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El mito de la transparencia

En las primeras semanas de su primer gobierno, en septiembre de 2002, el presidente Álvaro Uribe expidió un decreto que, en teoría, iba a eliminar la corrupción contractual. El Decreto 2170 estaba inspirado en la idea, siempre atractiva, de la transparencia. Ordenaba que los borradores de los pliegos de condiciones fueran publicados antes de la apertura de los procesos de selección, estipulaba que los contratos deberían adjudicarse en audiencias públicas y promovía la participación ciudadana. “Uno de los objetivos del Gobierno ha sido dar más oportunidades de participación a la ciudadanía en todos los asuntos públicos, con la convicción de que a mayor participación, mayor transparencia”, dijo el presidente Uribe al final de su segundo mandato. La retórica (la demagogia podríamos decir) de la transparencia fue una constante de su gobierno. Pero la realidad a veces es inmune a las palabras.

En las primeras semanas de su gobierno, el presidente Juan Manuel Santos también recurrió a la demagogia de la transparencia. Fue incluso más lejos que el presidente Uribe. “Lo que iniciamos con el proyecto de la urna de cristal —dijo hace unos días— será la revolución de la participación ciudadana… Las tecnologías de las comunicaciones nos permiten establecer un diálogo directo con todos y cada uno de los colombianos… cada ciudadano se convertirá en un interventor, en un contralor, en un vigilante”. En la urna de cristal, supuestamente, todo será visto por todos y la mirada escrutadora de millones de ojos terminará por erradicar la corrupción.

Pero la urna cristal es una ficción, no existe. Existe, si acaso, la vitrina de cristal, un espacio donde los gobiernos exhiben lo que quieren promocionar o vender. El gobierno anterior estipuló que, antes de la contratación de cualquier funcionario, su hoja de vida debería ser publicada en la página de internet de la Presidencia. Por cuenta de esta exigencia, el encargado del asunto, el hombre del computador, quien debía, por así decirlo, poner las cosas en la vitrina, se convirtió en el administrador del clientelismo. Decidía qué se publicaba y qué no, y por lo tanto a quién se contrataba y a quién no. La transparencia es casi siempre selectiva, estratégica: muestra para tapar y tapa para mostrar.

La participación ciudadana también es selectiva. Los veedores no son observadores altruistas que se asoman desinteresadamente a la vitrina. Por el contrario, tienen intereses definidos. Económicos o políticos. Por su parte, la gran mayoría de los ciudadanos, los llamados a convertirse en interventores y contralores, a vigilar los contratos públicos, permanecen casi siempre indiferentes. Racionalmente desentendidos. Los estímulos a la participación ciudadana, a juzgar por los resultados, no han tenido un efecto sustancial sobre la corrupción. Las audiencias públicas tampoco han sido muy eficaces. Si acaso convirtieron la corrupción en un espectáculo.

La transparencia, la participación ciudadana, las audiencias públicas, los portales anticorrupción, todas estas cosas, juntas o separadas, no lograrán disminuir sustancialmente la corrupción. Muchas veces simplemente la disfrazan. El control de la corrupción depende en buena medida de los medios independientes. En últimas, son ellos los llamados a correr las cortinas que oscurecen, aquí y en todas partes, la urna de cristal.

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Treinta años después

Los mafiosos llegaron al fútbol pisando duro. Hace treinta años, los traficantes de drogas hicieron lo que suelen hacer los nuevos ricos en muchas partes del mundo: comprar equipos de fútbol. No por negocio sino por vanidad. Por el placer de coleccionar jugadores. O campeonatos. En 1983, Rodrigo Lara Bonilla denunció públicamente lo que era un secreto a voces. “Los equipos de fútbol están ‘inficionados’ por la mafia. Hay que hacer un esfuerzo por quitárselos”, dijo en una entrevista publicada en el diario El Tiempo.

El esfuerzo nunca se hizo. O nunca fructificó. La mafia se quedó con muchos equipos. En la segunda mitad de los años ochenta, el campeonato profesional se convirtió en una competencia entre mafiosos. “¿Vos de qué mafioso sos hincha?”, me preguntó entonces un empresario antioqueño con una sinceridad casi brutal. “No vuelvo a fútbol”, anunció Francisco Santos Calderón en 1988 en una columna de prensa que denunciaba la captura del fútbol profesional. “La verdad —señaló entonces— es que se pueden contar con los dedos de una mano, y sobran varios dedos, los conjuntos profesionales que no están financiados directa o indirectamente por la mafia”.

Como en la política, los mafiosos mataron o intimidaron a quienes se interponían a sus designios. Los partidos comenzaron a decidirse por fuera de la cancha. El fútbol se convirtió en una farsa macabra. A finales de los años ochenta, el presidente de Millonarios, Guillermo Gómez, dijo, como si nada, que los dueños del América no se podían quejar pues ellos también habían acomodado partidos. Gabriel Ochoa Uribe, ex técnico del América (y uno de los principales protagonista de los años más negros de nuestro fútbol), fue aún más lejos. “El América, en vez de contratar jugadores para ganar partidos, debía contratar pistoleros”, dijo con la desfachatez propia de los tiempos. En 1989, los pistoleros asesinaron al árbitro Álvaro Ortega y la Dimayor tuvo que cancelar el campeonato local.

En los años noventa los mafiosos refinaron sus estrategias. Cambiaron su campo de acción. Infiltraron la Dimayor. Pusieron sus fichas bien puestas. Trataron incluso de influir sobre la selección nacional. En 1994, en una entrevista concedida a la revista mexicana Progreso, Francisco Maturana reconoció sus contactos con las jefes de la mafia: “en el 89 me llamó Pablo Escobar para hablar de fútbol… El año pasado me llamaron los del cartel de Cali, los Rodríguez Orejuela, y hablé con ellos”. Probablemente le recomendaron algunos jugadores de su propiedad o preferencia. Los mafiosos eran entonces seleccionadores en la sombra. En la última década, la influencia del narcotráfico ha sido menos visible, más discreta. Pero innegable. Los mafiosos han utilizado algunos equipos para lavar dinero. Han actuado más como empresarios que como políticos. El fútbol ya no es un fin: es un medio para ganar más plata.

En suma, el fútbol colombiano lleva treinta años de connivencia con el narcotráfico. Primero los mafiosos se tomaron los equipos; luego infiltraron los estamentos nacionales; en los últimos años han usado algunos clubes como lavanderías. “No permito que se diga que el fútbol está actualmente minado por el narcotráfico”, dijo hace dos años Ramón Jesurún, el presidente de la Dimayor. El narcotráfico, cabría recordarle, no se acaba: se transforma.

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Su lucha

En sus ensayos políticos, no en sus novelas, Mario Vargas Llosa tiende a subestimar las dificultades del cambio social y el progreso económico. El subdesarrollo de esta parte del mundo, sugiere, viene de nuestro desprecio por las ideas liberales, de nuestro apego casi instintivo a los caudillos, de nuestro gusto por la irrealidad, por los mundos imaginados o imposibles. Si tan solo pudiéramos crear una cultura de la libertad, esto es, extirpar el perfecto idiota que reside, muchas veces agazapado, en cada uno de nosotros, el camino hacia el progreso estaría despejado. Como ensayista, Mario Vargas Llosa se parece mucho a su hijo Álvaro. Cree o parecer creer en las posibilidades del cambio cultural teledirigido.
Pero las cosas son más complicadas. En el Perú, por ejemplo, la economía ha crecido de manera rápida, casi espectacular, no como consecuencia del advenimiento de una nueva cultura de la libertad, sino a pesar de los prejuicios ideológicos de la mayoría. El mismo presidente que sumió a su país en una crisis de dimensiones apocalípticas una generación atrás, está ahora liderando una transformación económica sin precedentes. Paradójicamente la mayoría de la población rechaza su gestión, considera, para insistir en la misma imagen, que es un perfecto idiota. En fin, el camino hacia el desarrollo es más intrincado de lo que supone Vargas Llosa, el ensayista.

En mi opinión, su gran mérito como intelectual público, como batallador permanente en el mercado de las ideas, no es su defensa de una doctrina económica o política, sino su denuncia permanente, indeclinable, de los abusos del poder. A diferencia de muchos escritores latinoamericanos, Vargas Llosa nunca ha practicado la indignación selectiva, el furor unilateral que consiste en denunciar los abusos de unos y callar los de otros. Vargas Llosa ha denunciado los desafueros de todos, de Castro y Pinochet, de Somoza y Ortega, de Chávez y Fujimori. Incluso de Uribe.

Pero su denuncia no se ha quedado en los abusos de presidentes y dictadores; Vargas Llosa ha reprochado también el apoyo cómplice de escritores y artistas a muchos regímenes oprobiosos de izquierda y de derecha. “Los intelectuales han revelado una frivolidad moral y política no menos escandalosa que la de los gobernantes de Occidente”, escribió hace ya varias décadas. Desde entonces ha tenido que soportar una poderosa maquinaria denigratoria, ha sido calumniado una y mil veces, acusado de ser un vendido y (por supuesto) un fascista, un facho. La extrema izquierda latinoamericana, en medio de su quiebra intelectual, de su falta de ideas, de su fracaso casi absoluto, ha perdido no sólo la capacidad de discutir con respeto sino también la habilidad para insultar con imaginación. A cualquiera que cuestione sus dogmas lo llaman facho, como por reflejo.

“La grandeza trágica del destino humano está quizá en…que no le deja al hombre otra escapatoria que la lucha contra la injusticia, no para acabar con ella sino para que ella no acabe con él”, escribió Mario Vargas Llosa en 1978. Esta frase resume, creo yo, el espíritu de su lucha. Probablemente el premio Nobel es un reconocimiento no sólo a los méritos del artista, sino también a la lucha del hombre público, a su ya larga resistencia en contra de tantos insultos, de una pavorosa intimidación intelectual.

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Nostalgia uribista

Ido Alvaro Uribe, la política colombiana ha vuelto a la normalidad. Ya no gira alrededor de la misma persona. Ya no despierta el mismo interés. Ha sido finalmente reducida a sus justas proporciones. El ex presidente Uribe sigue generando noticias. Todavía tiene quien le escriba. Pero las tribulaciones de un catedrático no tienen la misma trascendencia que los desafueros de un mandatario. Esta semana, en su primera intervención pública después de haber dejado la Presidencia, propuso la publicación de un libro que compilara las actuaciones heroicas de nuestras Fuerzas Armadas. Muchos presidentes no se conforman con su papel de protagonistas de la historia: quieren también escribirla. O editarla.

Pero no todo el mundo está feliz con la nueva normalidad. Algunos extrañan a Uribe. Añoran las certezas de su mundo maniqueo. Quisieran volver a verlo todo en blanco y negro. Muchos de sus voceros ideológicos (incluidos algunos ex funcionarios) han pasado a un segundo o tercer plano. Nunca brillaron con luz propia pero ahora, sin Uribe en la Presidencia, sin su estrella tutelar, lucen disminuidos. Apagados. Han perdido su fulgor. Su nostalgia es la nostalgia del poder.

Pero no sólo los discípulos de Uribe están despechados. Sus contradictores más obsesivos están en las mismas. Parecen almas en pena. La fidelidad del odio, escribió alguna vez Héctor Abad, es incluso más grande que la del amor. “Los que aborrecen son fieles a sus ideas fijas”. No cambian. Perseveran. Muchos contradictores siguen fieles a Uribe. Como novios celosos, sopesan sus palabras, acechan sus pasos, vigilan sus movimientos, no lo pierden de vista. Sin confesarlo, secretamente, añoran su regreso a la vida pública. Su nostalgia es la nostalgia del poder que da la oposición al poder desaforado.

Pero el inventario de nostálgicos es amplio. Ido Uribe, el Polo Democrático perdió la fuerza que lo mantenía unido a pesar de sus contradicciones. Ahora luce sin discurso. Fragmentado. Parece más una colección de ambiciones que un partido político. Al final de la semana, Clara López de Obregón, la presidenta del partido, anunció, de manera súbita, sin mayores explicaciones, una gran confrontación electoral con los sectores políticos liderados por el ex presidente Uribe. Pura nostalgia uribista. Algo similar ha ocurrido en la Corte Suprema de Justicia. Ido Uribe, los magistrados lucen menos solemnes en sus togas. Sus causas parecen ahora mezquinas. Sus pequeñeces, antes invisibles, eclipsadas por los ataques del gobierno, han salido a relucir. Muchos magistrados, supongo, añoran el pasado uribista cuando los desafueros presidenciales justifican o incluso enaltecían a los suyos propios.

“La adhesión a las causas políticas sólo puede ser una adhesión moderada, nunca una pasión desbordante”, escribió el filósofo italiano Norberto Bobbio. Con Uribe ocurrió todo lo contrario. La política se convirtió en una pasión desbordante. Los debates se llenaron de significado. Parecían decisivos. Pero todo cambió en las últimas semanas. Yo también, lo confieso, siento algo de nostalgia por los debates del pasado. La Unidad Nacional, no nos digamos mentiras, ha sumido la política colombiana en un sopor insoportable, en una especie de consenso insulso sobre la bondad bondadosa de las buenas intenciones.

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Contrastes

Los colombianos somos extraños. Tenemos algunas fijaciones inexplicables. Una de las más preocupantes es la fijación con los bandidos. O mejor, con los cadáveres de los bandidos. En los últimos años, los cuerpos ensangrentados de Rodríguez Gacha, Pablo Escobar, Raúl Reyes, Jojoy y otros más han sido exhibidos sin pudor en las primeras páginas de los principales diarios. Probablemente estas imágenes han vendido más periódicos que cualquier otra noticia o reportaje. La oferta de imágenes macabras crea su propia demanda. Y viceversa. El mercado, en este caso, funciona perversamente. Vale la pena por lo tanto ocuparse de otras cosas. Alejarse de la agobiante realidad nacional.

En Estados Unidos, un país serio en opinión de muchos, la opinión pública está ocupada de asuntos más importantes. Hace unos días, Christine O’Donnell, la candidata del Tea Party, sorprendió a todo el mundo al ganar la nominación del Partido Republicano para el Senado en el minúsculo Estado de Delaware. O’Donnell derrotó holgadamente al veterano senador Mike Castle. O’Donnell pretende salvar (o rescatar, mejor) a su país del socialismo, dice defender la moralidad y las buenas costumbres y plantea consecuentemente combatir no sólo los vicios públicos, sino también las perversiones privadas. Hace unos años denunció públicamente la inmoralidad de los placeres solitarios.

O’Donnell predica la abstinencia sexual absoluta. En su opinión, no es suficiente practicar la abstinencia cuando se está acompañado, sino también cuando se está solo. “La Biblia dice que el sentimiento de lujuria es igual a cometer adulterio. ¡Y uno no puede masturbarse sin lujuria!”, dijo en tono irónico ante las cámaras de MTV. La masturbación, sugiere, es egoísta, individualista, contraria a la doctrina cristiana. En lugar de contribuir, como Dios manda, a la perpetuación de la especie, los onanistas toman el atajo inmoral de la autosatisfacción, ha insinuado varias veces.

Las reacciones a las palabras de O’Donnell han sido airadas. Estados Unidos cuenta con muchos mecanismos de defensa, sobre todo cuando se trata de defender algunos derechos fundamentales. Inalienables. “La masturbación es una expresión genuina del individualismo, de las aspiraciones de los Padres Fundadores”, dijo uno los voceros de MasturNation, la recién creada asociación de onanistas. La asociación adoptó como lema una famosa cita de la escritora libertaria Ayn Rand: “la pregunta no es quién nos va a dejar; es quién nos va a detener”.

Algunos defensores de las minorías también se han sumado a la protesta, no porque presuman una mayor agite por parte de algunos grupos minoritarios, sino porque comparten otra de las máximas de Ayn Rand: “el individuo es la más pequeña de las minorías”. Un periodista chileno entrevistó recientemente a otro de los defensores de esta causa noble: “la propuesta es inoportuna”, dijo. “En la economía actual la masturbación es uno de los pocos entretenimientos que pueden permitirse las personas del común”. “O’Donnell tiene casi 40 años y no está casada: tendría que saberlo por experiencia propia”, concluyó.

Los gringos, ya lo dijimos, son gente seria. O tienen al menos otro tipo de fijaciones. Más saludables, sin duda.

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Contrafactual

Un mes largo después de la posesión, el ex candidato presidencial (y hoy líder de la oposición) Juan Manuel Santos decidió romper su silencio. En una entrevista concedida al diario El Tiempo, se fue lanza en ristre en contra del gobierno de Antanas Mockus. “Me da mucha pena —dijo— pero el país parece haber perdido el rumbo. Las Farc han asesinado a una treintena de policías y soldados. La inseguridad está disparada. Medellín está prácticamente en guerra. Un carro bomba explotó en Bogotá y no sabemos absolutamente nada. El Gobierno parece confundido, sin capacidad de reacción”. “La gente está perdiendo la confianza”, señaló al final de la entrevista en tono vehemente.

Pero no sólo Juan Manuel Santos ha hecho pública su preocupación con lo sucedido después del siete de agosto. Otros líderes políticos también han manifestado su desconcierto. “No sólo la seguridad me preocupa”, dijo esta semana el ex senador (y ahora precandidato a la gobernación de Risaralda) Rodrigo Rivera en una entrevista radial. “El Gobierno decidió archivar prematuramente la reforma a la justicia. Las altas cortes ejercieron un inaceptable poder de veto con la anuencia del Presidente”, afirmó más adelante. “Los magistrados no pueden ser juez y parte en una reforma a la justicia”, concluyó lapidariamente.

El consejo gremial se reunió de manera extraordinaria al comienzo de la semana. A la salida de la reunión, el presidente de la Andi, Luis Carlos Villegas, denunció el deterioro de la seguridad y la consecuente pérdida de confianza de los inversionistas. “El nuevo gobierno le está debiendo una explicación al país”, dijo. Villegas señaló también la necesidad de una agenda legislativa claramente definida: “a estas alturas no sabemos cuáles son las prioridades del nuevo gobierno”. El dirigente gremial llamó igualmente la atención sobre la inutilidad de los acercamientos con el gobierno venezolano: “los compromisos firmados no han traído todavía ningún beneficio concreto, se han quedado en declaratorias de buenas intenciones… mucho se ha dicho, nada se ha hecho”.

La revista Semana publicó en su portada una fotografía que muestra a los altos mandos castrenses sentados solemnemente en un mesa de reuniones. Todos están mirando en la misma dirección, hacia la cabecera de la mesa, donde yace una silla vacía. “¿Dónde está el piloto?”, decía previsiblemente el titular. Por otra parte, el ex senador Germán Vargas Lleras (ahora columnista de Colprensa) escribió recientemente que el Gobierno pretende combatir la corrupción con burocracia y medidas simbólicas. “Ha propuesto una comisión para promover los valores éticos mediante campañas en los colegios… pero la corrupción no se combate con clases de cívica”, escribió. “La ingenuidad es un pecado venial que puede tener consecuencias mortales”, concluyó con el tono crítico que se ha puesto de moda en el país.

“Estoy seguro de que lo sucedido en el último mes y medio no es nada extraordinario, aquí no estamos viendo una escalada, como algunos han pensado; aquí lo que estamos viendo es una situación normal”, dijo el nuevo presidente. Pero nadie quedó satisfecho con esta explicación. Un asesor del nuevo gobierno, que pidió mantenerse anónimo, dijo que si Santos fuera el presidente, ni los gremios ni los medios ni la oposición estuvieran haciendo tanto alboroto. “Los dobles estándares son parte de la democracia. Y de la vida”, dijo con resignación.

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Reformitis

Hace ya algunas semanas, en una de sus primeras entrevistas, el ministro de Hacienda, Juan Carlos Echeverry, declaró cándidamente que «en la práctica, un gobierno tiene tres tiros. Una administración puede pasar tres grandes reformas al inicio de su periodo, no muchas más». No tiene sentido disparar para todos los lados, sugirió. En su opinión, los reformistas son francotiradores que cuidan su munición, que escogen bien sus blancos y apuntan con esmero. La metáfora tiene sentido. Pero infortunadamente el gobierno del presidente Santos no parece guiado por sus imperativos. Todo lo contrario. Está disparando para todos los lados. Con escopeta de regadera. Parece no tanto un cerebral francotirador como un soldado descarriado que dispara frenéticamente.

El nuevo gobierno pretende cambiar radicalmente la política, la justicia, el ordenamiento territorial, la salud, la descentralización, los ministerios, las normas anticorrupción y muchas cosas más. Parece empeñado en refundar la patria. En el último mes más de doscientos proyectos de ley se han radicado en el Congreso. A este paso, las instituciones colombianas van a terminar como las calles de Bogotá: con muchos frentes de obra, con cientos de proyectos y proyecticos que carecen de cualquier racionalidad. En suma, pasamos de los tres tiros a la balacera, de la cautela a la exuberancia reformista.

Vale la pena distinguir entre el reformismo y la reformitis. En el primero la velocidad no es importante pues la dirección está claramente definida. Los reformistas avanzan a paso lento pero seguro. En la segunda la velocidad sustituye la falta de dirección. Los gobiernos enfermos de reformitis aceleran pues no saben para dónde van. El estatuto anticorrupción, radicado esta semana, es sintomático. Revela los problemas de la estrategia legislativa del Gobierno. El proyecto dispara para todos los lados. Abarca mucho pero terminará apretando muy poco.

El estatuto aumenta las penas para los corruptos y las inhabilidades para los ex funcionarios públicos (a quienes condena al desempleo o, peor, a la docencia). Incrementa las obligaciones de las empresas vigiladas por la Superintendencia de Salud. Crea un fondo (un cajoncito más de los muchos que ya existen en el Estado) para la lucha contra la corrupción en el sector de la salud. Obliga a todas las entidades estatales a elaborar un plan anticorrupción y un mapa de riesgos (más papeleo). Y crea la Comisión Nacional para la Moralización y la Misión Nacional Ciudadana (más burocracia). El proyecto no tiene una dirección clara. Contempla más penas, más inhabilidades, más burocracia, más papeleo pero carece de un hilo conductor. Es una colección de articulitos. Pura reformitis.

Esta semana, en la asamblea anual de la Asociación Nacional de Comercio Exterior (Analdex), una ex funcionaria del gobierno chileno, la ex subsecretaria de hacienda María Olivia Recart, explicó en detalle las reformas que le han permitido a su país reducir la pobreza, la desigualdad y la corrupción. Cuando quiso, al final de su intervención, resumir la clave del éxito chileno, dijo escuetamente “nos hemos concentrado en hacer unos pocas cosas pero en hacerlas bien”. Para entonces ya se habían retirado todos los funcionarios del gobierno Santos. Lástima.

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Un ateo agonizante

Desde hace ya varios años comencé a seguirle la pista al ensayista inglés Christopher Hitchens. Me aficioné a sus rabietas, algunas veces sobreactuadas, pero siempre interesantes. Hitchens dispara para todos los lados y con frecuencia da en el blanco. Su lista de víctimas es larga. La Madre Teresa de Calcuta, dice Hitchens, era una desalmada, quería tanto a los pobres que se dedicó, literalmente, a reproducirlos; el Papa Ratzinger es un burócrata del encubrimiento, casi la personificación de todos los males de la Iglesia católica; Henry Kissinger es un criminal de guerra; el filósofo Isaiah Berlin era un cobarde intelectual, un simple diplomático de las ideas: “Quiso ser valiente, pero cuando había que tomar una decisión que supusiera riesgos recordaba que tenía que tomar el té en alguna otra parte”.

En la última década, Hitchens se convirtió en un proselitista, casi en un profeta del ateísmo. “Gracias al telescopio y al microscopio, la religión ya no ofrece ninguna explicación para nada importante”, dice en su libro más conocido, Dios no es bueno. Pero la religión no sólo es irrelevante, sugiere en el mismo libro, es también peligrosa: enferma, mata, lo envenena todo. Llegó la hora de decirle adiós. “Será sin duda una larga despedida, pero ya comenzó y, como pasa con todas las despedidas, no conviene aplazarla”.

Hace unas semanas me enteré de que Hitchens, de 61 años, estaba muriendo de cáncer. Guiado por el ocio, saltando de una página a otra en internet, me topé con su artículo más reciente, un relato sobre su experiencia con las desdichas de la enfermedad y los rigores del tratamiento. “Uno no lucha contra el cáncer”, escribió. La metáfora no funciona. No hay ninguna actividad, ninguna resistencia. Todo lo contrario. Sólo pasividad, inapetencia y una confusión casi paralizante. Nada que sugiera la imagen de un revolucionario en el campo de batalla. El enfermo de cáncer es un negociador triste: entrega parte de sus facultades por unos años más en este mundo.

En una entrevista reciente, Hitchens agradeció las oraciones de mucha gente. No sin cierta preocupación, sin embargo. Los indicios científicos muestran que no existe ninguna correlación entre las oraciones de los fieles y la recuperación de los pacientes. Peor aún, quienes saben que otros mortales están orando por ellos tienden a tener más complicaciones posoperatorias. Misterios de la medicina. También rechazó las propuestas de muchos creyentes por una conversión religiosa de última hora. No por fidelidad a sus principios o por honradez intelectual. Si los ateos pudieran arrepentirse, lo harían. Pero la religión no puede consolar a quienes renunciaron para siempre al autoengaño. Hitchens sabe que la muerte es el fin. Y punto.

Pero no quiere irse todavía. Tiene varias cosas por hacer. “Leer —o ciertamente escribir— los obituarios de algunos villanos ya viejos como Kissinger y Ratzinger”. Cientos de sus lectores le han dejado mensajes de solidaridad en internet. Unos cuantos fanáticos parecen felices con su enfermedad. Otros más aprovechan los foros electrónicos para anunciar una inminente llegada del mesías. Desde su lecho de enfermo, leyendo los mensajes que anuncian la buena nueva, Christopher Hitchens muy probablemente entonará, con impaciencia, un estribillo conocido: “El Mesías no va a venir. Y ni siquiera va a llamar”. Así es la vida.

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¿Reforma agraria?

Los problemas del campo colombiano son acuciantes. La economía rural está mal. La agricultura no ha podido despegar. Creció a una tasa apenas superior a dos por ciento durante la última década. Más parece un vagón de tercera clase que una locomotora. Adicionalmente la pobreza rural es alarmante. Dos terceras partes de los residentes en zonas rurales son pobres. El ingreso promedio de un trabajador no llega a los 350 mil pesos mensuales. Muchos jóvenes campesinos prefieren el desempleo a un empleo mal pagado como jornaleros o trabajadores agrícolas. En general, el principal problema del campo no es la desocupación: es la pobreza o los malos empleos.
El debate sobre los problemas del campo ha vuelto a un primer plano. El nuevo gobierno ha abierto un espacio para la discusión y el análisis. Tal como sucedió hace 50 años, la necesidad de una reforma agraria, de una redistribución de la tierra, acapara buena parte de la atención de los analistas y la opinión pública. Hoy, como entonces, como en el histórico debate entre Carlos Lleras Restrepo y Lauchlin Currie, los méritos de una reforma agraria siguen siendo debatidos. Y debatibles.

En octubre de 1960, en Montería, en medio de los aplausos de miles de campesinos, Carlos Lleras Restrepo defendió con vehemencia los méritos de una ley agraria. “Creo ya estar un poco viejo, un poco maltrecho por los años y las dificultades, pero no resisto la tentación de volver en unos años a estas tierras de Córdoba, cuando se haya aplicado la ley agraria a ver si esta comarca se ha transformado y si puedo saludar al campesino a la puerta de un hogar propio, trabajando en una parcela propia, con dignidad y sin los problemas que le han sido comunes”. La reforma agraria, pensaba Lleras, solucionaría el estancamiento de la agricultura y el empobrecimiento rural, mediante la creación de una economía campesina dinámica, una locomotora hecha de miles de pequeñas unidades capaces de producir eficientemente y de unir fuerzas en cooperativas o asociaciones de productores.

En 1961, el economista norteamericano Lauchlin Currie presentó una visión alternativa, opuesta a la visión romántica, casi bucólica, de Lleras Restrepo y sus discípulos. Currie abogó por el aprovechamiento de las economías de escala en las zonas planas y la migración de campesinos a las ciudades en busca de empleos mejor remunerados en la industria y la construcción. Cincuenta años después, los empleos urbanos ya no están en la industria, sino en actividades menos productivas en los sectores de servicios y comercio. Currie no previó el agotamiento industrial. Pero su defensa del capitalismo agrícola, de una locomotora basada en explotaciones de una mayor escala y unos mayores niveles de mecanización sigue teniendo vigencia.

Probablemente una reforma agraria sea la única forma de acabar con algunos reductos semifeudales que aún existen en Colombia. Pero no va a resolver los problemas del campo y la agricultura. Existen otras prioridades: la restitución de tierras a los desplazados, la reorientación de las ayudas estatales hacia la provisión de bienes públicos (vías de comunicación, infraestructura de riego, capacitación técnica, etc.) y la promoción de actividades rurales no agrícolas. Cincuenta años después, no parece conveniente agotar todos los ímpetus reformistas en un nuevo intento de reforma agraria.

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Piratas honrados

Los medios nacionales presentaron esta semana un video, elaborado por la Asociación Colombiana de Grasas y Aceites Comestibles, que denuncia la operación de un peligroso cartel dedicado a la comercialización ilegal de aceites. Con una truculencia que envidiaría el mismo Pirry, a través de una serie de imágenes temblorosas filmadas con una cámara oculta, el video delata todos los eslabones del negocio: la compra al por mayor, la venta a granel, la frescura del tendero, el oportunismo de la compradora, en fin, la impunidad de todo el proceso. El cartel del aceite pirata, dice el narrador con una seriedad casi infantil, está poniendo en riesgo la salud de los colombianos.

Casualmente esta misma semana, la Corte Constitucional avaló una ley, aprobada por el Congreso en julio del año anterior, que prohíbe la venta de cigarrillos al menudeo. La intención del legislador, avalada por la Corte, era disminuir el consumo de tabaco de los menores de edad y por lo tanto proteger su salud. La intervención en los mercados, dijo la Corte, está justificada cuando no limita otros derechos. La Corte, sobra decirlo, sólo opina sobre asuntos constitucionales. El sentido común no hace parte de sus preocupaciones.

Hay en todo lo anterior y en otros intentos similares (el Gobierno trató hace un tiempo de prohibir la llamada venta de minutos) una especie de ilusión regulatoria. ¿De qué manera van a impedir las autoridades la venta de cigarrillos sueltos? ¿Van a poner a los policías bachilleres a esculcarles los cajones a millones de vendedores ambulantes? ¿Qué va a pasar cuando los primeros encuentren una cajetilla destapada? ¿Decomisarán el cajón con todo el surtido? ¿Arrestarán al ventero? ¿O improvisarán un espectáculo público donde los culpables tendrán que pedir excusas por envenenar a nuestros niños y arriesgar nuestro futuro precisamente ahora que nos llegó la hora? Finalmente, ¿qué pasará, dios no lo quiera, si un tendero es descubierto vendiendo cigarrillos al menudeo y aceite a granel? ¿Cadena perpetua?

Estos intentos regulatorios revelan también una gran dosis de hipocresía. Cada semana políticos y empresarios cantan alabanzas al capitalismo popular. Pero cuando éste se les aparece en persona, salen despavoridos y proponen, entonces, regularlo en nombre del interés común o en favor de la sufrida industria nacional. En la mañana del viernes estuve unos minutos preguntándoles a varios vendedores ambulantes si dejarían de vender cigarrillos sueltos en caso de que una ley lo prohibiera. Todos dijeron lo mismo: “hay que darle al cliente lo que pide y si no lo hacemos nosotros lo van a hacer otros”. Hay leyes tan absurdas que cabe celebrar su incumplimiento.

Esta discusión cobra una relevancia adicional, habida cuenta de la campaña de formalización empresarial anunciada esta semana. La informalidad no es una aberración cultural o un capricho nacido de la ignorancia o la ambición como parece suponer el Gobierno. Todo lo contrario. La informalidad es la razón de ser, la esencia de muchos negocios. Si usted formaliza los tenderos que venden aceite o cigarrillos en cantidades menores, no los vuelve más productivos: los liquida, con consecuencias adversas para mucha gente. Ciertas formas de piratería, cabe reconocerlo, contribuyen positivamente el bienestar general.