Los historiadores del futuro, dotados de la clarividencia retrospectiva propia de su oficio, seguramente señalarán que los colombianos poseemos la costumbre extraña de considerar cada crisis, cada convulsión de la política o de la sociedad, como la peor de nuestra historia. Los extranjeros, dotados de la distancia emocional propia de su origen, advierten nuestra permanente mentalidad de crisis. Pareciera que la crisis formara parte de nuestra esencia. En Colombia, después de la tempestad nunca viene la calma. Cada convulsión es seguida por otra igual. O peor. El horror. El horror.
Como es costumbre, la crisis actual ha sido considerada la peor de nuestra historia política, de nuestra accidentada vida republicana. Nadie lo ha hecho todavía. Pero alguien debería darse a la tarea de comparar los editoriales de estos días críticos con los publicados en lo más álgido de las crisis previas. Las coincidencias sorprenderían a todo el mundo. La retórica del borde del abismo sería la misma, casi calcada de una crisis a la siguiente. Pero las coincidencias irían más allá. Incluirían, entre otras cosas, la aparente paradoja de la debacle de la política y la bonanza de la economía. La independencia del PIB a las convulsiones de la política ha sido considerada, desde siempre, como una perversidad del alma nacional, como una forma autóctona de la indiferencia.
La crisis actual es otra más de una seguidilla eterna. Algunos líderes de la política y de la opinión han propuesto medidas extraordinarias, una nueva constituyente o una reforma institucional de fondo. Pero estas propuestas carecen de sentido histórico. Si cada que ocurre una nueva crisis política intentáramos reescribir la Constitución, las instituciones se convertirían en un catálogo de las urgencias de la coyuntura. La ingeniería institucional, como sugirió Eduardo Posada Carbó esta semana, requiere reflexión y distancia. Las crisis son oportunidades. Pero no sólo para componer la situación. También, sobra decirlo, para empeorarla.
Esta crisis requiere, más que unos nuevos cimientos para una nueva patria (esa quimera), la sensatez y la responsabilidad del Gobierno, del Congreso y de la Corte. El Gobierno debe comprometerse no sólo a respetar la autonomía de la justicia, sino también a evitar las descalificaciones explícitas y las dudas públicas. El Gobierno, en últimas, debe ser respetuoso y debe aparentar serlo. El Congreso debe entender que su credibilidad depende de su capacidad de autopurgarse, de la oportunidad y la entereza de sus decisiones. Y la Corte debe saber que la objetividad es un imperativo, que los jueces imparciales, como escribió Fareed Zakarias, son la esencia de la democracia constitucional. La solución de la crisis depende no tanto de los cambios institucionales, de las grandes reformas, como de la respuesta de los delegatorios del poder y la justicia.
Constituyente, revocatoria, nuevas elecciones, “medidas extraordinarias para circunstancias extraordinarias”, todo eso suena muy bien. Responsable. Consecuente. Pero los grandes cambios, los revolcones institucionales pueden resultar contraproducentes. Pueden sumarle un nuevo elemento a las crisis recurrentes: la inestabilidad institucional. Pueden, en últimas, generar un círculo vicioso en el cual las crisis generan inestabilidad, y la instabilidad genera nuevas crisis. No sobra, entonces, insistir en la sensatez, en los peligros de pasar de la crisis eterna a la inestabilidad permanente. Y viceversa.