“Si algo nos ha enseñado la crisis, no sólo en Colombia sino en el mundo entero, es que no hay economía que pueda convivir con la corrupción que se nutre en un sistema caduco y cerrado de costumbres políticas”. Esta frase, pronunciada por el ex presidente Andrés Pastrana hace nueve años, en medio de un sonado escándalo de corrupción en el Congreso, ilustra la convicción de muchos políticos y analistas nacionales sobre la urgencia de una gran reforma política. La frase resume una opinión insistente, repetida a pesar de la falta de pruebas, reiterada a pesar de los fracasos recurrentes, según la cual, la corrupción legislativa puede eliminarse legislativamente, esto es, erradicarse por medio de cambios legales en las reglas electorales y disciplinarias.
Ahora, ante un nuevo escándalo, estamos en lo mismo, enceguecidos nuevamente por el espejismo de la reforma política, empeñados en cambiar las reglas como respuesta a la crisis del momento, en modificarlo todo para que todo siga igual. Dos tipos de cambios han sido propuestos. El primero propone sanciones ejemplarizantes para los parapolíticos del presente y del futuro. Las propuestas, reseñadas por la prensa nacional durante la semana, incluyen la anulación de los votos, la devolución de los dineros públicos entregados para financiar las campañas y la cancelación de la personería jurídica de algunos partidos. Estas propuestas constituyen, en últimas, más una forma de autopurga, de escarmiento propio, que un intento por entender y corregir las causas de la crisis. Las propuestas son, como dijera Nicolás Gómez Dávila, una solución permanente para un problema transitorio.
El segundo tipo de cambios propuestos es una reiteración de los intentos previos por modificar el papel de los partidos en la competencia política. Los cambios incluyen el aumento del umbral, la modificación del voto preferente, la eliminación de la circunscripción nacional para el Senado, etc. Probablemente algunos de ellos ayudarían a fortalecer los partidos pero ninguno reduciría de manera significativa los niveles de corrupción política. Las experiencias acumuladas, los indicios que dejan las reformas previas, en Colombia y en el exterior, sugieren que la política no se reforma mediante las reformas de la política. En general, la ingeniería electoral no ha sido un instrumento eficaz para disminuir la corrupción política.
La parapolítica es el resultado de la puja por unas rentas estatales, por los dineros de las regalías y de la salud especialmente. La parapolítica es, en otras palabras, una forma sofisticada de corrupción. Lamentablemente esta conexión ha estado ausente en el debate sobre la reforma política. Ninguna de las propuestas hace alusión al papel de los dineros públicos. La indignación parece haber desplazado el discernimiento. En mi opinión, una simple norma que reduzca las regalías que reciben los municipios y departamentos, y que destine los dineros así ahorrados a pagar las pensiones o a financiar la educación superior de jóvenes sin recursos o a capitalizar un fondo de infraestructura, sería mucho más eficaz para combatir la corrupción que las propuestas que están siendo discutidas en el Congreso.
En últimas, la reforma política debería comenzar por el tamaño de la piñata. Cuando hay tantos dulces en el suelo, no hay reglas que valgan para controlar el desorden.