Esta semana, en su columna del diario El Tiempo, Florence Thomas argumentó que el aumento del embarazo adolescente tiene su origen en una imposición cultural, en una opresión simbólica; en lo que ella llama el desmesurado fetichismo de la maternidad. La maternidad, escribió, “es el proyecto de vida que la cultura promueve, un proyecto que obnubila todos los otros posibles que les permitirían (a las adolescentes) construirse como mujeres autónomas”. “¿Cómo culpar a las adolescentes —preguntó—, quienes, finalmente, no hacen más que cumplir el mandato cultural de ser madres a toda costa?”. Las adolescentes, sugiere Florence, son víctimas de la cultura dominante, de la fijación con la maternidad, incluso de sus mismos padres, quienes las obnubilan desde niñas con bebés de plástico y jugueticos de crianza, las causas remotas de los embarazos precoces.
La explicación de Florence es inadecuada y parcializada. Inadecuada porque la idealización de la maternidad es una constante, un fenómeno de larga duración, que no puede usarse para dar cuenta del aumento reciente de los embarazos juveniles. Y parcializada porque deja de lado la otra cara de la moneda, el revés del asunto: la devaluación de la vida de los hombres, los desechables de la cultura. Si uno quiere argumentar que la cultura les impone la maternidad a las adolescentes, debería también —por simple honestidad intelectual— indicar que la misma cultura les impone la violencia y los riesgos a los hombres. Las mujeres y los niños salen primero. Los hombres quedan atrás. Devaluados. Como dijo recientemente el psicólogo Roy Baumeister, para maximizar la reproducción, cada vagina cuenta pero muchos penes sobran. La mayoría son desechables. Prescindibles.
Florence y sus colegas sólo miran hacia arriba, hacia lo más alto de la sociedad, hacia donde están los mandamases de turno, políticos, presidentes de empresa, directores de orquesta, hombres en su mayoría. Pero, como ha señalado el mismo Baumeister, las feministas deberían también mirar hacia abajo, hacia el fondo, hacia donde están los relegados, los encarcelados, los informales, los muertos en combate o en los socavones, hombres en su mayoría. De los 3.000 soldados estadounidenses muertos en Irak, sólo 262 eran mujeres. De los 14 cadáveres encontrados en el campamento del Negro Acacio, sólo uno correspondía a una mujer. La proporción es semejante. Y refleja un sesgo cultural convenientemente ignorado por las feministas.
Las explicaciones feministas —incluida la de Florence sobre el aumento del embarazo juvenil— parten de una premisa equivocada. Suponen que la mayoría de los problemas sociales resultan de una conspiración masculina, de una estrategia cultural urdida por los poderosos y sus amanuenses. “El cuerpo femenino adolescente —escribió Florence— ha sido arrebatado por esta misma cultura y entregado a los hombres, quienes fueron proclamados como sus dueños, amos y señores”. Esta frase, esta forma de paranoia que parece percibir en cada hombre un O. J. Simpson en potencia, no sólo es equivocada; es también perjudicial. Confunde los diagnósticos e impide las soluciones.
El embarazo adolescente no es una imposición machista o una muestra de poder. Por el contrario, puede tener mucho que ver con el fracaso de los hombres. A diferencia de Florence, las mujeres jóvenes residentes en zonas marginadas conocen plenamente el fracaso masculino. Para muchas de ellas, la decisión de tener un hijo es también una abdicación, una reflexión sobre la imposibilidad de encontrar un hombre que produzca más de lo que consuma, un compañero de crianza por quien valga la pena postergar la maternidad y apostarle a otra cosa. Muchas adolescentes optan por la maternidad pues anticipan la ausencia de padres eficaces.
Cabría terminar, entonces, con la reiteración de un lugar común: los destinos de los hombres y las mujeres están íntimamente ligados. Así muchas feministas opinen lo contrario, si a los hombres les va bien, a las mujeres también. Y viceversa.
La explicación de Florence es inadecuada y parcializada. Inadecuada porque la idealización de la maternidad es una constante, un fenómeno de larga duración, que no puede usarse para dar cuenta del aumento reciente de los embarazos juveniles. Y parcializada porque deja de lado la otra cara de la moneda, el revés del asunto: la devaluación de la vida de los hombres, los desechables de la cultura. Si uno quiere argumentar que la cultura les impone la maternidad a las adolescentes, debería también —por simple honestidad intelectual— indicar que la misma cultura les impone la violencia y los riesgos a los hombres. Las mujeres y los niños salen primero. Los hombres quedan atrás. Devaluados. Como dijo recientemente el psicólogo Roy Baumeister, para maximizar la reproducción, cada vagina cuenta pero muchos penes sobran. La mayoría son desechables. Prescindibles.
Florence y sus colegas sólo miran hacia arriba, hacia lo más alto de la sociedad, hacia donde están los mandamases de turno, políticos, presidentes de empresa, directores de orquesta, hombres en su mayoría. Pero, como ha señalado el mismo Baumeister, las feministas deberían también mirar hacia abajo, hacia el fondo, hacia donde están los relegados, los encarcelados, los informales, los muertos en combate o en los socavones, hombres en su mayoría. De los 3.000 soldados estadounidenses muertos en Irak, sólo 262 eran mujeres. De los 14 cadáveres encontrados en el campamento del Negro Acacio, sólo uno correspondía a una mujer. La proporción es semejante. Y refleja un sesgo cultural convenientemente ignorado por las feministas.
Las explicaciones feministas —incluida la de Florence sobre el aumento del embarazo juvenil— parten de una premisa equivocada. Suponen que la mayoría de los problemas sociales resultan de una conspiración masculina, de una estrategia cultural urdida por los poderosos y sus amanuenses. “El cuerpo femenino adolescente —escribió Florence— ha sido arrebatado por esta misma cultura y entregado a los hombres, quienes fueron proclamados como sus dueños, amos y señores”. Esta frase, esta forma de paranoia que parece percibir en cada hombre un O. J. Simpson en potencia, no sólo es equivocada; es también perjudicial. Confunde los diagnósticos e impide las soluciones.
El embarazo adolescente no es una imposición machista o una muestra de poder. Por el contrario, puede tener mucho que ver con el fracaso de los hombres. A diferencia de Florence, las mujeres jóvenes residentes en zonas marginadas conocen plenamente el fracaso masculino. Para muchas de ellas, la decisión de tener un hijo es también una abdicación, una reflexión sobre la imposibilidad de encontrar un hombre que produzca más de lo que consuma, un compañero de crianza por quien valga la pena postergar la maternidad y apostarle a otra cosa. Muchas adolescentes optan por la maternidad pues anticipan la ausencia de padres eficaces.
Cabría terminar, entonces, con la reiteración de un lugar común: los destinos de los hombres y las mujeres están íntimamente ligados. Así muchas feministas opinen lo contrario, si a los hombres les va bien, a las mujeres también. Y viceversa.