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Moción de censura

Antes de 2002, de la llegada (sin salida aparente) del Presidente Uribe, los analistas y comentaristas políticos colombianos, los cronistas de nuestra vida pública, habían desarrollado una afición superficial, un gusto por predecir quienes salían y quienes entraban al gobierno, por adivinar las composiciones de los otrora cambiantes gabinetes. En el pasado las crisis ministeriales eran frecuentes. Los ministros, se decía, eran fusibles. Se quemaban permanentemente como consecuencia de los cortos circuitos de la política, de la necesidad de balancear anualmente una compleja ecuación de alianzas y lealtades. En fin, los ministros eran nombrados y despedidos por cuenta de las exigencias de la política o la politiquería.

La rotación ministerial fomentaba las apuestas, las cábalas de la prensa, la especulación de nuestros politólogos de micrófono. Pero, como tantas otras cosas, la gabinetología también se acabó con Uribe. El sonajero, el catálogo de ministeriables, el inventario maleable de candidatos a jefes de la burocracia, se ha ido extinguiendo paulatinamente por falta de acción, por el ocaso de las crisis ministeriales, por la continuidad del gabinete, una de las innovaciones más interesantes de este gobierno.

La continuidad trajo consigo ventajas evidentes. Le dio coherencia a la toma de decisiones y orden a la administración pública. Pero también ha tenido consecuencias adversas. Ha disminuido la responsabilidad política. Y puede haber contribuido a perpetuar la incompetencia. La continuidad de los buenos ministros es deseable; la de los malos, perversa. En el modelo actual, los buenos y los malos ministros llegan para quedarse. Todos parecen atornillados, como dicen los gabinetólogos de ayer, hoy sin oficio. En los seis gobiernos previos al actual, entre 1978 y 2002, el período promedio de un ministro de agricultura fue de apenas quince meses. En contraste, Andrés Felipe Arias estuvo en su cargo cuatro años y dos días, un registro sólo superado por Francisco José Chaux quien estuvo al frente de la cartera de agricultura por cuatro años y doce días en los años treinta del siglo anterior. El ministro de transporte ha estado al frente de su cartera por un período que ya triplica la duración promedio de todos sus antecesores del siglo XX. Y sigue por supuesto bien atornillado.

En el nuevo escenario de continuidad ministerial, la moción de censura cobra, creo yo, una importancia inusitada. El veto del Congreso puede evitar la odiosa inercia de la incompetencia o la desfachatez. La zanahoria de la continuidad necesita el garrote de la censura. En los Estados Unidos, la aprobación parlamentaria de los nombramientos del ejecutivo es un elemento clave en el equilibrio de poderes. En la Colombia de hoy, en la realidad actual de los ministros eternos, la moción de censura debería jugar un papel similar.

Como escribió recientemente Andrés Mejía Vergnaud, el congreso enfrentará una disyuntiva histórica en los próximos días, en el debate venidero al Ministro de agricultura. Debe escoger entre la independencia y la subordinación. Entre ser un congreso admirable (esto es, sometido) o un congreso admirado. Entre contribuir a la rendición de cuentas o acrecentar la impunidad política. En últimas, el Congreso de Colombia tendrá que decidir si quiere o no asumir un papel protagónico en un debate crucial, casi definitivo para el futuro de nuestra democracia.

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Liberalismo y opinión

En 1859, hace 150 años, se publicó por primera vez una de las obras fundamentales del pensamiento liberal, Sobre la libertad, del filósofo inglés John Stuart Mill. El mismo año, en la misma ciudad de Londres, se publicó uno de los libros más importantes de todos los tiempos, El origen de las especies de Charles Darwin. El primer aniversario ha pasado casi desapercibido, ha sido eclipsado por el segundo, por el creciente interés en la figura y en la obra de Charles Darwin. Pero el sesquicentenario de la publicación del manifiesto liberal de Mill amerita un comentario, una reflexión somera sobre la relevancia (y la urgencia) de su mensaje principal.

En esencia, Sobre la libertad es un largo argumento en favor de la tolerancia, de la diversidad de opiniones, creencias y puntos de vista. Al comienzo del segundo capítulo, Mill define el tono general de su argumento: “si toda la especie humana no tuviera más que una opinión y solamente una persona tuviera la opinión contraria, no sería más justo silenciar a esta persona de lo que sería, hipotéticamente, silenciar al resto de la humanidad en nombre de la persona disidente”. Mill pensaba que los obstáculos a la libertad de expresión afectaban a toda la humanidad. No sólo al individuo silenciado, sino a la especie en general. Su defensa de la libertad de expresión se basó no tanto en los derechos del individuo como en el bienestar de la sociedad.

Mill creía en la conveniencia de las ideas falsas, de las mentiras deliberadas, de los argumentos obcecados o malintencionados. En su opinión, todo el mundo se beneficia de la confrontación permanente entre la verdad y el error: incluso la razón puede nutrirse positivamente de la sinrazón. Sin los creacionistas, la elocuencia de los evolucionistas, de los herederos de Darwin, sería menor. Sin los “negacionistas” del cambio climático, los verdaderos científicos serían menos recursivos y aplicados. Sin los románticos de la izquierda y la derecha, la ironía liberal sería menos sofisticada. En últimas, Mill consideraba que no había que temerles a las opiniones falsas y malintencionadas. Todo lo contrario, había que promoverlas o al menos tolerarlas sin ambages.

En últimas, Mill basaba su defensa de la tolerancia en sus temores, en su enorme desconfianza sobre los dictados de la opinión pública. Mill pensaba que el error cundía por todas partes, que la falsedad no era la excepción sino la regla y que las opiniones mayoritarias estaban, en ocasiones, hechas de prejuicios. Creía, en últimas, que la libertad de expresión era necesaria para evitar la primacía de la ignorancia sobre la razón. “Nunca será excesivo —escribió en el capítulo segundo— recordarle a la especie humana que existió un hombre llamado Sócrates, y que se produjo una colisión memorable entre este hombre y la opinión pública… Al hombre que, de cuantos hasta entonces habían nacido, probablemente merecía más respeto de sus semejantes, un tribunal popular lo condenó injustamente como a un criminal”.

Pero Mill trazó una diferencia entre la tolerancia y el respeto. Como bien dice Isaiah Berlin, “Mill creyó que mantener firmemente una opinión
significaba poner en ella todos nuestros sentimientos. En una ocasión
declaró que cuando algo nos concierne realmente, todo el que mantiene
puntos de vista diferentes nos debe desagradar profundamente. Prefería
esta actitud a los temperamentos y opiniones frías. No pedía
necesariamente el respeto a las opiniones de los demás; lejos de ello,
solamente pedía que se intentara comprenderlas y tolerarlas, pero nada
más que tolerarlas. Desaprobar tales opiniones, pensar que están
equivocadas, burlarse de ellas o incluso despreciarlas, pero tolerarlas.
Ya que sin convicciones, sin algún sentimiento de antipatía, no puede
existir ninguna convicción profunda; y sin ninguna convicción profunda
no puede haber fines en la vida… Ahora bien, sin tolerancia desaparecen
las bases de una crítica racional, de una condena racional. Mill
predicaba, por consiguiente, la comprensión y la tolerancia a cualquier
precio. Comprender no significa necesariamente perdonar. Podemos
discutir, atacar, rechazar, condenar con pasión y odio; pero no podemos
exterminar o sofocar…».

Cincuenta cincuenta años después las opiniones de Mill, casi sobra decirlo, siguen más vigentes que nunca. 

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AIS a la mexicana

En la ardua tarea del desarrollo no hay lecciones aprendidas. Los fracasos se repiten una y otra vez con paradójica exactitud. La comedia del programa colombiano Agro Ingreso Seguro es casi idéntica a la tragedia del programa mexicano Procampo. Este programa fue creado hace quince años con el objetivo de contrarrestar los efectos adversos del recién firmado acuerdo de libre comercio con los Estados Unidos y Canadá. El programa pretendía ayudar a los «pequeños agricultores», incrementar la productividad del campo y “producir paz social”.
Quince años después, los resultados del programa Procampo saltan a la vista. Para los pequeños agricultores el programa ha sido simplemente una transferencia asistencial, una dádiva más. Para los grandes productores ha sido por el contrario una verdadera lotería, un regalo desmedido. En la lista de beneficiarios aparecen terratenientes, congresistas, gobernadores, funcionarios, dos hermanos del ex presidente Vicente Fox y varios familiares del Chapo Guzmán, el capo del llamado Cartel de Sinaloa. No faltó sino la reina de belleza. Según el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), el 20 por ciento de los beneficiarios recibió más del 80 por ciento de los recursos.

Los columnistas mexicanos han puesto el grito en el cielo. En agosto de este año, Denisse Dresser escribió lo siguiente en la revista Proceso: “He allí los resultados de quince años de Procampo. Narcotraficantes subsidiados. Recursos desviados. Beneficiarios simulados. Productores que cobran sin haber acreditado su trabajo o sin haber sembrado. Transferencias multimillonarias a quienes menos las necesitan… Procampo funciona muy mal para los campesinos, pero funciona muy bien para la clase política. Es un instrumento que permite perseguir objetivos electorales a base de padrones amañados y cheques distribuidos… Procampo no ha cumplido con los objetivos para los cuales fue creado formalmente. No ha aumentado la productividad, ni impulsado la competitividad, ni mejorado las condiciones de los más pobres en el campo. Más bien ha sido una chequera con la cual comprar paz social”. Las coincidencias son evidentes. Casi aterradoras. Lo mismo, sin cambiar una coma, podría escribirse a propósito del programa Agro Ingreso Seguro.

La coincidencia invita a la reflexión sobre las causas comunes de un problema compartido. Usualmente los subsidios terminan reproduciendo la estructura de propiedad de la tierra y la distribución del poder político. Si la tierra está concentrada, los terratenientes serán los grandes beneficiarios de los incentivos a la producción. Si el poder regional está capturado, los subsidios correrán una suerte similar. La lógica es casi siempre la misma. Este tipo de programas terminan agravando el problema que intentan resolver.

Pero en los países en desarrollo, decíamos al comienzo, no hay aprendizaje. Todo lo contrario: las trampas de las malas ideas son ubicuas. Los problemas creados por los subsidios quieren ser resueltos con mayores subsidios que terminan, a su vez, empeorando la situación y aumentando paradójicamente la demanda social por subsidios. “Agro Ingreso Seguro es uno de los mejores logros de este Gobierno”, dijo el presidente Uribe esta semana. Lo mismo han repetido los políticos mexicanos durante años. Las coincidencias, ya lo dijimos, son aterradoras.

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Modelo AIS

La teoría, la justificación doctrinaria de las zonas francas, las exenciones y los subsidios está basada en una serie de identidades falsas, de tautologías erróneas.La teoría asocia equivocadamente la defensa del mercado con la protección de las empresas, la suerte del capitalismo con la fortuna de los capitalistas, el crecimiento de la productividad con el mantenimiento de la rentabilidad, el bienestar general con el enriquecimiento particular; en últimas, la teoría supone que la generación de empleo y la mejoría social dependen de los favores, de los regalitos estatales.
Por desgracia la teoría no funciona. No tiene ningún sustento académico más allá de algunos panfletos escritos por economistas mediocres transmutados en ideólogos. Incluso muchos empresarios cuestionan su utilidad. Asumen una postura de resignación oportunista. “Si están regalando plata, hay que apuntarse en la lista” dicen con pragmatismo. “Si todo el mundo está recibiendo el suyo, yo tengo que recibir el mío” opinan con razón. En muchos casos los favores simplemente incrementan la rentabilidad de los beneficiarios. En otros, generan grandes distorsiones, terminan atrayendo a buscadores de rentas sin ninguna vocación empresarial.

Pero el Gobierno sigue insistiendo en un modelo incierto. El programo Agro Ingreso Seguro es sólo un elemento de un conjunto más grande de ayudas. Los subsidios a la tasa de cambio, entregados consuetudinariamente a bananeros, confeccionistas y floricultores, son aún más aberrantes, más regresivos que los subsidios agropecuarios. Las zonas francas también son una forma indirecta de subsidiar a los más ricos con la intención, supuesta, no probada, de obtener algunos resultados sociales. En menor escala el Fondo Emprender del Sena, el llamado Fomipyme y el Fondo de Promoción Turística hacen lo mismo, transfieren recursos públicos al sector privado. Un periodista acucioso seguramente sería capaz de encontrar muchas caras familiares en estos programas.

El problema de estos programas no es la falta de claridad y transparencia como afirmó un editorial del diario El Tiempo esta semana: los beneficiarios de Agro Ingreso Seguro están listados en internet, los protocolos de adjudicación son conocidos y la asignación es responsabilidad de una agencia internacional. Tampoco es la corrupción como escribió Daniel Coronell la semana pasada: la mayoría de los beneficiarios obtuvieron los subsidios legalmente. Los colados son una minoría. Visible y antipática pero minoría al fin y al cabo. En últimas, el problema es la proliferación de esquemas de subsidios empresariales en la forma de exenciones, créditos subsidiados o transferencias en efectivo. Los mayores controles, la intervención de la Contraloría, las investigaciones de la Fiscalía, todas estas cosas son irrelevantes, no corrigen la esencia del problema: la existencia de un modelo económico ineficaz e injusto.

El economista Lauchlin Currie solía señalar que la opinión pública era usualmente inflamada por los escándalos pero no por las inversiones malogradas o por el desperdicio de recursos públicos. Lo mismo sucede en este caso. El problema no es la corrupción o el favoritismo, sino la implantación de un modelo fiscalmente irresponsable, económicamente ineficaz y socialmente injusto.

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¿Cuatro billones de corrupción?

La revista Cambio dice que la corrupción está creciendo o en expansión pero no aporta ningún dato al respecto. La cifra de cuatro billones (mencionada en la portada) es un refrito, uan reiteración de una aritmética simple, de una cuenta de servilleta que se repite cada cierto tiempo. Presento a continuación un análisis(ya actualizado) a un ejercicio idéntico realizado por Confecámaras hace cinco años.

Un número vale más que mil palabras. Especialmente si habla de sobornos, de malos manejos, de funcionarios corrompidos y empresarios corruptores. No importa que el número sea producto de una aritmética torpe. Al fin y al cabo, la gente sólo lee titulares.

Vale la pena analizar con cuidado la cifra revelada por Confecámaras esta semana, según la cual la corrupción cuesta cuatro billones de pesos. La cifra en cuestión es el resultado de la multiplicación de dos cantidades: el porcentaje del valor de los contratos públicos que según los empresarios entrevistados pagan sus competidores para asegurar la adjudicación (13%) y el monto anual de la contratación pública (30 billones). En resumidas cuentas: 13% × 30 billones = 4 billones. Así de simple.

Más allá de lo precario del ejercicio (que contrasta con la dinmensión de los titulares), las cantidades involucradas son discutibles. En el año 2000, el Banco Mundial realizó una encuesta empresarial sobre corrupción en 50 países, como un insumo para su reporte anual. Entre muchas preguntas, la encuesta incluyó la siguiente: ¿cuando una empresa de su sector hace negocios con el gobierno, qué porcentaje del valor de los contratos tiene que pagar para asegurar la adjudicación? Para el caso colombiano, el porcentaje promedio reportado no supera el 2%. Con base en el Presupuesto General de la Nación, y haciendo algunos supuestos menores, es posible estimar el monto anual de la contratación pública: basta con restar del valor del total de los presupuestos el servicio de deuda, los salarios, las pensiones y una parte de las transferencias. El valor así obtenido no supera, creo yo, los 15 billones de pesos. Una vez hechas las correcciones del caso, es posible replicar el sesudo ejercicio de Confecámaras; a saber: 2% × 15 billones = 300 mil millones, una cifra 13 veces menor a la reportada.

La diferencia sugiere la enorme incertidumbre (y la dificultad) de estimar la corrupción contractual. El tema no es simplemente académico. Si los empresarios creen que la contratación pública es una feria de mordidas, no querrán pagar impuestos. No se trata de llevar la corrupción a sus justas proporciones,, sino de llevar su estimación a una correcta medida. Y ello es mucho más complicado que la aritmética torpe que propuso Confecámaras. Y que ahora repite, sin ningún cambio, la revista Cambio.

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La inercia de la corrupción

El presentismo, la falta de perspectiva histórica, caracteriza, casi define, el debate colombiano sobre la corrupción. Indignados por el último incidente, los comentaristas nacionales pierden la memoria, olvidan la evidente continuidad de la corrupción, la historia repetida de escándalos y abusos. “Creo que nunca antes el país había presenciado tan impresionante sucesión de hechos escandalosos. Trátese de peculados o desfalcos en entidades del Estado; de narcomicos en el Congreso; de testaferratos o de simple venalidad administrativa, el panorama de la corrupción en Colombia es francamente desolador”, escribió Enrique Santos Calderón en diciembre de 1997. Y desde entonces nada parece haber cambiado. El panorama sigue siendo el mismo. Igualmente desolador.
El archivo de noticias del diario El Tiempo sugiere que la corrupción es una característica permanente, casi constante, de la vida política colombiana. El número de noticias, columnas y reportajes que mencionan las palabras “corrupción”, “clientelismo” y “peculado” se ha mantenido más o menos invariable desde comienzos de la década anterior. Hay algunas fluctuaciones de un año al siguiente. Pero no existe ninguna tendencia clara. Ni siquiera las metáforas han cambiado. “El cáncer de la corrupción”, “la plaga nacional”, “la podredumbre” escriben diariamente los comentaristas nacionales. “Las regiones están literalmente capturadas por varios grupos que manejan desde la salud, pasando por las regalías y por el chance, con el que quitan y ponen gobernadores. La democracia no se puede permitir estos abusos”, dijo el vicepresidente Francisco Santos en 2004. Y el panorama, ya lo dijimos, sigue siendo el mismo.

Los diagnósticos tampoco han cambiado. Cada año los comentaristas criollos denuncian la degradación de los valores, la indiferencia social y la decadencia moral; las supuestas raíces sociológicas del problema. La corrupción se presenta como una manifestación visible, como un síntoma diciente de una sociedad enferma, inmoral. Muchos proponen cruzadas moralizadoras, campañas pedagógicas o clases de cívica.

Pero la corrupción no es un problema moral. No se resuelve con sermones indignados. O campañas educativas. La corrupción es un problema político. Y por lo tanto se resuelve o se mitiga con el surgimiento del voto independiente, del énfasis programático, de la competencia política genuina, ajena de la contaminación clientelista. Así sucedió en los Estados Unidos a comienzos del siglo anterior. Y así ha sucedido en algunas ciudades colombianas en los últimos años. En Bogotá y Medellín hace algo más de una década. Y en Barranquilla, Cali y Cartagena más recientemente. El fin de la corrupción comienza, en últimas, con el debilitamiento de las maquinarias.

Por desgracia, las maquinarias están cada vez mejor aceitadas. La coalición de gobierno reúne buena parte del clientelismo tradicional. Carlos Gaviria y Rafael Pardo, los principales candidatos opositores, están aliados con las maquinarias de sus partidos. Hoy como siempre la política colombiana es una competencia entre maquinarias políticas movidas por el combustible odioso de la corrupción, por los puestos, los contratos, las notarías, etc. Y hoy como siempre la corrupción sigue, paradójicamente, sorprendiéndonos con su continuidad, con una inercia que desafía los comentarios indignados y los discursos moralistas.

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La izquierda exquisita

La alfombra roja, los rostros relucientes de los artistas, el tumulto de los fotógrafos, el resplandor titilante de los flashes, the beautiful people, la gente linda en su papel más natural, en la representación satisfecha de sí misma, todo esto, todo este rito recurrente, tuvo esta semana, en la ciudad de Venecia, un protagonista novedoso, un personaje ajeno a este mundo extraño, el presidente venezolano, Hugo Chávez Frías. El mandatario, convertido en actor, en protagonista de un documental sobre sus hazañas, recorrió exultante la alfombra roja en medio de una multitud de curiosos. Con naturalidad, al fin y al cabo Venezuela es un país de reinas, se detuvo en frente de las cámaras, se llevó teatralmente la mano a la boca y lanzó un beso al aire entrecerrando los ojos. Chávez, sobra decirlo, también sabe representarse a sí mismo.

En Venezuela los seguidores del Presidente celebraron el hecho con inusual regocijo, como si se tratase de una gesta deportiva. “El recibimiento tributado allí por un público de todos los países pone de relieve el carácter de liderazgo mundial del Presidente”, escribió un reportero oficial emocionado. Previsiblemente la oposición denunció la frivolidad del Presidente y sugirió que el espectáculo no era más que una campaña publicitaria financiada con dineros públicos. Pero unos y otros, oficialistas y opositores, omiten lo más importante, la esencia del asunto: Chávez se ha convertido en el nuevo ícono de la izquierda exquisita, en el héroe perfecto de los radicales chic del mundo entero.

Los radicales chic, como los llamó Tom Wolfe en 1970 en un artículo ya clásico sobre los coqueteos de la alta sociedad neoyorquina con las Panteras Negras, siempre han tenido cierta predilección por lo exótico, por lo primitivo, por lo romántico, etc. Lula seguramente les parece demasiado domesticado, burocratizado o pro-sistema. Castro está moribundo. Mandela celebra sus cumpleaños con los dueños del mundo. Chávez, por el contrario, es un deslenguado, un radical, un personaje perfecto para adornar una fiesta, para exhibir ante el mundo, ante la audiencia global, siempre atenta, un espíritu rebelde y comprometido. En fin, Chávez es una mascota perfecta para la gente linda.

Los radicales chic, como escribió Wolfe, son radicales en el estilo, pero “en su corazón forman parte de la sociedad y sus tradiciones”. Incluida, por supuesto, la tradición, digamos europea, de mirar con cierta condescendencia o paternalismo a los residentes de la periferia socioeconómica o geográfica. La nostalgia del pantano la llama Wolfe, aludiendo a una vieja expresión francesa, a la idea romántica (y en últimas denigrante) de que los primitivos poseen unos valores superiores, un espíritu más elevado que compensa sus falencias más obvias. La risa contenida de Oliver Stone ante las payasadas de Chávez, las palmaditas en la espalda, las preguntas obvias del documental, todas estas cosas sugieren, en últimas, un aire de superioridad y de desprecio por quienes viven o malviven al sur de la frontera.

Llegado el momento, los radicales chic romperán con Chávez. El antisemitismo y las alianzas con Irán, entre otras cosas, no han caído bien entre los dueños de la industria. Pero por ahora todos parecen satisfechos. La gente linda encontró una buena causa y Chávez, unos eficientes promotores. La comedia funcionó esta vez. Pero en el cine, como en la política, las segundas y terceras partes nunca son buenas.

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Desde lejos

La historia se repite. Unas veces de manera imprecisa, metafórica. Otras, como en el caso descrito en esta columna, de manera estricta, casi literal. La reiteración del pasado, la repetición de la historia es descrita a menudo con ánimo aleccionador. Pero mi interés en este caso no es impartir lecciones morales o de otro tipo. Pretendo simplemente traer a cuento una curiosidad, recordar un pequeño incidente ya olvidado, algo sucedido cien años atrás en este país de tragedias recurrentes.

Santiago Pérez Triana fue un político y financista colombiano. Su padre Santiago Pérez Manosalva ocupó la presidencia de los Estados Unidos de Colombia entre 1874 y 1876. Pérez Triana vivió buena parte de su vida en el exterior. Se casó en París con una cantante de ópera, hija de un petrolero gringo. Representó varias empresas extranjeras con tanto éxito que despertó la envidia de sus adversarios. Fue declarado “hombre detestable oficialmente”. Deslumbró a dos o tres generaciones de diplomáticos con su facilidad de palabra, con su peligrosa elocuencia. Escribió varios libros, literarios y políticos. En 1909, hace cien años exactamente, publicó en París un librito sobre asuntos colombianos, Desde lejos, en el que advirtió sobre el crecimiento insostenible de la deuda externa durante el gobierno autoritario del general Rafael Reyes.

El libro en cuestión ya no lo lee nadie (yo me lo encontré por casualidad en una librería “de viejos” en Buenos Aires). Los temas de fondo tratan sobre las minucias de la época, sobre las preocupaciones habituales y ya irrelevantes de los opinadores del pasado. Pero el libro contiene, en sus primeras páginas, dos cartas destinadas al entonces presidente que podrían haber sido dirigidas al actual. “Cualesquiera que sean las declaraciones explícitas de nuestras leyes —escribió Pérez Triana hace un siglo—, que limiten y definan las atribuciones del primer mandatario y de otros cuerpos o entidades, el hecho es que hoy entre nosotros la voluntad de ese mandatario prima sobre todas las demás”.

En una de las cartas, Pérez Triana intentó explicar “el abandono de las tendencias republicanas”. “El terror ante el abismo doblegó todas las voluntades. La Nación estaba enferma… Si alguien podía darle quietud, si alguien podía contener el ímpetu destructor o impedir que renaciera, a ése había que darle el mando, la autoridad, la fuerza… todos los poderes y todas las atribuciones”. Pero esta abdicación de la democracia, nacida del miedo, fue aprovechada por los más temibles de los conspiradores. “La peor conspiración, la de la adulación y la lisonja, suele estar reservada para dos clases de seres: el que marca el punto más bajo de las miserias humanas la ejerce a favor del que encarna el más odiable de los abusos: la cortesana y el tirano”.

“A usted, señor Presidente —escribió Pérez Triana con la grandilocuencia propia de su condición y de su época— se le trata de aislar por medio de la conspiración de la lisonja; se le quiere negar la luz de la verdad, vínculo eterno de las conciencias, sin el cual perece la virtud, como planta sin aire, sin lluvia y sin sol”. Cien años después, ya no en 1909, sino en 2009, estamos en lo mismo. La historia ciertamente se repite. A veces literalmente.

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El hombre del computador

El tipo tenía un negocio bien montado, un emprendimiento exitoso, una empresa rentable, competitiva. El negocio consistía, en términos generales, en una forma sofisticada de intermediación, conocida en el medio, entre los entendidos, con un eufemismo inocente: la gestión de recursos. El intermediario consigue recursos estatales, notarías, contratos, puestos, cosas de esas, y los revende, los entrega contra el pago de una cuota mensual ojalá en efectivo. Los economistas designan este tipo de emprendimiento con un nombre más franco, la captura de rentas. Pero más allá de las denominaciones, digamos que se trata de un negocio floreciente. Y rentable.

La intermediación tiene una contabilidad sencilla. Los ingresos corrientes son las cuotas y los peajes previamente acordados con notarios, contratistas y otros receptores de favores. En algunos casos, los intermediarios no intermedian, prefieren capturar las rentas directamente mediante transacciones con familiares o empresas ficticias. Los egresos del negocio son más modestos, incluyen el sostenimiento de la maquinaria política que garantiza la elección: los sueldos de algunos colaboradores locales, los regalitos consuetudinarios, los almuerzos y las camisetas, en fin, nimiedades en comparación con los abultados ingresos corrientes. La intermediación política, sobra decirlo, produce unas grandes utilidades operativas, tiene un ebitda gigantesco, es un negociazo.

El intermediario deriva su ventaja competitiva de sus contactos, de sus relaciones con un personaje clave en este estudio de caso empresarial: el hombre del computador, el dispensador de las rentas, el eje del negocio. El intermediario, en primera instancia, intercambia apoyo político por rentas. Da lo primero y recibe lo segundo. En segunda instancia, revende las rentas y utiliza parte del usufructo en comprar su elección, en amarrar los votos necesarios para la continuidad del negocio. La lógica es simple: primero se compran rentas con votos y después votos con rentas. El intermediario conecta los electores con el hombre del computador. Ese es su trabajo. Y le pagan bien.

Un policía despistado (o irónico) sugirió que el intermediario era un tipo previsivo y desconfiado, dado a atesorar efectivo. Otros, más directos, han dudado de su honestidad y demandado una investigación expedita. Razón no les falta. Pero si cambiamos de perspectiva, si pensamos más en el negocio (la intermediación) que en el protagonista (el intermediario) deberíamos concentrar la atención en otro lado: en el hombre del computador. El negocio en cuestión es rentable, primero, porque existen grandes rentas (notarías, subsidios, zonas francas, puestos, etc.) y segundo, porque una sola persona tiene la capacidad de entregárselas a sus aliados políticos. Las rentas y la discreción producen corrupción, son la clave del asunto.

Algunos creen que la lucha contra la corrupción requiere, primero que todo, la promoción de la honestidad de los intermediarios. Probablemente tengan razón. Pero yo me atrevería a recomendar una estrategia complementaria: la eliminación de las notarías, los subsidios, las zonas francas y, en general, de la capacidad de un gobierno para enriquecer a sus amigos o a sus aliados. En suma: no deberíamos subestimar el poder corruptor del hombre del computador.

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Realismo trágico

Jorge Volpi es uno de los escritores e intelectuales mexicanos más importantes de la actualidad. Esta semana presentó en Bogotá su último libro, El insomnio de Bolívar: una reflexión irónica y desencantada sobre el futuro de América Latina. Volpi comienza su alegato con una denuncia del exotismo, de la tesis macondiana según la cual nuestros infortunios son la manifestación predecible de una realidad desaforada, incomprensible para el resto del mundo, para quienes no hayan vivido en este continente de la sinrazón. El escritor mexicano rechaza esta forma de determinismo y propone un movimiento del realismo mágico al realismo trágico, un tránsito intelectual, digamos, de Macondo a Tegucigalpa.
El realismo trágico ya no está definido por el determinismo geográfico o cultural enunciado por Gabriel García Márquez en su discurso de aceptación del Premio Nobel, sino por la desigualad económica, por la distancia infranqueable y creciente entre los de arriba y los de abajo. “Los ricos viven como ciudadanos del primer mundo, gozan de todos los privilegios de las democracias modernas; sus vecinos, en cambio, se limitan a sobrevivir en democracias paralíticas”. Volpi sostiene que la desigualdad es el verdadero nudo de nuestra soledad, el mayor de nuestros problemas, la causa primera del realismo trágico.

El novelista mexicano no parece temerles a los lugares comunes. Postula una disyuntiva bien conocida entre la democracia imaginaria (la de los textos) y la real (la de la vida). Sostiene al mismo tiempo que la desigualdad es incompatible con la democracia, pues “arrebata a los hombres el gusto por las instituciones libres” y “divide la sociedad en órdenes distintos, ajenos entre sí”. En el esquema propuesto, América Latina está condenada irremediablemente por la desigualdad. Por lo tanto, nuestro futuro será tan pródigo en fracasos como el pasado. Y los latinoamericanos, en el realismo mágico o en el trágico, da lo mismo, jamás tendremos una segunda oportunidad sobre la tierra.

Jorge Volpi pretende ser el representante de una nueva generación de hombres de letras. Quiere romper con el costumbrismo, con la idea absurda del excepcionalísimo latinoamericano que postula, entre otras cosas, la necesidad de teorías propias para abordar una realidad única. Pero la ruptura es superficial. La forma puede ser distinta. Pero el fondo es el mismo. Volpi es en muchos sentidos un típico intelectual tercermundista. Incurre en los mismos vicios de sus antecesores. En los juicios absolutos. En el miserabilismo. En la fracasomanía. En la renuencia a reconocer cualquier atisbo de progreso: el crecimiento de la clase media, la mejoría de los indicadores sociales o la fortaleza de muchos procesos democráticos en el ámbito local.

A la hora de las propuestas concretas, tiene muy poco que decir. “Si América Latina quiere salir de su atraso, necesita cambiar su visión del desarrollo económico e impulsar medidas para que la pequeña y mediana industrias se desarrollen”, escribe sin mucho pudor, como si estuviese planteando una idea original. Una de las tragedias de esta parte del mundo es la falta de imaginación de sus intelectuales, su apego a una suerte de fatalismo sin atenuantes, su creencia ciega en las certezas del realismo trágico.