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El colegio de Shakira

Hace ya más de un mes, en medio de discursos grandilocuentes, de alusiones a la igualdad de oportunidades, con la presencia del mismísimo Presidente de la República, la cantante Shakira inauguró en un barrio popular de Barranquilla un moderno colegio estatal. A través de la Fundación Pies Descalzos, Shakira financió la construcción y la dotación del colegio, un símbolo no sólo de la filantropía, sino también de la esperanza, de las mayores oportunidades para los hijos de los habitantes del barrio de marras: pescadores, vendedores ambulantes, mototaxistas y otros nómadas del rebusque. La Secretaría de Educación del distrito de Barranquilla asumió la administración del colegio. Shakira hizo la inversión y el Estado prometió ocuparse del funcionamiento.

La prensa colombiana reportó esta semana una noticia que dice más sobre el futuro de este país que los cientos de artículos políticos y judiciales que se publican todos los días. Apenas un mes después de la inauguración, el colegio de Shakira está en dificultades: faltan uniformes, faltan pupitres, faltan profesores y sobran políticos. Aparentemente los problemas de funcionamiento están relacionados con asuntos burocráticos. Según los reportes de prensa, la repartija de puestos, la guerra de recomendados, de aspirantes a las nuevas plazas ha entorpecido la puesta en marcha de las clases en el nuevo colegio, uno de los más modernos de América Latina.

Esta noticia indica, entre otras cosas, que la calidad de la educación, la igualdad de oportunidades, la construcción de equidad (todas esas cosas de las que habló Shakira en su discurso) no son meramente un asunto de plata, de recursos como dicen los burócratas. La calidad de la educación depende no tanto de las inversiones, de la infraestructura, como del funcionamiento, del compromiso y la preparación de los maestros. La calidad de los profesores depende, a su vez, del talento inicial y de los incentivos, de la capacidad del Estado de atraer personas capaces y de motivarlas adecuadamente. Estas condiciones riñen, casi sobra decirlo, con el clientelismo, con el mal manejo de puestos, sueldos y ascensos.

La calidad de la educación pública depende, en últimas, de romper un pacto de mediocridad, un esquema perverso en el que se paga mal y se exige muy poco. Los maestros (muchos de ellos recomendados políticos) ascienden de manera mecánica en el escalafón, nunca son premiados por el buen desempeño de sus pupilos. Los resultados de los estudiantes matriculados en instituciones oficiales (en las pruebas del Icfes, por ejemplo) no guardan ninguna relación con el escalafón y la educación de sus profesores. El escalafón promedio puede ser alto o bajo, da lo mismo. La remuneración, en otras palabras, es independiente del compromiso y la dedicación de los docentes.

Shakira hizo lo que pudo. El problema de la calidad de la educación escapa a sus buenas intenciones y a su probada generosidad. La solución de este problema pasa por el desmonte del pacto de mediocridad, lo que implica, entre otras cosas, pagarles mejor a los maestros y exigirles más. Paradójicamente, la gran contribución de Shakira pudo haber sido pedagógica: su generosidad ha revelado diáfanamente una de las principales falencias de nuestro sistema educativo.

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Clientelismo empresarial

La reiteración le resta eficacia a la crítica, la convierte en un ruido de fondo, en una letanía inofensiva.La crítica reiterada conduce a un equilibrio perverso, a un problema de comunicación: el criticado desdeña los argumentos repetidos y el crítico repite los mismos argumentos pues se sabe desdeñado. No se trata de un diálogo de sordos, sino de un monólogo sin audiencia o con un público circunscrito a quienes ya lo conocen de memoria. Los críticos permanentes terminan, en últimas, atrapados en una telaraña retórica construida por ellos mismos.

El párrafo anterior es una reflexión autocrítica, casi una disculpa por volver sobre lo mismo, por criticar nuevamente lo que el Gobierno hace o dice. No pretendo afirmar que me vi obligado a reincidir en la crítica. Pero es difícil hacer caso omiso de la política de apoyo industrial anunciada por el Presidente Uribe al final de la semana. El Presidente anunció la apertura de una línea de crédito subsidiado de 500 mil millones de pesos para la adquisición de vehículos particulares y otros bienes durables de fabricación nacional. En el mejor de los casos, esta medida tendrá un efecto marginal, desdeñable sobe el empleo formal o sobre la demanda agregada. La medida beneficia un sector específico, a un interés particular. Equivale a una transferencia de recursos públicos a unas cuantas empresas que tuvieron, en los años precedentes, las mayores utilidades de su historia.

Las relaciones del Gobierno con el sector privado tienen hoy en día dos instancias diferentes. La primera, la instancia seria, madura, es la Comisión Nacional de Competitividad (CNC). La CNC es la encargada de promover el diálogo y la coordinación entre el sector público y el sector privado. En el ámbito de la CNC no se discuten subsidios dirigidos, ni beneficios puntuales, ni favores específicos. Todo lo contrario. En la CNC se debaten los obstáculos del desarrollo, los proyectos estratégicos, los problemas del Estado, etc. En esta instancia, funcionarios y empresarios asumen el papel de estadistas, de árbitros del bienestar general.

La segunda instancia funciona en la Casa de Nariño, en la Alta Consejería Presidencial que dirigió inicialmente José Roberto Arango. En la Alta Consejería ya no se discuten los obstáculos del desarrollo o los desafíos de la competitividad. Allí los empresarios hacen demandas puntuales, reclaman políticas sobre medida. Allí se otorgan favores y subsidios, usualmente de manera impulsiva, sin un estudio adecuado de las implicaciones fiscales o sociales. Allí se pone a menudo el presupuesto público al servicio de intereses particulares, de los empresarios bien conectados o bien representados. Allí, para utilizar una frase histórica, desensillan los empresarios en Palacio.

El Gobierno ha propiciado un manejo corporativista y en últimas inadecuado de muchos asuntos del Estado. La oferta de favores ha creado su propia demanda. Los apoyos industriales anunciados esta semana, injustificables desde muchos puntos de vista, son un síntoma de un problema mayor, de la relación clientelista entre el Gobierno y una buena parte del sector privado.

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Post uribismo

Con o sin Uribe, la campaña presidencial arrancó prematuramente. El número de precandidatos crece todos los días. Los partidos políticos están a punto de romperse en pedazos por cuenta del forcejeo rabioso de los presidenciables.Al mismo tiempo, la mayoría de los precandidatos ha planteado, con calculada sutileza, que pretende no tanto sustituir las políticas del actual Gobierno como complementarlas; casi todos han puesto un énfasis extraño en los prefijos, han dicho que representan una alternativa “post Uribe”, no “anti Uribe”. La pregunta relevante es, entonces, ¿qué diablos es el “post uribismo”? ¿Qué tantos cambios querrá o podrá hacer el próximo presidente?

En materia económica, el “post uribismo” puede resultar muy parecido, casi idéntico, al “uribismo”. Y no porque los candidatos carezcan de ideas o de voluntad reformista, sino porque el Gobierno se ha encargado, poco a poco, casi inadvertidamente, de restarle margen de maniobra, de amarrarle las manos a al próximo presidente. Mientras los medios de comunicación especulan sobre la posibilidad de una segunda reelección, el Gobierno está, sin que nadie se ocupe del asunto, perpetuando sus políticas, esto es, quitándole relevancia a la elección del próximo presidente.

Tómese, por ejemplo, la llamada confianza inversionista, una de las principales políticas de la actual administración, basada en los descuentos tributarios y en la multiplicación de zonas francas. Si el próximo presidente quisiera cambiar esta política, porque, supongamos, desea convertir el empleo, no la inversión, en el objetivo prioritario de su programa económico, no podrá hacerlo. Al menos no fácilmente. El Gobierno ha promovido desde hace un tiempo la firma de “contratos de estabilidad” que les aseguran a los firmantes el disfrute de las gabelas tributarias por diez años. Muchas de las mayores empresas del país han firmado contratos de este tipo. El próximo presidente heredará, gústele o no, la confianza inversionista. Si planea eliminar las gabelas tributarias o subir los impuestos, tendrá necesariamente que excluir de sus planes a las grandes empresas.

Si el próximo presidente quisiera, para seguir con la lista, reorganizar el sistema de salud, tendría que desmontar parcialmente la reciente (y caótica) expansión del régimen subsidiado, una decisión casi imposible por razones políticas. Muy difícil también resultaría el desmonte de Familias en Acción y de otros programas asistencialistas. Además, el Gobierno ha comprometido recursos fiscales más allá del actual período presidencial para la ejecución de decenas de proyectos supuestamente estratégicos. Y está prometiendo obras futuras en muchas ciudades intermedias. Estas promesas recaerán, por supuesto, en el próximo presidente.

La crisis global, que llegó para quedarse, reducirá la capacidad de gasto del nuevo gobierno. Y para acabar de ajustar, los pagos de pensiones alcanzarán su pico histórico precisamente en el período 2010-14. Sin ánimo de aguar la fiesta o de restarle importancia a la contienda política, no sobra advertir que el nuevo presidente, sea el que fuere, podría convertirse, incluso contra su voluntad, en un simple ejecutor pasivo de políticas y presupuestos heredados. Así no se lance, Uribe ya está en buena medida reelegido.

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Orwell vive

En 1949, hace ya 60 años, fue publicada 1984, la última novela de George Orwell. El aniversario ha pasado hasta ahora desapercibido. Pero constituye una excusa oportuna para reiterar la vigencia de las advertencias del novelista inglés. Sesenta años después de su publicación, 1984 no ha perdido vigencia. Por el contrario, sus predicciones se han convertido, para bien o para mal, en profecías.

Algunas de las profecías ya se han hecho realidad. El “gran hermano” está por todas partes, ha multiplicado su alcance gracias a las tecnologías de información. En los últimos años, millones de cámaras han sido instaladas en las principales ciudades del mundo. Los agentes de policía pasan buena parte del tiempo detrás de una pantalla, atentos a cualquier movimiento extraño. El año pasado, dos estudiantes estadounidenses diseñaron un mecanismo de comunicación que le permite a cualquier persona transmitir en tiempo real a una central informática las imágenes o los videos grabados en su teléfono celular. Si alguien observa un suceso sospechoso puede transmitir las imágenes y las coordenadas exactas del acontecimiento. En poco tiempo, el “gran hermano” tendrá millones de ojos a su disposición y el control social alcanzará una dimensión insospechada.

Pero 1984 no es una novela de ciencia ficción. Es ante todo una novela política. Y en particular, una novela sobre el poder de la mentira y las mentiras del poder. En 1984, el Ministerio de la Verdad dice mentiras, el Ministerio de la Paz hace la guerra y el Ministerio del Amor practica la tortura. La situación parece perversa. Pero no es irreal. Incluso en las democracias avanzadas, los gobiernos emplean decenas de profesionales de la mentira con el propósito de distorsionar la realidad, de encubrir o exagerar según convenga. Previsiblemente los profesionales de la mentira son llamados asesores de imagen o expertos en comunicación. Los eufemismos, a la mejor manera orwelliana, sirven incluso para enaltecer a quienes los inventan por encargo.

En 1984, el poder tiene la capacidad de inventar una realidad conveniente. La verdad es promulgada por el partido: si el partido dice “2+2=5”, esa es la verdad. El totalitarismo, ya lo sabemos, comienza con la propaganda, con la manipulación de las emociones. Pero incluso en los regímenes democráticos, el poder depende de las mentiras. La televisión, por ejemplo, es muchas veces usada como medio de adoctrinamiento masivo, de fabricación de la verdad. “Si no controlamos la televisión no controlamos nada”, le dijo un militar aliado a Vladimiro Montesinos en un momento de lucidez orwelliana.

Tal vez sea equivocado juzgar un novelista por la pertinencia de sus profecías. Pero con Orwell el ejercicio es inevitable. En 1984, Orwell quiso, ante todo, plantear un escenario probable, implausible en algunos detalles pero no descabellado. Si el poder político adquiere la capacidad de vigilar la vida de las personas y de controlar la realidad, las consecuencias, quien lo duda, serían catastróficas. “El problema —escribió Orwell— es la aceptación del totalitarismo por los intelectuales de todos los colores. Lo moraleja de esta pesadilla peligrosa es simple: no permitan que ocurra, depende de ustedes”.

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La estrategia prohibicionista

La Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, liderada por los ex presidentes César Gaviria, Ernesto Zedillo y Fernando Henrique Cardoso, hizo esta semana un llamado al pragmatismo, al análisis objetivo de las políticas contra el tráfico de drogas, al estudio científico de las diversas alternativas. «Las nuevas políticas –dijo la Comisión– deben basarse en estudios científicos y no en principios ideológicos…en evaluaciones rigurosas del impacto de las diversas propuestas y medidas alternativas a la estrategia prohibicionista». La Comisión, en últimas, propuso, más que una serie de medidas concretas, un enfoque distinto, más técnico y menos político, más pragmático y menos ideológico.

El Gobierno colombiano no tardó en responder, en manifestar su descuerdo con la propuesta de la Comisión. Primero el Presidente conminó a su bancada parlamentaria a cerrar filas en contra de la legalización de la droga, una medida que «riñe con las políticas de este Gobierno». Más tarde el Ministro de Defensa invitó a la Comisión a untarse de realidad, a escuchar el clamor mayoritario en contra de cualquier asomo de permisividad. Y luego el Ministerio del Interior reiteró que Colombia seguirá siendo un líder mundial en la heroica guerra contra los traficantes de drogas. «El debate no es solo ideológico ni menos aun de opciones pragmáticas. Es un compromiso que toda una Nación ha asumido con valor y entrega» dice el comunicado del Ministerio del Interior en un intento por rechazar prematuramente la invitación a pasar de la ideología al pragmatismo.

La guerra contra las drogas ha sido históricamente motivada por razones ideológicas. La Comisión propuso un cambio de enfoque, hizo una invitación al pragmatismo. Pero el Gobierno colombiano rechazó de entrada la posibilidad de un escrutinio tecnocrático, de una evaluación abierta de los costos y los beneficios de las políticas antidroga. El Gobierno quiere mantener la discusión en el plano ideológico. Los números no le interesan. Prefiere las declaraciones de principios, la retórica (ya gastada) del heroísmo, la apelación (facilista) a la voluntad popular o al moralismo indignado de las mayorías. En suma, el Gobierno insiste en politizar el debate.

La guerra contra las drogas es un producto de la guerra fría, de los odios políticos de Richard Nixon. Inicialmente estuvo dirigida en contra de la marihuana (miles de hectáreas fueron fumigadas en México, por ejemplo) pues la yerba se había convertido en un distintivo de los opositores a la guerra anticomunista en Vietnam. En septiembre de 1973, meses después de su creación, la DEA ejecutó su primera misión internacional en Chile. En pocos días logró que Augusto Pinochet extraditara 19 narcotraficantes a los Estados Unidos. La extradición tuvo esencialmente motivaciones políticas. La DEA pudo convencer al dictador chileno de que los narcotraficantes estaban financiando grupos clandestinos de izquierda. La política antidroga ha estado, desde sus orígenes, influida por la paranoia de la guerra fría.

La Comisión propone romper con esta tradición. Pero el Gobierno colombiano insiste en la politización del debate. Los proponentes de la legalización son considerados, sin excepción, enemigos políticos: blandengues, apaciguadores o (peor todavía) socialbacanes sin oficio. En la peor tradición de la guerra fría, el Gobierno no permitió el debate, redujo la cuestión a una distinción maniquea entre buenos y malos.

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Secuestro

Entre 1998 y 2003, Colombia experimentó una oleada de secuestros cuyas repercusiones estamos sintiendo todavía. Más de quince mil personas fueron secuestradas en seis años. Más de doscientas cada mes. Aproximadamente siete todos los días. Muchas de las víctimas fueron colombianos humildes, agricultores, camioneros y estudiantes. Mauricio Rubio y Daniel Vaughan, dos economistas que han estudiado la historia del secuestro en Colombia, muestran que a finales de los años ochenta, durante el apogeo del Cartel de Medellín, Colombia sufrió una primera oleada de secuestros. Pero la segunda oleada, la más reciente, no tiene antecedentes.

En Colombia prosperó una verdadera industria del secuestro. Los grupos guerrilleros, los líderes de la industria, se especializaron en el encarcelamiento de los secuestrados. Para la consecución de las víctimas, optaron por una doble estrategia: tercerizaron en bandas de delincuentes comunes la captura de las víctimas selectivas y concentraron sus recursos en las llamadas (con inocultable resignación) «pescas milagrosas». Los retenes ilegales comenzaron en 1998 y tuvieron su mayor auge en 2001. Las capturas masivas de miembros de la Fuerza Pública, que habían comenzado en 1996 con la toma de Las Delicias, tuvieron su pico en 1998 con las tomas de El Billar y Miraflores.

Las víctimas extorsivas raramente permanecieron secuestradas por más de un año. Las víctimas políticas permanecieron en promedio mucho más tiempo. Algunos soldados  completaron diez o más años en cautiverio. Los secuestros extorsivos proveían los ingresos de la industria mientras los secuestros políticos servían un fin publicitario y de relaciones públicas. Los secuestrados siguen siendo presentados como víctimas de una fatalidad, como un subproducto inevitable de un conflicto autónomo, con vida propia.

La sociedad reaccionó con una suerte de resignación indignada ante el crecimiento de la industria del secuestro. Las cadenas radiales permitieron una forma extraña (tristemente eficaz) de comunicación unilateral de las familias con las víctimas. Algunas organizaciones no gubernamentales se especializaron en el apoyo a las familias, les brindaron desde apoyo psicológico hasta entrenamiento en la negociación de secuestros. Con el tiempo, la indignación colectiva produjo una respuesta eficaz de la Fuerza Pública. Hoy en día la industria del secuestrado se encuentra diezmada. Pero los secuestrados son todavía un testimonio aterrador, la cicatriz sangrante de una herida que llevaremos por mucho tiempo. 


El secuestro todavía no es historia. Pero ya podemos decir que marcó para siempre el devenir de la sociedad colombiana.

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Relaciones adolescentes

Barack Obama ha puesto a pensar al mundo, ha estimulado el debate, el intercambio de puntos de vista. Los latinoamericanos, por ejemplo, hemos vuelto a preguntarnos sobre el futuro de nuestras relaciones con los Estados Unidos. Muchos analistas han anticipado que no seremos una prioridad para el nuevo gobierno, que debemos resignarnos a ser un actor secundario en el drama por capítulos de la geopolítica mundial. Otros han ido más allá y han previsto, con razonado escepticismo, que nada cambiará, que las jugadas del imperio obedecen a una lógica invariable, que el nuevo presidente de los Estados Unidos es sólo un ornamento, un accidente de la coyuntura que no modificará la esencia de nuestras relaciones internacionales: ellos arriba y nosotros abajo.

Pero, como afirmó recientemente el historiador Carlos Malamud, los analistas suponen que las relaciones de América Latina con los Estados Unidos son de una sola vía, de allá para acá, de arriba hacia abajo. “Si bien —dice Malamud— se sigue denostando a los Estados Unidos y a los constantes errores que comete en su relación con América Latina, los lamentos son constantes cuando el gobierno de turno da la espalda a la región. El problema de fondo sigue siendo el de siempre: los gobiernos latinoamericanos siguen sin saber lo que ellos quieren de Washington”. En lugar de insistir en los reclamos abstractos, los latinoamericanos deberíamos definir de una vez por todas qué queremos de los Estados Unidos, a qué tipo de relación aspiramos.

Los latinoamericanos hemos tenido a lo largo de nuestra historia demandas contradictorias en relación con los Estados Unidos. Caímos hace tiempo en una suerte de compulsión adolescente. Reclamamos simultáneamente independencia y atención: “déjennos solos, pero quiérannos mucho”. En días pasados, el ex presidente del Brasil Fernando Henrique Cardoso llamó la atención sobre la necesidad de superar la adolescencia, de construir una relación más madura con los Estados Unidos. “América Latina —dijo— ya pasó el momento en que necesitaba asistencia, ayuda de los Estados Unidos. Es la política global americana la que tiene que cambiar para que sea beneficioso para nosotros”. Cardoso hizo un inventario escueto de lo que deberíamos pedirle a los Estados Unidos: una visión más diversificada del mundo, una mayor apertura a nuestras exportaciones y una política menos dogmática, más abierta y compartida en el problema de las drogas. Eso es todo.

Las opiniones de Cardoso no son nuevas. Hace ya casi cincuenta años, con motivo del lanzamiento de la Alianza para el Progreso por parte del presidente Kennedy, el economista Albert Hirschman escribió más o menos lo mismo. Hirschman cuestionó la conveniencia de la ayuda externa, de los variados “esquemas de colonización en selvas lejanas”. Y planteó la necesidad de escoger entre la alianza y el progreso, entre la sumisión interesada y la cooperación horizontal, mutuamente beneficiosa. Deberíamos, dijo, aspirar a convertirnos en socios del desarrollo más que en aliados ideológicos o en enemigos retóricos apegados a una dignidad mal entendida.

En Colombia, el Gobierno y la oposición parecen empeñados en un juego adolescente, en coleccionar amigos, compinches ideológicos en la nueva administración. Ninguno habla de lo fundamental, de la necesidad de construir unas nuevas relaciones con los Estados Unidos basadas en una cooperación respetuosa, distante y constructiva.

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Plan de Choque

La noticias económicas pasaron esta semana a un segundo plano en medio de la obamanía, de la avalancha de noticias internacionales. Pero los lectores acuciosos de la prensa colombiana seguramente notaron la contradicción aparente, la diferencia (en tono y sustancia) entre lo dicho, al comienzo de la semana, por el Ministro de Hacienda y lo manifestado, días más tarde, por la Directora del Departamento Nacional de Planeación. Las noticias económicas suelen ser confusas. Pero la confusión se multiplica cuando las autoridades económicas presentan cifras engañosas, recurren a la contabilidad creativa, a los artilugios aritméticos para ensombrecer la realidad.

“Hueco fiscal de 5,5 billones de pesos en 2009, anuncia el Ministro de Hacienda”, reportaron los diarios económicos al inicio de la semana. En una rueda de prensa, el Ministro de Hacienda manifestó, con cifras en la mano, que la desaceleración de la economía y la devaluación de la moneda descuadraron las cuentas fiscales y obligaron al Gobierno a recortar el gasto (en 2,5 billones) y a aumentar el déficit (en 3,0 billones). El Ministro no anunció nuevos gastos, ni planes de choque, ni grandes inversiones. Simplemente afirmó, en tono prudente, que confiaba en que las obras de infraestructura presupuestadas, decididas mucho antes de la crisis mundial, pudieran ejecutarse sin contratiempos.

“Plan de choque por 55 billones de pesos en 2009, anuncia la Directora de Planeación”, titularon los mismos diarios a mediados de la semana. En un comunicado oficial, la Directora de Planeación presentó un largo inventario de obras de infraestructura (públicas y privadas) que, supuestamente, constituyen la respuesta del Gobierno a la crisis mundial. La contradicción entre las dos noticias es evidente. Mientras el Ministro de Hacienda reitera la intención de recortar el gasto, la Directora de Planeación anuncia un gran plan de inversiones en infraestructura. El primero predica la prudencia, la segunda promociona la exuberancia. Y los lectores acuciosos se preguntan qué puede estar pasando.

Lo qué está pasando es muy sencillo. El promocionado plan de choque, la supuesta respuesta a la crisis mundial, es un refrito, una sumatoria engañosa de inversiones decididas antes de la crisis y de proyectos privados que poco o nada tienen que ver con las decisiones del Gobierno. No es que el Plan de Inversiones sea poco realista, como afirmó el diario El Tiempo esta semana, es que es mentiroso. El plan no está diseñado para salvar la economía, sino para confundir la opinión. Uno no puede, por simple lógica, decir que inversiones públicas planeadas y presupuestadas antes de la crisis internacional son una respuesta, una reacción meditada a la misma crisis. O argumentar que las inversiones del sector privado hacen parte de la estrategia del Gobierno. Si uno comienza a inflar las cuentas del plan de choque con inversiones privadas, corre el riesgo de confundir las causas y los efectos, las políticas y los resultados.

Todos los gobiernos mienten. El problema surge cuando las oficinas técnicas, en lugar de aportar soluciones, se convierten en oficinas de prensa; cuando la tecnocracia, en lugar de resolver los problemas, se dedica a maquillarlos; cuando el diseño de la política pública comienza, como en este caso, a confundirse con la demagogia, con la distorsión deliberada de la realidad en servicio de un interés político.

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Licencias poéticas

Esta semana, el poeta William Ospina publicó un ensayo en tres partes (1, 2 y 3) sobre los logros y los extravíos de la revolución cubana. Ospina repite casi al pie de la letra la historia oficial, contada, como es usual, en tres capítulos: el pasado indigno de la dominación imperial, el presente heroico de las dificultades materiales y el futuro promisorio de un pueblo que ama su revolución. Pero el ensayo es más interesante por lo omitido que por lo enunciado.Los silencios del poeta son más elocuentes que sus palabras. William Ospina no hace ninguna alusión al acoso sistemático sufrido por los intelectuales y artistas cubanos que se atreven a pensar distinto, a las restricciones a la libertad de expresión que han imperado por décadas en la isla, a las arbitrariedades de un Estado policial e intolerante.

El silencio del poeta es extraño. Inexplicable. Hace apenas unas semanas, Ospina escribió una denuncia vehemente contra las intenciones (aberrantes, por cierto) de la Fiscalía de enjuiciar a la dramaturga Patricia Ariza. “Aunque sea torpe y absurdo el cuento que te han montado —escribió Ospina en tono epistolar— no significa que no sea peligroso, en un país donde tanta gente se ha visto arrojada al exilio por sus opiniones”. “Esas campañas de hostigamiento no dejan de ser el homenaje que la barbarie le rinde a la inteligencia, que los inquisidores les rinden a los espíritus libres…”, reiteró el poeta. En Cuba, mucha gente ha sido encarcelada por sus opiniones, los espíritus libres han sido perseguidos por inquisidores uniformados, la barbarie ha conspirado contra la inteligencia, etc. Pero el poeta no se inmuta, su solidaridad parece parcelada por los límites artificiales de la ideología.

Ospina olvidó la lección de su maestro, Estanislao Zuleta, quien invitaba a sus discípulos a seguir los preceptos del racionalismo, a ser consecuentes en sus opiniones. Si el acoso estatal es malo en Colombia, tiene que ser malo en Cuba, donde hay más periodistas encarcelados que en cualquier otro país con la excepción de China. Si el acoso torpe a Patricia Ariza es condenable, el hostigamiento sistemático al poeta cubano Raúl Rivero tiene que serlo aún más. “¿Qué buscan en mi casa estos señores?”, pregunta Rivero. Y él mismo responde: “Ocho policías / en mi casa / con una orden de registro, / una operación limpia, / una victoria plena / de la vanguardia del proletariado / que confiscó mi máquina Cónsul, / ciento cuarenta y dos páginas en blanco / y una papelería triste y personal / que era lo más perecedero /que tenía ese verano”.

Pero Ospina no parece preocupado por estos asuntos policiales. “Tal vez el problema principal de Cuba no es de gobierno sino de recursos”, dice sin ambages. Como si las restricciones a la libertad fuesen un asunto de plata, una fatalidad económica más que una política deliberada. La omisión de los excesos del régimen cubano revela, creo yo, una sensibilidad impostada. Las expansiones líricas del poeta, tan frecuentes, parecen, entonces, arrebatos publicitarios hechos a la medida de una ideología, de un partido. En últimas, el poeta mostró esta semana que, después de todo, se siente a gusto en el papel modesto de propagandista.

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En defensa de Petro

¿Puede un senador de izquierda a llegar a un acuerdo programático, a un entendimiento parcial con un católico recalcitrante? ¿Puede un miembro de la oposición tener una colaboración constructiva con los partidos de la coalición oficialista? La mayoría de los comentaristas políticos colombianos han respondido negativamente a los dos interrogantes planteados. Casi todos han fustigado al senador Gustavo Petro por su intención de ampliar el círculo, de propiciar un diálogo preliminar con sus adversarios ideológicos. Petro, dicen, ha renunciado a sus principios. Lo suyo, insisten, más que una concesión, es una abdicación.

Muchos columnistas nacionales sufren de lo que podría llamarse un exceso de suspicacia. Para ellos, los acuerdos suprapartidistas son imposibles. O mejor, sólo son concebibles los acuerdos burocráticos, las transacciones odiosas de puestos y contratos. “Sólo les importan los puestos…, no los principios liberales”, escribió recientemente Ramiro Bejarano. Practican “la penosa gimnasia pragmática de olvidar sus principios y obtener puestos y ventajas”, afirmó Daniel Samper. “Los partidos de la oposición se comprometieron mayoritariamente con este personaje a cambio de cupos en la Procuraduría”, reiteró Cecilia Orozco. En la política colombiana, se supone, sólo hay acuerdos de intereses. Los entendimientos programáticos son imposibles de antemano.

Para la mayoría de los comentaristas, todo acuerdo representa una renuncia, una traición a las convicciones propias por cuenta de apetitos clientelistas o ambiciones personales. Toda negociación es considerada sospechosa, éticamente cuestionable. La buena política es definida (implícitamente) como la lucha infatigable entre ideas o doctrinas mutuamente excluyentes. La confrontación es encomiada, vista como la adhesión honesta a unos principios irrenunciables. Y la lucha política es puesta por encima de la tolerancia y la civilidad. Los críticos de Petro se sienten, por lo tanto, con el derecho de recurrir a los golpes bajos. Mencionan de manera oportunista su pasado violento, pretendiendo insinuar que la violencia y los acuerdos políticos hacen parte del mismo patrón inaceptable.

Pero Gustavo Petro sólo está actuando de manera razonable. Una actitud razonable, argumenta el filósofo John Rawls, debe ser flexible y debe propiciar, al mismo tiempo, la cooperación constructiva. Debe dejar atrás la presunción de que todas las ideologías son excluyentes, el supuesto de que todos los acuerdos son abdicaciones y la creencia de que la confrontación es permanente y definitiva. Petro entiende que la política está hecha de principios, pero también de algo más. Pero, en Colombia, el realismo político es un pecado. Los clérigos de la opinión defienden la inflexibilidad como una virtud suprema, el radicalismo como un atributo superior.

En medio de la polarización y la mezquindad de la política colombiana, las actitudes razonables son cada vez más escasas. Muchos críticos de Petro, a pesar de un manifiesto compromiso con las ideas liberales, predican la intolerancia. La política, parecen creer, no resiste los acuerdos. La única doctrina posible, suponen, es la del odio, el resentimiento y la confrontación.