Los estudios de felicidad están de moda. Cada semana la prensa reporta un nuevo hallazgo, un nuevo dato sobre la geografía o la demografía de la felicidad. “Lo único que sabemos sobre la felicidad es la extensión de su demanda”, escribió hace una década el filósofo español Fernando Savater. Pero esta declaración de ignorancia es un asunto del pasado. Un juicio anacrónico. Mucho sabemos actualmente sobre la felicidad, sobre los factores que inciden en el bienestar subjetivo. Sobre quiénes son los felices, los satisfechos con la vida, con “Esta vida” como dice la canción del momento.
Un análisis de la felicidad de los colombianos, basado en la Encuesta Social y Política (ESP) de la Universidad de los Andes, arroja algunas conclusiones felices. Y otras no tanto. El análisis permite, en primera instancia, comprobar científicamente la famosa hipótesis de Pambelé. La ciencia cojea, pero llega. Los ricos, vea usted, son más felices que los pobres. En el estrato seis, 70% reporta estar satisfecho con su vida. En el estrato uno, sólo 26% manifiesta lo mismo. En el tres, 31% dice lo propio. En promedio, la felicidad crece con el estrato, con la riqueza y con la educación. Aun después de tener en cuenta las posesiones materiales y el lugar de residencia, la probabilidad de ser feliz es 12 puntos porcentuales mayor para quienes fueron a la universidad que para quienes apenas terminaron el bachillerato.
Pero el asunto de la felicidad no termina con la plata. Los ricos también lloran. Pero no tanto. Y los hombres lloran más que las mujeres. Después de tener en cuenta los otros factores (el estrato, la edad, el estado civil, la educación, etc.), la probabilidad de ser feliz (o al menos de reportarlo) es seis puntos menor para los hombres que para las mujeres. Lo contrario ocurre en los Estados Unidos. El diario The New York Times reportó esta semana que las mujeres gringas, las amas de casa desesperadas y las ejecutivas estresadas, son menos felices que los hombres. Hace una generación, las gringas eran más felices que sus contrapartes del otro sexo, pero la igualdad de género aparentemente invirtió la ecuación de la felicidad. Paradojas de esta nueva ciencia.
“Y los jóvenes deslizándose sin límites, ladera abajo, hacia la felicidad”, escribió el poeta Phillip Larkin. Pero su metáfora no funciona. O funciona parcialmente. Los jóvenes son más felices que los adultos. Pero no mucho más felices que los viejos. La ocurrencia de la felicidad es similar a los veinte y a los setenta. Y toca fondo a los cuarenta. En el caso colombiano, a los 48 años para los hombres y a los 43 para las mujeres. Pero existen paliativos para las inclemencias de la edad madura. Uno de ellos, paradójicamente, es el matrimonio. La probabilidad de ser feliz es 12 puntos mayor en los casados que en el resto. Como diría un malpensante, conviene a los felices permanecer en casa. Otro paliativo es el trabajo (y los lectores sabrán disculparme la insistencia puritana): los empleados son, en promedio, más felices que los desempleados, así no necesiten trabajar.
Sin ánimo de desbancar a Walter Riso y reconociendo que la economía no puede competir con la compleja ciencia de la autoayuda, vale la pena terminar con unos consejitos. La confianza, por una parte, parece aumentar la felicidad. Después de tener en cuenta el efecto de las otras variables, los confiados son más felices que los desconfiados. La probabilidad de ser feliz es 15 puntos mayor en los primeros que en los segundos. Pero allí no termina la cosa. Los que se clasifican a sí mismos más a la izquierda del espectro ideológico, los radicales, tienden a ser más infelices que el resto. “El expansivo placer que aportan la invectiva y la negación” tiene sus límites y sus efectos secundarios. En fin, ya sí para terminar, el izquierdismo no sólo es una enfermedad infantil. Parece ser también una extraña forma de infelicidad.
Un análisis de la felicidad de los colombianos, basado en la Encuesta Social y Política (ESP) de la Universidad de los Andes, arroja algunas conclusiones felices. Y otras no tanto. El análisis permite, en primera instancia, comprobar científicamente la famosa hipótesis de Pambelé. La ciencia cojea, pero llega. Los ricos, vea usted, son más felices que los pobres. En el estrato seis, 70% reporta estar satisfecho con su vida. En el estrato uno, sólo 26% manifiesta lo mismo. En el tres, 31% dice lo propio. En promedio, la felicidad crece con el estrato, con la riqueza y con la educación. Aun después de tener en cuenta las posesiones materiales y el lugar de residencia, la probabilidad de ser feliz es 12 puntos porcentuales mayor para quienes fueron a la universidad que para quienes apenas terminaron el bachillerato.
Pero el asunto de la felicidad no termina con la plata. Los ricos también lloran. Pero no tanto. Y los hombres lloran más que las mujeres. Después de tener en cuenta los otros factores (el estrato, la edad, el estado civil, la educación, etc.), la probabilidad de ser feliz (o al menos de reportarlo) es seis puntos menor para los hombres que para las mujeres. Lo contrario ocurre en los Estados Unidos. El diario The New York Times reportó esta semana que las mujeres gringas, las amas de casa desesperadas y las ejecutivas estresadas, son menos felices que los hombres. Hace una generación, las gringas eran más felices que sus contrapartes del otro sexo, pero la igualdad de género aparentemente invirtió la ecuación de la felicidad. Paradojas de esta nueva ciencia.
“Y los jóvenes deslizándose sin límites, ladera abajo, hacia la felicidad”, escribió el poeta Phillip Larkin. Pero su metáfora no funciona. O funciona parcialmente. Los jóvenes son más felices que los adultos. Pero no mucho más felices que los viejos. La ocurrencia de la felicidad es similar a los veinte y a los setenta. Y toca fondo a los cuarenta. En el caso colombiano, a los 48 años para los hombres y a los 43 para las mujeres. Pero existen paliativos para las inclemencias de la edad madura. Uno de ellos, paradójicamente, es el matrimonio. La probabilidad de ser feliz es 12 puntos mayor en los casados que en el resto. Como diría un malpensante, conviene a los felices permanecer en casa. Otro paliativo es el trabajo (y los lectores sabrán disculparme la insistencia puritana): los empleados son, en promedio, más felices que los desempleados, así no necesiten trabajar.
Sin ánimo de desbancar a Walter Riso y reconociendo que la economía no puede competir con la compleja ciencia de la autoayuda, vale la pena terminar con unos consejitos. La confianza, por una parte, parece aumentar la felicidad. Después de tener en cuenta el efecto de las otras variables, los confiados son más felices que los desconfiados. La probabilidad de ser feliz es 15 puntos mayor en los primeros que en los segundos. Pero allí no termina la cosa. Los que se clasifican a sí mismos más a la izquierda del espectro ideológico, los radicales, tienden a ser más infelices que el resto. “El expansivo placer que aportan la invectiva y la negación” tiene sus límites y sus efectos secundarios. En fin, ya sí para terminar, el izquierdismo no sólo es una enfermedad infantil. Parece ser también una extraña forma de infelicidad.