“La política tiene mucho de farsa”, dijo el presidente Uribe en Santo Domingo, República Dominicana, en medio de una gran cumbre presidencial, rodeado de decenas de mandatarios que apenas sonrieron ante la espontánea sinceridad de su colega colombiano. La frase del presidente Uribe tuvo esta semana, con la revelación de un video en el cual la ex congresista Yidis Medina confiesa un intercambio de votos por puestos y proyectos, una confirmación extraordinaria. La política tiene mucho de farsa, sin duda. El mismo presidente Uribe es uno de sus protagonistas. Pero la farsa tiente otros participantes: el periodista que presentó el video como si tratase de un documento excepcional que demostraría para la posteridad que los parlamentarios (vaya sorpresa) piden puestos; algunos miembros del partido Liberal que denunciaron, sin un ápice de ironía, el clientelismo oficial: el diablo ataviado de rojo, a la usanza tradicional, haciendo las ostias de la hipocresía; y el mismo Gobierno que se declara casto y puro después de haber recorrido 2.500 kilómetros, acampando de pueblo en pueblo, en caravana clientelista.
Pero la farsa de Yidis tiene un capítulo previo, un acto inicial protagonizado por el presidente Uribe y el ministro Juan Manuel Santos, hoy aliados políticos, pero ayer partes enfrentadas. En la farsa de la política, sobra decirlo, los papeles son intercambiables. El 15 de febrero 2001, el ciudadano Álvaro Uribe Vélez interpuso una demanda ante la Corte Constitucional contra la ley de presupuesto, aprobada en octubre de 2000, que incluía partidas regionales por 300.000 millones de pesos. Las “partidas de inversión social regional” (el eufemismo del momento) deberían ser repartidas entre los congresistas según los designios de Santos, el ministro de Hacienda de la época. Las razones del demandante son, en retrospectiva, sorprendentes. O mejor: propias de una farsa.
Decía el demandante, el ciudadano Álvaro Uribe Vélez, que las partidas regionales servirían para que los congresistas “aseguren su reelección, olviden los intereses de la Nación y, ciegamente, respalden la reforma”. La transacción demandada era la misma del video: proyectos por votos en una reforma constitucional. Pero el protagonista ha cambiado su papel, el moralizador se ha transmutado con el tiempo en negociador. Anotaba también el demandante: “los congresistas que han hecho uso de las partidas…cuentan con una ventaja comparativa frente a los demás ciudadanos que no han tenido la misma oportunidad…todo lo cual configura una discriminación constitucional”. Y concluía con una advertencia que, en retrospectiva, parece cómica o extraña: “las partidas amenazan la independencia del Congreso frente al Gobierno…los halagos presupuestales, burocráticos o contractuales generan la desaparición del derecho de ejercer el control político”. La farsa de la política se comprueba, ente otras cosas, en la volatilidad de las opiniones.
La Corte Constitucional rechazó la demanda pero reconoció, en su alegato, la posibilidad de una transacción de votos por proyectos: “del examen probatorio se muestra que pueden existir algunos elementos fácticos que sugieren que pudo haber alguna forma de desviación de poder en la aprobación de las partidas acusadas”. Detrás del lenguaje farragoso, hay un reconocimiento tácito de la realidad del clientelismo, de la compra y venta de votos. El ciudadano Rudolf Hommes fue más claro (y mucho más sincero) al respecto. En declaración ante la Corte sobre la demanda en cuestión, dijo lo siguiente: “resulta menos costoso repartir una cierta cantidad de dinero por congresista que permitirle a éstos que distorsionen la evaluación y definición del presupuesto”.
No sé qué pensaran los lectores pero yo prefiero la desfachatez de Hommes a la hipocresía de todos los demás.