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abril 2008

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Colombia: ¿una sociedad dañada?

Editorial Norma tuvo la generosidad de publicar una compilación de mis columnas y ensayos. Muchos de los textos publicados han sido discutidos intensamente en este blog . Algunos fueron retocados como fruto de las discusiones. Otros ampliados sustancialmente. Otros más simplemente transcritos. Espero que los textos reunidos, a pesar de haber sido escrito para el consumo inmediato (las columnas son, por definición, un género efímero) tenga todavía alguna relevancia, que despierten todavía algún interés.

Como una muestra de la vigencia de algunos de los textos incluidos en la compilación, copio una columna escrita hace tres años que vuelve a tener relevancia como resultado de las declaraciones, reseñadas hoy por la prensa colombiana, de un secretario de Estado británico sobre la naturaleza violenta de los colombianos.

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La literatura nacional tuvo durante los años noventa una fijación con los jóvenes asesinos: los que no nacieron para semilla y adoraban a su propia virgen; los dispuestos a cambiar muchos años de futuro ruinoso por unos cuantos meses de presente feliz; los atrapados en una telaraña sociológica hecha de falta de oportunidades, ausencia de adultos ejemplares y menguadas expectativas.

Aunque los autores nacionales han perdido interés en el género de la “sicaresca”, varios autores (y comentaristas) internacionales han llegado para llenar el vacío dejado por la indiferencia criolla. En su edición de marzo de 2005, la revista National Geographic publicó una crónica ligera sobre la ciudad de Medellín, contada desde la perspectiva de cinco personajes. Uno de ellos es la reencarnación del más trillado de los héroes de la “sicaresca”: el asesino edípico que mata para comprarle una casa a su madre. Nacido en Medellín, abandonado por su padre, con tan sólo tres años de educación y sin frenos de conciencia, Carlos R., de 20 años, parece condenado a ser un asesino de por vida. Esto es, por algunos cuantos meses más.

En febrero del mismo año, The Sunday Times Magazine publicó su propia versión de la “sicaresca”, escrita por el prestigioso novelista británico Martin Amis. Amis no visitó las pendientes de Medellín sino los pantanales de Aguablanca pero su descripción de los sicarios es también una crónica de la desesperanza. Para Amis, un sicario sólo tiene dos destinos posibles: el ataúd o la silla de ruedas. La posibilidad de un cambio de vida está descartada de antemano, pues nadie aspira a la redención y las heridas de la violencia no sanan nunca. “A la entrada de Aguablanca, el olor del canal mohoso, con sus flancos repletos de basura, lo agarra a uno por la nariz. Ése es el olor del futuro”.
Si la obsesión nacional con los sicarios dejó varios personajes memorables, la extranjera terminará por legarnos la idea del asesino irredimible. En opinión de Amis, por ejemplo, el determinismo sociológico es absoluto. Puede escribirse en un sola ecuación: la falta de trabajo más la ubicuidad de las armas de fuego más la corrosión de la moral arrojan como resultado miles de asesinos imberbes que matan hasta morir.

Ante tanto pesimismo, cabe preguntarse qué piensa Amis (y qué piensan los demás) de lo que ha ocurrido en Medellín, donde los homicidios pasaron de contarse en miles a contarse en centenas. Este hecho no sólo contradice el determinismo sociológico, sino que da al traste con el modelo del asesino irredento. Para sorpresa de todos, los que no habían nacido para semilla, ni tenían futuro, ni iban a durar nada, se convirtieron de un momento a otro en muchachos domésticos, ocupados ya no en matar mientras los matan, sino en sacarles provecho a sus exiguas oportunidades.

Pues lo que Amis (el sociólogo) no entiende es lo que Amis (el escritor) debería entender: que las trampas sociológicas no son permanentes y que el espíritu humano consigue muchas veces superar el determinismo de las sociedades dañadas.
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La farsa de Yidis

“La política tiene mucho de farsa”, dijo el presidente Uribe en Santo Domingo, República Dominicana, en medio de una gran cumbre presidencial, rodeado de decenas de mandatarios que apenas sonrieron ante la espontánea sinceridad de su colega colombiano. La frase del presidente Uribe tuvo esta semana, con la revelación de un video en el cual la ex congresista Yidis Medina confiesa un intercambio de votos por puestos y proyectos, una confirmación extraordinaria. La política tiene mucho de farsa, sin duda. El mismo presidente Uribe es uno de sus protagonistas. Pero la farsa tiente otros participantes: el periodista que presentó el video como si tratase de un documento excepcional que demostraría para la posteridad que los parlamentarios (vaya sorpresa) piden puestos; algunos miembros del partido Liberal que denunciaron, sin un ápice de ironía, el clientelismo oficial: el diablo ataviado de rojo, a la usanza tradicional, haciendo las ostias de la hipocresía; y el mismo Gobierno que se declara casto y puro después de haber recorrido 2.500 kilómetros, acampando de pueblo en pueblo, en caravana clientelista.

Pero la farsa de Yidis tiene un capítulo previo, un acto inicial protagonizado por el presidente Uribe y el ministro Juan Manuel Santos, hoy aliados políticos, pero ayer partes enfrentadas. En la farsa de la política, sobra decirlo, los papeles son intercambiables. El 15 de febrero 2001, el ciudadano Álvaro Uribe Vélez interpuso una demanda ante la Corte Constitucional contra la ley de presupuesto, aprobada en octubre de 2000, que incluía partidas regionales por 300.000 millones de pesos. Las “partidas de inversión social regional” (el eufemismo del momento) deberían ser repartidas entre los congresistas según los designios de Santos, el ministro de Hacienda de la época. Las razones del demandante son, en retrospectiva, sorprendentes. O mejor: propias de una farsa.

Decía el demandante, el ciudadano Álvaro Uribe Vélez, que las partidas regionales servirían para que los congresistas “aseguren su reelección, olviden los intereses de la Nación y, ciegamente, respalden la reforma”. La transacción demandada era la misma del video: proyectos por votos en una reforma constitucional. Pero el protagonista ha cambiado su papel, el moralizador se ha transmutado con el tiempo en negociador. Anotaba también el demandante: “los congresistas que han hecho uso de las partidas…cuentan con una ventaja comparativa frente a los demás ciudadanos que no han tenido la misma oportunidad…todo lo cual configura una discriminación constitucional”. Y concluía con una advertencia que, en retrospectiva, parece cómica o extraña: “las partidas amenazan la independencia del Congreso frente al Gobierno…los halagos presupuestales, burocráticos o contractuales generan la desaparición del derecho de ejercer el control político”. La farsa de la política se comprueba, ente otras cosas, en la volatilidad de las opiniones.

La Corte Constitucional rechazó la demanda pero reconoció, en su alegato, la posibilidad de una transacción de votos por proyectos: “del examen probatorio se muestra que pueden existir algunos elementos fácticos que sugieren que pudo haber alguna forma de desviación de poder en la aprobación de las partidas acusadas”. Detrás del lenguaje farragoso, hay un reconocimiento tácito de la realidad del clientelismo, de la compra y venta de votos. El ciudadano Rudolf Hommes fue más claro (y mucho más sincero) al respecto. En declaración ante la Corte sobre la demanda en cuestión, dijo lo siguiente: “resulta menos costoso repartir una cierta cantidad de dinero por congresista que permitirle a éstos que distorsionen la evaluación y definición del presupuesto”.

No sé qué pensaran los lectores pero yo prefiero la desfachatez de Hommes a la hipocresía de todos los demás.

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La crisis eterna

Los historiadores del futuro, dotados de la clarividencia retrospectiva propia de su oficio, seguramente señalarán que los colombianos poseemos la costumbre extraña de considerar cada crisis, cada convulsión de la política o de la sociedad, como la peor de nuestra historia. Los extranjeros, dotados de la distancia emocional propia de su origen, advierten nuestra permanente mentalidad de crisis. Pareciera que la crisis formara parte de nuestra esencia. En Colombia, después de la tempestad nunca viene la calma. Cada convulsión es seguida por otra igual. O peor. El horror. El horror.

Como es costumbre, la crisis actual ha sido considerada la peor de nuestra historia política, de nuestra accidentada vida republicana. Nadie lo ha hecho todavía. Pero alguien debería darse a la tarea de comparar los editoriales de estos días críticos con los publicados en lo más álgido de las crisis previas. Las coincidencias sorprenderían a todo el mundo. La retórica del borde del abismo sería la misma, casi calcada de una crisis a la siguiente. Pero las coincidencias irían más allá. Incluirían, entre otras cosas, la aparente paradoja de la debacle de la política y la bonanza de la economía. La independencia del PIB a las convulsiones de la política ha sido considerada, desde siempre, como una perversidad del alma nacional, como una forma autóctona de la indiferencia.

La crisis actual es otra más de una seguidilla eterna. Algunos líderes de la política y de la opinión han propuesto medidas extraordinarias, una nueva constituyente o una reforma institucional de fondo. Pero estas propuestas carecen de sentido histórico. Si cada que ocurre una nueva crisis política intentáramos reescribir la Constitución, las instituciones se convertirían en un catálogo de las urgencias de la coyuntura. La ingeniería institucional, como sugirió Eduardo Posada Carbó esta semana, requiere reflexión y distancia. Las crisis son oportunidades. Pero no sólo para componer la situación. También, sobra decirlo, para empeorarla.

Esta crisis requiere, más que unos nuevos cimientos para una nueva patria (esa quimera), la sensatez y la responsabilidad del Gobierno, del Congreso y de la Corte. El Gobierno debe comprometerse no sólo a respetar la autonomía de la justicia, sino también a evitar las descalificaciones explícitas y las dudas públicas. El Gobierno, en últimas, debe ser respetuoso y debe aparentar serlo. El Congreso debe entender que su credibilidad depende de su capacidad de autopurgarse, de la oportunidad y la entereza de sus decisiones. Y la Corte debe saber que la objetividad es un imperativo, que los jueces imparciales, como escribió Fareed Zakarias, son la esencia de la democracia constitucional. La solución de la crisis depende no tanto de los cambios institucionales, de las grandes reformas, como de la respuesta de los delegatorios del poder y la justicia.

Constituyente, revocatoria, nuevas elecciones, “medidas extraordinarias para circunstancias extraordinarias”, todo eso suena muy bien. Responsable. Consecuente. Pero los grandes cambios, los revolcones institucionales pueden resultar contraproducentes. Pueden sumarle un nuevo elemento a las crisis recurrentes: la inestabilidad institucional. Pueden, en últimas, generar un círculo vicioso en el cual las crisis generan inestabilidad, y la instabilidad genera nuevas crisis. No sobra, entonces, insistir en la sensatez, en los peligros de pasar de la crisis eterna a la inestabilidad permanente. Y viceversa.

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Sobre los homicidios de sindicalistas

Daniel Mejia (un profesor de la Facultad de Economía de Uniandes) se tomó el trabajo de comparar, para el período 2002-07, la evolución los homicidios de sindicalistas con la evolución de los homicidios totales. Los resultados aparecen en el primer gráfico que acompaña a esta entrada. En 2002, los homicidios de sindicalistas representaban 0,35% del total. En 2007, representaron 0,05%. Esto es, la tasa de homicidios ha disminuido a un ritmo mucho mayor para los trabajadores sindicalizados que para el promedio de la población.

Daniel también comparó la evolución de los homicidios de sindicalistas con la de los homicidios de la población vulnerable, la cual incluye además de los trabajadores sindicalizados, a alcaldes, ex alcaldes, concejales, maestros y periodistas. Como se muestra en el segundo gráfico, los homicidios de sindicalistas representaban 30% del total de los homicidios de ciudadanos vulnerables en 2001, y 10% en 2007. De nuevo, los homicidios han caído más rápidamente para los sindicalistas que para el resto de los grupos vulnerables.

Estos resultados contrastan, sin duda, con las aseveraciones de algunos congresistas de los Estados Unidos. Y también con este artículo de la revista Semana. El periodista no se tomó el trabajo de mirar los números. O de revisar los datos. O de consultar la evidencia. Pero los números, en este caso, valen más que la demagogia (o la pereza) de algunos periodistas con puesto pero sin oficio.

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Sobre la reforma política

“Si algo nos ha enseñado la crisis, no sólo en Colombia sino en el mundo entero, es que no hay economía que pueda convivir con la corrupción que se nutre en un sistema caduco y cerrado de costumbres políticas”. Esta frase, pronunciada por el ex presidente Andrés Pastrana hace nueve años, en medio de un sonado escándalo de corrupción en el Congreso, ilustra la convicción de muchos políticos y analistas nacionales sobre la urgencia de una gran reforma política. La frase resume una opinión insistente, repetida a pesar de la falta de pruebas, reiterada a pesar de los fracasos recurrentes, según la cual, la corrupción legislativa puede eliminarse legislativamente, esto es, erradicarse por medio de cambios legales en las reglas electorales y disciplinarias.

Ahora, ante un nuevo escándalo, estamos en lo mismo, enceguecidos nuevamente por el espejismo de la reforma política, empeñados en cambiar las reglas como respuesta a la crisis del momento, en modificarlo todo para que todo siga igual. Dos tipos de cambios han sido propuestos. El primero propone sanciones ejemplarizantes para los parapolíticos del presente y del futuro. Las propuestas, reseñadas por la prensa nacional durante la semana, incluyen la anulación de los votos, la devolución de los dineros públicos entregados para financiar las campañas y la cancelación de la personería jurídica de algunos partidos. Estas propuestas constituyen, en últimas, más una forma de autopurga, de escarmiento propio, que un intento por entender y corregir las causas de la crisis. Las propuestas son, como dijera Nicolás Gómez Dávila, una solución permanente para un problema transitorio.

El segundo tipo de cambios propuestos es una reiteración de los intentos previos por modificar el papel de los partidos en la competencia política. Los cambios incluyen el aumento del umbral, la modificación del voto preferente, la eliminación de la circunscripción nacional para el Senado, etc. Probablemente algunos de ellos ayudarían a fortalecer los partidos pero ninguno reduciría de manera significativa los niveles de corrupción política. Las experiencias acumuladas, los indicios que dejan las reformas previas, en Colombia y en el exterior, sugieren que la política no se reforma mediante las reformas de la política. En general, la ingeniería electoral no ha sido un instrumento eficaz para disminuir la corrupción política.

La parapolítica es el resultado de la puja por unas rentas estatales, por los dineros de las regalías y de la salud especialmente. La parapolítica es, en otras palabras, una forma sofisticada de corrupción. Lamentablemente esta conexión ha estado ausente en el debate sobre la reforma política. Ninguna de las propuestas hace alusión al papel de los dineros públicos. La indignación parece haber desplazado el discernimiento. En mi opinión, una simple norma que reduzca las regalías que reciben los municipios y departamentos, y que destine los dineros así ahorrados a pagar las pensiones o a financiar la educación superior de jóvenes sin recursos o a capitalizar un fondo de infraestructura, sería mucho más eficaz para combatir la corrupción que las propuestas que están siendo discutidas en el Congreso.

En últimas, la reforma política debería comenzar por el tamaño de la piñata. Cuando hay tantos dulces en el suelo, no hay reglas que valgan para controlar el desorden.

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Plata tiene que haber

Esta entrada quiere llamar la atención sobre un anuncio presidencial que pasó desapercibido, que no ha recibido la atención debida por parte de los medios de comunicación y de los partidos políticos. Una de las tantas consecuencias adversas del conflicto, de la fijación nacional con las Farc, es el deterioro de la calidad del debate público. Muchos temas importantes simplemente no se discuten. Ni siquiera se comentan. No sólo somos un país polarizado: somos también un país monotemático. El diálogo de sordos es, al mismo tiempo, un sonsonete repetido: el mismo tema con las mismas variaciones, la misma melodía repetida hasta el cansancio.

Hace unos días, en un consejo comunitario celebrado en la ciudad de Magangué, el presidente Uribe hizo una declaración perentoria. “Le voy a pedir este favor a Planeación y a Hacienda: miren dónde se hace el recorte para tener la plata el año entrante y llegar a tres millones de Familias en Acción. Vamos a aplicarle a esto aquella regla contable de don Pepe Sierra: hay cosas para las cuales… plata tiene que haber. Haya o no haya, tenemos que conseguirla, pero hay que financiar tres millones de Familias en Acción… Porque esto es: a los bandidos, madera; y a los pobres, cariño. Pero que se vea”. El Presidente, palabras más, palabras menos, anunció la duplicación de la cobertura del programa Familias en Acción, que entrega dinero en efectivo a familias de estratos bajos, y lo hizo de manera pública y desafiante. Plata tiene que haber. Pero que se vea.

Las consecuencias del anuncio presidencial son gravísimas. Colombia tiene actualmente las mayores tasas de desempleo y de informalidad laboral en América Latina. La informalidad no ha disminuido en los últimos tres años a pesar de la recuperación económica. De manera sistemática, año tras año, el Gobierno ha venido encareciendo la generación de empleo y subsidiando la informalidad. Los mayores subsidios han propiciado, como era previsible, un mecanismo de estancamiento social: los trabajadores informales no tienen incentivos para buscar ocupaciones productivas. Y ahora, el presidente Uribe ha anunciado la duplicación de los subsidios de Familias en Acción, una medida que podría cerrar el círculo vicioso, que podría, en otras palabras, profundizar la trampa de informalidad. Paradójicamente el cariño hacia los pobres, enunciado de manera pomposa por el Presidente, contribuiría a asegurar su perpetuación.

Pero las consecuencias no son sólo sociales, sino también políticas. Tres millones de Familias en Acción (en inacción, podríamos decir) representan seis millones de votos mal contados. El programa ampliado, que costaría dos billones de pesos anuales aproximadamente, le garantizaría al Presidente (o a sus allegados) un caudal electoral imposible de derrotar. De prosperar, la propuesta presidencial acabaría con la competencia política, crearía, con recursos públicos, un mecanismo invencible de compra de votos. El Presidente dijo en Magangué que la ampliación del programa debe estar lista antes de terminar el año 2009, el año previo a las elecciones. “Es la única manera como sacamos a este país adelante”, concluyó con un sentido de urgencia que sugiere la importancia del asunto.

Pero el tema, insisto, no ha llamado la atención de la opinión pública. Los líderes de la oposición y algunos analistas renombrados siguen discutiendo el cierre el Congreso, continúan dedicados al maximalismo irrelevante, a la indignación infructuosa. Con una mezcla de optimismo e ingenuidad, yo sigo creyendo en la importancia del Congreso como foro democrático, como espacio privilegiado de la democracia deliberativa. En mi opinión, el Congreso está en la obligación de propiciar un debate serio e informado sobre las consecuencias sociales y políticas del anuncio presidencial, de la expansión de Familias en Acción. Como diría el mismo Presidente, “pero que se vea”.