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Supersticiosos

La mayoria de los comentaristas colombianos parece convencida de que la tragedia del invierno es hechura nuestra, un resultado de nuestros pecados, de nuestra caótica ocupación del territorio, de nuestra falta de planeación. En opinión de muchos (1, 2 y 3), la sociedad colombiana no es víctima de una naturaleza inclemente o despiadada; todo lo contrario, la naturaleza ha sido victimizada, casi arrasada, por una sociedad depredadora, irresponsable. Esta tragedia, se dice con frecuencia, nos pinta de pies a cabeza, nos refleja fielmente en el espejo incómodo de nuestras propias faltas.

En medio del desconcierto, agobiados por la magnitud del desastre, confundidos por una realidad que, literalmente, nos ha desbordado, hemos revivido, entre otros, el mito del indígena ecologista: si tan solo siguiéramos el ejemplo de nuestros hermanos mayores. Previsiblemente hemos caído también en otro mito recurrente, el de Frankenstein: tarde o temprano la naturaleza cobra venganza de quienes irrespetan sus mecanismos misteriosos. Algunos columnistas se asemejan a los curas de los tiempos de la colonia que, ante un terremoto o una epidemia, proclamaban, convencidos, que el advenimiento de la tragedia sólo tenía una explicación posible: los extravíos pecaminosos de la sociedad. La religión era otra. Pero el sermón sigue siendo el mismo.

En general hemos caído en una especie de compulsión moralizante. El desastre invernal, decimos, no es una tragedia: es un castigo merecido. En nuestras interpretaciones más recurrentes, no hay causas externas: sólo hay culpables, muchos villanos y unos cuantos héroes incomprendidos que predican en vano en medio del diluvio. Así las cosas, el debate necesario sobre las políticas ambientales se plantea, de entrada, en términos de virtudes y pecados, como si se tratara de un asunto religioso. Nadie habla de costos y beneficios, del complejo balance entre desarrollo y medio ambiente. Nos hemos quedado en los sermones, en los golpes de pecho.

Llevamos, por supuesto, muchas décadas, desde los tiempos del cólera o más atrás, deforestando la cuenca del río Magdalena. Nuestras autoridades ambientales son un ejemplo de venalidad y corrupción. Con frecuencia la planeación urbana obedece más a los intereses de los dueños de la tierra que a los de la comunidad. Pero la superchería que asocia, de inmediato, las faltas de la sociedad con las tragedias humanas no tiene sentido. Hemos sufrido los peores aguaceros de los últimos cuarenta años. Vivimos en un país con una geografía difícil, casi imposible. Los asentamientos en las laderas de las montañas y las riberas de los ríos no son nuevos. Ni van a desaparecer. Son parte de este país. Además, ya somos casi cincuenta millones de personas, una realidad que han omitidos casi todos los análisis de los últimos días.

“Nosotros… buscamos cambiar el sistema como única forma de superar la crisis climática y seguir viviendo bajo el cobijo de nuestra Pacha Mama durante las próximas generaciones”, escribió un columnista de este diario esta semana, citando una proclama indígena o algo parecido. Con las tragedias, con los desastres naturales, aumenta la superstición. Si tan sólo dejáramos el pecado o cambiáramos el sistema, podríamos vivir felices y tranquilos en nuestra Pacha Mama, la nueva tierra prometida.

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Lecturas de 2010

Mi descubrimiento del año fue la cuentista y novelista china, ahora residente en los Estados Unidos, Yiyun Li. Me leí su libro de cuentos A Thousand Years of Good Prayers y su novela The Vagrants, ya traducida al español. Los personajes son maravillosos. Además, Yiyun Li hace una descripción precisa de la vida en la China contemporánea, un lugar extraño sin duda.

Leí varios libros sobre el fracaso de la colonización escocesa del Darién a comienzos del siglo XVIII: The Price of Scotland de Douglass Watt, entre ellos. La empresa colonizadora quebró a la aristocracia de Edimburgo y dio pie a la creación del Reino Unido: acabó para siempre con la independencia de Escocia. Muchos de los colonos murieron, otros quedaron dispersos por el Caribe, otros más, los sobrevivientes del último naufragio, se refugiaron en Carolina del Sur. Uno de los sobrevivientes fue el tatarabuelo de Teodoro Roosevelt quien lideró, siglos después de la malhadada aventura del Darién, una ocupación imperialista a las tierras que mataron a sus ancestros y terminaron, por añadidura, con la nación escocesa.

Leí una larga conversación, un cruce de correos electrónicos, más bien, entre los franceses Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy: Enemigos Públicos. Me agrada la cantaleta reaccionaria, pero compasiva, casi melancólica, de Houellebecq: “todo lo que se ha perdido está perdido irremediablemente y para siempre”.

Me gustó mucho la compilación, hecha por el Fondo de Cultura, de la poesía completa del venezolano Rafael Cadenas:

MatrimonioTodo habitual, sin magia, / sin los aderezos que usa la retórica, / sin esos atavíos con que se suele recargar el misterio. / Líneas puras, sin más, de cuadro clásico. / Un transcurrir lleno de antigüedad, / de médula cotidiana, de cumplimiento. / Como de gente que abre siempre a la misma hora.

El mejor libro de economía que leí este año fue Fault Lines: How Hidden Fractures Still Threaten The World Economy de Raghuram G. Rajan.

Finalmente, un poco de esnobismo. Leí La tía de Julia y el escribidor después del anuncio del Nobel a Vargas Llosa: había una Edición de Bolsillo dando vueltas por la casa desde hace varios años. Me gustó. Vargas Llosa no escribe muchas frases felices. Pero no importa. Es un contador de historias extraordinario. Las radionovelas le ensañaron mucho.

También, lo confieso, disfruté la última novelita de Fernando Vallejo, El don de la vida. Como Houellebecq, Vallejo es un misántropo compasivo. Ambos perdieron la esperanza, parecen resignados al espantoso vacío de la renuncia.

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El paso del Quindio

En julio de 1801 llegó a Santafé de Bogotá, Alexander von Humboldt, el “segundo descubridor de América”. Humboldt fue recibido con pompa y circunstancia, con la devoción (casi cómica) que las regiones apartadas suelen ofrecer a los visitantes ilustres del extranjero. “Nuestra llegada a Santa Fe semejó una marcha triunfal. El Arzobispo nos había enviado su carroza, en la cual llegaron los notables de la ciudad y entramos con un séquito de más de 60 personas a caballo”. En su nutrida correspondencia, Humboldt reseñó repetidamente la lejanía de estas tierras, su aislamiento casi proverbial. “Aquí se está completamente separado del mundo…como en la luna”.

En septiembre de 1801, Humboldt salió rumbo a Popayán, hacia el occidente del país. Recorrió los senderos que hoy, convertidos en carreteritas serpenteantes, transitan los camiones que van y vienen entre Bogotá y Buenaventura, entre nuestro principal centro poblado y nuestro más importante contacto con el Pacífico. Después de varios días, Humboldt encontró un obstáculo extraordinario, casi infranqueable: el “Paso del Quindío” lo llamó en sus crónicas de viaje. “Sufrimos mucho en nuestro recorrido por las montañas del Quindío” escribiría años después. Sus crónicas dan cuenta de los caminos pantanosos, deleznables, imposibles para las mulas, sólo transitables por los cargadores humanos que transportaban a los viajeros en sus espaldas.

El “Paso del Quindío” tiene hoy otro nombre, el “Alto de la Línea”. Pero sigue siendo un obstáculo extraordinario, a menudo infranqueable. Más de doscientos años después de la travesía de Humboldt, Bogotá es todavía una ciudad remota, muy cerca de las estrellas y muy lejos del mar. “Los viajeros, en todas las épocas del año, hacen sus provisiones para muchos días pues a menudo sucede que por la súbita crecida de los torrentes quedan aislados sin poder dirigirse a Ibagué o a Cartago” escribió Humboldt hace más de doscientos años. Algo similar podría escribirse hoy en día.

Desde hace varias décadas todos los gobiernos han prometido la construcción de un túnel para allanar el paso del Quindío. En 1978, Enrique Vargas Ramírez, el Ministro de Obras Publicas de la época, dijo que “además del túnel para vencer uno de los pasos más difíciles en el territorio colombiano, se reconstruirá completamente la carretera de Ibagué a Calarcá, vía en la que está localizada La Línea”. Los gobiernos de Gaviria, Samper y Pastrana prometieron construir el añorado túnel en pocos años, con la convicción de quien repite lo imposible. El gobierno de Uribe construyó un túnel de prueba y adjudicó el contrato de obra. Incluso decidió anticipadamente llamarlo el túnel del Segundo Centenario. Pero las obras marchan a paso lento, como los cargueros de Humboldt. De seguir así tomarán muchos años más. Probablemente décadas.

En un discurso pronunciando en diciembre de 2010, el presidente Santos dijo, citando a Bolívar, que su gobierno doblegará la naturaleza. Yo me conformaría con mucho menos, con la superación definitiva del paso del Quindío, con la terminación del túnel de La Línea. Deberían también cambiarle el nombre. Llamarlo el túnel del Quindío o de Humboldt., pues, la verdad sea dicha, tampoco pudo terminarse para el segundo centenario de la independencia. Por ahora seguimos, como en las épocas del Nuevo Reino de Granada, encerrados en las montañas, condenados por la geografía.

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El cuento del celta

Hace ya más de cuatro años, David Lovegrove llegó por primera vez a Colombia. Vino invitado por el gobierno de turno con el propósito de contar una historia maravillosa, extraordinaria, inspiradora: la historia del milagro económico irlandés. En 1987 Irlanda era un país pobre entre los ricos, con una economía estancada y una tasa de desempleo de 17%. En el año 2000, Irlanda era ya el segundo país más rico de Europa, con una economía dinámica, innovadora y una tasa de desempleo de 4%. Irlanda había pasado de la pobreza a la prosperidad en poco más de una década. El cuento del celta, sería necio negarlo, tenía su encanto.
Pero el celta no sólo vino a contar un milagro lejano. David Lovegrove no era un simple mensajero de hechos extraordinarios: era también un profeta. O como dicen (o decimos) los economistas: un experto en competitividad. El celta creía haber resuelto el misterio del desarrollo económico, decía tener la receta para remediar nuestros males eternos, la misma que había aplicado con éxito como secretario de la agencia irlandesa para la política industrial. En últimas, el celta vino a mostrarnos el camino, a vender su cuento, a hacer el milagro.

El gobierno del entonces presidente Uribe le dio un contrato: los profetas del desarrollo se ganan la vida como consultores. David Lovegrove comenzó, entonces, a frecuentar esta tierra de ilusiones. Se convirtió en un conferencista estrella, en un cautivador de multitudes. Siempre repetía el mismo cuento, su credo: hay que bajar los impuestos a las empresas con el fin de generar confianza, atraer a los inversionistas, acelerar el crecimiento económico y de esta manera generar empleo. La clave del milagro irlandés, decía, es una estructura tributaria simple, favorable a la inversión doméstica y extranjera.

El celta fue uno de los inspiradores de la llamada política de confianza inversionista. Propuso una disminución drástica en el impuesto sobre la renta: “Un país como Colombia, con deficiente infraestructura, pobre logística y déficit en educación de calidad, no puede tener además una estructura tributaria poco competitiva. Bajar los impuestos es la mejor manera de atraer inversión”. Pero esta propuesta, por razones obvias, nunca contó con el apoyo de las mayorías parlamentarias. El celta recomendó entonces una política alternativa, un atajo conveniente: la generalización de las llamadas zonas francas, incluidas las zonas francas uniempresariales, donde el Estatuto Tributario no rige plenamente y el impuesto sobre la renta de las empresas es mucho menor, apenas de 15%.

El celta, ya lo sabemos, resultó un milagrero, un simple vendedor de pócimas mágicas. Hoy en día el milagro irlandés parece un simple espejismo, una ilusión, una burbuja. Irlanda está literalmente quebrada: el déficit fiscal es astronómico, cercano a 32% del PIB, los bancos están en la ruina, la gente se está yendo y el gobierno se ha comprometido a subir los impuestos, a reversar la supuesta receta del milagro. El celta no podrá seguir echando su cuento. Pero en Colombia el daño ya está hecho. Tardaremos mucho tiempo, décadas posiblemente, en desmontar las zonas francas, en corregir las distorsiones tributarias derivadas de nuestro alocado intento por reproducir el supuesto milagro económico irlandés.

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La caída del desempleo: ¿un espejismo estadístico?

Las cifras de empleo de octubre, reveladas ayer por el DANE, confirmaron la caída abrupta del desempleo que había sorprendido a propios y extraños el mes anterior. En octubre, el desempleo nacional estuvo cercano a 10%, apenas un punto porcentual por encima de la meta de 9% prevista en el Plan Nacional de Desarrollo.

Pero las cifras son extrañas. En mi opinión corresponden más a una distorsión estadística que a un fenómeno real. El gráfico muestra la evolución de las tasas de desempleo y subempleo objetivo durante lo corrido del año. Los series son promedios móviles de doce meses (esto es, corrigen por las distorsiones estacionales) y corresponden a las trece principales ciudades del país (esto es, no están afectadas por los problemas de medición del empleo rural). El gráfico muestra que, desde julio aproximadamente, el subempleo comenzó a crecer rápidamente y el desempleo comenzó, por su parte, a disminuir. Estas tendencias no tienen una explicación clara. La única explicación que se me ocurre es que las tendencias son artificiales, que bedecen a una reclasificación arbitraria: algunos desempleados pueden estar siendo ahora contabilizados como subempleados.

Sea lo que sea, el gráfico muestra que el agregado de desempleados y subempleados no ha disminuido. En fin no hay mayores motivos para celebrar. Los resultados siguen siendo preocupantes. Y probablemente reflejan más la realidad del DANE que la del país.

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El estilo paranoide

El uribismo tiene un estilo distintivo, una forma peculiar de argumentar, de pronunciarse. Podría decirse que su estilo es original. Pero la realidad es otra. Es un estilo conocido, ya estudiado y clasificado por los historiadores de la política. En 1964, el historiador gringo Richard Hofstadter describió, en un artículo publicado en la revista Harper’s, la persistencia del estilo paranoide en la tradición política de los Estados Unidos. Su descripción corresponde de manera precisa, casi exacta, al estilo del uribismo. En suma, el estilo del uribismo es el estilo paranoide.

Según Hofstadter, el estilo paranoide parte de un supuesto básico: la existencia de una conspiración gigantesca, de una poderosa (pero sutil) maquinaria de influencia. “Con frecuencia el enemigo es percibido como poseedor de una fuente especial de poder: controla la prensa, manipula la opinión pública a través de noticias fabricadas, cuenta con fondos ilimitados…”. Los voceros del estilo paranoide sienten que su lucha va más allá de la defensa de una persona o un gobierno en particular; creen estar luchando por la justicia, la libertad, el orden. Sus pronunciamientos son consecuentemente grandiosos. “El Estado de Derecho se anula cuando la justicia… cae en la trampa de la venganza de los criminales”, escribió el ex presidente Uribe esta semana.

Los voceros del estilo paranoide parecen siempre dispuestos a la confrontación intelectual. En sus repetidos pronunciamientos presentan datos, revelan conexiones, muestran hechos, etc., con una obsesión casi académica. Pero la apariencia es en este caso engañosa. El político paranoide no está interesado en la comunicación de doble vía que caracteriza el intercambio intelectual: “no es un receptor, es un transmisor”. La acumulación de información le sirve para convencerse a sí mismo, para alimentar sus odios y sus miedos, no para convencer a los otros. Sea lo que sea, los datos, los hechos diligentemente enunciados, nunca justifican las conclusiones fantasiosas, las historias de conjuras y conspiraciones.

Muchos voceros del estilo paranoide son conversos que nunca dejaron realmente de creer en sus dioses de antaño, simplemente los convirtieron en demonios. “En los movimientos contemporáneos de extrema derecha de los Estados Unidos —escribió Hofstadter— han jugado un papel particularmente importante los ex comunistas que se movieron rápidamente, aunque no sin angustias, de la izquierda paranoide a la derecha paranoide pero no abandonaron la psicología maniquea que caracteriza a ambas”.

“¿Cómo podríamos explicar la situación actual sin suponer que algunos altos funcionarios están conspirando para conducirnos al desastre? Todo esto tiene que ser el producto de… una conspiración de la infamia tan oscura que, una vez sea finalmente expuesta, sus protagonistas merecerán la condena de todos los hombres honestos”, escribió el senador McCarthy en 1951. En Colombia, sesenta años después, los voceros más connotados del uribismo repiten, cada vez con mayor insistencia, el mismo diagnóstico exaltado. Apocalíptico. Paranoide.

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¿Un país normal?

Esta semana la firma Cifras & Conceptos presentó los resultados de una encuesta de opinión de líderes nacionales. Aproximadamente dos mil personas, residentes en 14 departamentos, fueron entrevistadas durante el tercer trimestre de este año. Los entrevistados son líderes en varios campos: presidentes y gerentes de empresas, directores de medios de comunicación, congresistas, jefes de centros de investigación, presidentes de sindicatos, gremios y organizaciones no gubernamentales, etc. La encuesta no es perfecta. Seguramente hay cientos de colados y miles de omitidos. Pero los resultados son un buen resumen de las opiniones y las creencias de las élites de este país.

A juzgar por los resultados de la encuesta, nuestras élites son bastante provincianas. Casi ensimismadas. Leen El Tiempo, El Espectador y Semana. Ven Caracol y RCN. Oyen Caracol, W Radio y RCN. En Bogotá, la Atenas suramericana, una minoría casi insignificante manifiesta una preferencia por algún medio extranjero: The New York Times, The Economist o CNN. Las élites se autoclasifican en el centro del espectro socioeconómico, con un leve sesgo a la derecha. Desconfían del Congreso y los sindicatos. Y confían en el Banco de la República y en la Corte Constitucional. En general las opiniones de las élites tradicionales son (vale la redundancia) bastante tradicionales.

Pero hay un resultado sorprendente, inesperado: el conflicto armado ya no parece preocupar a las élites colombianas. La mayoría opina que la corrupción y la gobernabilidad son los principales desafíos en el campo político. Apenas seis por ciento menciona el conflicto, la paz y los derechos humanos. La mayoría considera que el desempleo, la pobreza y la salud son los principales problemas sociales. Sólo cuatro por ciento hace referencia a la inseguridad y a los desplazados. El comercio internacional es el tema prioritario en el campo internacional. Los derechos humanos y los problemas fronterizos son percibidos como asuntos secundarios. En el campo económico, la inseguridad ya no preocupa a nadie. En síntesis, el conflicto parece haber desaparecido de la mente de las élites políticas, empresariales y académicas.

Para sus élites, Colombia se convirtió en un país normal, con los problemas típicos de un país de mitad de tabla (desempleo, pobreza, corrupción, desigualdad, etc.), pero sin los problemas atípicos que, hace apenas unos años, amenazaban la viabilidad del Estado. En esta visión, ya no debemos compararnos con Sudán y Afganistán sino con Perú y Turquía. En esta suerte de ficción compartida, el conflicto en Colombia ya hace parte del pasado, ya es una realidad superada, un problema resuelto.

El presidente Santos y los inversionistas extranjeros también están metidos en el cuento de la normalidad. Los soldados muertos, los civiles asesinados, los ataques guerrilleros, las venganzas del narcotráfico, etc. desaparecieron de las primeras páginas de los periódicos, se convirtieron en un ruido de fondo. Ya nadie menciona, por ejemplo, nuestra muy alta, casi alarmante, tasa de homicidios (mucho mayor que la de México). En fin, la normalidad se instaló en la mente de nuestras élites. Pero no ha llegado todavía, cabe reconocerlo, a muchas regiones de Colombia. Cuesta decirlo pero aún no somos un país normal.

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Lo mismo que antes

El Gobierno dio a conocer esta semana el plan de desarrollo. En Colombia, los planes de desarrollo tienen una larga historia. El primero se lanzó en 1960, hace ya 50 años, no por exigencia constitucional (como ahora) sino por compromisos externos: era una condición del gobierno de los Estados Unidos para entregar la plata de la llamada Alianza para el Progreso. Desde entonces, casi ininterrumpidamente, los gobiernos han hecho públicos sus objetivos y programas por medio del llamado Plan Nacional de Desarrollo. Esta semana el presidente Santos aprovechó la ocasión para insistir en una imagen conocida, en una metáfora corriente: “Estamos lanzando ni más ni menos que la hoja de ruta para el Gobierno… que recoge todo lo que aspiramos a realizar en este próximo cuatrienio”.
El Plan tendrá un título llamativo, Prosperidad para todos. “¿Qué es prosperidad para todos? Es que el crecimiento económico sea equitativo y pueda llegar sobre todo a los más pobres para disminuir esa brecha que en el caso colombiano es inaceptable entre ricos y pobres, una de las brechas más grandes de todo el universo, infortunadamente”, explicó el presidente Santos el viernes en la tarde durante una rueda de prensa.

La prosperidad para todos es un objetivo loable. Pero tiene un problemita: ha sido prometida por todos los planes nacionales de desarrollo durante medio siglo. Todos, sin excepción, han hablado de cerrar la brecha, distribuir la riqueza, igualar las oportunidades, redimir a los más necesitados, etc. Yo mismo (lo confieso) escribí algo parecido en uno de los planes anteriores. La retórica de la igualdad ha sido casi tan persistente como la realidad de la desigualdad. Los problemas eternos coinciden con las promesas perpetuas. Esta coincidencia, por lo demás, es una característica conocida del subdesarrollo.

Si el Gobierno aspira a trascender la retórica devaluada de la igualdad, debería empezar por explicar de qué manera va a lidiar con el problema de la informalidad laboral. Más de la mitad de los trabajadores colombianos son informales, esto es, están excluidos del sector moderno de la economía. “Informalidad” es una palabra rebuscada para denotar un fenómeno sencillo: la exclusión económica, la imposibilidad de disfrutar los beneficios de la innovación, el cambio técnico y el aumento de la productividad. Mientras no se creen empleos formales para los trabajadores sin educación superior, mientras la única forma de inclusión siga siendo el acceso a un subsidio estatal, mientras la exclusión económica siga afectando a más de la mitad de la población económicamente activa, la prosperidad para todos no será mucho más que una frase que se saca cada cuatro años del cajón para decorar los planes de desarrollo.

Ojalá me equivoque pero la informalidad laboral podría echar al traste muchas de las metas del Gobierno. Las medidas propuestas para lidiar con el problema de marras, la Ley del Primer Empleo y la Ley de Formalización, son modestas. Casi irrelevantes. Aparentemente seguiremos en lo mismo: cobrándoles altos impuestos a quienes crean empleos formales para poder así subsidiar a quienes no los consiguen. Aun si arrancan las locomotoras, a los informales (esto es, a más de la mitad de los trabajadores colombianos) podría dejarlos el tren. Y la prosperidad, sobra decirlo, no sería entonces para todos.
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El país de la tutela

En el país de la tutela nunca hay nada seguro. Todo depende de la voluntad caprichosa de los jueces. Hace unos días un juez de la república (en su inmensa sabiduría) anuló el proceso de selección de los aspirantes a una beca estatal para programas de doctorado. En opinión del juez, Colciencias, la entidad encargada de seleccionar a los becarios, violó el derecho a la igualdad de una de los aspirantes cuya aplicación fue rechazada (aparentemente por un error de su parte). Más de doscientos becarios vieron truncados sus planes de manera abrupta. Quedaron literalmente desprotegidos. Algunos de ellos ya anunciaron que interpondrán una tutela en contra de Colciencias que quedará, según parece, doblemente entutelada. Así son las cosas en este país.

Las tutelas no sólo son una fuente de incertidumbre. Son también un negocio. Un negociazo. “Hemos desarrollado una aplicación en línea que nos permite brindarle toda la asesoría y seguimiento de su caso desde la comodidad de su hogar” dice la página de internet de SuTutela.com. “Pensionados: ¿cómo lograr que le incrementen el valor de su mesada pensional?” anuncia la misma página de manera directa, casi desenfadada. Y la verdad sea dicha, los consejos de los profesionales de la tutela son valiosos. Por cuenta de miles de decisiones judiciales (de tutelazos) el pasivo pensional ha crecido de manera sustancial en este país durante los últimos años. Algunos fallos son claramente arbitrarios; otros, posiblemente corruptos. Sea lo que fuere los abogados siempre cobran comisión.

Por cuenta de las tutelas, el negocio de la salud se ha hecho más lucrativo. Los vendedores de equipos médicos, aparatos y artilugios han encontrado en Colombia un mercado en expansión, casi sin límites. “Aquí vendo diez máquinas al año, en Francia sólo dos” me dijo inadvertidamente uno de los mercaderes en cuestión en medio de una conversación de aeropuerto. “La tutela is good for business” anotó más adelante sin ningún asomo de ironía. Paradójicamente el Estado social de derecho (en su versión colombiana) creó las condiciones para el desarrollo del peor tipo de capitalismo oportunista. La venalidad de los jueces y la ambición de los capitalistas puede ser una combinación peligrosa.

El abuso de la tutela ha llevado también a una excesiva judicialización de la vida privada. En el ámbito de la educación, por ejemplo, ha distorsionado la toma de decisiones. En las universidades ya no se discute con franqueza el mérito de las distintas alternativas (en un caso disciplinario, por ejemplo). Simplemente se trata de minimizar el riesgo de una tutela. Cualquier cuestión, por pequeña que sea, requiere asesoría legal. El espectro de los jueces es omnipresente. En últimas el abuso de la tutela ha abolido el sentido común. Ha recreado uno de los peores vicios del sector público: la excesiva aversión al riesgo (incluso la inacción) que produce el temor a una justicia arbitraria, entrometida.
Muchos fallos de tutela invocan el derecho a la igualdad. Pero con frecuencia logran el efecto contrario: un aspirante insatisfecho, ya lo vimos, truncó las oportunidades de más de doscientos becarios de Colciencias. En el país de la tutela, como diría Orwell, todos los ciudadanos son iguales pero los favorecidos por los jueces son más iguales, mucho más iguales que todos los otros.

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La trampa de la corresponsabilidad

A comienzos de la semana, durante la llamada Cumbre de Tuxtla, el presidente Santos se pronunció sobre la posible legalización de la marihuana en California. Su pronunciamiento fue confuso, casi contradictorio. “La lucha contra las drogas debe ser una lucha coordinada de todos los países”, dijo inicialmente en tono de reclamo, como si lamentara un posible cambio en las políticas antidroga de los Estados Unidos. “Colombia está dispuesta a ayudar, está dispuesta a debatir, está dispuesta a discutir cualquier tipo de solución”, dijo más adelante, en tono más conciliador, como si celebrara la posibilidad de unas políticas distintas. Esta contradicción no es casual. Todo lo contrario. Es el resultado de un discurso problemático, repetido durante más de dos décadas por todos los presidentes colombianos. Santos está atrapado en la lógica confusa de la corresponsabilidad, una lógica que le impide pensar claramente, que lo lleva a una defensa involuntaria de la política prohibicionista.
La política de la corresponsabilidad surgió en la segunda mitad de los años ochenta. Fue el resultado de otra cumbre presidencial, de una reunión entre Virgilio Barco y Margaret Thatcher. En términos simples, la política definió un objetivo común, la reducción del consumo de drogas. Y estableció una suerte de división internacional del trabajo: el control de la oferta corresponde a los países productores y el de la demanda a los países consumidores, los cuales se comprometen, además, a aportar recursos técnicos y financieros para el control de la oferta. Mientras ellos hicieran lo suyo, nosotros deberíamos hacer lo nuestro con la abnegación de quien ha entrado voluntariamente en un trato.

El discurso de la corresponsabilidad hizo carrera. Nos dio cierta autoridad moral. Nos permitió hablar duro en muchos escenarios internacionales. Los consumidores de cocaína en los Estados Unidos, decíamos con frecuencia, son corresponsables de nuestras tragedias. Pero la lógica de la corresponsabilidad puede ser peligrosa. Hace dos años, cuando todavía era ministro de Defensa, Juan Manuel Santos dio una rueda de prensa con el fin de hacer públicos los éxitos más recientes en la guerra contra los drogas. Ante decenas de periodistas mostró orgullosamente que el precio de la cocaína había aumentado en las calles de Nueva York. Inadvertidamente Santos había adoptado como propios los objetivos de los Estados Unidos. Estaba midiendo los éxitos internos con base en indicadores externos.

Deberíamos desechar de una vez por todas el discurso confuso de la corresponsabilidad. Necesitamos un enfoque diferente, basado no en el objetivo preponderante de disminuir el consumo de drogas, sino en la necesidad imperiosa de cooperar en la lucha contra el crimen organizado. La distinción es sutil, pero importante. Históricamente las políticas antidrogas en Colombia han estado subordinadas a los objetivos de los Estados Unidos. Aceptamos una supuesta culpa compartida. Recibimos miles de millones de dólares en ayuda externa. Y renunciamos, en el proceso, a cualquier autonomía.

En últimas, pagamos un precio muy alto por el consuelo moral de la corresponsabilidad. Valdría la pena aceptar de una vez por todas que ni los gringos son responsables por nuestros muertos, ni nosotros lo somos por sus millones de consumidores.