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octubre 2007

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Un decreto deplorable

En época de elecciones, los opinadores de oficio anuncian sus votos, confiesan sus preferencias, exaltan a sus candidatos, etc. Yo quiero alejarme de esta tradición. Hablar de otra cosa. Votar en silencio. El proselitismo de periódico, los votos cantados de los columnistas, nunca logran su cometido. Los votantes leen para justificar sus decisiones, no para cambiarlas. Quieren encontrar disculpas, no razones. En el mejor de los casos, los columnistas refuerzan las convicciones de los ya convencidos, los votos de los ya decididos.

Así, en lugar de hablar de política electoral, de sumarme a la cacofonía partidista, quiero hacer una denuncia, señalar una arbitrariedad que ha pasado desapercibida, que ha sido reprimida por el estruendo de las elecciones. Me refiero, ya para entrar en materia, al decreto 1373 de 2007, expedido en abril por la Presidencia de la República. El decreto en cuestión ordena a todos los establecimientos de educación preescolar, básica y media la incorporación en su calendario académico de cinco días de receso “en la semana inmediata anterior al día feriado en que se conmemora el descubrimiento de América”. Según el Gobierno, el decreto de marras busca, entre otras cosas, “la recreación familiar y el uso del tiempo libre entre los escolares”.

Habría que señalar, en primer lugar, la patente arbitrariedad de este extraño decreto, la indebida injerencia del Ministerio de Educación en la autonomía de los colegios para decidir la distribución de los días de descanso en el calendario escolar. Muchos padres de familia han protestado por este exceso regulatorio, con una mezcla de extrañeza y desespero. “Este es el decreto más absurdo que hayan podido aprobar. ¡Por Dios!, todavía se ven padres de familia comprando útiles escolares y ya salieron los estudiantes a vacaciones”, escribió una madre indignada en la sección de comentarios de un diario de provincia. Otras opiniones le hicieron eco a la indignación. “Este decreto es realmente absurdo. Primero, porque no es necesario ningún receso cuatro semanas después del inicio del año escolar… Segundo, porque muy pocos bolsillos aguantan una actividad vacacional en esta fecha”. “¿Por qué cuando pensaron en el receso para los estudiantes no pensaron también en el receso para los padres? ¿O es que piensan que en las empresas nos dan receso cada que nuestros hijos no tienen clases?”.

El decreto beneficia a las agencias de viajes y a los hoteles, como resultado del incremento artificial en la demanda durante una semana de temporada baja. Pero perjudica a los padres de familia que no pueden (o no quieren) salir de vacaciones y deben soportar la doble carga del jefe en la oficina y los hijos en la casa. Con el fin de procurarle unos ingresos adicionales a un sector de la economía, el Gobierno Nacional decidió complicarles la vida a millones de familias. El decreto mencionado es un ejemplo perfecto, casi paradigmático, de una decisión que pone el interés particular por encima del general, que busca beneficiar a unos pocos a costa del perjuicio de la mayoría.

El decreto fue propuesto por el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo (casualmente el viceministro de Turismo fue director del gremio de las agencias de viajes). El Ministerio de Educación simplemente ejecutó una orden presidencial, dictada al calor del entusiasmo comunitario de los sábados, tomada en medio del aplauso de los beneficiados y del silencio de los perjudicados. El decreto no es un hecho aislado. Es un caso representativo de un proceso disparatado e injusto de toma de decisiones, de una forma de populismo empresarial que otorga favores sin reparar en los costos.

El Gobierno (o hasta la misma Corte) están en mora de revisar la decisión y tumbar este nefasto decreto.
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El desliz del Procurador

La Reforma Laboral de 2002 sigue siendo tema de debate y controversia. Esta semana, el Procurador General de la Nación solicitó a la Corte Constitucional que declare inexequible cuatro artículos de esta reforma: uno que amplió la jornada ordinaria de trabajo, otro que disminuyó (marginalmente) los sobrecargos para el trabajo durante dominicales y festivos, otro más que redujo la indemnización por despido sin justa causa, y un último artículo que permitió a empleadores y trabajadores acordar jornadas flexibles de trabajo diario. Según el concepto del Procurador, “los resultados esperados con la aplicación de estos artículos sobre la generación de empleo no se han cumplido… y su aplicación atenta contra la dignidad humana, el derecho al trabajo y las garantías mínimas laborales”. En últimas, el Procurador propone una identidad novedosa: ausencia de resultados = inconstitucionalidad.

La discrepancia entre los resultados previstos por los promotores de la reforma y los observados por los investigadores es un hecho más o menos probado. Mi propio análisis al respecto muestra que la reforma laboral no contribuyó a generar nuevos empleos, pero pudo haber ayudado a reducir el subempleo. Una encuesta realizada por la Universidad de los Andes, con el auspicio del Banco Mundial, indica que la reforma no fue un factor determinante en la contratación de nuevos trabajadores. Otros estudios sugieren que la reforma disminuyó la duración del desempleo y aumentó la calidad del empleo. Pero, en general, los estudios señalan, de manera casi unánime, que el Gobierno y los ponentes sobrestimaron los efectos de la reforma laboral.

Pero el debate no es sobre los efectos de la reforma: es sobre su constitucionalidad. Una cosa nada tiene que ver con la otra. Los jueces constitucionales deberían, creo yo, examinar principios, no evaluar resultados. La conveniencia de las normas –un ejercicio utilitarista– no es asunto de los jueces. El Procurador afirma, de manera engañosa, que en el caso de la reforma laboral los jueces deben estudiar la conveniencia, pues la Comisión de Seguimiento y Verificación creada para tal efecto ya no existe. Como si el estudio de la conveniencia fuera competencia exclusiva dela extinta Comisión. O como si el Congreso (el escenario natural para examinar los resultados de la reforma) no pudiera retomar el tema. En fin, el Procurador está invitando a la Corte a legislar.

En términos generales, el Procurador argumenta que la constitucionalidad de algunas normas depende de si se cumplen o no los resultados previstos. Si no se cumplen, las normas en cuestión deberían ser declaradas inconstitucionales. El argumento del Procurador es peligroso. Si llegase a prevalecer, instauraría una suerte de período de prueba constitucional y ataría la seguridad jurídica al cumplimiento de los pronósticos de los reformadores. En un futuro, la Corte podría, por ejemplo, declarar inexequible el programa Agro Ingreso Seguro si se muestra que no favorece el desarrollo rural. O tumbar la Ley 100 de 1993 si se prueba que ha sido ineficaz. O derogar los estímulos a la inversión privada si se sugiere que no han sido efectivos. En fin, si los jueces constitucionales se transforman en árbitros de los resultados de las leyes, cualquier cosa puede pasar. La seguridad jurídica sería tan tenue, como abundantes son las consultorías.

En últimas, el concepto del Procurador es una opinión política disfrazada de alegato constitucional. La discusión sobre la reforma laboral es bienvenida. Pero debe darse en el Congreso, no en la Corte. El Procurador planteó el debate correcto en el escenario equivocado. Tristemente, en Colombia, los jueces quieren ser políticos. Y los políticos, jueces. Un país extraño, sin duda.
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El embate reeleccionista

Ahora que el partido de la U ha propuesto un referendo con el fin de permitir un tercer mandato del presidente Uribe y que el Ministro de la política ha calificado la propuesta de “interesante”, urge reiterar algunos hechos probados y reafirmar algunas ideas conocidas. Primero los hechos. Si los segundos mandatos se caracterizan por los escándalos (el lío de la parapolítica, el affaire Lewinsky y el escándalo Irán-Contras, entre otros, ocurrieron durante los segundos períodos de presidentes populares), los terceros mandatos se distinguen por el deterioro institucional y la corrupción generalizada (el caso de Fujimori es paradigmático). El poder prolongado, sin horizonte finito, corrompe las voluntades y las instituciones. Es un hecho probado. Una y otra vez.

De los hechos podemos pasar a las ideas. La democracia no es sólo la materialización de la soberanía popular. La democracia implica también el respeto a las normas establecidas, a unas reglas de juego que no pueden depender “del sentir popular de la gente o de lo que piensan las personas en todas las regiones del país” o de lo que manifiesta el 58% de los empresarios. La democracia necesita de la continuidad institucional, de la protección de la norma de normas frente a las pasiones y las opiniones de la coyuntura. “Las constituciones —escribió John Potter Stockton— son cadenas con las que los hombres se amarran en sus momentos de lucidez para no suicidarse en su días de locura”. Pero si las cadenas no sirven, la democracia se convierte en la tiranía de los caprichos de la mayoría, en la dictadura de los favoritos de la opinión.

Algunos dirán que la propuesta del Partido de la U no tiene importancia, que los argumentos dados por sus directivos son irrelevantes, palabras necias sobre propuestas vacías. Pero éste no es el caso. Así la propuesta en cuestión sea una estratagema electoral o una forma de distracción o una simple idea ociosa, sus consecuencias serán reales. Palpables. La reelección afectó adversamente la calidad de la oposición política. Esta nueva propuesta podría profundizar el problema, degradar aún más el debate ideológico. Si los contradictores del Gobierno perciben que los partidos oficialistas carecen de escrúpulos institucionales y respaldan una prolongación ilegítima del poder presidencial, tendrán más (y mejores) razones para pensar que las armas de la exageración y la difamación son legítimas, que su uso está justificado por el fin último de la preservación de la democracia.

Actualmente el clima de la opinión pública en Colombia favorece las posturas autoritarias, la hegemonía presidencial. Según una encuesta realizada el año pasado por el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes, 29% de los colombianos reporta que “puede haber razón para que el Presidente cierre la Corte Suprema” y 35% manifiesta lo mismo con respecto al Congreso (sólo Ecuador y Perú registran porcentajes superiores en una muestra de 13 países latinoamericanos). Así mismo, 36% reporta que “para el progreso del país es necesario que los presidentes limiten la oposición” (sólo Haití registra un porcentaje más alto). De manera peligrosa, la propuesta de la U parece hacerle el juego a una opinión pública inflamada. En los términos de la metáfora ya aludida, la propuesta es una invitación al suicidio. Al sacrificio de la democracia.

En suma, el embate reeleccionista de la U debilita las reglas de juego, alienta la oposición irreflexiva y alimenta un clima de opinión proclive al autoritarismo. Lo mismo (casualmente) podría decirse de las imprecaciones públicas y enervadas del presidente Uribe a la Corte Suprema. No está demás, entonces, reiterar la importancia de las instituciones, de las cadenas que protegen la democracia frente a los arrebatos del pueblo y de sus gobernantes.
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Empleo y bienestar

El debate económico en Colombia, en estos tiempos de crecimiento acelerado y entradas masivas de capital, gira en torno al tema del empleo. Los datos no dejan dudas sobre la recuperación de la economía. Pero con respecto al empleo, los datos son ambiguos. Más contradictorios que concluyentes. Más polémicos que definitivos. Esta semana, por ejemplo, la prensa nacional reportó simultáneamente una reducción de la tasa de desempleo, un estancamiento del empleo industrial y un aumento del empleo temporal. Los datos ambiguos se prestan para todo tipo de interpretaciones. Cada quien se sirve lo que quiere para satisfacer su apetito ideológico. Y la diversidad de opiniones termina alimentando la confusión.

Así las cosas, incumbe presentar un versión balanceada de los hechos. O, en otras palabras, urge separar la discusión instrumental de la discusión política. Primero los hechos, después las arengas. Un primer punto es innegable. La recuperación económica ha beneficiado a los pobres. Las cifras muestran, en particular, que los ingresos de los hogares más pobres han crecido durante los últimos años a tasas mayores que los del resto de los hogares. Este hecho no admite atenuantes. Ni cuestionamientos estadísticos. Los que afirman que la recuperación no ha beneficiado a los pobres, están poniendo los prejuicios por delante de los hechos. Son autistas ideológicos. Disonantes cognitivos.

Pero la discusión no termina allí. Una versión matizada de la realidad social tiene que llamar la atención sobre otro hecho innegable. Los ingresos de los hogares más pobres no crecieron durante la última década. Son similares a los observados en 1996. La recuperación ha beneficiado a los pobres. Pero la crisis los había golpeado más que proporcionalmente. Una cosa compensó la otra. Todo cambió para que todo siguiera igual.

Un balance de la situación social debería también poner el dedo en la llaga de la informalidad laboral (y me perdonarán los lectores por la metáfora desgastada). La tasa de informalidad del empleo no ha disminuido. Así lo reconoce el mismo Gobierno. Según el Informe del Presidente al Congreso, el porcentaje de trabajadores informales era 58,6% en 2004, 58,7% en 2005 y 58,5% en 2006. Nada cambió. Todo siguió igual. Un resultado más o menos predecible. Consecuente con la lógica de los incentivos. Si se subsidia la informalidad y se grava la generación de empleo formal, no resulta sorprendente que (aun en los mejores momentos) la informalidad laboral no disminuya. Las malas políticas ocasionan malos resultados. Así de simple.

Lo mismo podría decirse con respecto al empleo agropecuario. El último boletín de empleo del DANE señala un derrumbe espectacular (casi increíble) del empleo agrícola. En el trimestre de junio a agosto, la participación de la agricultura y la ganadería en el total de la población ocupada en zonas rurales se redujo cinco puntos porcentuales. Esta reducción debería suscitar un debate nacional. Un juicio de responsabilidades.

Por desgracia, muchos analistas insisten en negar los efectos sociales de la recuperación. En confundir las tendencias estructurales de la industria con los desatinos coyunturales de la política económica. En mezclar los hechos con la ideología. En plantear el debate equivocado. El debate no es sobre productividad industrial, como lo planteó erróneamente la Universidad Nacional esta semana. Es sobre una combinación inconveniente de políticas que ha impedido la formalización laboral y que parecen estar destruyendo empleos en el campo. Lo otro, creo yo, es un discurso sin sustento.
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Brodsky

Cowboys believe in law, and reduce democracy to people’s equality before it: i.e. to the well-policed prairie. Whereas what I suggest to you is equality before culture. You should decide which deal is better for your people, which book is better to throw at them. If I were you, though, I’d start with your own library, because apparently it wasn’t in law school that you learned about moral imperatives.

Los vaqueros creen en la ley, y reducen la democracia a la igualdad de la gente ante ella. Mientras lo que yo sugiero es la igualdad ante la cultura. Usted debe decidir cual es el mejor trato para su pueblo, cual es el mejor libro para arrojarles. En su lugar, yo empezaría por su propia biblioteca. Pues aparentemente no fue en la escuela de leyes donde usted aprendió los imperativos morales.

Joseph Brodsky fue un poeta ruso doblemente exiliado: de su patria y de su profesión (o, al menos, de su género literario). En 1972, dejó su natal San Petersburgo y se radicó en los Estados Unidos. Allí se transformó en ensayista. En 1987, hace exactamente veinte años, ganó el premio Nóbel de literatura, tanto por los poemas rusos como por los ensayos escritos en una tierra y en una lengua que no eran las suyas.

El fragmento citado está incluido en un libro de ensayos publicado unos meses después de su muerte, ocurrida en 1996. Es el párrafo final de una carta abierta que le escribió Brodsky al ex presidente checo Valac Havel. La carta es un testimonio político excepcional. Un llamado a la responsabilidad. A la verdadera civilidad que, en palabras de Brodsky, consiste en no crear ilusiones. “Los nuevos entendimientos, las responsabilidades globales, la metacultura pluralística no son mucho mejores, en su esencia, que las utopías de lo nacionalistas o las fantasías de los nuevos ricos…Esta forma de dicción queda bien con los inocentes o con los demagogos que rigen los destinos de las democracias de Occidente, pero no con usted, que debería conocer la verdad del corazón humano”.

Pero la carta es también el testimonio de un artista. De un hombre convencido de que el Estado debe ocuparse no sólo de la igualdad ante la ley, sino también de la igualdad ante la cultura. Para tal efecto, los grandes libros deben adquirir cierta ubiquidad subsidiada. Cierta omnipresencia artificial. Los libros deben llenar los lugares públicos. Las bibliotecas rurales. Los mesas de noche de los hoteles. Las salas de espera. Y hasta los buses, como ocurre en Bogotá. Para Brodsky, la oferta de literatura (de humanidad) termina creando su propia demanda.

Brodsky creía en un utilitarismo sofisticado, a la manera, por ejemplo, de John Stuart Mill, para quien la felicidad consciente debería sumar mucho más en la contabilidad del bienestar que el hedonismo ignorante. Brodsky creía también en el poder disuasivo de la literatura. “Yo creo (no empírica pero teóricamente) que para alguien que ha leído a Dickens es mucho más problemático matar a su semejante en nombre de una idea que para alguien que no lo ha hecho”. La literatura, en su opinión, es mucho más confiable, como aseguramiento moral, que cualquier sistema de creencias, que cualquier filosofía.

Brodsky era un pesimista sobre el alma humana. Pero un optimista sobre la capacidad de la literatura para servir de antídoto contra la violencia y la vulgaridad. De allí su insistencia en que el Estado use una parte de su poder y una fracción de su presupuesto en regalar libros. En multiplicar los lectores. Probablemente las ideas de Brodsky no tengan mucha relevancia empírica. Pero teóricamente siguen siendo atractivas. Y necesarias en un mundo donde el mercado y la política han democratizado la banalidad.