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Uribemanía

Entre lunes y viernes de la presente semana, este diario publicó 45 columnas de opinión. Sesenta por ciento aproximadamente, 28 de las 45, mencionaron explícitamente al mismo personaje, al objeto de la obsesión nacional, al presidente Álvaro Uribe. En la edición del martes, por ejemplo, las noticias y las columnas parecían todas variaciones —a veces insólitas— sobre el mismo tema: “Uribe debe quedarse”, “Los uribistas son brutos”, “Que se tenga de atrás Uribe”, etc. Pero la uribemanía no es sólo un capricho de El Espectador. De las 33 columnas publicadas en la edición impresa del diario El Tiempo en los primeros cinco días de esta semana, la mitad tenía que ver con Uribe. En la Colombia de hoy, la opinión es la misma noticia.

Históricamente este país ha vivido obsesionado con el mandatario de turno, con sus palabras y sus silencios, con sus acciones y sus omisiones. “En Colombia, el Presidente lo es todo. Colombia nada es sin él. Él es el presente, él es el pasado, él es el porvenir. Él es el que parte el pan y él es el que sirve el vino”, escribió el novelista Fernando Vallejo en Años de indulgencia. Pero esta obsesión inveterada ha crecido dramáticamente con el presidente Uribe. El archivo electrónico del diario El Tiempo permite cuantificar la cuestión. En 1996, en medio del escándalo del proceso 8.000, El Tiempo publicó 2.490 noticias y artículos de opinión que mencionaban al presidente Ernesto Samper. En 1999, en medio de las vicisitudes del proceso de paz con las Farc, publicó 1.742 notas que aludían al presidente Andrés Pastrana. El año anterior, en medio de la controversia reeleccionista y los escándalos judiciales, publicó 5.104 noticias y columnas que mencionaban al presidente Álvaro Uribe. En suma, Uribe duplica a sus predecesores.

Paradójicamente la obsesión con Uribe ha crecido con el transcurrir de su mandato. En el pasado la prensa iba perdiendo gradualmente el interés en el mandatario de turno. Como en el amor, el encanto inicial se convertía con los años en indiferencia postrera. En números redondos, Samper comenzó con 1.600 noticias anuales en El Tiempo y terminó con 1.200, Pastrana arrancó con 2.300 y concluyó con 900, Uribe inició con 2.100 y ya va en 5.100 notas anuales. Cada año, Uribe monopoliza más y más la atención de periodistas y opinadores (incluida la de quien escribe).

Desde hace una década, cada semestre, juego con mis estudiantes un ejercicio de coordinación. Escojo una pareja al azar y les pido que, sin comunicarse entre sí, escriban el nombre de un personaje de la vida nacional en una hoja de papel. Si escriben el mismo nombre, ambos ganan un pequeño premio, unas cuantas décimas en una de las evaluaciones semestrales. En los últimos años, el juego ha perdido sentido, se convirtió en un ejercicio trivial. Todos los estudiantes, sin excepción, escriben el mismo nombre: “Álvaro Uribe”. Sobra decirlo, el Presidente se convirtió en un punto focal casi obvio, en un protagonista apabullante de la vida nacional.

El último capítulo del reality de la política colombiana tiene un título extraño: La encrucijada del alma. Ya vendrán cientos de opiniones sobre la duda presidencial. Los analistas especularán sin límites sobre la estrategia o la psicología del presidente Uribe. Yo sólo espero que la ridiculez de este asunto conduzca al hastío, a la mengua de la uribemanía, al fin de la neurosis nacional. Llegó la hora de reducir a Uribe a sus justas proporciones.

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Seguridad sin plata

La financiacipon de la política de seguridad democrática ha suscitado un debate intenso y a veces confuso. Inicialmente el banquero Luis Carlos Sarmiento llamó la atención sobre la necesidad de contar con una fuente permanente de ingresos que sustituya el impuesto al patrimonio. “Todos debemos pagar por la seguridad”, dijo. Seguidamente el presidente Uribe reiteró la importancia de “una renta permanente para seguir financiando la seguridad y poder derrotar todas las raíces del terrorismo, de la violencia, en nuestro país”. Los alcaldes de las principales ciudades del país apoyaron la iniciativa presidencial, pero pidieron una recomposición del gasto militar. Más que soldados en la selva, insinuaron, necesitamos policías en las calles.

El debate de marras tiene dos partes. La primera concierne al tamaño del gasto militar. O más específicamente, a la ausencia de una explicación precisa sobre las necesidades de gasto del Ministerio de Defensa. “¿Dónde está la demostración presupuestal de que esto efectivamente se necesita?”, preguntó esta semana el ex ministro Juan Camilo Restrepo. Pero más allá de las dudas y de la falta de claridad del Gobierno, es improbable que el gasto militar disminuya sustancialmente durante los próximos años. Si acaso, deberíamos esperar una recomposición del gasto, un mayor énfasis en la seguridad ciudadana. Pero no una reducción significativa de los montos reales. En suma, el gasto militar se mantendrá seguramente en los niveles actuales, en los 14 y tantos billones de pesos anuales.

La segunda parte del debate es más compleja. Tiene que ver con el equilibrio de las cuentas fiscales. El tema de fondo no es cómo sustituir el impuesto al patrimonio, sino cómo llenar el previsible hueco fiscal. En esencia, el presidente Uribe está reconociendo, así sea de manera indirecta, la existencia de un desequilibrio en las cuentas públicas más allá del año 2010. Su tercer período podría empezar en rojo, con un faltante presupuestal que requiere, por definición, un recorte de gastos o un aumento de impuestos.

Si aceptamos —como lo ha hecho el presidente Uribe— que las cuentas futuras no cuadran, que falta plata o sobran gastos, surgen de inmediato varias preguntas. ¿Cómo justificar, por ejemplo, los pactos de estabilidad tributaria (que eximen a los firmantes del pago de nuevos impuestos) cuando el mismo Gobierno reconoce que no ha alcanzado la estabilidad fiscal? Uno no debería atarse las manos, dice el sentido común, cuando sabe o sospecha que tendrá que nadar para no ahogarse. ¿Cómo justificar las generosas exenciones (en particular los cuantiosos descuentos a la inversión) cuando el mismo Presidente reconoce la necesidad de más o mayores rentas? Uno no debería, dice también el sentido común, regalar lo que no tiene.

En últimas, este debate sugiere que la seguridad democrática (basada en un aumento permanente del gasto militar) es incompatible con la confianza inversionista (basada en un incremento sustancial y permanente de las exenciones tributarias). Ya el presidente George W. Bush intentó algo parecido. Decidió, hace unos años, regalar impuestos en medio de una guerra muy costosa. Los resultados fueron desastrosos. Ahora el presidente Uribe está haciendo lo mismo. Y los resultados, esperaría uno, no tendrían por qué ser diferentes.

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La política y la guerra

“En Colombia estamos ya en guerra, es decir, en campaña”, escribió esta semana José Obdulio Gaviria. Los buenos políticos, insinuó, son en esencia guerreros: “no es por casualidad que los grandes de un arte lo fueron del otro: Alejandro, Julio César, Napoleón, Bolívar…”. En opinión del ex asesor e ideólogo, convertido ya en aspirante a legislador, la política implica el enfrentamiento intenso de fuerzas antagónicas, el conflicto sin atenuantes entre los dueños y los viudos del poder. La política es, en suma, un juego de suma cero: la ganancia de unos es la pérdida de los otros. Y viceversa.

Es imposible leer a José Obdulio Gaviria sin pensar en Carl Schmitt, uno de los ideólogos del Nacional Socialismo alemán, creador de buena parte del cuerpo de doctrina del fascismo y defensor vehemente de la acumulación de poder en cabeza del Ejecutivo, la única rama del poder público que, en su opinión, reflejaba la voluntad popular. Schmitt creía, como José Obdulio, que la política era una guerra sin cuartel. La moral, escribió, se ocupa del bien y el mal; la estética, de lo bello y lo feo; la economía, de lo rentable y lo ruinoso. En la política, por su parte, la distinción fundamental es entre los amigos y los enemigos; entre el uribismo y el antiuribismo, diría José Obdulio.

Como escribió recientemente el politólogo Alan Wolfe, Schmitt consideraba que los liberales, los partidarios del poder restringido, eran idiotas útiles de los enemigos del Estado. La separación de poderes le parecía no sólo inconveniente, sino también peligrosa. “La excepción —escribió— es siempre más interesante que la regla”. En su opinión, el ejercicio del poder consistía no tanto en seguir unas reglas definidas de antemano, como en decidir cuáles reglas deben cumplirse y cuáles no. En otras palabras, el presidente en ejercicio debería tener el monopolio absoluto sobre la última decisión. En la ideología de Schmitt, las reglas no restringen el poder. Todo lo contrario: el poder determina la vigencia de las reglas. Y la voluntad del vencedor en la lucha política tiene primacía sobre las leyes y la Constitución.

La política, cabe decirlo de una vez, no tiene que ser una guerra. El parlamento no es un campo de batalla. El poder no es una cuestión de todo o nada. La política puede entenderse incluso como lo opuesto a la guerra, como una forma de canalizar las pasiones violentas y dirimir pacíficamente la pugna entre ideas contradictorias. La distinción es importante. La asociación de la política con la guerra no es meramente un símil equivocado. Históricamente quienes han creído que la política es equivalente a la guerra han terminado atrapados en la inercia del belicismo, en la dinámica envolvente de la conflagración armada.

Si nos atenemos a lo escrito por José Obdulio Gaviria, una nueva reelección del presidente Uribe implicaría cuatro años más de polarización deliberada y de subordinación de las reglas de juego a la voluntad del Ejecutivo. Todo en nombre de un cuerpo de doctrina prestado del fascismo y aplicado al pie de la letra en un país que lleva ya muchos años, demasiados, sin duda, tratando de diferenciar la política de la guerra.

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Intoxicación ideológica

El escritor bogotano Mario Mendoza, de 45 años, publicó el pasado mes de abril su séptima novela, Buda Blues. “Quizás es mi novela de mayor choque, de mayor fuerza”, dijo Mendoza en una entrevista reciente. “Un desgarrador aullido contra la sociedad y la especie, contra la desigualdad y la brutalidad, contra el capitalismo y sus vergüenzas, contra el American way of life, contra las convenciones”, dice la contracarátula de la novela. Sin ambigüedades, de frente, Mendoza ha expresado su propósito de hacer crítica social, de darle a su narrativa un contenido político, de combatir, desde la escritura, “el centro, la oficialidad y el interior del establecimiento”.
Intrigado (e instigado al mismo tiempo) por las opiniones políticas de Mendoza, decidí leer la novela. Me encontré de inmediato con una total falta de ironía, de humor, de escepticismo. El autor no logra separarse, diferenciarse de las opiniones (muchas veces absurdas) de los protagonistas. Uno de ellos es un profesor de sociología que un día cualquiera recibe una notificación de Medicina Legal conminándolo a dirigirse a la morgue con el fin de reconocer el cadáver de Rafael, un tío del que nada sabía hacía ya mucho tiempo. Rafael, un erudito insatisfecho, pasó los últimos días de una vida misteriosa en un inquilinato, rodeado de miles y miles de libros en varios idiomas, anotados todos en el lenguaje original.
Rafael condensó la totalidad de su erudición, de sus miles de lecturas en muchos idiomas, en un documento de cuarenta páginas que, vaya ironía, parece una muestra típica de marxismo de bachillerato: “las telenovelas, los seriados televisivos, los noticieros de radio que siempre mienten…, el concepto de belleza anoréxico y famélico…, el consumismo aberrante, el arribismo, la xenofobia creciente…, todo está perfectamente armado para que cada uno de nosotros caiga en la trampa y empiece a comportarse como los otros, a pensar lo mismo, a sentir lo mismo, a soñar lo mismo”. El profesor de sociología, supuestamente entrenado para apreciar los matices, queda inmediatamente descrestado con la perorata de su tío. Ciego ante la ironía, no se da cuenta del absurdo, de la erudición convertida en lugar común, de la literatura transmutada en un panfleto adolescente, y termina repitiendo el mismo discurso infantil y buscando refugio en el budismo zen.
La falta de ironía aqueja al tío, al sobrino y al autor, quien nunca trata de separarse del disparate. El novelista Juan Gabriel Vásquez ya había notado la carencia de ironía en los foristas que diariamente intercambian insultos en la prensa colombiana. Pero el mismo problema aqueja a muchos de nuestros escritores e intelectuales, que parecen haber perdido el sentido del humor, la capacidad de dudar de sus propias convicciones. Resulta representativo que, en la novela de Mendoza, la literatura universal sirva no para apreciar los matices, para entender la complejidad del mundo, sino para todo lo contrario, para alimentar una ideología gastada: “todos somos piñones de una gigantesca maquinaria”.
Buda Blues contiene, creo yo, una gran lección. La falta de ironía produce mala crítica social y mala literatura. “Fundaremos una religión donde abandonaremos el yo para unirnos a los otros en un gran abrazo musical”, dice uno de los protagonistas al final de la novela. Y este desvarío se debe, supone uno, a la falta de humor y a la intoxicación ideológica.
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La riqueza estúpida

Hace ya casi un siglo, el economista austriaco Joseph A. Schumpeter llamó la atención sobre la importancia de los empresarios, de aquellos que combinan la creatividad y la enjundia, y triunfan a pesar de los caprichos de la burocracia y la interferencia del Estado. Los empresarios schumpeterianos son héroes insatisfechos, rebeldes con causa que amasan grandes fortunas por cuenta de su creatividad. Su riqueza produce alguna desazón (la envidia instintiva de la especie) pero no genera un resentimiento generalizado pues la mayoría la considera una recompensa natural a unas habilidades extraordinarias.

Pero no todos los empresarios se ajustan al mito schumpeteriano. Todos buscan multiplicar su riqueza pero algunos lo hacen ya no explotando unas habilidades extraordinarias sino unos privilegios excepcionales. En muchos países, la enjundia innovadora deja de ser determinante y las buenas conexiones se vuelven fundamentales. Las decisiones púbicas (un arancel que se decreta, un monopolio que se concede, un contrato que se otorga, etc.) se convierten, entonces, en las causas primordiales del enriquecimiento, y la mayoría comienza, con razón, a sospechar de la riqueza, a percibirla como ilegitima o, en el mejor de los casos, como inmerecida.

Cuando el Estado adquiere un papel preponderante en la determinación del éxito económico, la gente intuye que el juego está arreglado de antemano, que la riqueza poco tiene que ver con las habilidades de los individuos y que el mito shumpeteriano del empresario heroico es en últimas una falsedad. El sistema pierde, entonces, legitimidad, con consecuencias potencialmente desastrosas. El populismo, por ejemplo, siempre ha florecido en los sistemas desprestigiados, percibidos mayoritariamente como injustos. “El gobierno —escribió hace un tiempo la revista inglesa The Economist—debe ser el árbitro, el contrapeso de los intereses privados. Si permite o estimula que las compañías privadas o los individuos adinerados lo manipulen, corre el riesgo de estirar la confianza en la democracia hasta el punto de rompimiento”.

En Colombia, la llamada Confianza Inversionista, basada en buena medida en el otorgamiento de privilegios, de favores y ayudas estatales, ha aumentado el poder discrecional del Estado. El escándalo de estos días, que involucra a los hijos del Presidente de la República, pone de presente los problemas que surgen cuando los empresarios nacen, crecen y se reproducen a la sombra del Estado. Probablemente miles de personas se han enriquecido en los últimos años por cuenta de decisiones burocráticas. Paradójicamente la Confianza Inversionista podría terminar menoscabado la confianza en la democracia y la credibilidad de las instituciones. “Nada corrompe más la sociedad que la desconexión entre el esfuerzo y la retribución” dijo Keynes hace ya muchos años.

No toda la riqueza genera resentimiento. “Los pobres sólo odian la riqueza estúpida” escribió Nicolás Gómez Dávila con evidente crudeza. La esencia de todo este escándalo, más allá de los personajes y los apellidos, es que las políticas económicas en Colombia promueven, cada vez con mayor fuerza, la acumulación de riqueza estúpida.

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Diatriba

Esta semana tuvo lugar en el recinto del Congreso de la República un foro sobre asuntos económicos. Varios académicos fuimos invitados a exponer nuestras opiniones sobre las repercusiones de la crisis internacional. Muchos de los participantes hicimos énfasis en el tema del empleo. Mostramos, por ejemplo, que la ocupación crece lentamente en los buenos tiempos y decrece rápidamente en los malos. Y señalamos la necesidad de una reforma de fondo que disminuya los impuestos al trabajo y elimine las exenciones a la inversión, esto es, una reforma que corrija el ostensible sesgo antiempleo de nuestro sistema tributario.

El ministro de la Protección Social, Diego Palacio, fue el encargado de responder a las críticas aludidas y de explicar la política de empleo. Inicialmente el Ministro felicitó con algo de pomposidad a los organizadores del foro. Luego mencionó, en su orden, la importancia de la Seguridad Democrática y la confianza inversionista, el desacreditado plan de choque de 55 billones y una anécdota insulsa sobre los call centers de Manizales. Finalmente señaló que las entidades territoriales comparten con el Gobierno Nacional la responsabilidad en el tema del empleo. El Ministro no respondió las críticas. No intentó siquiera una descripción superficial de una política coherente. Se dedicó en esencia a la recitación inercial de lugares comunes y eslóganes insustanciales.

La actitud del ministro Palacio sugiere no tanto el desconocimiento como el desinterés por los asuntos en cuestión. Yo no hablaría de ignorancia, sino de una mediocridad desafiante, de la desfachatez de quien no sabe y no le importa. No es la ignorancia ignorante de sí misma la que caracteriza al ministro Palacio: es la ignorancia vanidosa, apoltronada cómodamente en la arrogancia de las mayorías. La administración pública es una tarea compleja, llena de dificultades. Y por lo tanto no siempre la sapiencia de un ministro redunda en mejores decisiones. Pero los buenos ministros enaltecen la democracia, mejoran la calidad del debate, no necesariamente hacen las discusiones más productivas, pero sí más interesantes. Los malos ministros, por el contrario, degradan la democracia, anulan la controversia a punta de evasivas y lugares comunes.

Al final de su intervención, el ministro Palacio utilizó un argumento representativo de su talante. Muchos economistas que critican la política de empleo, dijo, jamás han creado un solo puesto de trabajo en sus vidas. Esta exaltación del empirismo vulgar revela el desprecio del Ministro por el conocimiento, por quienes han dedicado tiempo y esfuerzo a estudiar las complejidades del empleo y la política social. Llevado a un extremo, este argumento implica que el estudio de la economía es innecesario, que toda una tradición intelectual puede rechazarse sin mayor discusión, con el único argumento de que sus creadores no tuvieron la supuesta experiencia iluminadora de pagar una nómina. El pragmatismo barato, uno sospecha, sirve en este caso para disfrazar el desconocimiento y la inseguridad intelectual.

El problema del empleo es el mayor problema de la economía colombiana. Pero el ministro Palacio, el responsable del asunto, no parece interesado en el fondo del problema. Como se demostró esta semana, habla simplemente por hablar y saborea su ignorancia con un desenfado que resulta francamente ofensivo.

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Regionalismo rancio

El regionalismo ha vuelto a ser un tema frecuente de debate. Comienza a ser discutido por opinadores profesionales y aficionados. Y será probablemente uno de los temas centrales de la próxima campaña presidencial. Después de dos períodos de un Presidente manifiestamente antioqueño, dado a la teatralidad regional, muchos colombianos piensan que llegó la hora de cambiar de acento, de elegir un mandatario de otros orígenes, que compense por los ya muchos años de exhibicionismo antioqueño. La política, sobra decirlo, no sólo debe renovar el fondo, sino también la forma.

El renacer del regionalismo tiene un aspecto positivo. Promueve muchos debates urgentes que han sido olvidados en medio de la rutina de la violencia. Después de casi dos décadas de esfuerzos frustrados, el país no cuenta con una ley orgánica de ordenamiento territorial. La descentralización no ha logrado reducir las desigualdades regionales. La brecha entre unas cuantas ciudades y el resto del país ha crecido sistemáticamente. Las regalías no han sido un factor de desarrollo regional. Por el contrario, han sido muchas veces un factor generador de violencia y atraso. Los departamentos han perdido buena parte de su razón de ser. Muchos se han transformado en simples administradores de hospitales quebrados. En suma, los asuntos regionales merecen la centralidad que no han tenido durante los últimos años.

Algunos comentaristas confunden lo regional con el regionalismo. La semana pasada, en este mismo diario, Felipe Zuleta combinó los temas regionales de fondo con un regionalismo anticuado. Zuleta denunció las grandes inversiones del Gobierno Nacional en la ciudad de Medellín y sus alrededores. Pero no lo hizo de cualquier modo. Su denuncia contenía una referencia explícita a los “cachacos de fina estirpe”, los “nuestros”, tan distintos de los otros, los de “poncho y carriel”. “No hay la menor posibilidad que un paisa mire —como no sea para pedir votos— otra región distinta a Antioquia”, escribió Zuleta.

Zuleta había hecho varios comentarios similares en el pasado. El columnista recurre repetidamente a una caricatura eficaz, a la oposición entre bogotanos y antioqueños que fascinó a los científicos sociales hace varias décadas pero que perdió hace ya mucho tiempo cualquier validez. A comienzos de los años sesenta, el economista gringo Everett E. Hagen hizo una descripción concreta de uno de los estereotipos regionales que afloran con frecuencia en las opiniones de Zuleta. La élite terrateniente de Bogotá, escribió Hagen, “miraba con condescendencia a los antioqueños, porque para explotar las minas de su región encontraron necesario tener que trabajar con sus propias manos”. “Tenían tierra plana y rica y se burlaban (de los otros) porque su riqueza les permitía disfrutar la ociosidad”.

El regionalismo anula el debate urgente sobre lo regional. Es casi un anacronismo. Pertenece a una época previa a la aparición de un mercado nacional y de una clase profesional movible, sin grandes apegos regionales. Bogotá se ha convertido en un espacio de encuentro de todas las regiones, en la proverbial olla mezcladora de Colombia. En Bogotá, uno encuentra de todo, gentes de todo tipo menos “cachacos de fina estirpe”. Mucho ha cambiado en este país. Lástima que Zuleta no se haya dado cuenta.

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Democracias iliberales

Por mucho tiempo, los analistas políticos supusieron que la ampliación de los derechos políticos constituía un complemento natural a las libertades individuales, que la democracia y la libertad se reforzaban mutuamente en una suerte de círculo virtuoso. Pero la historia reciente, como lo ha señalado, entre otros, Fareed Zakaria, sugiere lo contrario, que la democracia puede ser una amenaza a las libertades civiles. “Regímenes elegidos democráticamente —escribe Zakaria—, especialmente aquellos reelectos o reafirmados mediante referendos, irrespetan de manera rutinaria los límites constitucionales y despojan a sus ciudadanos de sus derechos básicos y sus libertades primordiales”.

Las democracias iliberales abarcan casi medio planeta. En Rusia, Uzbekistán, Nigeria, Kenia y Zimbawe, líderes autoritarios usan las elecciones para ampliar o mantener el poder. “Solo los dictadores más paranoicos evitan hoy en día las elecciones”, escribió recientemente el economista Paul Collier. Hugo Chávez ha utilizado su última victoria electoral (una entre tantas) para consolidar su poder, ya casi absoluto. No contento con la supresión de los controles horizontales (el Congreso y las Cortes), ha procedido a la usurpación de los controles verticales (los gobiernos locales y el sector privado) y al encarcelamiento arbitrario de sus opositores. Todo en nombre de la democracia y de la voluntad popular.

“No es el plebiscito de masas —ha escrito Zakaria— sino el juez imparcial el que caracteriza el Estado moderno”. En Venezuela, el ex ministro de Defensa Raúl Isaías Baduel y el ex candidato presidencial Manuel Rosales, ambos líderes de la oposición, han sido acusados arbitrariamente por una autoridad judicial que es, en el mejor de los casos, un instrumento político del Gobierno. La vulnerabilidad de los ciudadanos ante las arbitrariedades de un gobierno sin límites, dispuesto a hacerlo todo con el fin de multiplicar su poder, parece disminuir con cada evento electoral. Las elecciones sirven de acicate, aumentan el apetito de un gobernante ya de por sí insaciable. En suma, a más elecciones, menos libertad.

El camino hacia la disminución de las libertades es conocido. Comienza con la pretensión (retórica o genuina) de darle continuidad a unas políticas populares o de consolidar un proyecto político ambicioso. Pero con el tiempo las intenciones iniciales se olvidan. La acumulación de poder se convierte en el único fin del Gobierno. Y las elecciones, en el medio propicio para alcanzarlo. Los votos, que en teoría deberían controlar los abusos de poder, sirven en la práctica de excusa para justificar los excesos, la violación de las libertades. La historia ha sido igual en todas partes: en Perú con Fujimori, en Rusia con Putin, en Venezuela con Chávez, etc.

Y por supuesto, la historia no debería ser distinta en Colombia. La sociedad colombiana parece dispuesta a recorrer un camino ya trasegado que lleva a un destino ya conocido, al abuso del poder y a la mengua de las libertades individuales. El resultado final está casi preordenado. En las democracias iliberales, como dice el mismo Zakaria, el ganador se queda con todo, con los votos y con lo demás.

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Contra el paternalismo

«Aspiro a ser presidente sin vanidad de peor… Miro a mis compatriotas hoy más con ojos de padre de familia que de político”, escribió hace ya siete años el entonces (y todavía) candidato Álvaro Uribe Vélez. El presidente Uribe dejó entrever desde su primera campaña sus inclinaciones paternalistas, su idea de despojarse de los disfraces vacuos del poder y consagrarse a la tarea noble de gobernar a Colombia con la dedicación obsesiva de un padre de familia. El paternalismo no es un subproducto de un estilo meticuloso de gobierno. Todo lo contrario: forma parte de la esencia de la doctrina uribista.

En el debate sobre la penalización de la dosis personal, el Gobierno ha reiterado sus pretensiones paternalistas. “Si una persona atenta contra su salud, el Estado debe protegerla aun contra su voluntad”, dijo esta semana el ministro Fabio Valencia Cossio. “Yo veo el tema de la legalización más como padre de familia que como Presidente. Tengo alguna inclinación más de sentimiento de padre de familia que de raciocinio frío”, ha dicho el mismo presidente Uribe. Pero el paternalismo gubernamental no termina con el tema de las drogas. Poco a poco, la política social ha ido adquiriendo un énfasis paternalista. Cada semana, en los municipios de Colombia, se reparten cheques acompañados de homilías en diminutivo por parte de un Gobierno que aspira a convertirse en una figura paternal, necesaria para muchos ciudadanos. El asistencialismo, sobra decirlo, es una manifestación natural del paternalismo.

El paternalismo es un abuso de poder, una forma tolerada (incluso popular) de despotismo. Desde hace varios siglos, los filósofos liberales han denunciado los peligros de los gobiernos que tratan a los ciudadanos como niños. “Un gobierno erigido sobre el principio de la benevolencia hacia el pueblo como la de un padre hacia sus hijos, esto es, un gobierno paternal en que los súbditos se ven forzados a comportarse de modo puramente pasivo, como niños incapaces que no pueden distinguir lo que les es verdaderamente provechoso o nocivo… es el mayor despotismo pensable”, escribió Emmanuel Kant en 1793.

El paternalismo subordina la libertad del individuo a un supuesto “derecho social” definido de manera oportunista. “El libre desarrollo de la personalidad tiene un límite en los derechos de los demás”, afirmó esta semana el ex ministro Andrés Felipe Arias. En 1859, John Stuart Mill, otro filósofo liberal, denunció los peligros de esta tesis arbitraria. “El principio monstruoso —escribió—, según el cual toda persona que cometa la más pequeña falta viola mi derecho social, es infinitamente más peligroso que cualquier otra usurpación de la libertad; no existe violación de la libertad que no pueda justificar”.

En Colombia, el liberalismo está en retirada. El Congreso se dispone a aprobar la segunda reelección, un paso definitivo en el desmonte de la democracia liberal. Seguramente también aprobará la penalización de la dosis personal. Ya sin mayores límites a su poder, el presidente Uribe podrá, entonces, consolidar su proyecto paternal, su pretensión de convertirse en el árbitro del bienestar y las costumbres de los ciudadanos.

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Reducción del daño

En la conferencia Mundial sobre las Drogas, que se viene realizando en Viena, Austria, ocurrió un rifirrafe interesante que no ha sido reportado por la prensa colombiana. Los delegados de casi 200 países no pudieron llegar a un acuerdo sobre la introducción de una referencia a la “reducción del daño” en los lineamientos de las Naciones Unidas que supuestamente guiarán las políticas antidroga durante los próximos diez años. Una vez terminado el debate, Alemania promovió una especie de iniciativa paralela y consiguió el respaldo de 25 países que, en un documento conjunto, señalaron que interpretarían la mención a los “servicios de ayuda a los drogadictos” como un espaldarazo a la política de “reducción del daño”. Seguidamente siete países respondieron a este documento y acusaron a Alemania (y a los demás firmantes) de romper el consenso logrado en la reunión plenaria. Los siete países fueron: Estados Unidos, Rusia, Japón, Cuba, Colombia, Sri Lanka y Azerbaiyán. Una mezcla extraña sin duda.
Sorprende la posición de los Estados Unidos. Aparentemente no mucho va a cambiar con Obama. La posición de Colombia es bien conocida. La de Cuba también. “La ironía de todo esto”, dijo Allan Clear, Director Ejecutivo de la Coalición pro Reducción del Daño, “es que nunca hubo consenso. Si lo hubiera habido, 26 países no habrían firmado el documento que rechaza las conclusiones”.
Tocará esperar otra década. Y otros presidentes.