Los vaqueros creen en la ley, y reducen la democracia a la igualdad de la gente ante ella. Mientras lo que yo sugiero es la igualdad ante la cultura. Usted debe decidir cual es el mejor trato para su pueblo, cual es el mejor libro para arrojarles. En su lugar, yo empezaría por su propia biblioteca. Pues aparentemente no fue en la escuela de leyes donde usted aprendió los imperativos morales.
Joseph Brodsky fue un poeta ruso doblemente exiliado: de su patria y de su profesión (o, al menos, de su género literario). En 1972, dejó su natal San Petersburgo y se radicó en los Estados Unidos. Allí se transformó en ensayista. En 1987, hace exactamente veinte años, ganó el premio Nóbel de literatura, tanto por los poemas rusos como por los ensayos escritos en una tierra y en una lengua que no eran las suyas.
El fragmento citado está incluido en un libro de ensayos publicado unos meses después de su muerte, ocurrida en 1996. Es el párrafo final de una carta abierta que le escribió Brodsky al ex presidente checo Valac Havel. La carta es un testimonio político excepcional. Un llamado a la responsabilidad. A la verdadera civilidad que, en palabras de Brodsky, consiste en no crear ilusiones. “Los nuevos entendimientos, las responsabilidades globales, la metacultura pluralística no son mucho mejores, en su esencia, que las utopías de lo nacionalistas o las fantasías de los nuevos ricos…Esta forma de dicción queda bien con los inocentes o con los demagogos que rigen los destinos de las democracias de Occidente, pero no con usted, que debería conocer la verdad del corazón humano”.
Pero la carta es también el testimonio de un artista. De un hombre convencido de que el Estado debe ocuparse no sólo de la igualdad ante la ley, sino también de la igualdad ante la cultura. Para tal efecto, los grandes libros deben adquirir cierta ubiquidad subsidiada. Cierta omnipresencia artificial. Los libros deben llenar los lugares públicos. Las bibliotecas rurales. Los mesas de noche de los hoteles. Las salas de espera. Y hasta los buses, como ocurre en Bogotá. Para Brodsky, la oferta de literatura (de humanidad) termina creando su propia demanda.
Brodsky creía en un utilitarismo sofisticado, a la manera, por ejemplo, de John Stuart Mill, para quien la felicidad consciente debería sumar mucho más en la contabilidad del bienestar que el hedonismo ignorante. Brodsky creía también en el poder disuasivo de la literatura. “Yo creo (no empírica pero teóricamente) que para alguien que ha leído a Dickens es mucho más problemático matar a su semejante en nombre de una idea que para alguien que no lo ha hecho”. La literatura, en su opinión, es mucho más confiable, como aseguramiento moral, que cualquier sistema de creencias, que cualquier filosofía.
Brodsky era un pesimista sobre el alma humana. Pero un optimista sobre la capacidad de la literatura para servir de antídoto contra la violencia y la vulgaridad. De allí su insistencia en que el Estado use una parte de su poder y una fracción de su presupuesto en regalar libros. En multiplicar los lectores. Probablemente las ideas de Brodsky no tengan mucha relevancia empírica. Pero teóricamente siguen siendo atractivas. Y necesarias en un mundo donde el mercado y la política han democratizado la banalidad.