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La foto de la semana

La fotografía fue publicada por la prensa colombiana a finales de la semana. El presidente electo Juan Manuel Santos y el ex candidato Gustavo Petro sonríen ante las cámaras mientras se estrechan la mano amistosamente. Ambos lucen tranquilos, desprevenidos. El encuentro suscitó todo tipo de opiniones. Algunos hablaron de “manguala electoral” o de un regreso al Frente Nacional. Otros fueron aún más lejos. Presagiaron el fin de los partidos políticos. O el triunfo de los intereses burocráticos sobre las convicciones doctrinarias. Un caricaturista de este diario insinuó que Petro estaba renunciando a la oposición para conseguir una posición.

A pesar de todas estas opiniones rotundas, el encuentro entre Santos y Petro constituye una buena noticia para el país. Implica un cambio de estilo, un intento por restablecer la civilidad en el debate político, por dejar atrás la crispación de los últimos años. Hace apenas unos meses, cabe recordar, un asesor del presidente Uribe escribió tranquilamente, sin reatos de ninguna clase, “estamos ya en guerra, es decir, en campaña”. Cualquier diálogo entre el gobierno y la oposición parecía descartado de antemano. Los congresistas del Polo Democrático jamás asistieron a los frecuentes desayunos de Palacio. Estaban proscritos. Nunca salieron en la foto. Ni por casualidad.

Yo no creo en los grandes acuerdos nacionales. Los conflictos de valores son inevitables en la política. Los acuerdos sobre lo fundamental son muchas veces acuerdos sobre obviedades o generalidades sin ninguna implicación práctica. “Cierta humildad en estos asuntos es muy necesaria” decía Isaiah Berlin. Pero aun si los grandes acuerdos son ilusorios o engañosos, los acuerdos puntuales, circunscritos a algunos temas o problemas específicos, son posibles. Y deseables. Hace algunos años, por ejemplo, el Congreso de Chile aprobó por unanimidad la firma de un tratado de libre comercio con China y una reforma de fondo, casi revolucionaria, al régimen de pensiones.

En Colombia, como lo propuso el mismo Petro, podríamos llegar a un acuerdo sobre la reparación económica de las víctimas de la guerra o sobre la entrega de tierras a los desplazados por la violencia. O incluso sobre una reforma que promueva la generación de empleo y los derechos de los trabajadores. El acuerdo de unidad nacional no representa, en mi opinión, el fin de la política: es simplemente una intención compartida de llegar a un entendimiento parcial en un ambiente de respeto. “Se dirá que es una solución un tanto insulsa” escribió el mismo Berlin. “No de la sustancia de los llamamientos al heroísmo que promulgan los líderes apasionados. Pero quizá con eso baste”.

Volviendo a la foto, al encuentro entre Petro y Santos, entre dos contradictores que trataron de encontrar un espacio, un resquicio para la cooperación productiva, no creo que la comparación con el Frente Nacional sea apropiada. Una comparación más relevante, menos maligna, sería con la presidencia colegiada de la Asamblea Constituyente que promulgó la Constitución de 1991. La misma que establece, en su artículo 188, que el Presidente de la República simboliza la unidad nacional: una intención tal vez utópica o idealista pero relevante después de varios años, muchos sin duda, de insultos y resquemores.

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Europa devaluada

Los comentaristas deportivos se parecen a los economistas. Ambos tienden a teorizar más de la cuenta, a sobrestimar sus conocimientos, a explicar lo que deberían simplemente describir. Sin mucho pudor, pretendo en esta columna reincidir en el error, dejarme llevar por el afán teorizante para explicar la aparente decadencia futbolística de la vieja Europa. Después de la primera semana del Mundial, las grandes selecciones europeas han decepcionado a propios y extraños. Las selecciones latinoamericanas, por el contrario, han sorprendido gratamente a todo el mundo.

Ya incluso el presidente venezolano Hugo Chávez se percató del asunto. El viernes en la mañana, se pronunció sobre los malos resultados de los equipos europeos. “Pobre Europa… hasta en el fútbol se está hundiendo” dijo con satisfacción. “Ahí están Argentina, Brasil, Uruguay y México que le ganó a Francia”. Los escuálidos equipos europeos están siendo superados ampliamente por los recios equipos latinoamericanos, insinuó Chávez. En su opinión, los países en desarrollo están a punto de darles su merecido a los engreídos europeos.

Pero la cosa no es tan simple. La decadencia futbolística europea es en cierta medida una consecuencia de la importación desmedida de talento foráneo. La falta de jugadores italianos en el Inter de Milán (el último ganador de la Liga de Campeones) y la ausencia de jugadores provenientes de las ligas domésticas en las selecciones de Brasil y Uruguay son dos caras de la misma moneda, dos manifestaciones palpables del mismo fenómeno, de la creciente globalización del fútbol mundial. Con la globalización, el talento latinoamericano ha desplazado al talento europeo, más escaso y evasivo. Y ha encontrado, en la alta competencia de las ligas del viejo continente, un escenario ideal para perfeccionarse, para “crecer futbolísticamente” como dicen nuestros comentaristas más grandilocuentes.

La globalización del fútbol ha tenido, sin embargo, una consecuencia indeseable para los países exportadores de talento: la decadencia de las ligas y los clubes locales. Las ligas suramericanas, por ejemplo, se han convertido en refugios para viejos en retirada y jóvenes sin mucho talento o en lugares de paso y observación para los mejores jugadores. A diferencia de los clubes europeos, la mayoría de los clubes latinoamericanos son manejados con los pies. Los dueños de muchos equipos tienen un perfil más de proxenetas que de empresarios. En cierto modo, las ligas de este continente se parecen a la Venezuela de Chávez. En unas y en la otra, los pies y los cerebros más cotizados internacionalmente han salido corriendo en busca de un ambiente más propicio.

En fin, como escribió el periodista gringo Franklin Foer, la globalización ha sido mala para los clubes pero buena para los jugadores. Y en el mundial, sobra decirlo, lo que cuenta es el valor de la riqueza exportada, no la calidad de las organizaciones locales. Esta semana un ministro español señaló que la carencia de materias primas, de una oferta fija de productos de exportación, era una de las principales causas de la crisis de la economía de su país. Sin darse cuenta, el ministro ofreció una explicación plausible, no tanto de la crisis económica española, como de la crisis futbolística de la vieja Europa.

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Gobierno barato

Desde hace un buen tiempo, muchos economistas colombianos han insistido en la necesidad de subir impuestos. Por una parte, dicen, las finanzas del gobierno central están descuadradas; por otra, el gasto público va a crecer inevitablemente como resultado de las sentencias de la Corte Constitucional sobre salud y desplazados y de los nuevos programas de infraestructura y vivienda prometidos por los candidatos en contienda. Hace algunos meses, Juan Carlos Echeverry, jefe programático de la campaña de Juan Manuel Santos, describió la situación con crudeza: “el gobierno no tiene espacio financiero para meterse la mano al dril pues ya tiene un hueco de cinco por ciento del PIB. Sumando los dos huecos, el fiscal y el de la salud, puede haber a una catástrofe fiscal”.

Nadando contra la corriente, el candidato Juan Manuel Santos ha dicho que no subirá los impuestos y ha propuesto, en su lugar, dos medidas alternativas: una reforma constitucional al régimen de regalías y un ambicioso programa de formalización para empresas pequeñas. En sí mismas, estas medidas son loables, incluso necesarias. Pero, como parte de una estrategia fiscal, son una apuesta arriesgada, un salto al vacío. Las dificultades políticas de una reforma constitucional a las regalías son inmensas, infranqueables para algunos. Y el programa de formalización parte de un supuesto cuestionable según el cual las empresas informales son ovejas descarriadas que pueden ser conducidas voluntariamente, paso a paso, hacia el mundo del bien. En la mayoría de los casos, cabe señalar, la informalidad no es una opción: es un imperativo, es la única forma de supervivencia para muchas empresas medianas y pequeñas.

Juan Manuel Santos ha argumentado también que una disminución de las tarifas impositivas no reduciría el recaudo. Por el contrario, podría aumentarlo pues los menores impuestos estimularían la creación de más y más empresas. Desde los años ochenta, desde la época de Ronald Reagan, este tipo de argumento se ha convertido, en los Estados Unidos y ahora en Colombia, en una especie de teología inmune a cualquier evidencia. No sobra recordar, entonces, que la reducción de los impuestos tiene un efecto modesto sobre el crecimiento económico y un efecto negativo sobre el recaudo tributario.

Los argumentos de Juan Manuel Santos y sus asesores parecen basados en una ilusión, en el mito del gobierno barato. Con una elocuencia de otros tiempos, en el lenguaje preciso de los fiscalistas colombianos del siglo XIX, José María Samper denunció en 1861, léase bien en 1861, este tipo de argumentos: “En todo caso es indispensable que la Administración y el Congreso se resuelvan á arrostrar esa impopularidad transitoria que pesa siempre sobre los gobiernos que decretan nuevas contribuciones. Si se ha de querer gobernar conforme á la vieja rutina de vegetar con el día, viviendo en afanes y poniendo remiendos, por no tener el valor de pedirle al pueblo el dinero necesario para servirle de modo digno y fecundo, mejor será que se renuncie á la dirección oficial de la política. Entre nosotros reina un sofisma que nos mantiene en la incuria y el estancamiento: ese sofisma es el del gobierno barato, mal entendido”.

Ciento cincuenta años después, seguimos en lo mismo, empantanados en el sofisma del gobierno barato.

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Resaca electoral

Con la intención de olvidar los resultados electorales, visité esta semana San librario, la librería de viejo de mi amigo Álvaro Castillo. Allí encontré un pesado volumen, publicado en 1909, que describe minuciosamente un largo periplo del presidente Reyes por el territorio nacional. Hace cien años, como ahora, el presidente iba de pueblo en pueblo recogiendo quejas y reclamos sobre nuestras precarias vías de comunicación. También encontré una segunda edición de la misteriosa novela de José Asunción Silva, De sobremesa, publicada en 1926 por la Editorial Cromos. “Es la novela de un loco escrita por otro” escribió Fernando Vallejo en su biografía de Silva. “Fernández o Silva o como se llame sueña con llegar a la presidencia de la República y hacer de su país un centro de civilización y un emporio”.

No tenía, lo confieso, ninguna intención de leer la totalidad de la novela. Con algo de desgano, la abrí al azar, comencé a leer y me topé inmediatamente con los planes desarrollistas de José Fernández, el protagonista, el loco: “Equilibrados los presupuestos por medio de sabias medidas económicas…a los pocos años el país es rico y para resolver sus actuales problemas económicos, basta un esfuerzo de orden; llegará el día en que el actual déficit de los balances sea un superávit que se transforme en carreteras indispensables para el desarrollo de la industria, en puentes que crucen los ríos torrentosos, en todos los medios de comunicación de que carecemos hoy, y cuya falta sujeta a la patria, como una cadena de hierro y la condena a inacción lamentable…Estos serán los años de aprovechar…Surgirán, incitados por mis agentes y estimulados por las primas de explotación, todos los cultivos que enriquecen…innumerables rebaños pastarán en las fecundas dehesas… y en las serranías abruptas el oro, la plata y el platino brillarán ante los ojos del minero”.

¿No es este plan, me pregunto, similar al que han propuesto casi todos nuestros jefes de Estado por uno o dos siglos? ¿No está hablando Fernández, en su delirio desarrollista, de las hoy llamadas locomotoras por uno de los candidatos presidenciales: la infraestructura, la agricultura y la minería? ¿No estamos ante un discurso conocido? En la misma novela, José Fernández, recibe la visita de un prestigioso médico londinense, una especie de genio viviente. El médico, con un aire de superioridad casi cómica, le pide a Fernández que deseche sus sueños políticos pues son irrealizables. “Usted no tiene el hábito de ejecutar planes…hay que comenzar ideando y llevando a cabo cosas pequeñas, prácticas, fáciles, para lograr al cabo de muchos años enormidades de esas con las que usted sueña…Piense usted, conciba un plan pequeño, realícelo pronto y pase a otro”.

No quiero sugerir que la novela de Silva contiene una de las claves del desarrollo. La resaca electoral ha sido dura pero no hasta tal punto. Pero sí me gustaría reiterar un hecho representativo, una coincidencia interesante, a saber: los políticos y los economistas colombianos repetimos, cada cuatro años, cada ciclo electoral, los mismos sueños desarrollistas de un poeta inventado, de un loco. No estaría mal, por una vez al menos, simplificar los planes, desechar los sueños irrealizables. Escoger varios proyecticos y ejecutarlos.

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Promesas y mentiras

Todos los políticos hacen promesas. En época electoral, especialmente, prometen una cosa y la otra, elaboran catálogos de programas y proyectos, olvidan las restricciones fiscales, las complejidades administrativas, las fallas de gobierno, etc Los políticos en campaña no hacen cuentas. “Ya habrá tiempo de ocuparse de las realidades odiosas de la economía”, dicen con entendible ligereza. Pero una cosa es hacer promesas y otra, muy distinta, decir mentiras. Uno cosa es el exceso de entusiasmo o el optimismo deliberado y otra muy distinta, el engaño manifiesto. Esta semana, en mi opinión, el candidato del Partido de la U, Juan Manuel Santos, cruzó la línea invisible que separa las promesas de las mentiras. Veamos por qué.

El programa del candidato Santos contiene, como es costumbre, un largo inventario de promesas: un millón y medio de nuevos cupos universitarios, un millón de nuevas viviendas de interés social, pensiones gratuitas para los más pobres, educación gratuita para todos, un único plan de salud para todo el mundo, un aumento del programa Familias en Acción, tres millones de computadores para los estudiantes de secundaria de los planteles oficiales, etc. Este listado resumido cuesta varios billones de pesos, que aumentarían el ya de por sí abultado déficit del gobierno nacional. En campaña, las promesas son gratis; en el gobierno, cuestan plata.

Esta semana el candidato Juan Manuel Santos anunció que no va a subir los impuestos. Su anuncio implica necesariamente una de dos cosas: o bien Santos está diciendo mentiras y sí va a subir los impuestos, o bien está diciendo la verdad y no va a poder cumplir las promesas de su programa. La lógica es simple: o su anuncio es un artificio, o su programa es una falacia. Sea lo que sea, la mentira parece ser la única verdad de todo este asunto.

El candidato Santos no ha explicado claramente qué va a hacer para financiar su plan de gobierno. Pero ha insinuado que su estrategia de congelar (o disminuir) los impuestos aumentaría el recaudo tributario. Con más plata en los bolsillos o en el banco, las familias consumirían más bienes, las empresas comprarían más máquinas, habría por lo tanto mayor actividad económica, más empleo y, en últimas, un mayor recaudo. En fin, el mundo perfecto: más plata con menos impuestos. En uno de los textos más populares de principios de economía, leído anualmente por millones de estudiantes de todo el mundo, el economista de la Universidad de Harvard, Gregory Mankiw, denuncia este tipo de argumentos como pura charlatanería. “Así como la gente que confía en dietas extrañas pone su salud en riesgo, pero nunca consigue bajar de peso, así mismo los políticos que confían en ideas fantasiosas o en consejos de charlatanes raramente obtienen los resultados que anticipan”.

Juan Manuel Santos no sólo está negando las realidades odiosas de la economía: está actuando de manera irresponsable, subordinando las prioridades económicas o programáticas a una urgencia electoral de último minuto. No precisamente lo que uno esperaría de un ex ministro de Hacienda o de un candidato que se precia de su condición de estadista o de un promotor permanente del buen gobierno. Pero la política, sobra decirlo, es a veces imprevisible.

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Democracia deliberativa

En Colombia, como en muchos otros países del mundo, los políticos que no tienen opiniones fuertes son criticados. Atacados. Incluso despreciados. La vehemencia, la obstinación, incluso la intransigencia son consideradas virtudes esenciales en un hombre público. “Los peores –sugieren algunos– carecen de toda convicción, mientras los mejores están llenos de una intensidad apasionada”. Por ejemplo, el senador Jorge Enrique Robledo, un hombre apegado de manera pasional a sus convicciones, es considerado un político virtuoso, casi un paradigma. En general las opiniones fuertes, inmutables son preferidas a las posturas débiles, cambiantes.

En el mismo sentido, muchos analistas políticos locales añoran el papel ideológico de los partidos políticos tradicionales, su capacidad de ofrecerles a los ciudadanos un conjunto de opiniones fuertes, de posturas preestablecidas sobre todos los temas, los divinos y los terrenales. Sin partidos, dicen algunos, la política se ha convertido en un mercado al menudeo de prebendas y favores. O peor, en una conversación caótica, en una cacofonía de opiniones sueltas, en un diálogo de muchas voces y muy pocas convicciones. Sin partidos, insisten muchos de nuestros especialistas, la política ha perdido su esencia ideológica.

Pero la ideología por reflejo no siempre es deseable. Ni la obstinación es una virtud democrática absoluta. Todo lo contario. La democracia deliberativa necesita flexibilidad, incluso desapego ideológico: sin cambios de opinión, la deliberación es un ejercicio estéril, casi absurdo. En palabras de Albert O. Hirschman, los políticos deberían “mantener cierto grado de apertura o provisionalidad en sus opiniones y estar dispuestos a modificar sus convicciones como resultado de los argumentos de sus contrapartes o de la nueva información que pueda surgir de los debates públicos”. El dogmatismo del Senador Robledo, para seguir con el mismo ejemplo, no es una virtud inapelable. Más parece un vicio antidemocrático.

Sin flexibilidad, sin dudas, la democracia pierde buena parte de su legitimidad y el debate democrático se transforma en una superposición de dogmatismos que se excluyen mutuamente: nadie oye a nadie pues cada quien está muy ocupado en la preparación de su propio alegato inamovible. En últimas, la democracia no debería concebirse como el enfrentamiento de opiniones ya formadas, sino como el intercambio de opiniones provisionales, maleables. Dicho de otra manera, la democracia deliberativa no existe sin reversazos. O al menos sin la posibilidad de algunos reversazos de vez en cuando.

“No es probable que un pueblo que apenas ayer estaba entregado a una lucha fratricida se entregue de la noche a la mañana a las deliberaciones constructivas. Si acaso hay discusión será un típico diálogo de sordos, un diálogo que funcionará por un buen tiempo como una prolongación y un sustituto del conflicto. Incluso en las democracias más avanzadas, muchos debates son una continuación de la guerra por otros medios” escribió el mismo Albert Hirschman en 1991. La democracia deliberativa es complicada. Imposible, dirán algunos. Implica, como mínimo, una cultura política diferente, más madura, que condene, no admire, a quienes llevan más de treinta años repitiendo la misma letanía.

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El poder de los subsidios

Imaginemos la siguiente situación. Estamos a pocos meses de una elección presidencial en un país en desarrollo. El candidato oficialista, apoyado por un partido mayoritario, luce como un seguro ganador. La elección parece más un formalismo legal que una contienda democrática. Pero súbitamente, en contra de todos los pronósticos, un candidato de oposición logra concitar el apoyo mayoritario de las clases medias urbanas, indignadas, entre otras cosas, por un gran escándalo de compra y venta de votos en el Congreso. El candidato opositor sube rápidamente en las encuestas y consigue más de 40 por ciento de los votos en la primera vuelta. Muchos hablan, entonces, de una revolución política.

Pero el ascenso de la oposición se queda corto. En la segunda vuelta el candidato oficialista derrota al opositor por más de diez puntos. En los municipios más aislados y en los sectores más pobres, el oficialismo captura casi 70 por ciento de los votos. La clave de la victoria del oficialismo, el factor decisivo de la elección, dicen los analistas, armados con cientos de estadísticas, fue un programa de subsidios en efectivo a las familias más pobres y necesitadas. El programa cambió el mapa electoral, la geografía de los votos y las lealtades políticas: cientos de pueblos se tornaron oficialistas como por arte de magia presupuestal.

Los hechos narrados no son ficticios. Describen fielmente lo ocurrido en Brasil en la elección presidencial de 2006. El candidato oficialista no es Santos: es Lula. El programa de transferencias no es Familias en Acción, sino un programa similar, Bolsa Familia. Y el escándalo mencionado no es la yidispolítica, sino un episodio semejante de compra y venta de votos conocido en Brasil como el escándalo de las mensualidades (“escândalo do mensalão”) en referencia a la frecuencia de los sobornos pagados a varios congresistas con el fin de que votaran según las orientaciones del Gobierno. Los protagonistas son distintos, pero los resultados podrían ser los mismos. Como ya ocurrió en Brasil, en Colombia los subsidios de Familias en Acción podrían decidir la elección presidencial en ciernes.

En su noticiero de televisión, Daniel Coronell ha denunciado varios intentos de manipulación política del programa Familias en Acción. Un reportaje reciente mostró de qué manera miles de beneficiarios del programa eran conducidos, mediante engaños, a concentraciones políticas multitudinarias donde el candidato del Partido de la U o sus allegados les recordaban que la continuidad de los subsidios dependía de sus votos. Estas amenazas veladas constituyen no sólo una forma de aprovechamiento político de los dineros públicos, sino también un usufructo inmoral de las necesidades materiales de las familias más pobres de este país.

Esta semana, el director de Acción Social, Diego Molano, manifestó su preocupación por los posibles efectos de las presiones políticas sobre el funcionamiento del programa Familias en Acción. “Nadie tiene licencia… para presionar o amenazar a la comunidad de Familias en Acción con la intención de que voten por determinado candidato”, dijo. Pero lo que está en juego en este caso, habría que decirlo claramente, no es simplemente el funcionamiento o la transparencia de un programa estatal, sino la legitimidad misma de la democracia colombiana.

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El rey y los cortesanos

“Nadie puede decir que haya recibido una palabra o una insinuación de mi parte para violar la ley, ni lo pueden decir en el DAS” dijo esta semana el Presidente Álvaro Uribe en referencia al creciente escándalo por el espionaje ilegal a jueces, periodistas y políticos de oposición. En mi opinión, el Presidente está diciendo la verdad. Probablemente las chuzadas no son el resultado de una orden presidencial. La realidad de este asunto es más compleja. Más enredada. Pero no menos preocupante.

“Estoy seguro de que el Presidente Uribe no dio la orden” me dijo hace algunos días un prestigioso economista colombiano. “No tenía que hacerlo: el poder usa muchas veces mecanismos más sutiles. Basta recordar, por ejemplo, la histórica disputa entre Enrique II y Tomás Becket”. En 1164, el rey de Inglaterra Enrique II intentó limitar la independencia de la iglesia. A pesar de la anuencia del clero, el rey encontró una resistencia abierta y obstinada por parte de Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury. El choque de poderes alcanzó, entonces, dimensiones épicas. Enrique II acusó a Becket de oponerse a la autoridad real. Becket amenazó al rey con la excomunión. Uno y otro defendieron lo suyo con una obstinación que todavía se recuerda.

El Papa Alejandro III intentó calmar los ánimos. Pero sus esfuerzos de concordia resultaron infructuosos. Enrique II jamás accedió a entregar los bienes expropiados a la iglesia. Y Becket nunca aceptó la autoridad real sobre los asuntos divinos. En una reunión con sus asesores más cercanos, Enrique II pronunció una frase ominosa, que tendría consecuencias mortales: “¿no habrá aquí nadie capaz de liberarme de este cura turbulento?” dijo en un momento de exasperación. En opinión de muchos historiadores, Enrique II no estaba dando una orden perentoria o invitando a los caballeros de la corte a tomar cartas en el asunto. Pero éstos estaban dispuestos a todo para congraciarse con el dueño del poder.

Instigados por la frase del rey y enfundados en las armaduras de la época, cuatro caballeros decidieron, entonces, confrontar a Tomás Becket, el opositor, el único contrapeso cierto al poder del soberano. Los caballeros pretendían conducir a Becket a un poblado cercano para someterlo a un cruento interrogatorio. Ante la negativa rotunda del arzobispo, decidieron asesinarlo, pensando seguramente que sus desafueros interpretaban fielmente los deseos del rey. Por el resto de sus días, Enrique II lamentó el asesinato de Becket. Como tantos otros soberanos, había subestimado la obsecuencia delictiva de sus cortesanos.

Un juez de control de garantías aceptó esta semana que un ex funcionario del DAS se convirtiera en el principal testigo de la investigación sobre las chuzadas. Muy pronto conoceremos la identidad de los cortesanos que planearon todo este asunto. El Presidente Uribe, me atrevo a anticiparlo, no será mencionado como un instigador directo del espionaje ilegal. Pero, como Enrique II, el Presidente dio muchas órdenes involuntarias, alimentó una psicología peculiar, casi paranoide entre un grupo de cortesanos dispuesto a abusar del poder para conservarlo. El Presidente Uribe probablemente nunca dijo que se violara la ley. No necesitaba hacerlo. Todo este escándalo es parte de un gran sobreentendido.

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Ya vienen los chinos

A mitad de camino entre el aeropuerto José María Córdova y la ciudad de Medellín, a pocos metros del Alto de las Palmas, puede verse una inmensa valla publicitaria que ofrece a los recién llegados un amplio y selecto portafolio de acompañantes femeninas. Cuando vi la valla por primera vez, hace apenas unos días, pensé para mis adentros, entre sorprendido y resignado, “esto se prostituyó”. Muchos habitantes de Medellín han manifestado su indignación ante la desvergonzada publicidad de un negocio otrora vergonzoso. “La falta de oportunidades laborales, la pobreza y la desigualdad han condenado a muchas mujeres a este último recurso de subsistencia”, me dijo uno de ellos, reconocido por su conciencia social.

La valla ha generado variadas especulaciones sobre la creciente industria del turismo sexual. En mi última visita a Medellín, algunos de mis interlocutores, dados al análisis macro, lamentaban el lugar que le había correspondido a la ciudad en la división internacional del trabajo: “nos estamos convirtiendo en el burdel del mundo”. Otros describían con precisión la compleja logística, la cadena de valor de un negocio floreciente. Todos, sin excepción, señalaban la lógica perversa (o pervertida) del negocio: el intercambio amoral entre los viejos adinerados del mundo desarrollado y las jóvenes sin oportunidades del mundo en desarrollo.

En su último libro, Viejos verdes y ramas peladas: una mirada global a la prostitución, el economista y sociólogo colombiano Mauricio Rubio cuestiona, con cifras en mano, muchas de las tesis más comunes (y políticamente correctas) sobre el turismo sexual en particular y la prostitución en general. Este negocio, escribe Rubio, poco tiene que ver con la pobreza o con la falta de oportunidades laborales. La prostitución no sustituye los trabajos ausentes. “Al contrario pareciera que… complementa los mercados laborales dinámicos”. No es tanto un recurso de supervivencia, sugiere Rubio, como una opción voluntaria de muchas mujeres que cuentan con oportunidades reales de estudio o trabajo.

Rubio cuestiona también el tamaño del negocio actual. Los viejos verdes europeos o norteamericanos constituyen un mercado limitado, relativamente pequeño. El futuro de este negocio, como el de tantos otros, parece estar en la China. Por razones económicas, en primer lugar: el poder de compra de los chinos crece todos los días; culturales, en segundo lugar: las sociedades machistas y patriarcales son más dadas al comercio sexual; pero sobre todo demográficas: actualmente existen en la China cientos de millones de hombres sin pareja, de “ramas peladas” como son llamados pues con ellos termina ineluctablemente el árbol genealógico de sus familias. Estos hombres representan, según Rubio, una demanda potencial inmensa, casi aterradora. Actualmente, de 250 millones de clientes de la prostitución, 200 millones son asiáticos. Y en el futuro la participación de los chinos seguirá creciendo.

El análisis de Mauricio Rubio tiene algo de ciencia ficción. Pero podría resultar clarividente. Esta semana me dijo un amigo, de manera desprevenida, sin ninguna malicia, que últimamente había visto mucho chino en Medellín. Por algo será.

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Desorientados

“Con el mismo ímpetu, con el mismo compromiso de los primeros cien días, queremos terminar los últimos cien días”, dijo el presidente Uribe esta semana. Y a fe que lo están haciendo. En las últimas semanas el Gobierno ha dado muestras de un frenesí extraño, inusual, como si quisiera alargar el período presidencial por cuenta de una gran intensidad de última hora. Esta semana, por ejemplo, radicó un proyecto de ley para revivir el Ministerio de Justicia, otro para reformar el sistema de salud y otro más para cambiar la Constitución con el fin de permitir la reelección inmediata de alcaldes y gobernadores. Además, el Gobierno pretende adjudicar el tercer canal, vender Isagén y aprobar una serie de compromisos presupuestales, para el metro de Bogotá, para el tren de cercanías, para un aeropuerto internacional en la Costa Caribe, etc.

En medio de toda esta actividad, el ministro del Interior y Justicia, Fabio Valencia Cossio, presentó esta semana un polémico proyecto de ley que busca reglamentar el acto legislativo que, a finales del año pasado, prohibió el consumo de drogas ilícitas. El proyecto de ley está motivado por el mismo paternalismo (mal redactado) de siempre: “La finalidad de la actuación es prevenir que estas personas (los consumidores) afecten sus derechos o los de terceros, debido al estado en que se encuentran”. El proyecto incurre además en un peligroso populismo fiscal: sin presentar ningún cálculo, sin hacer las cuentas necesarias, estipula alegremente que el tratamiento de la drogadicción debe ser incorporado al Plan Obligatorio de Salud (POS).

El proyecto establece finalmente un procedimiento burocrático, casi kafkiano, para lidiar con los consumidores de drogas. Primero un oficial de la Policía debe conducir al consumidor (todavía medio trabado) a los llamados Centros de Orientación, donde lo esperan tres burócratas bien dispuestos, un psicólogo, un juez y un representante de la Procuraduría. “Mediante la observación de la actitud, el afecto, el lenguaje verbal y no verbal”, el psicólogo debe identificar las necesidades de protección del examinado. Posteriormente, con base en el dictamen del psicólogo, el juez debe “proceder a tomar la decisión que corresponda”. Si el examinado resulta ser un jíbaro será enviado a la cárcel por dos o tres años. Si es un adicto a un centro de tratamiento obligatorio. Y si es un consumidor esporádico al Sena a un curso de rehabilitación vocacional o (pobre tipo) a aprender a llenar hojas de vida.

No sé qué pensarán los lectores pero a mí los Centros de Orientación, con sus tres burócratas sentados en sendas sillas plásticas de espaldas al escudo de la Patria, dedicados a imponer el orden y a salvaguardar una visión oficial, aséptica de la libertad, me parecen un adefesio, un cruce peculiar entre el estatismo de otros tiempos y el catolicismo oficial de estos años. Tristemente muchos recursos públicos podrían ser desperdiciados en una burocracia sin sentido. Puestos, en todo caso, va a haber. Y por montones.

Después de leer el proyecto y cavilar sobre el estado mental de quienes proponen la creación de toda esta burocracia, queda uno con la impresión de que quienes necesitan orientación son algunos de los funcionarios públicos involucrados, incluido por supuesto el ministro Valencia Cossio. Afortunadamente sólo faltan cien días. Intensos o lo que sea. Pero cien días nada más.