Las cifras lo dicen todo. O casi todo. En números redondos, las cifras muestran que, en los últimos cinco años, en el mejor momento de la economía colombiana en una generación, la industria ha crecido, en promedio, a una tasa superior a siete por ciento, mientras la agricultura ha crecido a una tasa escasamente superior a dos por ciento. La economía va bien, pero el agro va mal. Uno puede, como lo ha hecho el ministro del ramo, señalar algunas falencias metodológicas, excluir los cultivos ilícitos de las cuentas sectoriales, traer a colación las crisis del pasado (“los gobiernos que perpetraron una verdadera masacre al campo colombiano”), pero lo que uno no puede, a pesar de los malabarismos estadísticos y retóricos, es esconder la realidad de las cifras. Y la realidad es una sola: el sector agropecuario colombiano está en crisis.
Y la crisis, según los empresarios del sector, parece haberse profundizado en los últimos meses. La encuesta de opinión del sector agropecuario, realizada trimestralmente por el Centro de Estudios Ganaderos y Agrícolas (CEGA), muestra que el porcentaje de empresarios que reportan un empeoramiento de las condiciones económicas del sector ha crecido sistemáticamente durante el último año, trimestre tras trimestre. Las opiniones de los empresarios (un termómetro imperfecto pero imprescindible) sugieren que el sector agropecuario está en su peor momento de los últimos cinco años. La exuberancia de los precios, la coyuntura favorable, única podríamos decir, no ha sido suficiente para revertir la crisis. La agricultura no es sólo la cenicienta de la economía. Parece también la bella durmiente del cuento. Ni los altos precios consiguen despertarla.
¿Qué puede explicar la crisis, el sueño prolongado de la agricultura colombiana? Un primer punto es evidente: una buena parte del sector agropecuario no se ha modernizado; las ganancias de productividad están concentradas en algunos sectores específicos, minoritarios. Un segundo punto es menos evidente pero más importante: el estancamiento se debe a la excesiva protección y a la proliferación de subsidios directos e indirectos. La ineficiencia subsidiada, sobra decirlo, tiende a perpetuarse. En Chile, la agroindustria ha liderado la transformación productiva. En Brasil, la agricultura se ha modernizado rápidamente. En Colombia, por el contrario, el abrazo cálido de la protección y los subsidios parece haber estrangulado las posibilidades de crecimiento y modernización del sector agropecuario. La cenicienta ha sido víctima, vaya paradoja, de su príncipe azul.
Como lo ha señalado, entre otros, el Banco Mundial, la política agropecuaria ha privilegiado los subsidios y las ayudas y ha descuidado la provisión de bienes públicos rurales: la infraestructura básica y la tecnología, por ejemplo. Los subsidios pueden, por las razones ya expuestas, haber retardado la transformación productiva de un sector adormilado. Y constituyen, en muchos casos, una transferencia irritante de dineros públicos a empresarios acaudalados. En suma, los subsidios no tienen justificación. No propician el desarrollo. Ni alivian la desigualdad.
El Ministro de Agricultura presenta, como el gran logro de su gestión, el incremento del gasto público. Mientras los gobiernos anteriores —dice el Ministro— masacraron el sector, este Gobierno está comprometido con su recuperación. Más allá de los extravíos del lenguaje, de las metáforas salidas de tono, hay un hecho inquietante: los mayores recursos, los crecientes subsidios y ayudas, podrían empeorar la situación del sector agropecuario. No es que el remedio sea peor que la enfermedad. En este caso, tristemente, el remedio es la enfermedad.