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Gasolina cara

La calma de fin de año, la tranquilidad habitual de la temporada, se vio interrumpida por un anuncio inverosímil. El Gobierno Nacional, en cabeza del ministro de Minas y Energía, Hernán Martínez, anunció, sin mayores aspavientos, como si se tratase de un asunto rutinario, que los precios de la gasolina y el acpm permanecerían congelados durante el primer trimestre de 2009. El eufemismo oficial no logró esconder la rareza del asunto: mientras los precios de los combustibles han caído en todo el mundo, en Colombia el Gobierno decidió frenar la caída con el propósito de crear un fondo de estabilización.

Esta decisión es casi un ejemplo de libro de texto de mala economía. Según el Ministro de Minas, “básicamente lo que se guarda en el fondo es para poder devolverlo a los colombianos en el momento en que el precio suba nuevamente”. Precisamente cuando los economistas del mundo entero pregonan la importancia de las políticas anticíclicas y el desempleo interno comienza a crecer rápidamente, el Gobierno decidió, en un extraño impulso antikeynesiano, crear un mecanismo de ahorro forzoso. El Gobierno, en otras palabras, optó por restringir la capacidad adquisitiva de los hogares, cuando debería estar haciendo lo contrario. Desde una perspectiva macroeconómica, el fondo de estabilización, casi sobra decirlo, no pudo haberse creado en un peor momento.

La decisión del Gobierno no sólo es cuestionable desde un punto de vista económico; también lo es desde una perspectiva institucional. Varios analistas han interpretado la medida como una reforma tributaria encubierta, como una forma subrepticia de aumentar los ingresos corrientes sin afrontar la necesaria controversia legislativa. Uno podría argumentar, alternativamente, que el fondo de estabilización es simplemente una manera indirecta de resolver los problemas de financiación del presupuesto de 2009. El fondo seguramente invertirá sus recursos en títulos de deuda pública, constituyéndose, por lo tanto, en una fuente expedita de recursos de financiamiento. Paradójicamente, el ahorro forzado del público terminaría simplemente financiando al Gobierno.

Por último, la decisión oficial le resta legitimidad a la igualación de los precios internos y los precios internacionales de los combustibles líquidos, una política impopular pero conveniente tanto fiscal como ambientalmente. La gente asumió a regañadientes el aumento de precios. Y cuando iba a recibir algún beneficio, el Gobierno cambió intempestivamente las reglas de juego: manifestó primero que necesitaba recursos adicionales para atender a los damnificados del invierno y más tarde anunció, sin ningún reato, la creación del fondo. Las consecuencias políticas de tal arbitrariedad son preocupantes. La confianza en el Estado y en la política económica, un activo fundamental, podría verse seriamente afectada.

El congelamiento de los precios puede ser un indicio de un problema más serio, de la improvisación en la toma de decisiones al interior del gobierno. O peor, del aislamiento presidencial. “Las buenas ideas no se discuten”, dice repetidamente el presidente Uribe. El problema es cuando las malas ideas, como en este caso, dejan igualmente de discutirse.

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Mentiras

El hombre es un animal que dice mentiras. Y que cree en las mentiras, tanto en las propias como en las ajenas. “Después del invento de las gafas detectoras de mentiras vino el derrumbe de la civilización”, pronostica uno de mis cuentos breves favoritos. Y no podría ser de otra manera. El castillo de alianzas y componendas, de maquinaciones y manipulaciones, se derrumbaría irremediablemente sin el cemento providencial de las mentiras. Las estratagemas del príncipe perderían su poder. Las instituciones públicas y privadas se quedarían sin sustento. En suma, el equilibrio precario de la civilización depende de la oferta y demanda de mentiras, de los manipuladores y los manipulables.
Pero hoy no quiero hablar de la macroeconomía de las mentiras (ya habrá tiempo para ello) sino de la microeconomía de la falsedad. El ser humano es un consumidor de mentiras, de espejismos, de promesas falsas, de ilusiones etéreas. Los estafados en las pirámides siguen creyendo, con la fe ciega de la especie, en las promesas imposibles de los estafadores. Los votantes reniegan de las promesas de los políticos pero, cada elección, con increíble inocencia, renuevan su credulidad. La demanda por mentiras crea su propia oferta de estafadores y culebreros.

Pero el comercio de mentiras también ocurre al interior de cada quien. Los seres humanos somos especialistas en mentirnos a nosotros mismos. La razón fabrica las mentiras pero no las detecta. En las postrimerías de un nuevo año, con la esperanza de un nuevo comienzo, muchos hacemos promesas, elaboramos planes, trazamos proyectos, etc. Y por supuesto nos creemos el cuento. No nos damos cuenta de que, llegado el momento, los proyectos imaginados lucirán menos atractivos y los propósitos de Fin de año se convertirán, consecuentemente, en una mentira más.

«El hombre planea y Dios se ríe”, dice un proverbio judío. Planear, al fin de cuentas, es fácil. Lo difícil es ejecutar los planes. Cuando planeamos somos racionales, sopesamos sabiamente los costos presentes y los beneficios futuros. Pero cuando ejecutamos lo planeado, somos impacientes, impulsivos, gastamos, comemos o bebemos más de la cuenta. Y para tranquilizar nuestra conciencia, mentimos nuevamente, volvemos a hacer propósitos irrealizables. “El hombre ejecuta y el diablo disfruta”. El ejecutor no sólo contradice al planeador; también lo utiliza convenientemente para paliar sus desvaríos. Los planes, sobra decirlo, son poco más que mecanismos de defensa.

Los monos tamarin, habitantes de la selva amazónica, son incapaces, en experimentos controlados, de esperar ocho segundos para triplicar el tamaño del premio, de la ración de frutas ofrecida estratégicamente por el experimentador. Los tamarin son presa fácil de sus impulsos de corto plazo. Viven irremediablemente en el presente, en un mundo sin planes, sin mentiras terapéuticas, sin mecanismos de defensa. Son una especie triste que todavía no ha aprendido, para su desgracia, a mentirse a sí misma, a paliar la infelicidad del mundo con el expediente providencial del autoengaño.

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Caudillos

El ex presidente de Brasil Fernando Henrique Cardoso señaló recientemente que Suramérica parece estar dividiéndose inexorablemente en dos bloques. Los países del primer bloque, Chile, Brasil y Perú, entre otros, comparten, en opinión de Cardoso, un compromiso firme con la democracia liberal, la estabilidad institucional y la modernización económica. Estos países, todavía de manera dispareja, están integrándose con el mundo, consolidando una burguesía empresarial productiva y una clase media ambiciosa. Todavía no somos el primer mundo, dice el economista brasileño Mailson da Nobrega, pero Brasil salió ya del tercer mundo.

El segundo bloque, formado entre otros por Argentina, Ecuador y Venezuela, ha optado por otro modelo; ha desdeñado la democracia liberal y la estabilidad institucional y ha propiciado la multiplicación de buscadores de rentas y clientelas políticas. “Los jefes de Estado –escribió recientemente el comentarista francés Guy Sorman– no son más que caudillos rodeados de clientes que esperan algún favor. La redistribución del petróleo, de los minerales, de los dineros y empleos públicos hace las veces de economía y reemplaza el desarrollo”. Inicialmente los caudillos providenciales despiertan un fervor unánime, casi reverencial. Pero la euforia se transforma tarde o temprano en desencanto. Los caudillos, sobra decirlo, siempre terminan mal.

¿Dónde está Colombia? ¿En el primer bloque o en el segundo? ¿Del lado de la modernidad o del lado del caudillismo? Esta semana, el Gobierno definió buena parte de la cuestión. En la noche del miércoles, en medio de un zafarrancho legislativo, el Gobierno mostró que está dispuesto a atropellar las instituciones con el propósito (antes soterrado ahora explícito) de consolidar un proyecto personalista. La acumulación de poder se presentó como un hecho ineludible, como el resultado natural del fervor popular. El caudillo, se dice, no desea el poder pero no puede contrariar el clamor unánime de su pueblo, ni despreciar la petición escrita de millones de firmantes. No importa que hayan sido reclutados con dineros sospechosos o inexplicados.

Pero el caudillismo no termina con la reelección. El Gobierno, para citar sólo un ejemplo reciente, ni siquiera se tomó la molestia de justificar por escrito la reciente declaración de emergencia social. En el pasado, los decretos de emergencia contenían argumentos exhaustivos, de varias páginas. Ahora el Gobierno reclamó facultades legislativas sin motivarlas, como si la voluntad del caudillo fuese una razón definitiva. En materia económica, el Gobierno va en camino de consolidar un modelo redistributivo como el descrito por Guy Sorman. Gobernar es repartir. O redistribuir en favor de las clientelas.

Las Farc impidieron que en Colombia surgiera un caudillo de izquierda pero han propiciado, paradójicamente, la aparición de un caudillo de signo contrario. En su afán por evitar la llegada al poder de un émulo de Hugo Chávez, el presidente Uribe podría terminar transformándose en lo mismo, en un caudillo que represente precisamente lo que pretende combatir.

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Sin paraíso, no hay tetas

La crisis de la economía mundial parece cada vez peor. Las malas noticias se superponen día tras día. Los buenos tiempos, las épocas felices del consumo conspicuo, de las extravagancias sin reproche, terminaron abruptamente. El mundo sufrirá, ya no hay duda, la mayor resaca en muchas décadas. Los analistas han aceptado la nueva realidad, la desinflación de todas las variables, con una especie de resignación malhumorada. Muchos han dejado de especular sobre las causas de la crisis y han pasado a examinar sus consecuencias, sus efectos sobre los hábitos y las decisiones de la gente. Las crisis, después de todo, cambian a los hombres.

Los cambios más obvios tienen que ver con el consumo. Los centros comerciales todavía congregan a millones de personas atraídas por los artificios luminosos de la temporada. Hace unos días, un consumidor gringo murió aplastado, como cualquier peregrino musulmán, por una muchedumbre exaltada que perseguía la salvación en la forma de una ganga. Una estampida capitalista, dirán los críticos del sistema, es una forma triste de morir. Pero más allá de las anécdotas, los consumidores han dejado de gastar. Conservan intacta su fe. Pero perdieron el entusiasmo. O al menos la confianza, el gusto adquirido de gastar por gastar.

La pérdida de confianza es sólo uno de los efectos de la crisis. Muchas costumbres domésticas también han cambiado. La prensa mundial informa, con cierta ironía, que el adulterio está en retirada. El New York Times reportó esta semana que la demanda por servicios sexuales (el eufemismo es copiado) ha disminuido sustancialmente. Aparentemente las únicas prostitutas capaces de conservar a sus clientes son las que fungen de psicoanalistas, las que participan, junto con los profesores de yoga, los entrenadores personales y los peluqueros locuaces, en el creciente mercado de “terapistas” informales. Los banqueros de inversión, quién lo creyera, ya no quieren diversión, sino compañía.

Y con el cambio de costumbres viene el cambio en las preferencias. Los psicólogos han notado, desde hace un tiempo, que los gustos se tornan más conservadores durante las épocas de crisis. Los hombres buscan protección, prefieren los ambientes seguros, hacendosos. Un investigador de la Universidad de Illinois en Urbana mostró recientemente que el cambio anual del índice Dow Jones y el tamaño del busto de la Playmate del año (un buen compendio de los gustos sexuales de la coyuntura) se mueven al unísono, crecen y decrecen en concordancia (el coeficiente de correlación es de 0,36). Cuando el Dow sube, los bustos se expanden. Y cuando cae, se desinflan. En los buenos tiempos, priman las voluptuosas. En los malos, las recatadas. En suma, sin paraíso, no hay tetas.

Los ciclos capitalistas transforman las costumbres y corrigen algunas extravagancias. La burbuja mundial, el movimiento sinuoso de la economía, no sólo elevó los precios de los energéticos y los alimentos por encima de los límites razonables, sino que convirtió a Pamela Anderson (y a sus miles de imitadoras) en el estándar del gusto y el deseo. Pero con la crisis, el petróleo volverá a los niveles de siempre (40 dólares el barril) y la talla preferida pasará, al menos por un buen rato, del extravagante 38 al recatado 32. Las crisis, ya lo dijimos, cambian a los hombres.

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Proteccionismo empobrecedor

En materia social, las apariencias engañan, los titulares confunden y las opiniones muchas veces difieren de la realidad. Si hoy en día decidiéramos preguntarle a una muestra representativa de ciudadanos o a un conjunto diverso de líderes de opinión acerca de la peor noticia del año para los pobres de Colombia, sus respuestas serían similares. Algunos mencionarían el derrumbe de las pirámides. Otros, la crisis financiera. O la desaceleración de la economía. O incluso el aumento del desempleo. Pero pocos señalarían la peor tragedia social de 2008: el crecimiento inusitado del precio de los alimentos.

En lo corrido del año, la inflación de alimentos se ubica por encima de 12%. El precio del arroz, por ejemplo, se ha duplicado. Consecuentemente la pobreza ha aumentado en varios puntos porcentuales. El fenómeno es generalizado, afecta a millones de personas. Pero carece de la espectacularidad de las pirámides. O de la notoriedad de la crisis financiera internacional. Con el derrumbe de las pirámides, pocos (relativamente hablando) lo perdieron todo. Con la inflación de alimentos, todos han perdido un poco: han tenido que cambiar sus hábitos de consumo o dejar de comer o posponer indefinidamente decisiones largamente meditadas.

El aumento del precio doméstico de los alimentos obedece, en buena medida, al crecimiento de los precios internacionales y a los estragos ocasionados por el invierno. Pero algunas decisiones recientes del Ministerio de Agricultura han exacerbado el problema. En el resto del mundo el precio del arroz ha comenzado a caer; en Colombia, por el contrario, sigue subiendo por causa del aplazamiento indefinido de un contingente de importación. El Ministerio de Agricultura dice no tener afán, argumenta que está estudiando de manera cuidadosa los posibles proveedores. Mientras el Ministro degusta pacientemente las distintas variedades de arroz, los precios aumentan y la pobreza se multiplica.

Adicionalmente, el Gobierno decidió imponer un arancel de 25% a la importación de maíz. El arancel había sido desmontado como consecuencia del aumento de los precios internacionales: el Sistema Andino de Franjas contempla un arancel variable que baja cuando los precios suben y sube cuando los precios bajan. Pero el Gobierno decidió deponer el Sistema de Franjas y beneficiar doblemente a los productores. Las razones aducidas son inauditas. Según el razonamiento oficial, el aumento de los precios internacionales abre grandes oportunidades que supuestamente deben afianzarse por medio de aranceles mayores. Es la ley del embudo en versión proteccionista: si los precios externos caen, aumenta la protección, y si suben, pues pasa lo mismo: también aumenta la protección.

El Ministro de Agricultura puede tomar decisiones contrarias al bienestar general amparado en la desidia de los medios y en la desatención del resto de la sociedad. Los intereses politiqueros o gremiales priman impunemente sobre los de la mayoría. Cabe, entonces, llamar la atención, señalar con vehemencia que el Ministro de Agricultura parece empeñado en multiplicar los pobres de este país. Precisamente cuando debería estar haciendo todo lo contrario.

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Delirio

En algún momento, el todo se vuelve mayor que la suma de las partes. Los llamados “casos aislados” no pueden ya considerarse eventos independientes. Surge, entonces, lo que algunos llaman un patrón, una tendencia. En el caso que nos ocupa, la tendencia es clara: el Estado colombiano se ha convertido, en los últimos años, en un vigilante obsesivo de la vida de los ciudadanos, ha asumido el papel odioso del gran hermano: ausculta, escarba, merodea, espía, intercepta, etc. El Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) estuvo siguiendo los pasos de un senador de la oposición. La Fiscalía quiso tener acceso a los archivos privados de las universidades públicas. La misma Fiscalía interceptó los mensajes privados, las conversaciones de todos los días, de algunos periodistas, académicos y funcionarios de organizaciones no gubernamentales. Por un buen tiempo, el gran hermano alimentó su curiosidad paranoide y nadie pareció inmutarse.

Ahora vienen las explicaciones. En relación con el último incidente mencionado, el Fiscal General plantea una hipótesis inquietante: “Esto, más que un ataque de originalidad, tiene todos los visos de estar haciéndoles la tarea a los enemigos de los derechos y las libertades constitucionales”. El Presidente ha insinuado que los funcionarios implicados son aliados del terrorismo, infiltrados que buscan, con sus acciones, enlodar a su gobierno o a la totalidad del Estado. Esta hipótesis no sólo es implausible, sino también circular, carente de lógica. Implica, entre otras cosas, que los desafueros del Estado siempre pueden reducirse a estratagemas de los terroristas.

Probablemente los abusos y las violaciones a las libertades han sido consecuencia del exceso de celo y del afán de resultados de muchos funcionarios. Algunos han actuado espontáneamente. Otros lo han hecho cumpliendo órdenes superiores. Pero todos han estado motivados, en mi opinión, por el discurso y el accionar del presidente Uribe. La obsesión oficial con el terrorismo ha propiciado, en palabras de Hanz M. Enzensberger, “la idolatría histérica del poder estatal y la santificación absurda de las fuerzas del orden”. Y ha creado, al mismo tiempo, un ambiente de desquite, una predisposición paranoide que ve enemigos en todas partes y adivina conexiones en todos lados. “Los terroristas han logrado transferir a buena parte de la sociedad el delirio al que ellos mismos han sucumbido”.

Los grupos terroristas buscan que el Estado suspenda las libertades civiles, quieren crear un monstruo (una especie de Leviatán desaforado) que justifique, en retrospectiva, sus acciones violentas. El Estado que debería ser la solución puede convertirse, entonces, en parte del problema. Los falsos positivos y las violaciones repetidas a la privacidad sugieren que el Estado colombiano se ha convertido, durante los últimos años, en parte del problema. Paradójicamente los terroristas, aunque derrotados, han logrado uno de sus objetivos: han empujado al Estado más allá de los límites de la razón y la cordura.

El Estado no puede contagiarse del delirio de los terroristas. “Ponga precio, rápidamente, a esos bandidos, que esos bandidos se reencarnan y se multiplican”, dijo el presidente Uribe esta semana en la asamblea anual de Fedegán. El delirio colectivo fue inmediato. Las consecuencias, ya lo sabemos, vendrán después.

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Los subordinados

En el año 1990, ocurrió uno de los accidentes aéreos más absurdos de las últimas décadas. El vuelo 52 de Avianca se estrelló en Long Island, a quince millas del aeropuerto internacional John F. Kennedy de la ciudad de Nueva York. En su último libro, publicado este mes, Malcolm Gladwell, uno de los autores más populares de los Estados Unidos, un gran coleccionista de curiosidades, estudió las causas del accidente del vuelo 52. Gladwell argumenta que la causa última del accidente (la causa inmediata es conocida: el avión se quedó sin gasolina) tiene que ver con una falencia cultural de los pilotos, con una característica saliente de su nacionalidad, con el exagerado respeto por la autoridad de los colombianos. El accidente fue, para el autor, una manifestación trágica de la colombianidad.

Gladwell analiza, línea por línea, la conversación de los pilotos en los minutos previos al accidente. Inicialmente el autor llama la atención sobre el lenguaje cauteloso, casi absurdo del copiloto, el villano involuntario de esta tragicomedia. El avión se estaba quedando sin gasolina. La situación era de vida o muerte. Pero el copiloto fue incapaz de desafiar la autoridad de su superior y de los controladores aéreos. Permaneció apegado a un lenguaje oblicuo, lleno de rodeos. Nunca declaró la emergencia. Parecía resignado al destino mortal impuesto por los errores de sus superiores. Hasta el último segundo se mostró obsecuente. Y la obsecuencia tuvo, en este caso, consecuencias fatales.

Pero Gladwell no termina allí. De la anécdota pasa a la generalización sociológica. El copiloto –dice– fue incapaz de escapar al dictado de su cultura, a nuestro respeto inveterado a la autoridad. En Colombia, sugiere Gladwell, las jerarquías son incuestionables, la distancia al poder parece un abismo. Yo dudo de las generalizaciones, de la facilidad con la que muchos autores, incluido Gladwell, incurren en el determinismo sociológico. Pero la anécdota es interesante. Y consecuente, entre otras cosas, con la irritante distinción nacional, sin duda una aberración de nuestro lenguaje, entre los «doctores» y los demás.

Pero el punto que quiero plantear es más político que sociológico. Más que en la crítica social, quiero concentrarme en los extravíos de la administración pública. La anécdota en cuestión sugiere que, en ambientes complejos, cuando la diversidad de puntos de vista es fundamental, la pasividad de los subordinados, su reticencia a desafiar al jefe, puede ser catastrófica. Incluso algunos pilotos incentivan el atrevimiento, les mienten a sus subordinados, les dicen que se sienten mal, que llevan un buen tiempo sin volar con el único objetivo de confundir las jerarquías y propiciar un dialogo horizontal.

Pido disculpas de antemano por la extrapolación. Pero la analogía entre el copiloto del vuelo 52 y los ministros y funcionarios del Gobierno es evidente. La pasividad de los últimos es muchas veces incomprensible. Ningún miembro del equipo económico, por ejemplo, ha cuestionado la idea absurda, expresada innumerables veces por el Presidente, en el sentido de que los controles a los capitales externos blindaron la economía colombiana. En un sentido más general, los ministros parecen incapaces de poner en duda la exuberante improvisación de su jefe. Muchas veces, para reiterar la moraleja de esta historia, los culpables son quienes permanecen impasibles, quienes callan y otorgan: los subordinados, que por rutina y obediencia, vislumbran la catástrofe y agachan la cabeza.

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Revolucionarios y estafadores

El mundo es imperfecto. Hace tiempo fuimos expulsados del paraíso, condenados al trabajo, a la escasez, a la realidad triste del diez por ciento efectivo anual. Pero los seres humanos estamos hechos de contradicciones, de añoranzas imposibles. La inteligencia no nos hace inmunes a la fantasía, no nos protege de las promesas de quienes nos ofrecen regresar al paraíso o duplicar nuestras fortunas en cuestión de días. Los vendedores de ilusiones, los predicadores de un nuevo orden, los revolucionarios y los estafadores, todos por igual, son explotadores de nuestra inocencia, de esa imperfección humana que consiste, paradójicamente, en la ilusión por la perfección, por lo rápido, lo fácil y lo efectivo.

Los revolucionarios, se ha dicho muchas veces, suelen ser estafadores. Pero yo quiero invertir la sentencia: los estafadores son revolucionarios. Pasan del anonimato, de una vida oscura y errante a la fama y la figuración en cuestión de meses. Carlos Alfredo Suarez, el estafador de DRFE, pasó de ensamblar obleas a amasar una fortuna, miles de millones de pesos de familias que, cansadas de la tiranía de los bajos intereses, soñaban con una nueva realidad. Carlos Ponzi, el estafador más famoso de la historia, también pasó de la oscuridad a la gloria en pocos meses. Cansado de limpiar mesas en un restaurante de Boston, decidió dedicarse a sumar adeptos a la causa revolucionaria del 50 por ciento en 45 días.

Como los revolucionarios, los estafadores dicen combatir el orden establecido y defender al pueblo. David Murcia Guzmán afirma estar luchando en favor de la gente y en contra de los monopolios financieros. «El pueblo tiene que despertar», dice. «La guerra no es contra DMG, es contra cada uno de los colombianos…es hora de hacer justicia. Somos y seguiremos siendo pueblo…Esta causa se ha convertido ya en una revolución económica. Y si he de morir por la causa moriré orgulloso y tranquilo. Esta es una guerra declarada al pueblo y la voz del pueblo es la voz de Dios». El fundador de DMG no habla como un banquero, sino como un revolucionario. Su arenga, a pesar de haber sido pronunciada en una oficina en Panamá, lejos de las muchedumbres enardecidas, rememora la retórica bolivariana de Hugo Chávez. Las palabras son las mismas. Y la clientela posiblemente también.

Los seguidores de DMG no son apostadores racionales. No son amantes del riesgo que hacen apuestas calculadas. Son seguidores de una causa. Claman, a gritos, que los pobres también tienen derecho a multiplicar sus ingresos. Confían en su líder. Desoyen a los escépticos. Su fe podrá ser comprada. Pero eso no la hace menos férrea. El estafador y la víctima, escribe el historiador económico Charles Kindleberger, están unidos en una relación simbiótica, se necesitan mutuamente. Lo mismo ocurre, por supuesto, entre el revolucionario y el pueblo.

En su célebre ensayo Elogio de la Dificultad, Estanislao Zuleta describió bellamente nuestro deseo por lo imposible. «Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada…En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida». Precisamente la abundancia que nos prometen, por igual, los revolucionarios y los estafadores.

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Obama paradójico

La candidatura de Barak Obama logró mezclar el agua y el aceite, juntar a mucha gente muy distinta, aglutinar intereses contradictorios. La campaña no fue tanto una colección de matices, como un sancocho ideológico. En la campaña cabía todo el mundo, muchas facciones encontraron acomodo. En el gobierno, sin embargo, las cosas serán distintas, la concreción programática reemplazará necesariamente a la ambigüedad ideológica. La campaña de Obama incluyó a todo el mundo. Pero su gobierno tendrá que excluir (ideológicamente hablando) a algunos de sus seguidores más apasionados.
Puede ser temprano para describir el énfasis programático del nuevo gobierno pero los primeros indicios sugieren que Obama será un presidente de centro, un gobernante pragmático alejado de los extremos. En materia económica, Obama parece inclinado hacia el centrismo tecnocrático de Bill Clinton. Obama desmontará el corporativismo corrupto, el gobierno de las empresas, para las empresas y por las empresas instaurado por Bush y Cheney. El nuevo presidente no es un plutócrata. Pero tampoco es un opositor a ultranza de la economía de mercado o del comercio internacional. Larry Summers, el más probable secretario del tesoro, no es precisamente un crítico pertinaz del orden económico mundial o un antiglobalizador histérico. Todo lo contrario.

En su primer discurso como presidente electo, Obama señaló que la fortaleza de los Estados Unidos no proviene de la fuerza de las armas o de la magnitud de la riqueza, sino del poder de sus ideales: «democracia, oportunidad, libertad y esperanza». Algunos analistas perspicaces señalaron que Obama omitió (deliberadamente, sin duda) cualquier referencia a la «igualdad». Obama encarna el ideal de la movilidad social, del sueño americano en su forma más pura pero no aboga por la igualdad como un ideal preponderante, no parece tener en mente grandes esquemas redistributivos. Probablemente eliminará las inequidades fiscales más flagrantes, aumentará los impuestos a los más ricos y expandirá la seguridad social pero no se embarcará en una gran aventura redistributiva. Obama no es un revolucionario. Es un reformista.

Obama es un centrista por convicción. Pero también deberá serlo por necesidad. En el manejo de la economía, su margen de maniobra es casi inexistente habida cuenta de la coincidencia de un déficit abultado y una economía en crisis. En los tiempos difíciles, la ideología pasa a un segundo plano, las diferencias partidistas pierden importancia y el consenso se convierte en una necesidad, en un imperativo pragmático.

Obama es una mezcla de extremos, la encarnación de muchas paradojas. Blanco y negro por herencia. Un orador emotivo y un pensador racional. Un populista con tendencias tecnocráticas (y viceversa). Un político que cautivó por igual a las élites educadas y a las clases bajas sin educación. Obama representa la esperanza de un cambio verdadero. Pero el cambio no será de un extremo al otro, de un polo al opuesto; será posiblemente un movimiento hacia el centro, una huida de los extremos. Obama enfrenta el gran desafío de conquistar el centro sin perder su carisma, de ejercer la moderación sin sacrificar la inspiración. En últimas, Obama aspira a seguir siendo lo que siempre ha sido: un político paradójico y excepcional.

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La dependencia colombiana

«Por fin los colombianos, ellos mismos, sin que nadie les lleve de la mano» dijo la Reina Sofía de España en referencia al exitoso rescate de Ingrid Betancourt y sus compañeros de cautiverio. El comentario de la Reina Sofía debería, en mi opinión, sacarse de contexto, leerse como una crítica a la dependencia colombiana, a nuestra creencia de que la justicia, la paz y el desarrollo dependen, en última instancia, de los buenos oficios de la comunidad internacional. Sin distingos ideológicos, los colombianos estamos convencidos de que la injerencia foránea es imprescindible. Nos consideramos una nación infantil en eterna necesidad de supervisión adulta.

Los colombianos hemos aceptado como axiomas, como premisas que no admiten discusión, varios hechos dudosos. Creemos, por ejemplo, que el éxito de la lucha contra el narcotráfico depende del Plan Colombia, de la ayuda militar de los Estados Unidos. Creemos, al mismo tiempo, que la superación de la impunidad (esa lacra nacional) depende de la justicia internacional o del heroísmo altruista de un juez español con ínfulas de justiciero cósmico. Esta semana, el senador Gustavo Petro anunció que denunciará ante las cortes internacionales el aberrante caso de los desaparecidos de Soacha. Aunque la justicia colombiana apenas está comenzando a estudiar el caso, a hacer las pesquisas preliminares, su fracaso ya se supone consumado, ya el senador Petro está buscando un sucedáneo externo. Ya decidió, en concordancia con nuestra mentalidad dependiente, que la intervención foránea es fundamental.

Las autoridades ya no perciben la extradición como un convenio reciproco de colaboración judicial. La consideran, por el contrario, una solución externa a las fallas de nuestra justicia y a la corrupción de nuestro sistema carcelario. El abuso de la extradición es, en últimas, otra admisión tácita de nuestra dependencia. En el mismo sentido, muchos analistas (y el Gobierno mismo) dan por sentado que el futuro de la economía depende de la buena voluntad del Congreso de los Estados Unidos y de la confianza de los inversionistas internacionales. Más importantes que las políticas internas, que nuestras propias decisiones son, en esta visión, las opiniones de los políticos y los capitalistas foráneos.

Sin caer en el solipsismo, deberíamos aceptar, de una vez por todas, que la ayuda militar es prescindible, que la justicia internacional no puede sustituir a la nacional y que el desarrollo económico depende, después de todo, de la calidad de las políticas internas. Colombia debe procurar por unas relaciones maduras con la comunidad internacional. Deberíamos pasar, al menos, del ruego infantil a la independencia sobreactuada de los adolescentes. Nuestra demanda por intervencionismo siempre encontrará una oferta dispuesta a vendernos la ilusión de un porvenir. Pero, en últimas, nadie resolverá nuestros problemas por nosotros.

La cooperación internacional es fundamental. Pero no puede estar basada en el axioma cuestionable de nuestra insuperable dependencia. Ya va siendo hora de que, como sugirió la Reina española con algo de sinceridad involuntaria, aprendamos a caminar «sin que nadie nos lleve de la mano».