La escena parece sacada de una novela de Cormac McCarthy. El asesino, que horas antes se había colado al apartamento de la víctima, esperaba sigiloso en la oscuridad, con una pistola en cada una de sus manos, ambas protegidas con guantes quirúrgicos. Cuando la víctima, el jefe de la policía federal mexicana, Édgar Millán Gómez, cruzó el umbral del apartamento, acompañado por dos guardaespaldas, el asesino vació las dos pistolas en pocos segundos. Millán murió inmediatamente, sin percatarse de lo sucedido. Uno de los guardaespaldas pudo, casi desangrándose, en un acto de heroísmo tardío, capturar al asesino, quien decidió colaborar con las autoridades mexicanas, dotadas, según cuentan, de eficaces mecanismos de persuasión. Aparentemente el autor intelectual, todavía fugitivo, es el jefe del cartel de Sinaloa, una de las tantas cabezas de la hiedra maldita del narcotráfico.
El asesinato de Millán es un capítulo más en la guerra contra los carteles del narcotráfico, emprendida por el presidente Felipe Calderón desde el inicio de su gobierno, ya hace un año y medio. La guerra ha dejado, según reportes de prensa, tres mil muertos, entre ellos 170 oficiales de la policía y 30 agentes federales. Después del asesinato de Millán, el presidente Calderón prometió llevar la guerra hasta las últimas consecuencias, con una determinación que, al menos para los colombianos, suena tristemente familiar: “lejos de atemorizarnos o amedrentarnos, hoy redoblamos el esfuerzo en la lucha contra el crimen organizado… el enemigo va a fracasar porque somos millones los que queremos un país de paz y libertad”.
“La historia de Colombia —ha dicho el presidente Uribe varias veces— demuestra que hay que atacar las drogas ilícitas en todas sus fases”. El presidente Calderón, que visitó al presidente Uribe antes de posesionarse, comparte esta misma determinación, la misma obsesión con ganar todas las batallas de una guerra perdida de antemano. Ambos presidentes representan la línea dura, casi obsesiva, en la guerra contra las drogas. “Tenemos —dijo el presidente Uribe en el último foro continental sobre el tema— que… mirar estos pueblos como padres de familia. ¿Por qué vamos a dejar, a quienes han de venir, unas sociedades laxas con un veneno de la humanidad?”.
Afortunadamente otros líderes regionales comienzan a cuestionar la conveniencia de la guerra contra las drogas, comienzan a mirar estos pueblos no tanto como padres de familia, sino como estadistas reflexivos. Tres ex presidentes latinoamericanos, Fernando H. Cardoso, César Gaviria y Ernesto Zedillo, entre otras personalidades, han decidido conformar una comisión que evaluará de manera independiente las políticas antidrogas en América Latina. “Llegó el momento de hacer una revisión profunda de las actuales políticas a la luz de la falta de resultados”, dijo Zedillo. La comisión, creada en abril pasado, se reunirá próximamente en Colombia y en México. Probablemente los presidentes Uribe y Calderón no asistirán a las reuniones. Ambos estarán ocupados en otros menesteres. Los halcones no piensan. Actúan. Los presidentes latinoamericanos, duele decirlo, sólo se atreven a cuestionar la guerra contra las drogas una vez han dejado su cargo. La sensatez de los ex presidentes contrasta, sin duda, con la intransigencia de los presidentes en ejercicio.
Una de las razones, de las incontables razones, para oponerse a una segunda reelección del presidente Uribe es su posición sobre el tema de la droga. Este país necesita un presidente en ejercicio que, desde la experiencia colombiana, le haga ver al mundo “la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia”. De lo contrario seguiremos en lo mismo, peleando una guerra imposible. Seguiremos, en últimas, como un personaje de Cormac McCarthy, el sheriff taciturno que sólo se da cuenta de la imposibilidad de su lucha el día de su jubilación.