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Sorpresa

En 1989 Carlos Menem fue candidato a la presidencia de Argentina por el Partido Peronista. Durante la campaña siguió al pie de la letra la tradición programática de su partido. Propuso una renegociación de la deuda externa y prometió no privatizar ninguna empresa estatal. Criticó las propuestas de ajuste fiscal (los recurrentes paquetazos) y propuso, en su lugar, un “salariazo”, un aumento en los salarios reales de los trabajadores. Pero una vez posesionado rompió, una por una, todas las promesas de campaña. En los primeros días de la presidencia nombró como jefe negociador en Washington a una figura de la oposición y puso en marcha un severo plan de ajuste económico, un monumental paquetazo. “Necesitamos una cirugía profunda, no un poco de anestesia”, afirmó en uno de sus primeros discursos.
En 1990 Alberto Fujimori siguió los pasos de su homólogo argentino. Se presentó como el candidato “antichoque” pero una vez posesionado, apenas en la segunda semana de su primer mandato, puso en práctica uno de los programas de choque más severos en la historia de América Latina. Durante la campaña, uno de sus asesores le aconsejó que tratara de aparecer más como un estadista y menos como político. “Si no pienso como un político ahora jamás tendré la oportunidad de ser estadista”, respondió con sinceridad maquiavélica, con el mismo pragmatismo ideológico de Menem.
Los ejemplos anteriores (y otros tantos menos dramáticos pero igualmente representativos) llamaron en su momento la atención de muchos analistas políticos. El argentino Guillermo O’Donnell señaló, hace ya quince años, que en muchos países de América Latina la democracia representativa había sido desplazada por una forma de gobierno más precaria, menos desarrollada, la “democracia delegada”. En esta última, no hay plataformas, ni mandatos. Durante las campañas, los políticos dicen lo que la gente quiere oír. Ya en el gobierno, hacen lo que estiman conveniente, lo que les da la gana. El electorado delega y juzga en retrospectiva, no repara en las inconsistencias entre lo prometido y lo actuado.
A juzgar por lo ocurrido en su primera semana de gobierno, Juan Manuel Santos parece un buen ejemplo de lo mismo, de un cambio inmediato y abrupto en las políticas. Durante la campaña, enfatizó las similitudes con el presidente Uribe y la importancia de la continuidad de unas políticas y un estilo. Pero en su primera semana de gobierno, cambió radicalmente. Recibió a Chávez con todos los honores. Planteó la posibilidad de una negociación con las Farc. El jueves su Ministro de Hacienda mencionó que está estudiando un desmonte de las exenciones y ayudas fiscales creadas durante los últimos ocho años. Si en la campaña la estrategia era la mimetización, ya en el gobierno parece ser la diferenciación.

El presidente Santos ha confundido a propios extraños. Algunos de sus electores se han declarado decepcionados; muchos de sus opositores, gratamente sorprendidos. Yo me encuentro entre los segundos pero no puedo dejar de notar los problemas de la democracia delegada. Si los políticos pueden renunciar fácilmente a sus principales promesas, las elecciones se convierten en poco más que una farsa. Al fin y al cabo, la democracia está basada en un intercambio de promesas por votos que implica, al menos, cierta coincidencia entre las palabras del político y los actos del gobernante.
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Condecorados

“Actuaremos con sobriedad en distinciones y condecoraciones”, dijo esta semana el presidente Juan Manuel Santos. En teoría, esta declaración sobra. Por mandato legal los gobiernos deben salvaguardar el valor de las distinciones oficiales. Pero en la práctica, en el mundo imperfecto de la política, sucede todo lo contrario. Los gobiernos reparten honores con una generosidad desmedida. El Ejecutivo ya no controla la emisión de monedas y billetes. Pero sí maneja la emisión de distinciones y medallas. Y lo hace con una laxitud previsible. Al final de los períodos de gobierno, la emisión de distinciones crece exponencialmente. La Cruz de Boyacá se convierte, entonces, en una unidad de pago más o menos corriente.

En su última semana de gobierno, el presidente Uribe entregó condecoraciones por doquier. A diestra y siniestra. Muchos funcionarios fueron condecorados. El vicepresidente Santos recibió la Orden de Boyacá en uno de sus mayores grados. Los políticos antioqueños Manuel Ramiro Velásquez y Juan Gómez Martínez también recibieron la famosa condecoración. El mes pasado la había recibido Bernardo Guerra Serna, otro cacique electoral antioqueño. Y hace dos años, Álvaro Villegas Moreno, otro más de los barones electorales de la tierrita. No faltó ninguno por condecorar. Todos salieron premiados. Así pasa con los honores. Mientras más se entregan, más se devalúan y más numerosos son los aspirantes. En economía, esto tiene un nombre: inflación.

Pero la feria de condecoraciones no fue sólo para funcionarios y políticos. El sector privado también disfrutó la generosidad oficial. Los empresarios Manuel Santiago Mejía y Rodolfo Segovia recibieron la Orden de Boyacá esta semana. Antes la habían recibido muchos otros hombres de empresa: José María Acevedo, los hermanos Chaid Neme, Hernán Echavarría, Carlos Manuel Echavarría, John Gómez Restrepo, Gabriel Harry, Tito Livio Caldas, Julio Mario Santo Domingo, Luis Carlos Sarmiento y otros. Para muchos empresarios, las condecoraciones se convirtieron en simples decoraciones, en un ornamento más para sus oficinas.

Hace cuatro años, el “empresario tolimense” Jorge Barón también recibió la famosa Cruz de Boyacá. “Su programa es un escenario para los sisbenizados… Usted ha logrado una simbiosis colombiana entre televisión y pueblo. Su creatividad, su genio programador, su capacidad de expresión estética, tienen una raíz: el conocimiento de lo mejor de nuestra cultura”, dijo el presidente Uribe en su momento. La inflación se nota hasta en los discursos. En 1994, antes de su desastrosa actuación en el Mundial de los Estados Unidos, la selección Colombia recibió la consabida distinción en su máximo grado. Las condecoraciones ex ante, entregadas no como reconocimiento sino como acicate, son sin duda una innovación colombiana.

“La patria ha reservado la Cruz de Boyacá para sus mejores hijos, para sus héroes”, dijo el presidente Uribe en varias ocasiones. En apariencia estamos llenos de hijos ilustres. Los caciques electorales, los empresarios, los funcionarios, los deportistas, todos, casi sin distinción, son héroes de la patria. Tristemente un país con demasiados héroes es lo mismo que un país con ninguno.

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Corte de cuentas

Llegó la hora de los balances, de los análisis retrospectivos, del corte de cuentas. Esta columna hace un examen preliminar del progreso socioeconómico del país durante la era Uribe. El énfasis del examen es comparativo. Las comparaciones, lejos de ser odiosas, son indispensables. En economía, el bien de muchos puede ser el orgullo de los tontos. En últimas, los logros de un gobierno o de un mandatario sólo son discernibles desde una perspectiva comparada.

Entre 2002 y 2009, Colombia fue el campeón latinoamericano de la inversión. Medida como porcentaje de la producción total, la inversión en Colombia creció 50%. En la región como un todo, creció a una tasa mucho menor, cercana a 20%. Pero la inversión no es un fin en sí mismo. La confianza de los inversionistas sólo importa si contribuye al bienestar de la gente, al crecimiento económico y al aumento del empleo. Durante la era Uribe, el crecimiento promedio anual de la economía apenas superará el 4%, una tasa similar a la observada en los países grandes de América Latina, pero dos puntos por debajo a la observada en Perú, el país de mejor desempeño durante la última década. En los últimos años, el crecimiento económico fue aceptable, no deficiente pero tampoco excepcional. Colombia, eso sí, recuperó su medianía histórica, su mediocridad tradicional.

Colombia es actualmente el campeón del desempleo en la región, un honor nada honorífico. De los países grandes de América Latina, Colombia es el único que aún presenta una tasa de desempleo de más de dos dígitos. En 2002, la tasa de desempleo estaba 2,5 puntos porcentuales por encima de la tasa promedio de las siete mayores economías de la región. En 2009, estaba ya 3,0 puntos por encima. En términos relativos, la situación del empleo empeoró durante la era Uribe. La pobreza disminuyó menos rápidamente que en la región, un resultado previsible dados el similar crecimiento y el mayor desempleo observados en el país. En la totalidad de los países latinoamericanos, 32 millones de personas (6% de la población total) salieron de la pobreza entre 2002 y 2009. En Colombia lo hicieron 1,7 millones de personas, aproximadamente 4% del total de la población. En términos relativos, también nos rajamos en reducción de la pobreza. Avanzamos, sí, pero a un ritmo menor, mucho menor podríamos decir.

Pero el peor resultado social de los últimos años, el más preocupante y nocivo, ha sido la creciente división de la sociedad colombiana en dos partes, una que disfruta de los beneficios de la inversión y la modernización de la economía, y otra que debe resignarse a la informalidad y contentarse con los subsidios estatales, el único instrumento de cohesión social. La informalidad laboral, esto es, la exclusión de más de la mitad de la población de la economía moderna, ha contribuido a la perpetuación de unos niveles muy altos, inaceptables en cierto sentido, de desigualdad del ingreso. En suma, durante los últimos ocho años tuvimos, en términos relativos, mayor inversión, igual crecimiento, más desempleo y más pobreza. Finalmente, los subsidios no impidieron, no pueden hacerlo, la exclusión económica asociada con la informalidad laboral, con la desaparición del empleo para amplios sectores de la población.

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Dignidad

El 20 de julio pasado, en su discurso de instalación del Congreso de la República, el presidente Álvaro Uribe Vélez señaló la importancia de poner el honor por encima de los intereses económicos, la dignidad de un pueblo por encima del comercio internacional. “El pueblo colombiano, empresarios y trabajadores, ha dado un gran ejemplo al mundo: mientras en economías desarrolladas por salvar empresas apaciguan a los enemigos de la iniciativa empresarial y se exponen a perder las empresas y a perder la dignidad, esta Nación, aún pobre, ha puesto la dignidad y el derecho a vivir sin terroristas por encima de los intereses del comercio”, dijo con vehemencia. “Colombia no se ha dejado someter por el comercio, porque Colombia sabe que si perdemos el carácter y la lucha por la libertad, perderemos el comercio y también la dignidad. Con dignidad habrá comercio con el mundo entero; sin ella, nadie nos creerá”, concluyó con afán premonitorio.

Dos días después, el jueves 22 de julio, el presidente venezolano Hugo Chávez también mencionó la dignidad de su gobierno o de su país, da lo mismo, para justificar la ruptura de las relaciones diplomáticas con Colombia. “No nos queda, por dignidad, sino romper totalmente las relaciones diplomáticas con la hermana Colombia y eso me produce una lágrima en el corazón”, dijo ante un grupo de periodistas locales, acompañado de la figura (digna) de Maradona. Álvaro Uribe y Hugo Chávez no están solos en la invocación oportunista de la dignidad. Fidel Castro lleva muchas décadas, más de las imaginables, diciendo y haciendo lo mismo. “La dignidad de un pueblo no tiene precio. La ola de solidaridad con Cuba, que abarca a países grandes y pequeños, con recursos y hasta sin recursos, desaparecería el día en que Cuba dejara de ser digna”, afirmó recientemente en una de sus tantas tiradas antiamericanas.

Los tres mandatarios aludidos insinúan lo mismo: la dignidad es más importante que la riqueza de las naciones. Pero sus discursos no deben ser tomados literalmente. Todos dejan entrever cierta perversión del lenguaje, cierta falsedad orwelliana para decirlo de manera pedante. Dignidad quiere decir, en los ejemplos mencionados, indignidad. Humillación. Sometimiento indecoroso a los caprichos de un gobernante. Indignas son las restricciones a la libertad y las privaciones de los cubanos, como indignos son los padecimientos de los habitantes de la frontera entre Colombia y Venezuela por cuenta de los desafueros de los mandatarios de ambos países.

“El lenguaje político —y, con variaciones, esto es verdad para todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta los anarquistas— se construye para lograr que las mentiras parezcan verdaderas y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento”, escribió Orwell en su célebre ensayo sobre la manipulación oportunista del lenguaje. Cada vez que un presidente o un político cualquiera invoca la dignidad nacional, no puedo dejar de pensar en estas palabras, en las muchas arbitrariedades que se han cometido en nombre de la dignidad, en las muchas veces que esta palabra se ha usado para justificar lo que no tiene justificación.

En últimas, la dignidad de los pueblos está amenazada no tanto por los países o gobiernos extranjeros como por los mandatarios locales que la invocan de manera oportunista para justificar sus frecuentes desafueros.

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Diplomacia meliflua

“Nosostros no podemos, en nombre de una diplomacia meliflua y babosa, dejar desamparados a nuestros compatriotas” dijo esta semana el presidente Uribe. La frase es representativa de un estilo. Resume de manera involuntaria uno de los principales problemas de la política exterior colombiana. La diplomacia debería ser meliflua, esto es, “dulce, suave y delicada en el trato y en la manera de hablar”. La diplomacia debería ser incluso babosa, es decir, aduladora y complaciente. La diplomacia riñe con la altanería, con el desconocimiento deliberado de las formas delicadas que han caracterizado por siempre las relaciones entre los Estados. Lo melifluo, sobra decirlo, no quita lo valiente.

La diplomacia meliflua hizo mucha falta durante los últimos ochos años. En varias ocasiones, con una torpeza casi inaudita, el gobierno practicó una forma extraña de antidiplomacia, hecha de desplantes y politiquería. A Brasil, un país estratégico, envió como embajadora a Claudia Rodríguez de Castellanos, una predicadora, quien aprovechó la ocasión para sumarle fieles a su iglesia carismática. Años más tarde, como para multiplicar el error, decidió nombrar a Tony Jozame, un empresario cuestionado, quien seguramente procedió a sumarles clientes a sus negocios. El Gobierno de Brasil habría preferido un comportamiento distinto, más melifluo.

En algunos casos, la antidiplomacia pasó de la descortesía al insulto. A Chile, el Gobierno envió como funcionario consular al ex gobernador de Sucre Salvador Arana, no precisamente un personaje melifluo. Años más tarde, en plena campaña electoral de los Estados Unidos, el Gobierno decidió, en un acto de torpeza inexplicable, cancelarle un contrato de asesoría a Mark Penn, uno de los principales consejeros políticos de la entonces precandidata y hoy Secretaria de Estado, Hillary Clinton. Posiblemente una diplomacia menos altanera habría conseguido la anhelada aprobación del Tratado de Libre Comercio.

También hizo falta un mínimo de respeto por las formas diplomáticas cuando el presidente Uribe decidió ocultarle al presidente de Ecuador, Rafael Correa, la verdad sobre el bombardeo al campamento de Raúl Reyes. Con un poco de cordialidad, sin historias inventadas sobre una persecución en caliente, probablemente la reacción del presidente Correa habría sido distinta y las relaciones diplomáticas con Ecuador se habrían restablecido hace ya mucho tiempo. Paradójicamente, cuando el Gobierno usó la diplomacia meliflua lo hizo de forma absurda. En 2007, decidió liberar al guerrillero de las Farc Rodrigo Granda con el único objetivo de complacer al presidente de Francia, Nicolás Sarkozy. La liberación de Granda fue literalmente una babosada.

Ahora, ya al final de su mandato, el presidente Uribe decidió reincidir en la antidiplomacia. De manera inesperada sacó a relucir unas pruebas ya sin lustre sobre la presencia de guerrilleros de las Farc en Venezuela. En este caso su rabieta iba dirigida no solamente contra el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, sino también contra el presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos. Afortunadamente el nuevo gobierno parecería dispuesto a cambiar de estilo, a apostarle, como toca, a la diplomacia meliflua.

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Ni estudia, ni trabaja

Las estadísticas de empleo, publicadas esta semana por el DANE, revelaron una vez más la gravedad de nuestros problemas laborales. En Pereira, la tasa de desempleo se ubicó, nuevamente, por encima de veinte por ciento, un nivel alarmante, casi aterrador. La caída de las remesas, el declive de las maquiladoras y el derrumbe de la producción cafetera han agravado una situación ya de por sí complicada. Pereira ha sufrido más porque está más expuesta a los problemas de la economía mundial. Las mayores conexiones con la economía global (y con España en particular) han sido en esta coyuntura una maldición.

En Pereira, en la zona cafetera y en todo el país, la falta de oportunidades laborales no ha afectado a todo el mundo por igual. Unos han sufridos muchos más que otros. En Colombia, como en casi todo el mundo, los grandes perdedores han sido los hombres jóvenes, entre 15 y 24 años. En México, son llamados los nini (ni estudian, ni trabajan). En Inglaterra, los neets (no en educación, entrenamiento o trabajo). En Colombia, todavía no tienen nombre. Habrá que darles alguno. En este país, los impuestos al trabajo, las grandes distorsiones de nuestro mercado laboral, perjudican más a quienes apenas llegan, esto es, a los jóvenes sin empleo y a los bachilleres en particular. Durante los últimos años, un número creciente de jóvenes ha podido terminar su educación secundaria. Pero de nada ha valido. Los retornos de uno o dos años adicionales de educación son exiguos. Una generación atrás, muchas madres colgaban en la sala de sus casas los diplomas de bachillerato de sus hijos, enmarcados entre dos vidrios rectangulares, asidos por cuatro botones de metal. Hoy en día ya nadie lo hace. Los diplomas significan muy poco. Después del grado, muchos bachilleres no trabajan. Tampoco estudian.

La transformación de la economía también ha conspirado en contra de los hombres jóvenes. En los años sesenta y setenta, cuando la industria desplazó a la agricultura, cuando la construcción vivió su época dorada, las oportunidades laborales para los hombres jóvenes se multiplicaron. En las cambiantes ciudades colombianas, los empleos estaban literalmente a la vuelta de la esquina. Pero desde los años noventa, todo cambió. Los servicios y el comercio cobraron importancia. La industria se contrajo. Y los empleos masculinos se esfumaron. Las mujeres han sido las grandes ganadoras de la transformación económica de los últimos años. Y lo seguirán siendo. Según un estudio reciente, 13 de las 15 categorías laborales que crecerán con mayor rapidez en el futuro, en este caso en los Estados Unidos, son dominadas por mujeres.

Hace unas semanas, en Dosquebradas, Risaralda, en el epicentro del desempleo en Colombia, hablé por unos cuantos minutos con un joven de 17 años. Llevaba varios años sin estudiar y no tenía planes de volver a hacerlo. Cuando le pregunté si había trabajado alguna vez, me miró con impaciencia, como diciéndome: “aquí el trabajo no existe”. A su falta de oportunidades reales, se le sumaba una incapacidad para percibir, para visualizar siquiera, las escasas oportunidades existentes. Tristemente ni estudia, ni trabaja, ni parece tener ninguna esperanza.

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La foto de la semana

La fotografía fue publicada por la prensa colombiana a finales de la semana. El presidente electo Juan Manuel Santos y el ex candidato Gustavo Petro sonríen ante las cámaras mientras se estrechan la mano amistosamente. Ambos lucen tranquilos, desprevenidos. El encuentro suscitó todo tipo de opiniones. Algunos hablaron de “manguala electoral” o de un regreso al Frente Nacional. Otros fueron aún más lejos. Presagiaron el fin de los partidos políticos. O el triunfo de los intereses burocráticos sobre las convicciones doctrinarias. Un caricaturista de este diario insinuó que Petro estaba renunciando a la oposición para conseguir una posición.

A pesar de todas estas opiniones rotundas, el encuentro entre Santos y Petro constituye una buena noticia para el país. Implica un cambio de estilo, un intento por restablecer la civilidad en el debate político, por dejar atrás la crispación de los últimos años. Hace apenas unos meses, cabe recordar, un asesor del presidente Uribe escribió tranquilamente, sin reatos de ninguna clase, “estamos ya en guerra, es decir, en campaña”. Cualquier diálogo entre el gobierno y la oposición parecía descartado de antemano. Los congresistas del Polo Democrático jamás asistieron a los frecuentes desayunos de Palacio. Estaban proscritos. Nunca salieron en la foto. Ni por casualidad.

Yo no creo en los grandes acuerdos nacionales. Los conflictos de valores son inevitables en la política. Los acuerdos sobre lo fundamental son muchas veces acuerdos sobre obviedades o generalidades sin ninguna implicación práctica. “Cierta humildad en estos asuntos es muy necesaria” decía Isaiah Berlin. Pero aun si los grandes acuerdos son ilusorios o engañosos, los acuerdos puntuales, circunscritos a algunos temas o problemas específicos, son posibles. Y deseables. Hace algunos años, por ejemplo, el Congreso de Chile aprobó por unanimidad la firma de un tratado de libre comercio con China y una reforma de fondo, casi revolucionaria, al régimen de pensiones.

En Colombia, como lo propuso el mismo Petro, podríamos llegar a un acuerdo sobre la reparación económica de las víctimas de la guerra o sobre la entrega de tierras a los desplazados por la violencia. O incluso sobre una reforma que promueva la generación de empleo y los derechos de los trabajadores. El acuerdo de unidad nacional no representa, en mi opinión, el fin de la política: es simplemente una intención compartida de llegar a un entendimiento parcial en un ambiente de respeto. “Se dirá que es una solución un tanto insulsa” escribió el mismo Berlin. “No de la sustancia de los llamamientos al heroísmo que promulgan los líderes apasionados. Pero quizá con eso baste”.

Volviendo a la foto, al encuentro entre Petro y Santos, entre dos contradictores que trataron de encontrar un espacio, un resquicio para la cooperación productiva, no creo que la comparación con el Frente Nacional sea apropiada. Una comparación más relevante, menos maligna, sería con la presidencia colegiada de la Asamblea Constituyente que promulgó la Constitución de 1991. La misma que establece, en su artículo 188, que el Presidente de la República simboliza la unidad nacional: una intención tal vez utópica o idealista pero relevante después de varios años, muchos sin duda, de insultos y resquemores.

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Europa devaluada

Los comentaristas deportivos se parecen a los economistas. Ambos tienden a teorizar más de la cuenta, a sobrestimar sus conocimientos, a explicar lo que deberían simplemente describir. Sin mucho pudor, pretendo en esta columna reincidir en el error, dejarme llevar por el afán teorizante para explicar la aparente decadencia futbolística de la vieja Europa. Después de la primera semana del Mundial, las grandes selecciones europeas han decepcionado a propios y extraños. Las selecciones latinoamericanas, por el contrario, han sorprendido gratamente a todo el mundo.

Ya incluso el presidente venezolano Hugo Chávez se percató del asunto. El viernes en la mañana, se pronunció sobre los malos resultados de los equipos europeos. “Pobre Europa… hasta en el fútbol se está hundiendo” dijo con satisfacción. “Ahí están Argentina, Brasil, Uruguay y México que le ganó a Francia”. Los escuálidos equipos europeos están siendo superados ampliamente por los recios equipos latinoamericanos, insinuó Chávez. En su opinión, los países en desarrollo están a punto de darles su merecido a los engreídos europeos.

Pero la cosa no es tan simple. La decadencia futbolística europea es en cierta medida una consecuencia de la importación desmedida de talento foráneo. La falta de jugadores italianos en el Inter de Milán (el último ganador de la Liga de Campeones) y la ausencia de jugadores provenientes de las ligas domésticas en las selecciones de Brasil y Uruguay son dos caras de la misma moneda, dos manifestaciones palpables del mismo fenómeno, de la creciente globalización del fútbol mundial. Con la globalización, el talento latinoamericano ha desplazado al talento europeo, más escaso y evasivo. Y ha encontrado, en la alta competencia de las ligas del viejo continente, un escenario ideal para perfeccionarse, para “crecer futbolísticamente” como dicen nuestros comentaristas más grandilocuentes.

La globalización del fútbol ha tenido, sin embargo, una consecuencia indeseable para los países exportadores de talento: la decadencia de las ligas y los clubes locales. Las ligas suramericanas, por ejemplo, se han convertido en refugios para viejos en retirada y jóvenes sin mucho talento o en lugares de paso y observación para los mejores jugadores. A diferencia de los clubes europeos, la mayoría de los clubes latinoamericanos son manejados con los pies. Los dueños de muchos equipos tienen un perfil más de proxenetas que de empresarios. En cierto modo, las ligas de este continente se parecen a la Venezuela de Chávez. En unas y en la otra, los pies y los cerebros más cotizados internacionalmente han salido corriendo en busca de un ambiente más propicio.

En fin, como escribió el periodista gringo Franklin Foer, la globalización ha sido mala para los clubes pero buena para los jugadores. Y en el mundial, sobra decirlo, lo que cuenta es el valor de la riqueza exportada, no la calidad de las organizaciones locales. Esta semana un ministro español señaló que la carencia de materias primas, de una oferta fija de productos de exportación, era una de las principales causas de la crisis de la economía de su país. Sin darse cuenta, el ministro ofreció una explicación plausible, no tanto de la crisis económica española, como de la crisis futbolística de la vieja Europa.

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Gobierno barato

Desde hace un buen tiempo, muchos economistas colombianos han insistido en la necesidad de subir impuestos. Por una parte, dicen, las finanzas del gobierno central están descuadradas; por otra, el gasto público va a crecer inevitablemente como resultado de las sentencias de la Corte Constitucional sobre salud y desplazados y de los nuevos programas de infraestructura y vivienda prometidos por los candidatos en contienda. Hace algunos meses, Juan Carlos Echeverry, jefe programático de la campaña de Juan Manuel Santos, describió la situación con crudeza: “el gobierno no tiene espacio financiero para meterse la mano al dril pues ya tiene un hueco de cinco por ciento del PIB. Sumando los dos huecos, el fiscal y el de la salud, puede haber a una catástrofe fiscal”.

Nadando contra la corriente, el candidato Juan Manuel Santos ha dicho que no subirá los impuestos y ha propuesto, en su lugar, dos medidas alternativas: una reforma constitucional al régimen de regalías y un ambicioso programa de formalización para empresas pequeñas. En sí mismas, estas medidas son loables, incluso necesarias. Pero, como parte de una estrategia fiscal, son una apuesta arriesgada, un salto al vacío. Las dificultades políticas de una reforma constitucional a las regalías son inmensas, infranqueables para algunos. Y el programa de formalización parte de un supuesto cuestionable según el cual las empresas informales son ovejas descarriadas que pueden ser conducidas voluntariamente, paso a paso, hacia el mundo del bien. En la mayoría de los casos, cabe señalar, la informalidad no es una opción: es un imperativo, es la única forma de supervivencia para muchas empresas medianas y pequeñas.

Juan Manuel Santos ha argumentado también que una disminución de las tarifas impositivas no reduciría el recaudo. Por el contrario, podría aumentarlo pues los menores impuestos estimularían la creación de más y más empresas. Desde los años ochenta, desde la época de Ronald Reagan, este tipo de argumento se ha convertido, en los Estados Unidos y ahora en Colombia, en una especie de teología inmune a cualquier evidencia. No sobra recordar, entonces, que la reducción de los impuestos tiene un efecto modesto sobre el crecimiento económico y un efecto negativo sobre el recaudo tributario.

Los argumentos de Juan Manuel Santos y sus asesores parecen basados en una ilusión, en el mito del gobierno barato. Con una elocuencia de otros tiempos, en el lenguaje preciso de los fiscalistas colombianos del siglo XIX, José María Samper denunció en 1861, léase bien en 1861, este tipo de argumentos: “En todo caso es indispensable que la Administración y el Congreso se resuelvan á arrostrar esa impopularidad transitoria que pesa siempre sobre los gobiernos que decretan nuevas contribuciones. Si se ha de querer gobernar conforme á la vieja rutina de vegetar con el día, viviendo en afanes y poniendo remiendos, por no tener el valor de pedirle al pueblo el dinero necesario para servirle de modo digno y fecundo, mejor será que se renuncie á la dirección oficial de la política. Entre nosotros reina un sofisma que nos mantiene en la incuria y el estancamiento: ese sofisma es el del gobierno barato, mal entendido”.

Ciento cincuenta años después, seguimos en lo mismo, empantanados en el sofisma del gobierno barato.

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Resaca electoral

Con la intención de olvidar los resultados electorales, visité esta semana San librario, la librería de viejo de mi amigo Álvaro Castillo. Allí encontré un pesado volumen, publicado en 1909, que describe minuciosamente un largo periplo del presidente Reyes por el territorio nacional. Hace cien años, como ahora, el presidente iba de pueblo en pueblo recogiendo quejas y reclamos sobre nuestras precarias vías de comunicación. También encontré una segunda edición de la misteriosa novela de José Asunción Silva, De sobremesa, publicada en 1926 por la Editorial Cromos. “Es la novela de un loco escrita por otro” escribió Fernando Vallejo en su biografía de Silva. “Fernández o Silva o como se llame sueña con llegar a la presidencia de la República y hacer de su país un centro de civilización y un emporio”.

No tenía, lo confieso, ninguna intención de leer la totalidad de la novela. Con algo de desgano, la abrí al azar, comencé a leer y me topé inmediatamente con los planes desarrollistas de José Fernández, el protagonista, el loco: “Equilibrados los presupuestos por medio de sabias medidas económicas…a los pocos años el país es rico y para resolver sus actuales problemas económicos, basta un esfuerzo de orden; llegará el día en que el actual déficit de los balances sea un superávit que se transforme en carreteras indispensables para el desarrollo de la industria, en puentes que crucen los ríos torrentosos, en todos los medios de comunicación de que carecemos hoy, y cuya falta sujeta a la patria, como una cadena de hierro y la condena a inacción lamentable…Estos serán los años de aprovechar…Surgirán, incitados por mis agentes y estimulados por las primas de explotación, todos los cultivos que enriquecen…innumerables rebaños pastarán en las fecundas dehesas… y en las serranías abruptas el oro, la plata y el platino brillarán ante los ojos del minero”.

¿No es este plan, me pregunto, similar al que han propuesto casi todos nuestros jefes de Estado por uno o dos siglos? ¿No está hablando Fernández, en su delirio desarrollista, de las hoy llamadas locomotoras por uno de los candidatos presidenciales: la infraestructura, la agricultura y la minería? ¿No estamos ante un discurso conocido? En la misma novela, José Fernández, recibe la visita de un prestigioso médico londinense, una especie de genio viviente. El médico, con un aire de superioridad casi cómica, le pide a Fernández que deseche sus sueños políticos pues son irrealizables. “Usted no tiene el hábito de ejecutar planes…hay que comenzar ideando y llevando a cabo cosas pequeñas, prácticas, fáciles, para lograr al cabo de muchos años enormidades de esas con las que usted sueña…Piense usted, conciba un plan pequeño, realícelo pronto y pase a otro”.

No quiero sugerir que la novela de Silva contiene una de las claves del desarrollo. La resaca electoral ha sido dura pero no hasta tal punto. Pero sí me gustaría reiterar un hecho representativo, una coincidencia interesante, a saber: los políticos y los economistas colombianos repetimos, cada cuatro años, cada ciclo electoral, los mismos sueños desarrollistas de un poeta inventado, de un loco. No estaría mal, por una vez al menos, simplificar los planes, desechar los sueños irrealizables. Escoger varios proyecticos y ejecutarlos.