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Reformitis

Hace ya algunas semanas, en una de sus primeras entrevistas, el ministro de Hacienda, Juan Carlos Echeverry, declaró cándidamente que «en la práctica, un gobierno tiene tres tiros. Una administración puede pasar tres grandes reformas al inicio de su periodo, no muchas más». No tiene sentido disparar para todos los lados, sugirió. En su opinión, los reformistas son francotiradores que cuidan su munición, que escogen bien sus blancos y apuntan con esmero. La metáfora tiene sentido. Pero infortunadamente el gobierno del presidente Santos no parece guiado por sus imperativos. Todo lo contrario. Está disparando para todos los lados. Con escopeta de regadera. Parece no tanto un cerebral francotirador como un soldado descarriado que dispara frenéticamente.

El nuevo gobierno pretende cambiar radicalmente la política, la justicia, el ordenamiento territorial, la salud, la descentralización, los ministerios, las normas anticorrupción y muchas cosas más. Parece empeñado en refundar la patria. En el último mes más de doscientos proyectos de ley se han radicado en el Congreso. A este paso, las instituciones colombianas van a terminar como las calles de Bogotá: con muchos frentes de obra, con cientos de proyectos y proyecticos que carecen de cualquier racionalidad. En suma, pasamos de los tres tiros a la balacera, de la cautela a la exuberancia reformista.

Vale la pena distinguir entre el reformismo y la reformitis. En el primero la velocidad no es importante pues la dirección está claramente definida. Los reformistas avanzan a paso lento pero seguro. En la segunda la velocidad sustituye la falta de dirección. Los gobiernos enfermos de reformitis aceleran pues no saben para dónde van. El estatuto anticorrupción, radicado esta semana, es sintomático. Revela los problemas de la estrategia legislativa del Gobierno. El proyecto dispara para todos los lados. Abarca mucho pero terminará apretando muy poco.

El estatuto aumenta las penas para los corruptos y las inhabilidades para los ex funcionarios públicos (a quienes condena al desempleo o, peor, a la docencia). Incrementa las obligaciones de las empresas vigiladas por la Superintendencia de Salud. Crea un fondo (un cajoncito más de los muchos que ya existen en el Estado) para la lucha contra la corrupción en el sector de la salud. Obliga a todas las entidades estatales a elaborar un plan anticorrupción y un mapa de riesgos (más papeleo). Y crea la Comisión Nacional para la Moralización y la Misión Nacional Ciudadana (más burocracia). El proyecto no tiene una dirección clara. Contempla más penas, más inhabilidades, más burocracia, más papeleo pero carece de un hilo conductor. Es una colección de articulitos. Pura reformitis.

Esta semana, en la asamblea anual de la Asociación Nacional de Comercio Exterior (Analdex), una ex funcionaria del gobierno chileno, la ex subsecretaria de hacienda María Olivia Recart, explicó en detalle las reformas que le han permitido a su país reducir la pobreza, la desigualdad y la corrupción. Cuando quiso, al final de su intervención, resumir la clave del éxito chileno, dijo escuetamente “nos hemos concentrado en hacer unos pocas cosas pero en hacerlas bien”. Para entonces ya se habían retirado todos los funcionarios del gobierno Santos. Lástima.

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Un ateo agonizante

Desde hace ya varios años comencé a seguirle la pista al ensayista inglés Christopher Hitchens. Me aficioné a sus rabietas, algunas veces sobreactuadas, pero siempre interesantes. Hitchens dispara para todos los lados y con frecuencia da en el blanco. Su lista de víctimas es larga. La Madre Teresa de Calcuta, dice Hitchens, era una desalmada, quería tanto a los pobres que se dedicó, literalmente, a reproducirlos; el Papa Ratzinger es un burócrata del encubrimiento, casi la personificación de todos los males de la Iglesia católica; Henry Kissinger es un criminal de guerra; el filósofo Isaiah Berlin era un cobarde intelectual, un simple diplomático de las ideas: “Quiso ser valiente, pero cuando había que tomar una decisión que supusiera riesgos recordaba que tenía que tomar el té en alguna otra parte”.

En la última década, Hitchens se convirtió en un proselitista, casi en un profeta del ateísmo. “Gracias al telescopio y al microscopio, la religión ya no ofrece ninguna explicación para nada importante”, dice en su libro más conocido, Dios no es bueno. Pero la religión no sólo es irrelevante, sugiere en el mismo libro, es también peligrosa: enferma, mata, lo envenena todo. Llegó la hora de decirle adiós. “Será sin duda una larga despedida, pero ya comenzó y, como pasa con todas las despedidas, no conviene aplazarla”.

Hace unas semanas me enteré de que Hitchens, de 61 años, estaba muriendo de cáncer. Guiado por el ocio, saltando de una página a otra en internet, me topé con su artículo más reciente, un relato sobre su experiencia con las desdichas de la enfermedad y los rigores del tratamiento. “Uno no lucha contra el cáncer”, escribió. La metáfora no funciona. No hay ninguna actividad, ninguna resistencia. Todo lo contrario. Sólo pasividad, inapetencia y una confusión casi paralizante. Nada que sugiera la imagen de un revolucionario en el campo de batalla. El enfermo de cáncer es un negociador triste: entrega parte de sus facultades por unos años más en este mundo.

En una entrevista reciente, Hitchens agradeció las oraciones de mucha gente. No sin cierta preocupación, sin embargo. Los indicios científicos muestran que no existe ninguna correlación entre las oraciones de los fieles y la recuperación de los pacientes. Peor aún, quienes saben que otros mortales están orando por ellos tienden a tener más complicaciones posoperatorias. Misterios de la medicina. También rechazó las propuestas de muchos creyentes por una conversión religiosa de última hora. No por fidelidad a sus principios o por honradez intelectual. Si los ateos pudieran arrepentirse, lo harían. Pero la religión no puede consolar a quienes renunciaron para siempre al autoengaño. Hitchens sabe que la muerte es el fin. Y punto.

Pero no quiere irse todavía. Tiene varias cosas por hacer. “Leer —o ciertamente escribir— los obituarios de algunos villanos ya viejos como Kissinger y Ratzinger”. Cientos de sus lectores le han dejado mensajes de solidaridad en internet. Unos cuantos fanáticos parecen felices con su enfermedad. Otros más aprovechan los foros electrónicos para anunciar una inminente llegada del mesías. Desde su lecho de enfermo, leyendo los mensajes que anuncian la buena nueva, Christopher Hitchens muy probablemente entonará, con impaciencia, un estribillo conocido: “El Mesías no va a venir. Y ni siquiera va a llamar”. Así es la vida.

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¿Reforma agraria?

Los problemas del campo colombiano son acuciantes. La economía rural está mal. La agricultura no ha podido despegar. Creció a una tasa apenas superior a dos por ciento durante la última década. Más parece un vagón de tercera clase que una locomotora. Adicionalmente la pobreza rural es alarmante. Dos terceras partes de los residentes en zonas rurales son pobres. El ingreso promedio de un trabajador no llega a los 350 mil pesos mensuales. Muchos jóvenes campesinos prefieren el desempleo a un empleo mal pagado como jornaleros o trabajadores agrícolas. En general, el principal problema del campo no es la desocupación: es la pobreza o los malos empleos.
El debate sobre los problemas del campo ha vuelto a un primer plano. El nuevo gobierno ha abierto un espacio para la discusión y el análisis. Tal como sucedió hace 50 años, la necesidad de una reforma agraria, de una redistribución de la tierra, acapara buena parte de la atención de los analistas y la opinión pública. Hoy, como entonces, como en el histórico debate entre Carlos Lleras Restrepo y Lauchlin Currie, los méritos de una reforma agraria siguen siendo debatidos. Y debatibles.

En octubre de 1960, en Montería, en medio de los aplausos de miles de campesinos, Carlos Lleras Restrepo defendió con vehemencia los méritos de una ley agraria. “Creo ya estar un poco viejo, un poco maltrecho por los años y las dificultades, pero no resisto la tentación de volver en unos años a estas tierras de Córdoba, cuando se haya aplicado la ley agraria a ver si esta comarca se ha transformado y si puedo saludar al campesino a la puerta de un hogar propio, trabajando en una parcela propia, con dignidad y sin los problemas que le han sido comunes”. La reforma agraria, pensaba Lleras, solucionaría el estancamiento de la agricultura y el empobrecimiento rural, mediante la creación de una economía campesina dinámica, una locomotora hecha de miles de pequeñas unidades capaces de producir eficientemente y de unir fuerzas en cooperativas o asociaciones de productores.

En 1961, el economista norteamericano Lauchlin Currie presentó una visión alternativa, opuesta a la visión romántica, casi bucólica, de Lleras Restrepo y sus discípulos. Currie abogó por el aprovechamiento de las economías de escala en las zonas planas y la migración de campesinos a las ciudades en busca de empleos mejor remunerados en la industria y la construcción. Cincuenta años después, los empleos urbanos ya no están en la industria, sino en actividades menos productivas en los sectores de servicios y comercio. Currie no previó el agotamiento industrial. Pero su defensa del capitalismo agrícola, de una locomotora basada en explotaciones de una mayor escala y unos mayores niveles de mecanización sigue teniendo vigencia.

Probablemente una reforma agraria sea la única forma de acabar con algunos reductos semifeudales que aún existen en Colombia. Pero no va a resolver los problemas del campo y la agricultura. Existen otras prioridades: la restitución de tierras a los desplazados, la reorientación de las ayudas estatales hacia la provisión de bienes públicos (vías de comunicación, infraestructura de riego, capacitación técnica, etc.) y la promoción de actividades rurales no agrícolas. Cincuenta años después, no parece conveniente agotar todos los ímpetus reformistas en un nuevo intento de reforma agraria.

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Piratas honrados

Los medios nacionales presentaron esta semana un video, elaborado por la Asociación Colombiana de Grasas y Aceites Comestibles, que denuncia la operación de un peligroso cartel dedicado a la comercialización ilegal de aceites. Con una truculencia que envidiaría el mismo Pirry, a través de una serie de imágenes temblorosas filmadas con una cámara oculta, el video delata todos los eslabones del negocio: la compra al por mayor, la venta a granel, la frescura del tendero, el oportunismo de la compradora, en fin, la impunidad de todo el proceso. El cartel del aceite pirata, dice el narrador con una seriedad casi infantil, está poniendo en riesgo la salud de los colombianos.

Casualmente esta misma semana, la Corte Constitucional avaló una ley, aprobada por el Congreso en julio del año anterior, que prohíbe la venta de cigarrillos al menudeo. La intención del legislador, avalada por la Corte, era disminuir el consumo de tabaco de los menores de edad y por lo tanto proteger su salud. La intervención en los mercados, dijo la Corte, está justificada cuando no limita otros derechos. La Corte, sobra decirlo, sólo opina sobre asuntos constitucionales. El sentido común no hace parte de sus preocupaciones.

Hay en todo lo anterior y en otros intentos similares (el Gobierno trató hace un tiempo de prohibir la llamada venta de minutos) una especie de ilusión regulatoria. ¿De qué manera van a impedir las autoridades la venta de cigarrillos sueltos? ¿Van a poner a los policías bachilleres a esculcarles los cajones a millones de vendedores ambulantes? ¿Qué va a pasar cuando los primeros encuentren una cajetilla destapada? ¿Decomisarán el cajón con todo el surtido? ¿Arrestarán al ventero? ¿O improvisarán un espectáculo público donde los culpables tendrán que pedir excusas por envenenar a nuestros niños y arriesgar nuestro futuro precisamente ahora que nos llegó la hora? Finalmente, ¿qué pasará, dios no lo quiera, si un tendero es descubierto vendiendo cigarrillos al menudeo y aceite a granel? ¿Cadena perpetua?

Estos intentos regulatorios revelan también una gran dosis de hipocresía. Cada semana políticos y empresarios cantan alabanzas al capitalismo popular. Pero cuando éste se les aparece en persona, salen despavoridos y proponen, entonces, regularlo en nombre del interés común o en favor de la sufrida industria nacional. En la mañana del viernes estuve unos minutos preguntándoles a varios vendedores ambulantes si dejarían de vender cigarrillos sueltos en caso de que una ley lo prohibiera. Todos dijeron lo mismo: “hay que darle al cliente lo que pide y si no lo hacemos nosotros lo van a hacer otros”. Hay leyes tan absurdas que cabe celebrar su incumplimiento.

Esta discusión cobra una relevancia adicional, habida cuenta de la campaña de formalización empresarial anunciada esta semana. La informalidad no es una aberración cultural o un capricho nacido de la ignorancia o la ambición como parece suponer el Gobierno. Todo lo contrario. La informalidad es la razón de ser, la esencia de muchos negocios. Si usted formaliza los tenderos que venden aceite o cigarrillos en cantidades menores, no los vuelve más productivos: los liquida, con consecuencias adversas para mucha gente. Ciertas formas de piratería, cabe reconocerlo, contribuyen positivamente el bienestar general.

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Sorpresa

En 1989 Carlos Menem fue candidato a la presidencia de Argentina por el Partido Peronista. Durante la campaña siguió al pie de la letra la tradición programática de su partido. Propuso una renegociación de la deuda externa y prometió no privatizar ninguna empresa estatal. Criticó las propuestas de ajuste fiscal (los recurrentes paquetazos) y propuso, en su lugar, un “salariazo”, un aumento en los salarios reales de los trabajadores. Pero una vez posesionado rompió, una por una, todas las promesas de campaña. En los primeros días de la presidencia nombró como jefe negociador en Washington a una figura de la oposición y puso en marcha un severo plan de ajuste económico, un monumental paquetazo. “Necesitamos una cirugía profunda, no un poco de anestesia”, afirmó en uno de sus primeros discursos.
En 1990 Alberto Fujimori siguió los pasos de su homólogo argentino. Se presentó como el candidato “antichoque” pero una vez posesionado, apenas en la segunda semana de su primer mandato, puso en práctica uno de los programas de choque más severos en la historia de América Latina. Durante la campaña, uno de sus asesores le aconsejó que tratara de aparecer más como un estadista y menos como político. “Si no pienso como un político ahora jamás tendré la oportunidad de ser estadista”, respondió con sinceridad maquiavélica, con el mismo pragmatismo ideológico de Menem.
Los ejemplos anteriores (y otros tantos menos dramáticos pero igualmente representativos) llamaron en su momento la atención de muchos analistas políticos. El argentino Guillermo O’Donnell señaló, hace ya quince años, que en muchos países de América Latina la democracia representativa había sido desplazada por una forma de gobierno más precaria, menos desarrollada, la “democracia delegada”. En esta última, no hay plataformas, ni mandatos. Durante las campañas, los políticos dicen lo que la gente quiere oír. Ya en el gobierno, hacen lo que estiman conveniente, lo que les da la gana. El electorado delega y juzga en retrospectiva, no repara en las inconsistencias entre lo prometido y lo actuado.
A juzgar por lo ocurrido en su primera semana de gobierno, Juan Manuel Santos parece un buen ejemplo de lo mismo, de un cambio inmediato y abrupto en las políticas. Durante la campaña, enfatizó las similitudes con el presidente Uribe y la importancia de la continuidad de unas políticas y un estilo. Pero en su primera semana de gobierno, cambió radicalmente. Recibió a Chávez con todos los honores. Planteó la posibilidad de una negociación con las Farc. El jueves su Ministro de Hacienda mencionó que está estudiando un desmonte de las exenciones y ayudas fiscales creadas durante los últimos ocho años. Si en la campaña la estrategia era la mimetización, ya en el gobierno parece ser la diferenciación.

El presidente Santos ha confundido a propios extraños. Algunos de sus electores se han declarado decepcionados; muchos de sus opositores, gratamente sorprendidos. Yo me encuentro entre los segundos pero no puedo dejar de notar los problemas de la democracia delegada. Si los políticos pueden renunciar fácilmente a sus principales promesas, las elecciones se convierten en poco más que una farsa. Al fin y al cabo, la democracia está basada en un intercambio de promesas por votos que implica, al menos, cierta coincidencia entre las palabras del político y los actos del gobernante.
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Condecorados

“Actuaremos con sobriedad en distinciones y condecoraciones”, dijo esta semana el presidente Juan Manuel Santos. En teoría, esta declaración sobra. Por mandato legal los gobiernos deben salvaguardar el valor de las distinciones oficiales. Pero en la práctica, en el mundo imperfecto de la política, sucede todo lo contrario. Los gobiernos reparten honores con una generosidad desmedida. El Ejecutivo ya no controla la emisión de monedas y billetes. Pero sí maneja la emisión de distinciones y medallas. Y lo hace con una laxitud previsible. Al final de los períodos de gobierno, la emisión de distinciones crece exponencialmente. La Cruz de Boyacá se convierte, entonces, en una unidad de pago más o menos corriente.

En su última semana de gobierno, el presidente Uribe entregó condecoraciones por doquier. A diestra y siniestra. Muchos funcionarios fueron condecorados. El vicepresidente Santos recibió la Orden de Boyacá en uno de sus mayores grados. Los políticos antioqueños Manuel Ramiro Velásquez y Juan Gómez Martínez también recibieron la famosa condecoración. El mes pasado la había recibido Bernardo Guerra Serna, otro cacique electoral antioqueño. Y hace dos años, Álvaro Villegas Moreno, otro más de los barones electorales de la tierrita. No faltó ninguno por condecorar. Todos salieron premiados. Así pasa con los honores. Mientras más se entregan, más se devalúan y más numerosos son los aspirantes. En economía, esto tiene un nombre: inflación.

Pero la feria de condecoraciones no fue sólo para funcionarios y políticos. El sector privado también disfrutó la generosidad oficial. Los empresarios Manuel Santiago Mejía y Rodolfo Segovia recibieron la Orden de Boyacá esta semana. Antes la habían recibido muchos otros hombres de empresa: José María Acevedo, los hermanos Chaid Neme, Hernán Echavarría, Carlos Manuel Echavarría, John Gómez Restrepo, Gabriel Harry, Tito Livio Caldas, Julio Mario Santo Domingo, Luis Carlos Sarmiento y otros. Para muchos empresarios, las condecoraciones se convirtieron en simples decoraciones, en un ornamento más para sus oficinas.

Hace cuatro años, el “empresario tolimense” Jorge Barón también recibió la famosa Cruz de Boyacá. “Su programa es un escenario para los sisbenizados… Usted ha logrado una simbiosis colombiana entre televisión y pueblo. Su creatividad, su genio programador, su capacidad de expresión estética, tienen una raíz: el conocimiento de lo mejor de nuestra cultura”, dijo el presidente Uribe en su momento. La inflación se nota hasta en los discursos. En 1994, antes de su desastrosa actuación en el Mundial de los Estados Unidos, la selección Colombia recibió la consabida distinción en su máximo grado. Las condecoraciones ex ante, entregadas no como reconocimiento sino como acicate, son sin duda una innovación colombiana.

“La patria ha reservado la Cruz de Boyacá para sus mejores hijos, para sus héroes”, dijo el presidente Uribe en varias ocasiones. En apariencia estamos llenos de hijos ilustres. Los caciques electorales, los empresarios, los funcionarios, los deportistas, todos, casi sin distinción, son héroes de la patria. Tristemente un país con demasiados héroes es lo mismo que un país con ninguno.

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Corte de cuentas

Llegó la hora de los balances, de los análisis retrospectivos, del corte de cuentas. Esta columna hace un examen preliminar del progreso socioeconómico del país durante la era Uribe. El énfasis del examen es comparativo. Las comparaciones, lejos de ser odiosas, son indispensables. En economía, el bien de muchos puede ser el orgullo de los tontos. En últimas, los logros de un gobierno o de un mandatario sólo son discernibles desde una perspectiva comparada.

Entre 2002 y 2009, Colombia fue el campeón latinoamericano de la inversión. Medida como porcentaje de la producción total, la inversión en Colombia creció 50%. En la región como un todo, creció a una tasa mucho menor, cercana a 20%. Pero la inversión no es un fin en sí mismo. La confianza de los inversionistas sólo importa si contribuye al bienestar de la gente, al crecimiento económico y al aumento del empleo. Durante la era Uribe, el crecimiento promedio anual de la economía apenas superará el 4%, una tasa similar a la observada en los países grandes de América Latina, pero dos puntos por debajo a la observada en Perú, el país de mejor desempeño durante la última década. En los últimos años, el crecimiento económico fue aceptable, no deficiente pero tampoco excepcional. Colombia, eso sí, recuperó su medianía histórica, su mediocridad tradicional.

Colombia es actualmente el campeón del desempleo en la región, un honor nada honorífico. De los países grandes de América Latina, Colombia es el único que aún presenta una tasa de desempleo de más de dos dígitos. En 2002, la tasa de desempleo estaba 2,5 puntos porcentuales por encima de la tasa promedio de las siete mayores economías de la región. En 2009, estaba ya 3,0 puntos por encima. En términos relativos, la situación del empleo empeoró durante la era Uribe. La pobreza disminuyó menos rápidamente que en la región, un resultado previsible dados el similar crecimiento y el mayor desempleo observados en el país. En la totalidad de los países latinoamericanos, 32 millones de personas (6% de la población total) salieron de la pobreza entre 2002 y 2009. En Colombia lo hicieron 1,7 millones de personas, aproximadamente 4% del total de la población. En términos relativos, también nos rajamos en reducción de la pobreza. Avanzamos, sí, pero a un ritmo menor, mucho menor podríamos decir.

Pero el peor resultado social de los últimos años, el más preocupante y nocivo, ha sido la creciente división de la sociedad colombiana en dos partes, una que disfruta de los beneficios de la inversión y la modernización de la economía, y otra que debe resignarse a la informalidad y contentarse con los subsidios estatales, el único instrumento de cohesión social. La informalidad laboral, esto es, la exclusión de más de la mitad de la población de la economía moderna, ha contribuido a la perpetuación de unos niveles muy altos, inaceptables en cierto sentido, de desigualdad del ingreso. En suma, durante los últimos ocho años tuvimos, en términos relativos, mayor inversión, igual crecimiento, más desempleo y más pobreza. Finalmente, los subsidios no impidieron, no pueden hacerlo, la exclusión económica asociada con la informalidad laboral, con la desaparición del empleo para amplios sectores de la población.

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Dignidad

El 20 de julio pasado, en su discurso de instalación del Congreso de la República, el presidente Álvaro Uribe Vélez señaló la importancia de poner el honor por encima de los intereses económicos, la dignidad de un pueblo por encima del comercio internacional. “El pueblo colombiano, empresarios y trabajadores, ha dado un gran ejemplo al mundo: mientras en economías desarrolladas por salvar empresas apaciguan a los enemigos de la iniciativa empresarial y se exponen a perder las empresas y a perder la dignidad, esta Nación, aún pobre, ha puesto la dignidad y el derecho a vivir sin terroristas por encima de los intereses del comercio”, dijo con vehemencia. “Colombia no se ha dejado someter por el comercio, porque Colombia sabe que si perdemos el carácter y la lucha por la libertad, perderemos el comercio y también la dignidad. Con dignidad habrá comercio con el mundo entero; sin ella, nadie nos creerá”, concluyó con afán premonitorio.

Dos días después, el jueves 22 de julio, el presidente venezolano Hugo Chávez también mencionó la dignidad de su gobierno o de su país, da lo mismo, para justificar la ruptura de las relaciones diplomáticas con Colombia. “No nos queda, por dignidad, sino romper totalmente las relaciones diplomáticas con la hermana Colombia y eso me produce una lágrima en el corazón”, dijo ante un grupo de periodistas locales, acompañado de la figura (digna) de Maradona. Álvaro Uribe y Hugo Chávez no están solos en la invocación oportunista de la dignidad. Fidel Castro lleva muchas décadas, más de las imaginables, diciendo y haciendo lo mismo. “La dignidad de un pueblo no tiene precio. La ola de solidaridad con Cuba, que abarca a países grandes y pequeños, con recursos y hasta sin recursos, desaparecería el día en que Cuba dejara de ser digna”, afirmó recientemente en una de sus tantas tiradas antiamericanas.

Los tres mandatarios aludidos insinúan lo mismo: la dignidad es más importante que la riqueza de las naciones. Pero sus discursos no deben ser tomados literalmente. Todos dejan entrever cierta perversión del lenguaje, cierta falsedad orwelliana para decirlo de manera pedante. Dignidad quiere decir, en los ejemplos mencionados, indignidad. Humillación. Sometimiento indecoroso a los caprichos de un gobernante. Indignas son las restricciones a la libertad y las privaciones de los cubanos, como indignos son los padecimientos de los habitantes de la frontera entre Colombia y Venezuela por cuenta de los desafueros de los mandatarios de ambos países.

“El lenguaje político —y, con variaciones, esto es verdad para todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta los anarquistas— se construye para lograr que las mentiras parezcan verdaderas y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento”, escribió Orwell en su célebre ensayo sobre la manipulación oportunista del lenguaje. Cada vez que un presidente o un político cualquiera invoca la dignidad nacional, no puedo dejar de pensar en estas palabras, en las muchas arbitrariedades que se han cometido en nombre de la dignidad, en las muchas veces que esta palabra se ha usado para justificar lo que no tiene justificación.

En últimas, la dignidad de los pueblos está amenazada no tanto por los países o gobiernos extranjeros como por los mandatarios locales que la invocan de manera oportunista para justificar sus frecuentes desafueros.

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Diplomacia meliflua

“Nosostros no podemos, en nombre de una diplomacia meliflua y babosa, dejar desamparados a nuestros compatriotas” dijo esta semana el presidente Uribe. La frase es representativa de un estilo. Resume de manera involuntaria uno de los principales problemas de la política exterior colombiana. La diplomacia debería ser meliflua, esto es, “dulce, suave y delicada en el trato y en la manera de hablar”. La diplomacia debería ser incluso babosa, es decir, aduladora y complaciente. La diplomacia riñe con la altanería, con el desconocimiento deliberado de las formas delicadas que han caracterizado por siempre las relaciones entre los Estados. Lo melifluo, sobra decirlo, no quita lo valiente.

La diplomacia meliflua hizo mucha falta durante los últimos ochos años. En varias ocasiones, con una torpeza casi inaudita, el gobierno practicó una forma extraña de antidiplomacia, hecha de desplantes y politiquería. A Brasil, un país estratégico, envió como embajadora a Claudia Rodríguez de Castellanos, una predicadora, quien aprovechó la ocasión para sumarle fieles a su iglesia carismática. Años más tarde, como para multiplicar el error, decidió nombrar a Tony Jozame, un empresario cuestionado, quien seguramente procedió a sumarles clientes a sus negocios. El Gobierno de Brasil habría preferido un comportamiento distinto, más melifluo.

En algunos casos, la antidiplomacia pasó de la descortesía al insulto. A Chile, el Gobierno envió como funcionario consular al ex gobernador de Sucre Salvador Arana, no precisamente un personaje melifluo. Años más tarde, en plena campaña electoral de los Estados Unidos, el Gobierno decidió, en un acto de torpeza inexplicable, cancelarle un contrato de asesoría a Mark Penn, uno de los principales consejeros políticos de la entonces precandidata y hoy Secretaria de Estado, Hillary Clinton. Posiblemente una diplomacia menos altanera habría conseguido la anhelada aprobación del Tratado de Libre Comercio.

También hizo falta un mínimo de respeto por las formas diplomáticas cuando el presidente Uribe decidió ocultarle al presidente de Ecuador, Rafael Correa, la verdad sobre el bombardeo al campamento de Raúl Reyes. Con un poco de cordialidad, sin historias inventadas sobre una persecución en caliente, probablemente la reacción del presidente Correa habría sido distinta y las relaciones diplomáticas con Ecuador se habrían restablecido hace ya mucho tiempo. Paradójicamente, cuando el Gobierno usó la diplomacia meliflua lo hizo de forma absurda. En 2007, decidió liberar al guerrillero de las Farc Rodrigo Granda con el único objetivo de complacer al presidente de Francia, Nicolás Sarkozy. La liberación de Granda fue literalmente una babosada.

Ahora, ya al final de su mandato, el presidente Uribe decidió reincidir en la antidiplomacia. De manera inesperada sacó a relucir unas pruebas ya sin lustre sobre la presencia de guerrilleros de las Farc en Venezuela. En este caso su rabieta iba dirigida no solamente contra el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, sino también contra el presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos. Afortunadamente el nuevo gobierno parecería dispuesto a cambiar de estilo, a apostarle, como toca, a la diplomacia meliflua.

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Ni estudia, ni trabaja

Las estadísticas de empleo, publicadas esta semana por el DANE, revelaron una vez más la gravedad de nuestros problemas laborales. En Pereira, la tasa de desempleo se ubicó, nuevamente, por encima de veinte por ciento, un nivel alarmante, casi aterrador. La caída de las remesas, el declive de las maquiladoras y el derrumbe de la producción cafetera han agravado una situación ya de por sí complicada. Pereira ha sufrido más porque está más expuesta a los problemas de la economía mundial. Las mayores conexiones con la economía global (y con España en particular) han sido en esta coyuntura una maldición.

En Pereira, en la zona cafetera y en todo el país, la falta de oportunidades laborales no ha afectado a todo el mundo por igual. Unos han sufridos muchos más que otros. En Colombia, como en casi todo el mundo, los grandes perdedores han sido los hombres jóvenes, entre 15 y 24 años. En México, son llamados los nini (ni estudian, ni trabajan). En Inglaterra, los neets (no en educación, entrenamiento o trabajo). En Colombia, todavía no tienen nombre. Habrá que darles alguno. En este país, los impuestos al trabajo, las grandes distorsiones de nuestro mercado laboral, perjudican más a quienes apenas llegan, esto es, a los jóvenes sin empleo y a los bachilleres en particular. Durante los últimos años, un número creciente de jóvenes ha podido terminar su educación secundaria. Pero de nada ha valido. Los retornos de uno o dos años adicionales de educación son exiguos. Una generación atrás, muchas madres colgaban en la sala de sus casas los diplomas de bachillerato de sus hijos, enmarcados entre dos vidrios rectangulares, asidos por cuatro botones de metal. Hoy en día ya nadie lo hace. Los diplomas significan muy poco. Después del grado, muchos bachilleres no trabajan. Tampoco estudian.

La transformación de la economía también ha conspirado en contra de los hombres jóvenes. En los años sesenta y setenta, cuando la industria desplazó a la agricultura, cuando la construcción vivió su época dorada, las oportunidades laborales para los hombres jóvenes se multiplicaron. En las cambiantes ciudades colombianas, los empleos estaban literalmente a la vuelta de la esquina. Pero desde los años noventa, todo cambió. Los servicios y el comercio cobraron importancia. La industria se contrajo. Y los empleos masculinos se esfumaron. Las mujeres han sido las grandes ganadoras de la transformación económica de los últimos años. Y lo seguirán siendo. Según un estudio reciente, 13 de las 15 categorías laborales que crecerán con mayor rapidez en el futuro, en este caso en los Estados Unidos, son dominadas por mujeres.

Hace unas semanas, en Dosquebradas, Risaralda, en el epicentro del desempleo en Colombia, hablé por unos cuantos minutos con un joven de 17 años. Llevaba varios años sin estudiar y no tenía planes de volver a hacerlo. Cuando le pregunté si había trabajado alguna vez, me miró con impaciencia, como diciéndome: “aquí el trabajo no existe”. A su falta de oportunidades reales, se le sumaba una incapacidad para percibir, para visualizar siquiera, las escasas oportunidades existentes. Tristemente ni estudia, ni trabaja, ni parece tener ninguna esperanza.