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1 septiembre, 2007

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Edward O. Wilson: un héroe del siglo XXI

Los medios nacionales reportaron el evento de manera escueta. Con la desidia de quien sólo tiene tiempo para sus asuntos. Con el desgano del embrollado en sus problemas. Pero, en otro lugar o en otro tiempo, tenía que haber sido la noticia de la semana. Edward O. Wilson, uno de los científicos más importantes del mundo, ganador de dos premios Pulitzer, autor de decenas de libros sobre temas tan diversos como el comportamiento animal, la biodiversidad y la naturaleza humana, visitó el país esta semana con el fin de inaugurar la cátedra Colombia Biodiversa, una iniciativa conjunta de la Fundación Alejandro Ángel Escobar y de un grupo de ambientalistas nacionales encabezados por Christian Samper y Manuel Rodríguez.
Edward O. Wilson, de 79 años, es el decano de los mirmecólogos del mundo, el experto mundial en hormigas. Su carrera científica ha sido paradójica. Un ejemplo de la universalidad alcanzada por la ruta improbable de la especialización, es como si el pequeño orificio de la mirmecología le hubiese permitido una visión privilegiada del vasto panorama de la vida en la Tierra y de la misma naturaleza humana. Wilson describió las hormigas y fue universal. Una trayectoria científica tan inverosímil como encomiable.

El peregrino

Wilson no vino a Colombia solamente en función pedagógica. Vino también en una peregrinación personal. A seguirle los pasos a José Celestino Mutis, “el primer naturalista del hemisferio occidental”. A mirar con sus ojos lo que Mutis había visto con los suyos hace más de 200 años. Wilson está escribiendo un libro sobre Mutis —espera terminarlo el año entrante, cuando se cumplen doscientos años de la muerte del sabio español— y quería conocer de primera mano la geografía de su nueva obsesión. La tierra sagrada de la Expedición Botánica.

Wilson estuvo el martes en Mariquita siguiendo las huellas de Mutis. La peregrinación lo llevó, primero, a su casa de habitación (sólo queda la fachada) y, luego, al centro de operaciones de la Expedición Botánica. Allí recorrió los amplios salones y el patio exuberante, estropeado por una piscina moderna, improvisada probablemente por un alcalde contratista. Wilson agradeció con amabilidad las explicaciones de los guías locales. Dio una vuelta rápida por el patio. Y abandonó el lugar con impaciencia. Con el deseo febril de visitar el bosque seco tropical donde había trabajado Mutis.

El peregrino no quería perder tiempo con las reliquias. Su meca eran las hormigas. Y en particular, una especie de hormiga legionaria que había sido descrita por Mutis y que Wilson quería redescubrir personalmente. A la salida de la casa, Wilson subió a un pequeño monte, rodeado por una romería de niños curiosos, uno de los cuales preguntó con desenfado: “¿Es qué nunca ha visto hormigas o qué ?”. Ya próximo a la cima, el profesor Wilson encontró una hilera de hormigas frenéticas. Recogió varias de ellas y las miró con la lupa que traía colgada al cuello. Por un momento, creyó haber encontrado lo que andaba buscando: la hormiga de Mutis, la legionaria de cabeza grande. Pero después de unos minutos cayó en cuenta de su error. La emoción lo había llevado a confundir el objeto sagrado con una falsificación, con una hormiga distinta. Corriente. Devaluada.

Ya cansado, con la decepción propia de los peregrinos, Wilson descendió hacia la plaza del pueblo. La romería había desaparecido y tuvo tiempo para apreciar los detalles locales. Mencionó la prosperidad del pueblo y la alegría silenciosa de sus habitantes, distinta, en su opinión, a la estridencia musical de otras partes. Sus comentarios sociológicos, inocentes, casi triviales, no delataban al científico combativo, al protagonista de una de las confrontaciones intelectuales más intensas del siglo XX.

El científico combativo

En 1975, Edward O. Wilson publicó Sociobiología, su obra cumbre, probablemente el libro sobre comportamiento animal más importante de todos los tiempos. El libro tiene 27 capítulos. Los primeros 26 son asunto de especialistas. El último —el célebre capítulo 27, dedicado a la especie humana— generó una de las polémicas más candentes en la historia de las ciencias. Wilson sostiene, en el capítulo final, que el comportamiento social de la especie y la misma naturaleza humana tienen una fundación biológica. Que la ética y la estética tienen una base genética. Que estamos preprogramados de emociones y conocimientos. Que la cultura no arranca de cero, que construye sobre lo heredado.

Después de la publicación de Sociobiología, Wilson fue acusado de racista. De liderar una confabulación capitalista para perpetuar la opresión de los oprimidos. Sus clases en la Universidad de Harvard se convirtieron en mítines políticos. En 1978, en una reunión de la Sociedad para el Avance de la Ciencia de los Estados Unidos, Wilson fue recibido por una multitud rabiosa que lo acusaba de genocida. Uno de los manifestantes le arrojó una jarra de agua en el rostro. Otro le arrebató el micrófono y comenzó a gritar consignas enfrente de una audiencia de mirmecólogos sorprendidos.

Los debates de entonces ya quedaron atrás. Muchas de las ideas expuestas en Sociobiología son hoy aceptadas sin discusión. Ya nadie las asocia con la eugenesia y con las peores formas del racismo y la exclusión. El debate está terminado, “ido afortunadamente”, comentó Wilson en una pausa después del almuerzo en Mariquita. A su llegada al restaurante, Wilson había cebado el lugar con pedazos de panela —el principal producto de la región—, con la idea de atraer a la hormiga de Mutis. Al final sólo apareció una hormiga negra, diminuta, que Wilson recogió con destreza y guardó en un tubito de vidrio con alcohol. Un destino inesperado (y feliz, diría yo) para la inocente víctima.

“Si las hormigas hubieran desarrollado la bomba atómica, se habrían autodestruido”, dijo Wilson a la salida del restaurante. El comentario tenía implícita una defensa de la humanidad. Y una crítica a todos aquellos que ponen a la comunidad por encima del individuo. Wilson es un hacedor de aforismos. Un cultor de la economía del lenguaje. El debate político suscitado por sus ideas concluyó, en mi opinión, con su célebre sentencia sobre el marxismo: “Teoría maravillosa. Especie equivocada”.

El activista

Si en los años setenta Wilson ingresó a la arena política empujado por sus contradictores, en los años noventa lo hizo por decisión propia. Wilson es probablemente el campeón mundial de la biodiversidad. Uno de los voceros más célebres (y elocuentes) de la conservación, de la necesidad de proteger la vida en la Tierra. Sus argumentos son los de un científico racional. La biodiversidad, argumenta, incrementa la capacidad de recuperación de los ecosistemas. Los costos de la conservación son ínfimos (una milésima de la producción mundial) y los beneficios, incalculables. La protección de 25 áreas críticas del planeta salvaría 40% de las especies amenazadas. Etc.

Pero Wilson reconoce que su lucha no se definirá en el ámbito de la razón. La conservación, dice, debe asumirse con una intensidad religiosa. “La paradoja de la religión —escribió en Sociobiología— es que aunque mucho de su fondo es ostensiblemente falso, continúa siendo una fuerza poderosa en todas las sociedades”. A pesar de lo escrito, Wilson aspira a fundar una nueva religión basada en la ciencia, en la apreciación racional de la vida en la Tierra. A crear una ética sustentada en el conocimiento. Y alejada del mito. Una religión racional, casi una contradicción en los términos.

La mezcla de ciencia y devoción religiosa parece forzada. Retórica. Incluso falsa. Pero camino a Mariquita, la sinceridad de Wilson se reveló claramente. A la altura de Sasaima, la caravana de peregrinos se encontró con un trancón kilométrico. Inexplicablemente la policía de carreteras había detenido el tráfico en ambos sentidos para facilitar la demarcación de la vía. Wilson salió del vehículo para estirar sus piernas. Y después de caminar 50 metros, encontró un hormiguero al borde de la carretera. Inmediatamente se arrodilló con devoción religiosa. Y permaneció así por unos minutos, como si estuviera rezando, con los ojos a pocos centímetros de la superficie y la lupa en su mano como si fuera un ícono sagrado. La sinceridad de su credo (de la defensa de la biodiversidad sustentada en la pasión por la ciencia) no dejaba dudas.

La imagen de Edward O. Wilson arrodillado en una carretera colombiana resume, en mi opinión, la importancia de su visita a Colombia. Wilson nos permitió, así fuese por unos días, mirar a nuestro país a través de sus ojos. Y apreciar, entonces, nuestro pasado, la valiosa (y olvidada) obra de Mutis. Y nuestro futuro, la preciosa (y amenazada) biodiversidad.

Epílogo

En una rueda de prensa celebrada minutos antes de su cátedra, Wilson dijo que los héroes del siglo XXI serán quienes hagan algo por la preservación de la vida en la Tierra. Después de su conferencia, cientos de jóvenes lo rodearon con un entusiasmo religioso en busca de una fotografía furtiva, de un autógrafo improvisado, de cualquier amuleto providencial. Muchos de ellos, no cuesta imaginarlo, serán los héroes del futuro, los que librarán la lucha definitiva —urgente, diría yo— por una nueva y arrasadora utopía de la vida.

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Los límites de la Seguridad Democrática

Una lectura detallada a la prensa colombiana, a las noticias de orden público difundidas durante los últimos días, permite, en mi opinión, entender los éxitos y los fracaso de la política de Seguridad Democrática. Un primer punto es evidente: la política de Seguridad Democrática ha logrado contener las acciones violentas de los grupos terroristas, especialmente de las Farc. La Fuerza Pública, dicen las noticias, logró evitar un secuestro masivo en Armenia, impidió un atentado en Bogotá y atacó un campamento de las Farc en el Meta. Algunos guerrilleros fueron dados de baja, otros escaparon pero las Farc ya no parecen inexpugnables. Ni siquiera en sus reductos históricos.

Los secuestrados —un reflejo de lo que fueron, no de lo que son— les han permitido a las Farc conservar su capacidad de chantaje y su visibilidad mediática. Pero este grupo se ha convertido en una federación de bandas independientes de narcotraficantes con un poder limitado, circunscrito casi completamente a las zonas cocaleras. La caída de las Farc ha coincidido con el auge de otras formas de violencia. “A bala atracaron a dos profesores de la Nacional”, tituló el diario El Tiempo la semana pasada. “Todos los días un ciudadano es víctima del ‘fleteo’, modalidad de atracos a la salida de los bancos”, tituló el mismo diario esta semana. Las bandas de atracadores han incrementado su fuerza y su sofisticación y muestran un desprecio por la vida humana semejante al de las guerrillas y los paramilitares. Pero operan en medio de la indiferencia general, de la fijación nacional con las Farc. Ningún ministro, cabe señalar, luce orgulloso una camiseta con el eslogan desafiante de “No al fleteo”.

En los últimos días, la prensa también reportó la compra y venta de bebés por unos cuantos pesos, la existencia de redes de prostitución que emplean niñas de diez años, la alianza criminal de policías y políticos en campaña, y las pugnas violentas en Buenaventura, asociadas al negocio de la droga que parece haberse movido del centro hacia la periferia del país. Las noticias sugieren los límites de la Seguridad Democrática. Y las cifras oficiales refuerzan esta conclusión. Como lo señaló esta semana Eduardo Posada Carbó, los homicidios no se han reducido en los últimos dos años. Aparentemente se han estabilizado en un nivel cercano a los 18.000 anuales, todavía intolerablemente alto. En suma, la Seguridad Democrática parece haber perdido eficacia, haber entrado en una etapa de rendimientos decrecientes, por cuenta de las bandas criminales (de narcotraficantes y asaltantes) y de la misma violencia espontánea que continúa creciendo empujada por su propia dinámica y por la existencia de unas condiciones sociales propicias.

Las cifras y las noticias coinciden con los testimonios más creíbles. Con los relatos de quienes recorren el país sin previo aviso. Recientemente pude conocer los testimonios de un grupo de encuestadoras, empleadas por Profamilia y la Universidad de los Andes para realizar un trabajo de campo en más de cien municipios colombianos, incluidas las principales áreas metropolitanas. Los testimonios revelan la alarmante magnitud de la violencia urbana, sobre todo en el norte del país, donde zonas enteras están literalmente despejadas, sometidas a la voluntad de bandas criminales, tal vez emergentes, quizás permanentes, pero ciertamente dominantes. Las encuestadoras (muchas de quienes realizaron un trabajo similar en el año 2005) señalaron que la situación ha empeorado en muchos lugares y que las zonas despejadas (dominadas por las bandas locales) parecen haberse multiplicado.

“Nada de titubeos, nada de coqueteos con los terroristas. Firmeza y determinación para derrotarlos, que es lo único que conduce al camino de la paz”, dijo esta semana el presidente Uribe. Pero los hechos (los estorbosos hechos) parecen mostrar que el camino hacia la paz, hacia la superación de la violencia, no termina con la derrota de las Farc. Todavía hay mucho trecho por recorrer.