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La inflación puso fin al letargo noticioso del inicio de año. El aumento en el Índice de Precios al Consumidor (IPC) sorprendió al gobierno, a los gremios y a los analistas. Nadie tenía en sus cálculos una cifra de inflación superior a 3% para el año 2010. Pero, contra todos los pronósticos, la inflación terminó en 3,17%, empujada por un aumento abrupto en el precio de los alimentos. En solo el mes de diciembre el precio de la comida creció 1,65%. 2011 podría ser otro año (uno más) de comida cara.
El precio de los alimentos está aumentando en todo el mundo. El índice de precios de productos básicos agrícolas, calculado por la FAO, una agencia de las Naciones Unidas, alcanzó un pico histórico en diciembre de 2010. “La situación es alarmante. El mundo enfrenta un nuevo choque en el precio de los alimentos. Si se prolonga algunos meses, podría convertirse en una crisis” dijo esta semana un vocero de la misma organización. Las sequías en Brasil y Argentina, las inundaciones en Pakistán y Australia, y en general la severidad del fenómeno climático de La Niña han llevado a un rápido aumento en el precio de los alimentos en los mercados globales. “Los altos precios han resurgido como una amenaza al crecimiento y la estabilidad social” escribió el martes el Presidente del Banco Mundial. La cosa es en serio.
Algunos analistas temen una repetición de los disturbios de los años 2007 y 2008, protagonizados por masas hambrientas en más de treinta países. Otros plantean un escenario más preocupante: una repetición de la crisis alimentaria de mediados de los años setenta, con todo y sus desastrosas repercusiones sociales. En Colombia, como lo señalan las investigaciones pioneras de Adolfo Meisel, los nacidos en la primera mitad de los años setenta, en medio de la crisis alimentaria, miden en promedio casi un centímetro menos que los nacidos algunos años antes o después. La crisis en ciernes podría tener consecuencias desastrosas. Y permanentes.
La discusión doméstica se ha centrado en un asunto específico, casi secundario: el incremento en el salario mínimo en un contexto de inflación creciente. Como corresponde a nuestra tradición santanderista, la discusión se ha planteado en términos jurídicos, ha girado en torno a la constitucionalidad del incremento en el salario mínimo decretado por el gobierno a finales del año anterior. Pero el tema, sobra decirlo, va mucho más allá. El reajuste del salario mínimo, anunciado el viernes por el Presidente Santos, es poco más que un paliativo populista, nada contribuirá a mitigar la disminución de los ingresos reales de los trabajadores informales y por ende a aliviar el predecible aumento en la indigencia y la pobreza.
Si el gobierno fuera serio en sus intenciones, debería estar discutiendo, simultáneamente al reajuste del salario mínimo, un aumento de los subsidios monetarios de Familias en Acción, una disminución de los aranceles agrícolas y una expansión de los programas de nutrición. El aumento en el precio de los alimentos afecta a decenas de millones de personas y podría tener, ya lo vimos, efectos permanentes. Por desgracia la única respuesta del gobierno ha sido, al menos hasta ahora, una propuesta irrelevante, simbólica. En últimas, las medidas simbólicas son eso, gestos que buscan efectos políticos, no consecuencias reales.
En una entrevista publicada la semana anterior en El Espectador, el abogado y columnista Yesid Reyes hizo una interesante observación sobre la vida pública de su padre, el presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes Echandía, inmolado en la toma y retoma del Palacio de Justicia: “la exposición de mi padre a la prensa en el año 1985, cuando era el presidente de la corporación, fue mínima. No tengo idea de cuántas veces saldría en la prensa pero en todo caso no fueron más de tres o cuatro: dos de ellas antes de morir, durante la toma del Palacio”. Los tiempos han cambiado. Hoy en día los presidentes de las altas cortes salen en la prensa casi todos los días. Los magistrados parecen haber pasado del anonimato a la notoriedad en menos de dos décadas. Juan Manuel Caicedo, un ingeniero de sistemas residente en Popayán, lanzó recientemente un buscador de palabras en los artículos periodísticos publicados por la revista Semana desde 1982. El buscador permite estudiar, entre muchas otras cosas, la evolución de la presencia mediática de los presidentes de las altas cortes y los altos dignatarios judiciales. La palabra “magistrado” apenas figuraba en los artículos publicados entre 1982 y 1994. A partir de 1995 la figuración crece ligeramente. Y después de 2002 la frecuencia se dispara. Entre 2002 y 2010, se cuadruplicó. El transito del anonimato a la notoriedad no es una anécdota, es un hecho probado. Un repaso a las noticias sobre la vida y obra de nuestros magistrados sugiere que el protagonismo mediático no obedece a razones coyunturales, no es un simple reflejo del escándalo de las “chuzadas”, las investigaciones de la “parapolítica” o las consecuencias de dos o tres fallos trascendentales. Los magistrados no están viviendo sus cinco minutos de fama. Probablemente su figuración seguirá creciendo año tras año. “El Siglo XXI es el siglo de los jueces” dijo un ex presidente de la Corte Suprema de Justicia, en tono celebratorio, consciente y orgulloso de la creciente popularidad de jueces y magistrados. “No hay nada más peligroso que un juez popular” dicen los ingleses. Y razón tienen. Los jueces, más que nadie, deben evadir las trampas de la simpatía, el chantaje de la opinión pública. Deben evitar convertirse en justicieros, en simples instrumentos de los deseos de venganza y las demandas de compensación de las mayorías. La justicia es otra cosa. Un juez preeminente debe ser, en mi opinión, una persona meditabunda, casi retraída, agobiada por la gravedad de sus asuntos, por la insoportable pesadez de sus decisiones, por la dificultad, insalvable muchas veces, de distinguir entre lo que es justo y lo que no lo es. Un juez sonriente, satisfecho ante las cámaras, enamorado de los reflectores, con ínfulas de justiciero –el juez español Baltasar Garzón es un buen ejemplo – me parece sospechoso. Los jueces, cabe recordarlo, deberían ser inmunes al aplauso. Volviendo al comienzo, quisiera rescatar la modestia, la invisibilidad podríamos decir, de Alfonso Reyes Echandía. Vestido de traje, no de toga, alejado de los medios, consciente de su papel y de sus límites, representa una especie de ideal perdido en medio del nuevo protagonismo mediático de los magistrados. El siglo de los jueces, sobra decirlo, no será necesariamente el siglo de la justicia.
En medio del desconcierto, agobiados por la magnitud del desastre, confundidos por una realidad que, literalmente, nos ha desbordado, hemos revivido, entre otros, el mito del indígena ecologista: si tan solo siguiéramos el ejemplo de nuestros hermanos mayores. Previsiblemente hemos caído también en otro mito recurrente, el de Frankenstein: tarde o temprano la naturaleza cobra venganza de quienes irrespetan sus mecanismos misteriosos. Algunos columnistas se asemejan a los curas de los tiempos de la colonia que, ante un terremoto o una epidemia, proclamaban, convencidos, que el advenimiento de la tragedia sólo tenía una explicación posible: los extravíos pecaminosos de la sociedad. La religión era otra. Pero el sermón sigue siendo el mismo.
En general hemos caído en una especie de compulsión moralizante. El desastre invernal, decimos, no es una tragedia: es un castigo merecido. En nuestras interpretaciones más recurrentes, no hay causas externas: sólo hay culpables, muchos villanos y unos cuantos héroes incomprendidos que predican en vano en medio del diluvio. Así las cosas, el debate necesario sobre las políticas ambientales se plantea, de entrada, en términos de virtudes y pecados, como si se tratara de un asunto religioso. Nadie habla de costos y beneficios, del complejo balance entre desarrollo y medio ambiente. Nos hemos quedado en los sermones, en los golpes de pecho.
Llevamos, por supuesto, muchas décadas, desde los tiempos del cólera o más atrás, deforestando la cuenca del río Magdalena. Nuestras autoridades ambientales son un ejemplo de venalidad y corrupción. Con frecuencia la planeación urbana obedece más a los intereses de los dueños de la tierra que a los de la comunidad. Pero la superchería que asocia, de inmediato, las faltas de la sociedad con las tragedias humanas no tiene sentido. Hemos sufrido los peores aguaceros de los últimos cuarenta años. Vivimos en un país con una geografía difícil, casi imposible. Los asentamientos en las laderas de las montañas y las riberas de los ríos no son nuevos. Ni van a desaparecer. Son parte de este país. Además, ya somos casi cincuenta millones de personas, una realidad que han omitidos casi todos los análisis de los últimos días.
“Nosotros… buscamos cambiar el sistema como única forma de superar la crisis climática y seguir viviendo bajo el cobijo de nuestra Pacha Mama durante las próximas generaciones”, escribió un columnista de este diario esta semana, citando una proclama indígena o algo parecido. Con las tragedias, con los desastres naturales, aumenta la superstición. Si tan sólo dejáramos el pecado o cambiáramos el sistema, podríamos vivir felices y tranquilos en nuestra Pacha Mama, la nueva tierra prometida.
Leí varios libros sobre el fracaso de la colonización escocesa del Darién a comienzos del siglo XVIII: The Price of Scotland de Douglass Watt, entre ellos. La empresa colonizadora quebró a la aristocracia de Edimburgo y dio pie a la creación del Reino Unido: acabó para siempre con la independencia de Escocia. Muchos de los colonos murieron, otros quedaron dispersos por el Caribe, otros más, los sobrevivientes del último naufragio, se refugiaron en Carolina del Sur. Uno de los sobrevivientes fue el tatarabuelo de Teodoro Roosevelt quien lideró, siglos después de la malhadada aventura del Darién, una ocupación imperialista a las tierras que mataron a sus ancestros y terminaron, por añadidura, con la nación escocesa.
Leí una larga conversación, un cruce de correos electrónicos, más bien, entre los franceses Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy: Enemigos Públicos. Me agrada la cantaleta reaccionaria, pero compasiva, casi melancólica, de Houellebecq: “todo lo que se ha perdido está perdido irremediablemente y para siempre”.
Me gustó mucho la compilación, hecha por el Fondo de Cultura, de la poesía completa del venezolano Rafael Cadenas:
MatrimonioTodo habitual, sin magia, / sin los aderezos que usa la retórica, / sin esos atavíos con que se suele recargar el misterio. / Líneas puras, sin más, de cuadro clásico. / Un transcurrir lleno de antigüedad, / de médula cotidiana, de cumplimiento. / Como de gente que abre siempre a la misma hora.
El mejor libro de economía que leí este año fue Fault Lines: How Hidden Fractures Still Threaten The World Economy de Raghuram G. Rajan.
Finalmente, un poco de esnobismo. Leí La tía de Julia y el escribidor después del anuncio del Nobel a Vargas Llosa: había una Edición de Bolsillo dando vueltas por la casa desde hace varios años. Me gustó. Vargas Llosa no escribe muchas frases felices. Pero no importa. Es un contador de historias extraordinario. Las radionovelas le ensañaron mucho.
También, lo confieso, disfruté la última novelita de Fernando Vallejo, El don de la vida. Como Houellebecq, Vallejo es un misántropo compasivo. Ambos perdieron la esperanza, parecen resignados al espantoso vacío de la renuncia.
En septiembre de 1801, Humboldt salió rumbo a Popayán, hacia el occidente del país. Recorrió los senderos que hoy, convertidos en carreteritas serpenteantes, transitan los camiones que van y vienen entre Bogotá y Buenaventura, entre nuestro principal centro poblado y nuestro más importante contacto con el Pacífico. Después de varios días, Humboldt encontró un obstáculo extraordinario, casi infranqueable: el “Paso del Quindío” lo llamó en sus crónicas de viaje. “Sufrimos mucho en nuestro recorrido por las montañas del Quindío” escribiría años después. Sus crónicas dan cuenta de los caminos pantanosos, deleznables, imposibles para las mulas, sólo transitables por los cargadores humanos que transportaban a los viajeros en sus espaldas.
El “Paso del Quindío” tiene hoy otro nombre, el “Alto de la Línea”. Pero sigue siendo un obstáculo extraordinario, a menudo infranqueable. Más de doscientos años después de la travesía de Humboldt, Bogotá es todavía una ciudad remota, muy cerca de las estrellas y muy lejos del mar. “Los viajeros, en todas las épocas del año, hacen sus provisiones para muchos días pues a menudo sucede que por la súbita crecida de los torrentes quedan aislados sin poder dirigirse a Ibagué o a Cartago” escribió Humboldt hace más de doscientos años. Algo similar podría escribirse hoy en día.
Desde hace varias décadas todos los gobiernos han prometido la construcción de un túnel para allanar el paso del Quindío. En 1978, Enrique Vargas Ramírez, el Ministro de Obras Publicas de la época, dijo que “además del túnel para vencer uno de los pasos más difíciles en el territorio colombiano, se reconstruirá completamente la carretera de Ibagué a Calarcá, vía en la que está localizada La Línea”. Los gobiernos de Gaviria, Samper y Pastrana prometieron construir el añorado túnel en pocos años, con la convicción de quien repite lo imposible. El gobierno de Uribe construyó un túnel de prueba y adjudicó el contrato de obra. Incluso decidió anticipadamente llamarlo el túnel del Segundo Centenario. Pero las obras marchan a paso lento, como los cargueros de Humboldt. De seguir así tomarán muchos años más. Probablemente décadas.
En un discurso pronunciando en diciembre de 2010, el presidente Santos dijo, citando a Bolívar, que su gobierno doblegará la naturaleza. Yo me conformaría con mucho menos, con la superación definitiva del paso del Quindío, con la terminación del túnel de La Línea. Deberían también cambiarle el nombre. Llamarlo el túnel del Quindío o de Humboldt., pues, la verdad sea dicha, tampoco pudo terminarse para el segundo centenario de la independencia. Por ahora seguimos, como en las épocas del Nuevo Reino de Granada, encerrados en las montañas, condenados por la geografía.
El gobierno del entonces presidente Uribe le dio un contrato: los profetas del desarrollo se ganan la vida como consultores. David Lovegrove comenzó, entonces, a frecuentar esta tierra de ilusiones. Se convirtió en un conferencista estrella, en un cautivador de multitudes. Siempre repetía el mismo cuento, su credo: hay que bajar los impuestos a las empresas con el fin de generar confianza, atraer a los inversionistas, acelerar el crecimiento económico y de esta manera generar empleo. La clave del milagro irlandés, decía, es una estructura tributaria simple, favorable a la inversión doméstica y extranjera.
El celta fue uno de los inspiradores de la llamada política de confianza inversionista. Propuso una disminución drástica en el impuesto sobre la renta: “Un país como Colombia, con deficiente infraestructura, pobre logística y déficit en educación de calidad, no puede tener además una estructura tributaria poco competitiva. Bajar los impuestos es la mejor manera de atraer inversión”. Pero esta propuesta, por razones obvias, nunca contó con el apoyo de las mayorías parlamentarias. El celta recomendó entonces una política alternativa, un atajo conveniente: la generalización de las llamadas zonas francas, incluidas las zonas francas uniempresariales, donde el Estatuto Tributario no rige plenamente y el impuesto sobre la renta de las empresas es mucho menor, apenas de 15%.
El celta, ya lo sabemos, resultó un milagrero, un simple vendedor de pócimas mágicas. Hoy en día el milagro irlandés parece un simple espejismo, una ilusión, una burbuja. Irlanda está literalmente quebrada: el déficit fiscal es astronómico, cercano a 32% del PIB, los bancos están en la ruina, la gente se está yendo y el gobierno se ha comprometido a subir los impuestos, a reversar la supuesta receta del milagro. El celta no podrá seguir echando su cuento. Pero en Colombia el daño ya está hecho. Tardaremos mucho tiempo, décadas posiblemente, en desmontar las zonas francas, en corregir las distorsiones tributarias derivadas de nuestro alocado intento por reproducir el supuesto milagro económico irlandés.
Pero las cifras son extrañas. En mi opinión corresponden más a una distorsión estadística que a un fenómeno real. El gráfico muestra la evolución de las tasas de desempleo y subempleo objetivo durante lo corrido del año. Los series son promedios móviles de doce meses (esto es, corrigen por las distorsiones estacionales) y corresponden a las trece principales ciudades del país (esto es, no están afectadas por los problemas de medición del empleo rural). El gráfico muestra que, desde julio aproximadamente, el subempleo comenzó a crecer rápidamente y el desempleo comenzó, por su parte, a disminuir. Estas tendencias no tienen una explicación clara. La única explicación que se me ocurre es que las tendencias son artificiales, que bedecen a una reclasificación arbitraria: algunos desempleados pueden estar siendo ahora contabilizados como subempleados.
Sea lo que sea, el gráfico muestra que el agregado de desempleados y subempleados no ha disminuido. En fin no hay mayores motivos para celebrar. Los resultados siguen siendo preocupantes. Y probablemente reflejan más la realidad del DANE que la del país.
Según Hofstadter, el estilo paranoide parte de un supuesto básico: la existencia de una conspiración gigantesca, de una poderosa (pero sutil) maquinaria de influencia. “Con frecuencia el enemigo es percibido como poseedor de una fuente especial de poder: controla la prensa, manipula la opinión pública a través de noticias fabricadas, cuenta con fondos ilimitados…”. Los voceros del estilo paranoide sienten que su lucha va más allá de la defensa de una persona o un gobierno en particular; creen estar luchando por la justicia, la libertad, el orden. Sus pronunciamientos son consecuentemente grandiosos. “El Estado de Derecho se anula cuando la justicia… cae en la trampa de la venganza de los criminales”, escribió el ex presidente Uribe esta semana.
Los voceros del estilo paranoide parecen siempre dispuestos a la confrontación intelectual. En sus repetidos pronunciamientos presentan datos, revelan conexiones, muestran hechos, etc., con una obsesión casi académica. Pero la apariencia es en este caso engañosa. El político paranoide no está interesado en la comunicación de doble vía que caracteriza el intercambio intelectual: “no es un receptor, es un transmisor”. La acumulación de información le sirve para convencerse a sí mismo, para alimentar sus odios y sus miedos, no para convencer a los otros. Sea lo que sea, los datos, los hechos diligentemente enunciados, nunca justifican las conclusiones fantasiosas, las historias de conjuras y conspiraciones.
Muchos voceros del estilo paranoide son conversos que nunca dejaron realmente de creer en sus dioses de antaño, simplemente los convirtieron en demonios. “En los movimientos contemporáneos de extrema derecha de los Estados Unidos —escribió Hofstadter— han jugado un papel particularmente importante los ex comunistas que se movieron rápidamente, aunque no sin angustias, de la izquierda paranoide a la derecha paranoide pero no abandonaron la psicología maniquea que caracteriza a ambas”.
“¿Cómo podríamos explicar la situación actual sin suponer que algunos altos funcionarios están conspirando para conducirnos al desastre? Todo esto tiene que ser el producto de… una conspiración de la infamia tan oscura que, una vez sea finalmente expuesta, sus protagonistas merecerán la condena de todos los hombres honestos”, escribió el senador McCarthy en 1951. En Colombia, sesenta años después, los voceros más connotados del uribismo repiten, cada vez con mayor insistencia, el mismo diagnóstico exaltado. Apocalíptico. Paranoide.