El próximo mes de octubre se cumplen cuarenta años de la muerte de Ernesto “Che” Guevara. Ya las librerías colombianas están llenas de tomos revolucionarios y de mamotretos biográficos sobre una de las vidas más escrutadas del siglo XX. Ya la prensa prepara su artillería de artículos, fotografías, reseñas y crónicas nostálgicas sobre los últimos días del guerrillero argentino. Ya los vendedores de playeras estampadas y chucherías conmemorativas actualizaron sus inventarios para satisfacer las renovadas demandas de los seguidores del Che: los jóvenes rebeldes y los hippies envejecidos, los consumidores leales de la iconografía radical.
Muchos años después de su fusilamiento, el Che habría de convertirse en una marca. En un símbolo de la rebeldía juvenil y de la resistencia contracultural que —paradójicamente— ha servido para acrecentar el consumismo capitalista. Tal como había ocurrido con las prendas de los hippies, la imagen del Che se convirtió en una mercancía exitosa, en una pose contracultural, en un disfraz para la rumba. Cuarenta años después de su muerte en la selva boliviana, el Che adorna el hombro de Maradona y el abdomen de Mike Tyson: dos de los consumidores más desaforados de la historia, dos niños mimados del capitalismo que usan tatuajes del Che para su rumba eterna.
El aniversario de la muerte del Che debería servir no sólo para señalar las paradojas de su imagen, sino también para recordar la realidad de su vida violenta, de sus crímenes de guerra. En un artículo publicado por la revista estadounidense The New Republic (y reproducido por la revista mexicana Letras Libres), Álvaro Vargas Llosa relata algunos de los asesinatos cometidos por el Che. En la Sierra Maestra, mató a un compañero por la simple sospecha de traición: “Acabé con el problema dándole un tiro con una pistola de calibre 32 en la sien derecha… sus pertenencias pasaron a mi poder”. En 1959, después del triunfo de la revolución, el Che presidió los juicios sumarios en la prisión cubana de La Cabaña. “Mi función era de instructor —contó uno de los testigos—… (debía) legalizar profesionalmente la causa y pasarla al ministerio fiscal sin juicio alguno. Se fusilaba de lunes a viernes. Las ejecuciones se llevaban a cabo en la madrugada, poco después de dictar sentencia y de declarar inconveniente la apelación”.
Cuarenta años después de la muerte del Che, algunos jóvenes europeos todavía nos visitan en plan de turismo revolucionario. “Aquí estuvo muy divertido con tiros, bombardeos, discursos y otros matices que cortaron la monotonía en que vivía”, le escribió el Che a su madre en 1954. Sus palabras parecen copiadas del diario de la guerrillera holandesa de las Farc. Cuarenta años después, la izquierda colombiana todavía no ha sido capaz de encontrar una voz unificada en contra de la violencia. “El senador Petro no debería entrar en ‘un certamen de insultos’ con los voceros de las Farc. No creo que el Polo deba entrar en este tipo de cosas”, dijo esta semana Carlos Gaviria. Como si las palabras de Petro merecieran más repudio que los crímenes de las Farc.
El aniversario de la muerte de Ernesto “Che” Guevara debería servir, al menos, para llamar la atención sobre los extravíos violentos de algunos sectores políticos. Sobre los crímenes atroces de quienes se toman en serio su legado, de quienes, a diferencia de Tyson y Maradona, usan su figura o sus prendas no para rumbear sino para matar.
Muchos años después de su fusilamiento, el Che habría de convertirse en una marca. En un símbolo de la rebeldía juvenil y de la resistencia contracultural que —paradójicamente— ha servido para acrecentar el consumismo capitalista. Tal como había ocurrido con las prendas de los hippies, la imagen del Che se convirtió en una mercancía exitosa, en una pose contracultural, en un disfraz para la rumba. Cuarenta años después de su muerte en la selva boliviana, el Che adorna el hombro de Maradona y el abdomen de Mike Tyson: dos de los consumidores más desaforados de la historia, dos niños mimados del capitalismo que usan tatuajes del Che para su rumba eterna.
El aniversario de la muerte del Che debería servir no sólo para señalar las paradojas de su imagen, sino también para recordar la realidad de su vida violenta, de sus crímenes de guerra. En un artículo publicado por la revista estadounidense The New Republic (y reproducido por la revista mexicana Letras Libres), Álvaro Vargas Llosa relata algunos de los asesinatos cometidos por el Che. En la Sierra Maestra, mató a un compañero por la simple sospecha de traición: “Acabé con el problema dándole un tiro con una pistola de calibre 32 en la sien derecha… sus pertenencias pasaron a mi poder”. En 1959, después del triunfo de la revolución, el Che presidió los juicios sumarios en la prisión cubana de La Cabaña. “Mi función era de instructor —contó uno de los testigos—… (debía) legalizar profesionalmente la causa y pasarla al ministerio fiscal sin juicio alguno. Se fusilaba de lunes a viernes. Las ejecuciones se llevaban a cabo en la madrugada, poco después de dictar sentencia y de declarar inconveniente la apelación”.
Cuarenta años después de la muerte del Che, algunos jóvenes europeos todavía nos visitan en plan de turismo revolucionario. “Aquí estuvo muy divertido con tiros, bombardeos, discursos y otros matices que cortaron la monotonía en que vivía”, le escribió el Che a su madre en 1954. Sus palabras parecen copiadas del diario de la guerrillera holandesa de las Farc. Cuarenta años después, la izquierda colombiana todavía no ha sido capaz de encontrar una voz unificada en contra de la violencia. “El senador Petro no debería entrar en ‘un certamen de insultos’ con los voceros de las Farc. No creo que el Polo deba entrar en este tipo de cosas”, dijo esta semana Carlos Gaviria. Como si las palabras de Petro merecieran más repudio que los crímenes de las Farc.
El aniversario de la muerte de Ernesto “Che” Guevara debería servir, al menos, para llamar la atención sobre los extravíos violentos de algunos sectores políticos. Sobre los crímenes atroces de quienes se toman en serio su legado, de quienes, a diferencia de Tyson y Maradona, usan su figura o sus prendas no para rumbear sino para matar.