiano. “No tenía que hacerlo: el poder usa muchas veces mecanismos más sutiles. Basta recordar, por ejemplo, la histórica disputa entre Enrique II y Tomás Becket”. En 1164, el rey de Inglaterra Enrique II intentó limitar la independencia de la iglesia. A pesar de la anuencia del clero, el rey encontró una resistencia abierta y obstinada por parte de Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury. El choque de poderes alcanzó, entonces, dimensiones épicas. Enrique II acusó a Becket de oponerse a la autoridad real. Becket amenazó al rey con la excomunión. Uno y otro defendieron lo suyo con una obstinación que todavía se recuerda.

El Papa Alejandro III intentó calmar los ánimos. Pero sus esfuerzos de concordia resultaron infructuosos. Enrique II jamás accedió a entregar los bienes expropiados a la iglesia. Y Becket nunca aceptó la autoridad real sobre los asuntos divinos. En una reunión con sus asesores más cercanos, Enrique II pronunció una frase ominosa, que tendría consecuencias mortales: “¿no habrá aquí nadie capaz de liberarme de este cura turbulento?” dijo en un momento de exasperación. En opinión de muchos historiadores, Enrique II no estaba dando una orden perentoria o invitando a los caballeros de la corte a tomar cartas en el asunto. Pero éstos estaban dispuestos a todo para congraciarse con el dueño del poder.

Instigados por la frase del rey y enfundados en las armaduras de la época, cuatro caballeros decidieron, entonces, confrontar a Tomás Becket, el opositor, el único contrapeso cierto al poder del soberano. Los caballeros pretendían conducir a Becket a un poblado cercano para someterlo a un cruento interrogatorio. Ante la negativa rotunda del arzobispo, decidieron asesinarlo, pensando seguramente que sus desafueros interpretaban fielmente los deseos del rey. Por el resto de sus días, Enrique II lamentó el asesinato de Becket. Como tantos otros soberanos, había subestimado la obsecuencia delictiva de sus cortesanos.

Un juez de control de garantías aceptó esta semana que un ex funcionario del DAS se convirtiera en el principal testigo de la investigación sobre las chuzadas. Muy pronto conoceremos la identidad de los cortesanos que planearon todo este asunto. El Presidente Uribe, me atrevo a anticiparlo, no será mencionado como un instigador directo del espionaje ilegal. Pero, como Enrique II, el Presidente dio muchas órdenes involuntarias, alimentó una psicología peculiar, casi paranoide entre un grupo de cortesanos dispuesto a abusar del poder para conservarlo. El Presidente Uribe probablemente nunca dijo que se violara la ley. No necesitaba hacerlo. Todo este escándalo es parte de un gran sobreentendido.

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Ya vienen los chinos

A mitad de camino entre el aeropuerto José María Córdova y la ciudad de Medellín, a pocos metros del Alto de las Palmas, puede verse una inmensa valla publicitaria que ofrece a los recién llegados un amplio y selecto portafolio de acompañantes femeninas. Cuando vi la valla por primera vez, hace apenas unos días, pensé para mis adentros, entre sorprendido y resignado, “esto se prostituyó”. Muchos habitantes de Medellín han manifestado su indignación ante la desvergonzada publicidad de un negocio otrora vergonzoso. “La falta de oportunidades laborales, la pobreza y la desigualdad han condenado a muchas mujeres a este último recurso de subsistencia”, me dijo uno de ellos, reconocido por su conciencia social.

La valla ha generado variadas especulaciones sobre la creciente industria del turismo sexual. En mi última visita a Medellín, algunos de mis interlocutores, dados al análisis macro, lamentaban el lugar que le había correspondido a la ciudad en la división internacional del trabajo: “nos estamos convirtiendo en el burdel del mundo”. Otros describían con precisión la compleja logística, la cadena de valor de un negocio floreciente. Todos, sin excepción, señalaban la lógica perversa (o pervertida) del negocio: el intercambio amoral entre los viejos adinerados del mundo desarrollado y las jóvenes sin oportunidades del mundo en desarrollo.

En su último libro, Viejos verdes y ramas peladas: una mirada global a la prostitución, el economista y sociólogo colombiano Mauricio Rubio cuestiona, con cifras en mano, muchas de las tesis más comunes (y políticamente correctas) sobre el turismo sexual en particular y la prostitución en general. Este negocio, escribe Rubio, poco tiene que ver con la pobreza o con la falta de oportunidades laborales. La prostitución no sustituye los trabajos ausentes. “Al contrario pareciera que… complementa los mercados laborales dinámicos”. No es tanto un recurso de supervivencia, sugiere Rubio, como una opción voluntaria de muchas mujeres que cuentan con oportunidades reales de estudio o trabajo.

Rubio cuestiona también el tamaño del negocio actual. Los viejos verdes europeos o norteamericanos constituyen un mercado limitado, relativamente pequeño. El futuro de este negocio, como el de tantos otros, parece estar en la China. Por razones económicas, en primer lugar: el poder de compra de los chinos crece todos los días; culturales, en segundo lugar: las sociedades machistas y patriarcales son más dadas al comercio sexual; pero sobre todo demográficas: actualmente existen en la China cientos de millones de hombres sin pareja, de “ramas peladas” como son llamados pues con ellos termina ineluctablemente el árbol genealógico de sus familias. Estos hombres representan, según Rubio, una demanda potencial inmensa, casi aterradora. Actualmente, de 250 millones de clientes de la prostitución, 200 millones son asiáticos. Y en el futuro la participación de los chinos seguirá creciendo.

El análisis de Mauricio Rubio tiene algo de ciencia ficción. Pero podría resultar clarividente. Esta semana me dijo un amigo, de manera desprevenida, sin ninguna malicia, que últimamente había visto mucho chino en Medellín. Por algo será.

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Desorientados

“Con el mismo ímpetu, con el mismo compromiso de los primeros cien días, queremos terminar los últimos cien días”, dijo el presidente Uribe esta semana. Y a fe que lo están haciendo. En las últimas semanas el Gobierno ha dado muestras de un frenesí extraño, inusual, como si quisiera alargar el período presidencial por cuenta de una gran intensidad de última hora. Esta semana, por ejemplo, radicó un proyecto de ley para revivir el Ministerio de Justicia, otro para reformar el sistema de salud y otro más para cambiar la Constitución con el fin de permitir la reelección inmediata de alcaldes y gobernadores. Además, el Gobierno pretende adjudicar el tercer canal, vender Isagén y aprobar una serie de compromisos presupuestales, para el metro de Bogotá, para el tren de cercanías, para un aeropuerto internacional en la Costa Caribe, etc.

En medio de toda esta actividad, el ministro del Interior y Justicia, Fabio Valencia Cossio, presentó esta semana un polémico proyecto de ley que busca reglamentar el acto legislativo que, a finales del año pasado, prohibió el consumo de drogas ilícitas. El proyecto de ley está motivado por el mismo paternalismo (mal redactado) de siempre: “La finalidad de la actuación es prevenir que estas personas (los consumidores) afecten sus derechos o los de terceros, debido al estado en que se encuentran”. El proyecto incurre además en un peligroso populismo fiscal: sin presentar ningún cálculo, sin hacer las cuentas necesarias, estipula alegremente que el tratamiento de la drogadicción debe ser incorporado al Plan Obligatorio de Salud (POS).

El proyecto establece finalmente un procedimiento burocrático, casi kafkiano, para lidiar con los consumidores de drogas. Primero un oficial de la Policía debe conducir al consumidor (todavía medio trabado) a los llamados Centros de Orientación, donde lo esperan tres burócratas bien dispuestos, un psicólogo, un juez y un representante de la Procuraduría. “Mediante la observación de la actitud, el afecto, el lenguaje verbal y no verbal”, el psicólogo debe identificar las necesidades de protección del examinado. Posteriormente, con base en el dictamen del psicólogo, el juez debe “proceder a tomar la decisión que corresponda”. Si el examinado resulta ser un jíbaro será enviado a la cárcel por dos o tres años. Si es un adicto a un centro de tratamiento obligatorio. Y si es un consumidor esporádico al Sena a un curso de rehabilitación vocacional o (pobre tipo) a aprender a llenar hojas de vida.

No sé qué pensarán los lectores pero a mí los Centros de Orientación, con sus tres burócratas sentados en sendas sillas plásticas de espaldas al escudo de la Patria, dedicados a imponer el orden y a salvaguardar una visión oficial, aséptica de la libertad, me parecen un adefesio, un cruce peculiar entre el estatismo de otros tiempos y el catolicismo oficial de estos años. Tristemente muchos recursos públicos podrían ser desperdiciados en una burocracia sin sentido. Puestos, en todo caso, va a haber. Y por montones.

Después de leer el proyecto y cavilar sobre el estado mental de quienes proponen la creación de toda esta burocracia, queda uno con la impresión de que quienes necesitan orientación son algunos de los funcionarios públicos involucrados, incluido por supuesto el ministro Valencia Cossio. Afortunadamente sólo faltan cien días. Intensos o lo que sea. Pero cien días nada más.

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Antipolítica verdadera

En los países democráticos, muchos políticos son incapaces de tomar decisiones impopulares, de hacer lo que toca. Viven muertos de miedo. Paralizados. Intimidados por los medios de comunicación, por la oposición, por la gente. Esta semana, varios sitios de internet reportaron que los políticos polacos llevaban varios años diciendo de manera tímida, soterrada, que el gobierno de su país estaba en mora de comprar un nuevo avión presidencial. Pero ninguno tuvo la valentía de decirlo públicamente. Todos temían ser acusados de desperdiciar la plata del Estado en veleidades de millonarios, en lujos sin importancia. Según parece, preferían la muerte al escarnio público, al dedo señalador de los medios y la oposición.

En un mundo donde los recolectores de votos, los protagonistas principales de la democracia, están obligados a decir y hacer lo que la gente quiere oír y ver, la antipolítica tiene algo de novedoso. Y mucho de conveniente. La antipolítica, valga la aclaración, entendida no como una forma oportunista de alimentar el apetito ciudadano por la indignación, sino como una forma responsable de emancipación, de protesta en contra de la coerción moral de las mayorías y del imperativo democrático de la irresponsabilidad. Previsiblemente los antipolíticos verdaderos reciben de vez en cuando algunos silbidos. O son acusados por sus enemigos de blandengues o neoliberales.

En la actual campaña presidencial, uno de los candidatos parece dispuesto a decir lo que piensa, a decir, por ejemplo, que va a subir los impuestos para cubrir el déficit de la salud y a preservar la legislación vigente sobre la duración de la jornada diurna de trabajo (porque “es mejor mantener la estabilidad y las reglas actuales hasta que se tengan claras sus consecuencias y su impacto”). O a decir sin salvedades que, en este reino tropical de las promesas, los ciudadanos no sólo tienen derechos, sino también deberes y obligaciones. O a sostener claramente que no promete un camino de rosas.

Este candidato estaría, en mi opinión, dispuesto a decir (o insinuar al menos) lo que todos los políticos saben pero ninguno, por temor o conveniencia, se ha atrevido a confesar: que en un país como Colombia existe una brecha insalvable, casi un abismo, entre las expectativas de la gente y las posibilidades reales del Estado. El candidato en cuestión representa, en últimas, la utopía extraña de la sinceridad que se atreve, en medio de una campaña electoral muy apretada, a cuestionar la utopía corriente de un Estado todopoderoso.

Durante su última visita a Colombia, ya hace algunos años, un prestigioso economista gringo, asesor de muchos gobiernos latinoamericanos, confesó cándidamente que en sus conversaciones con los presidentes o mandatarios recién elegidos solía repetir la misma advertencia: “llegó la hora de dejar a un lado las promesas de campaña y sentarse a pensar seriamente en los problemas más urgentes”. Esta advertencia podría resultar innecesaria en la actual coyuntura política colombiana. El próximo presidente de este país podría ser un político o un antipolítico, los lectores sabrán identificarlo, que dice lo que piensa y hace más de lo que promete.

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Delfines octogenarios

Tres ilustres miembros del partido Conservador hicieron esta semana, en palabras del candidato presidencial Juan Manuel Santos, una proclamación histórica. Mariano Ospina Hernández (hijo del ex presidente conservador Mariano Ospina Pérez), Ignacio Valencia López (hijo del también ex presidente Guillermo León Valencia) y Enrique Gómez Hurtado (hijo del ex presidente e ideólogo del partido de Caro y Ospina, Laureano Gómez) declararon, en un lenguaje grandilocuente, de otros tiempos, que habían decidido sumarse a la candidatura de Santos con fervor conservador y sentimiento patriótico.
“Ejemplos históricos de nuestro proceder han sido: la convocatoria de Rafael Núñez con su dilema de Regeneración o Catástrofe, el llamado de Mariano Ospina Pérez a la Unión Nacional y el de Laureano Gómez para conformar el Frente Nacional”, dijeron, orgullosos, los ilustres conservadores. Su proclamación parece una parodia de nuestra larga historia de lealtades cambiantes y disidencias oportunistas. Sus palabras alambicadas recuerdan los discursos encendidos de Miguel Antonio Caro en pro de la Regeneración y en contra de los conservadores “reintegristas” que trataron, por egoísmo, “de disociar —y dígolo según mi conciencia— lo que Dios ha unido para la salvación de Colombia”.

Dejando a un lado las analogías históricas, cabe señalar (la nobleza así lo obliga) que el evento de esta semana, la teatral adhesión de los líderes conservadores al Partido de la U, representa un hito en la historia reciente del país. El evento marcó la presentación en sociedad de una especie desconocida en la peculiar zoología política colombiana: los delfines de 80 años. Los lectores pueden encontrar en internet una foto que capturó el momento para la posteridad. El candidato Santos, con corbata rosa, levanta sus manos, y los tres delfines octogenarios, con rígidas corbatas azules, alzan las suyas, sonrientes, satisfechos, históricos. No precisamente la imagen de la renovación.

“Porque retroceder no es una opción”, advierte uno de los eslóganes de la campaña de Juan Manuel Santos. El mismo Santos ha dicho varias veces, haciéndole eco a las palabras del Presidente de la República, que llegó la hora de dejar atrás nuestro pasado de violencia y frustraciones. Y para ayudarles a él y a su partido en este empeño patriótico, en esta tarea inaplazable de emancipación histórica, el candidato Santos ha reclutado, óigase bien, a los hijos de Mariano, Guillermo León y Laureano. Sin ningún prejuicio, me atrevería a decir que los delfines históricos representan más una vuelta en U, un retorno al pasado, que la promesa de un futuro mejor.

El candidato Santos insinuó esta semana que la proclama de los ciudadanos conservadores tiene un gran valor simbólico. Y la verdad sea dicha, el candidato tiene toda la razón. La foto de Santos con los godos ilustres, con los hijos de los protagonistas de nuestra historia, muestra que, después de todo, el Partido de la U es un partido conservador en un sentido literal: aspira a embalsamar nuestra historia. El tío abuelo de Juan Manuel Santos también fue presidente de Colombia y los líderes conservadores son de su misma estirpe, familiares de quienes han mandado en este país por casi un siglo. Uno y otros aspiran por supuesto a seguir mandando. Ojalá que no.

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Un misántropo amoroso

“Maestro, el arte no es para sostener tesis: es para producir emociones” le reclama su malgeniado contertulio al protagonista de la última novela de Fernando Vallejo, El don de la vida. Pero el maestro, obstinado, incrédulo, no hace caso. Continua con su tesis, con su alegato rabioso en contra de la irremediable tragedia de la vida, de sus cuatro enemigos primordiales que son en últimas un solo enemigo verdadero: “el Cambio es lo mismo que el Tiempo, y el Tiempo lo mismo que la Vejez, y la Vejez lo mismo que la Muerte. Cuatro que son tres, tres que son dos, dos que son uno”.

Fernando Vallejo no representa “una conciencia crítica del país” como dicen algunos de sus colegas escritores y repiten, obedientes, muchos profesores universitarios. Colombia no es el único blanco de sus críticas. Su ira va con él a todas partes. No conoce fronteras. “Francia ha caído muy bajo desde el locutor De Gaulle…Prefiero mil veces a Colombia con todo y lo asesina que es” dice el protagonista de El don de la vida. “A México lo educó la Revolución en el peculado, el crimen, el cinismo, la extorsión, el fraude, la lambisconería, la alcahuetería, la tortuosidad, la malicia, la mentira” afirma el narrador de su primera novela de muertos, Entre fantasmas. Cuba, España y los Estados Unidos también figuran en la larga lista de sus desafectos. La conciencia crítica de Vallejo no tiene patria. Muchas veces se confunde con la denuncia política o con el alegato moralizante pero no es más que una reiteración adicional de su tesis sobre la tragedia humana.

Una tragedia que se reduce, ya lo dijimos, a una sola cosa o a dos que son una: la vejez y la muerte. “Por cuanto a su trabajo se refiere, Dios, la Evolución, o lo que sea, son entidades muy chambonas. Han tenido tres mil quinientos millones de años a su disposición más todos los átomos de la corteza de la tierra, y lo mejorcito que han producido es el hombre. Con vejez y muerte este asunto no sirve. Es una insensatez que viene de un pantano y que va hacia la nada” escribió en uno de sus ensayos sobre biología. “Es que el mundo está mal hecho, Dios lo hizo mal. Resultó un maestro de obra chambón” afirmó nuevamente en El don de la vida.

Pero detrás de la tesis de Fernando Vallejo, de su elocuente misantropía, de su protesta contra la condición humana, contra las raíces de nuestro sufrimiento como dijo alguna vez el biólogo Robert Trivers, yace un sentimiento redentor. Así como algunos románticos y muchos pensadores iluminados han terminado odiando al hombre de tanto quererlo, así mismo Fernando Vallejo ha terminado amándolo de tanto odiarlo. “La infelicidad ajena es mi desdicha” confiesa en su última novela. Una desdicha nacida, probablemente, de la solidaridad biológica, de un entendimiento lúcido, desgarrado, de la condición humana.

Fernando Vallejo es en últimas un escritor paradójico, un misántropo amoroso o al menos compasivo, un pesimista incurable que terminó queriendo al hombre con el amor racional de quien entiende a plenitud su tragedia, sus ínfulas de inmortalidad y sus deseos imposibles de felicidad.

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Aprendiz de imperialista

Brasil va en camino de ser una potencia mundial. Ya es la novena economía del mundo. Por sus riquezas naturales, por su mismo tamaño y por su extraordinaria diversidad se ha convertido en un protagonista de primer orden en la comedia de las naciones. De Brasil se dijo por mucho tiempo que era una eterna promesa, una potencia en potencia, un gigante aletargado. Pero ahora, de manera súbita, parece haber salido para siempre de su largo sueño, de su pasado de frustraciones repetidas y delirios de grandeza.

Como sucede a menudo –los países reproducen los vicios más pueriles del alma humana– Brasil ha llegado pisando duro. El Gobierno del Presidente Lula, en particular, ha mostrado sus intenciones imperialistas, sus ínfulas de mandamás. En Mercosur, usa y abusa de sus hermanitos menores, de Bolivia y Paraguay. En Honduras utilizó su sede diplomática en Tegucigalpa para conspirar, a la usanza tradicional del imperio americano, en contra de los poderes establecidos. Y en los últimos meses ha tratado a Colombia como a una Banana Republic, como a una ficha más en el errático ajedrez de sus relaciones internacionales.

Primero, nunca se pronunció en contra del bloqueo comercial de Venezuela a Colombia. Todo lo contrario: trató de sacarle provecho económico a las disputas políticas entre Bogotá y Caracas. Después se opuso, de manera caprichosa, al acuerdo de cooperación militar entre Colombia y los Estados Unidos. Y más recientemente atacó injustamente a las autoridades económicas de Colombia en el exterior. Como lo reportó la prensa esta semana, el director ejecutivo por Brasil en el Fondo Monetario Internacional (FMI), Paulo Nogueira, despidió arbitrariamente a la directora alterna por Colombia, la ex viceministra de hacienda, María Inés Agudelo.

Nogueira actuó de manera impertinente. Rompió un pacto de caballeros de casi medio siglo sobre el manejo de la silla que comparten Brasil y Colombia en el directorio del FMI. Y ha querido arrogarse el derecho de escoger o vetar los nombramientos colombianos. Nogueira ha criticado la política macroeconómica colombiana que, en sus lineamientos esenciales, es similar a la brasileña. Pero Lula no parece preocupado por las impertinencias y las contradicciones de Nogueira. Por el contrario lo ha protegido de manera velada pues, en últimas, le sirve para controlar el ala radical de su partido. Si Colombia tiene que pagar el costo de la compleja gobernabilidad brasileña, ¿qué más da? Al fin de cuentas, dirán en Brasilia, los peces grandes siempre se comen a los pequeños.

En su reciente visita a Colombia, el analista venezolano Moises Naim dijo que Lula es un gigante político pero un enano moral, un mandatario sin principios, dispuesto, por ejemplo, a apoyar a violadores de los derechos humanos de este y otros continentes. Probablemente Naim sobrestima la perversidad del Presidente de Brasil. Con sus palabras y sus acciones de Gobierno, Lula simplemente está demostrando que, en la conducción de las relaciones internacionales, Brasil no tiene amigos: tiene intereses económicos y ambiciones geopolíticas. Y por ahora, sobra decirlo, los intereses de Brasil, el aprendiz de imperialista, no coinciden, al menos no plenamente, con los intereses de Colombia.