La figura está por todas partes. En las vallas. En las paredes de las oficinas públicas. En los edificios del centro de la capital. La imagen omnipresente del presidente Chávez es la manifestación más notoria del socialismo del siglo XXI. Pero no es la única. Los carros, los miles y miles de vehículos nuevos, son otro síntoma de los nuevos tiempos. El año pasado se vendió más de medio millón de unidades y la demanda sigue creciendo. Las listas de espera más cortas superan los ocho meses. El pico y placa fue declarado inconstitucional. La gasolina es más barata que el agua embotellada. Al menos desde un punto de vista estrictamente contable, los carros son los grandes ganadores de la revolución bolivariana.
Esta semana Venezuela sufrió un apagón monumental que puso al descubierto las grandes fallas del sistema eléctrico en particular y del Estado venezolano en general. El socialismo del siglo XXI ha producido, además de grandes trancones, un Estado cada vez más grande e ineficiente, un gigante atrofiado. El Estado suma y el país resta. Después de su nacionalización, la Electrificadora de Caracas pasó de ser una de las empresas mejor manejadas de la región a ser una empresa ineficiente, un brazo político del gigante atrofiado. Lo mismo está ocurriendo con la empresa de telecomunicaciones CANTV. También una empresa modelo. Igualmente nacionalizada. Y también en franco deterioro. Mientras más crece el gigante, más se atrofia. Quiere abarcarlo todo pero no aprieta nada.
El miércoles en la noche, el día después del apagón, el presidente Chávez realizó una alocución pública de varias horas. Por decisión estatal, todos los canales de televisión transmitieron el largo y sinuoso discurso. Las emisoras de radio hicieron lo mismo. El dial parecía averiado, atascado en el mismo sonsonete. El Presidente anunció un aumento de 30% en los salarios de los empleados públicos. Firmó los decretos en vivo y en directo con ademanes grandilocuentes. Los beneficiarios (muchos de ellos pasarán a engrosar las listas de espera de los concesionarios de vehículos) aplaudieron a rabiar. En el socialismo del siglo XXI, el empleo público poco tiene que ver con el cumplimiento de una función social o con la producción de bienes y servicios esenciales. Se ha convertido en una forma perversa (e ineficiente) de redistribución. El gigante destruye empresas productivas y genera empleos improductivos.
El socialismo del siglo XXI es una empresa en la cual los trabajadores están satisfechos, pero los clientes, los usuarios, están desesperados. Pero la satisfacción de los millones de empleados públicos tampoco es generalizada. La inflación ha reducido sustancialmente sus ingresos reales (lo que explica el aumento salarial) y la inoperancia estatal también los afecta directamente. El gigante atrofiado aqueja a propios y ajenos. No sorprende, entonces, que el oficialismo sea cada vez más vulnerable electoralmente. En las elecciones regionales de noviembre, la oposición aspira a ganar 10 de las 23 gobernaciones, y la mitad de las alcaldías, incluida la de la capital.
Lo mejor que le podría pasar a Venezuela es que la revolución bolivariana se desmonte democráticamente, que se deshaga tal cual como se hizo, en las urnas. Pero los riesgos son muchos. La oposición puede tratar de forzar una transición abrupta, aprovechando la creciente frustración. El gobierno puede aferrarse inconstitucionalmente al poder. El futuro es incierto. Pero las elecciones —en las calles de Caracas no se habla de otra cosa, los taxistas opinan con la sapiencia de consultores electorales— son, por ahora, una ficción necesaria, un resquicio de esperanza entre las vallas, los carros, los apagones y la omnipresencia del gigante atrofiado.