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Chávez, circa 1904

Esta década se cumplieron cien años de la publicación de la gran novela política de Joseph Conrad, Nostromo. Situada en la república imaginaria de Costaguana, un país suramericano con mares, llanos y montañas, Nostromo ofrece una descripción de los conflictos políticos latinoamericanos que es sorprendente en su precisión y brutal en su clarividencia. No sólo las revoluciones sino también algunos de sus protagonistas son recreados con una fidelidad que crece con el paso del tiempo. En particular, la descripción del general Montero, un militar sublevado, constituye un gran anacronismo al revés: un personaje de la realidad de estos tiempos inmerso en una obra de ficción escrita hace un siglo.

El general Montero había nacido en la provincia llanera de Entre-Montes. Su origen humilde y su apariencia de “vaquero siniestro” contrastaba con su vanidad algo solemne: Montero solía atiborrarse de colgandejos dorados en las ceremonias oficiales. Su presencia tenía algo de “ominoso e increíble; la exageración de una cruel caricatura”. Sus maneras burdas le conferían una ventaja innegable sobre “los refinados aristócratas”. Aunque sus hazañas en el campo de batalla le habían asegurado la preeminencia militar, no lograron mitigar su odio por el orden social prevaleciente. Ni impidieron sus embates revolucionarios contra el gobierno.

La revolución monterista se hizo en nombre del honor nacional. El general logró reclutar rápidamente un ejército de malcontentos, alimentados “con mentiras patrióticas” y “promesas de pillaje”. La prensa monterista, siempre activa, repetía diariamente diatribas contra “los Blancos, los remanentes góticos, las momias siniestras, los paralíticos impotentes, quienes se han aliado con los extranjeros para hurtar las tierras y esclavizar el pueblo”. La precariedad ideológica de los discursos monteristas contrastaba con su eficacia para articular las frustraciones del pueblo. Las frases vacías eran también eslóganes eficaces. Y terminaron, con el paso del tiempo, prevaleciendo sobre cualquier intento de ponderación. “La noble causa de la libertad no debe ser manchada por los excesos del egoísmo oligarca”, proclamaba orgulloso un comunicado monterista.

El monterismo arrinconó rápidamente las fuerzas políticas moderadas. Después de la sublevación, los moderados acogieron los principios de Montero y sus secuaces, y se sumaron a la revuelta. A todas estas, los capitalistas apenas se atrevieron a pronunciar su discurso de siempre: “la búsqueda de utilidades tiene justificación aquí entre el desorden y la anarquía;… porque la seguridad que ella exige terminará siendo compartida por los oprimidos. Y la justicia vendrá por añadidura”. Pues, más allá de la bondad de estos argumentos, el desarrollo fundado en los intereses materiales no tenía cabida en una sociedad impacientada por décadas de exclusión. Los pronunciamientos monteristas al menos ofrecían un consuelo retórico, mientras la perorata desarrollista sólo prometía beneficios lejanos y ganancias indirectas. En Costaguana, como en otras partes, el pueblo había aprendido a desconfiar de quienes predican que su bienestar dependía del enriquecimiento de los poderosos.

Al final sólo el cinismo de Martin Decoud (director de El Porvenir, un periódico conservador) puede describir la tragedia de Costaguana. “Después de un Montero vendrá otro, el barbarismo, la irremediable tiranía”. Y con ellos una sucesión de conflictos cuya “extravagancia es casi tan difícil de soportar como su perversidad”.

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Petróleo y región

En 1993, en un foro académico organizado por el Departamento Nacional de Planeación con el fin de analizar las consecuencias económicas de los hallazgos petroleros de Cusiana y Cupiagua, el presidente César Gaviria hizo un anuncio trascendental. “Contrario a lo que sucedía antes —dijo—, la Nación no recibirá recursos provenientes de las regalías… éstos serán transferidos directamente a los departamentos, a los municipios productores, a los municipios portuarios y a un fondo nacional”. Entre los asistentes, siempre atento y callado, estaba el gobernador del Casanare. Al final del foro, un economista colombiano remarcó con evidente cinismo que todos habían hablado, el Presidente, los ministros, los funcionarios del Banco Mundial, los académicos, los congresistas, etc. “El único que no lo hizo fue el dueño de la plata, el gobernador”.
Más de quince años después del anuncio del ex presidente Gaviria, es posible hacer un balance de lo que ha ocurrido con la plata y con sus dueños. Desde comienzos de la década anterior, el departamento y los municipios petroleros del Casanare han recibido aproximadamente ocho billones de pesos, más de 20 millones por habitante. La inversión pública ha sido, año tras año, veinte veces superior a la registrada en otros departamentos con niveles comparables de desarrollo. La cobertura de servicios públicos aumentó, la educación básica se universalizó y la mayoría de la población recibió un seguro de salud subsidiado. Pero los logros sociales fueron exiguos dada la magnitud de los recursos girados.

En 1993, Casanare ocupaba el lugar 14 entre los 26 departamentos colombianos con más de cien mil habitantes según el indicador de Necesidades Básicas Insatisfechas que mide, entre otras cosas, la calidad de las viviendas y de los servicios públicos. En 2005, ocho billones de pesos después, ocupaba el lugar 16. El petróleo no fue un factor de desarrollo. La corrupción y la ineficiencia lo impidieron. El hospital de Yopal lleva más de un año cerrado, el estadio es casi un homenaje al desperdicio, las mangas de coleo contrastan con el declive de la ganadería en el departamento. Los elefantes blancos, ya lo sabemos, son la presencia más visible, pero no la única, en la zoología odiosa de la corrupción.

Además, la inestabilidad política creció dramáticamente. Los gobernadores han entrado y salido como Pedro por su casa. Desde 1993, han gobernado 16 meses en promedio. La violencia también aumentó. La batalla por las regalías se libró muchas veces a sangre y fuego. En 1993, la tasa de homicidios del Casanare era la mitad del promedio nacional. Diez años más tarde, el doble. En fin, las cifras indican el fracaso de una política, de la decisión de entregarles a las entidades territoriales una cantidad inaudita de recursos. Y señalan, al mismo tiempo, la inoperancia de la justicia y de los organismos de control, de las contralorías, la Procuraduría, la Fiscalía, etc. En la práctica, muchas de estas oficinas fueron poco más que instrumentos de chantaje de los corruptos. “Aquí no hay nadie condenado por corrupción. Casanare es un departamento corrupto sin corruptos”, dijo un lugareño con inocultable ironía.

Todo esto, que ya había ocurrido en Arauca, puede ocurrir nuevamente en el Meta, en el Cesar o en La Guajira, y nadie en este país, en nuestro avanzado Estado de opinión, parece interesado en el asunto.

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Las dos culturas

En 1959, hace ya 50 años, el físico y escritor inglés C.P. Snow publicó un polémico libro titulado Las dos culturas. De un lado, están los intelectuales literarios, los letrados y sus elocuentes promotores; del otro, los científicos, los investigadores y algunos escritores con inclinaciones positivistas. Caricaturizando convenientemente la caricatura de Snow, no está demás señalar que muchos intelectuales literarios, como el proverbial emperador, caminan desnudos, descubiertos, mal arropados, que buena parte de sus generalizaciones (y admoniciones) lucen vacías para quien se atreva a abrir los ojos.
Cincuenta años después, algunas de las ideas de Snow siguen siendo relevantes para el ejercicio necesario de la crítica a la crítica. En Colombia y en buena parte de América Latina, los intelectuales literarios son amos y señores de los espacios de discusión y análisis de la realidad social y económica. Pero sus ideas, sobra decirlo, no son un paradigma del rigor o del apego a los hechos o de la objetividad. Su manía inductiva, su tendencia a pasar de los episodios particulares (o de las observaciones psicológicas puntuales) a los juicios generales, es curiosa, casi patética.
Para Daniel Samper Pizano, por ejemplo, el sacrificio de “Pepe”, el hipopótamo errante, es un reflejo de la colombianidad, de nuestra tendencia a resolverlo todo a bala, de nuestra inveterada inclinación a la violencia. De lo hecho a lo dicho hay por supuesto mucho trecho, pero no importa: muchos intelectuales no están en el negocio de las opiniones verificables. Para ellos basta un simple ejemplo, un solo episodio, para proponer una teoría general, una visión rotunda de la sociedad. Las élites colombianas, dicen, son egoístas; los políticos, oportunistas; las clases medias, arribistas. Lo mismo, olvidan, ocurre en todos los lugares y ha ocurrido en todos los tiempos. La clase media siempre ha mirado hacia arriba, en la China contemporánea, en la Inglaterra de las novelas de Jane Austen, etc. Pero algunos intelectuales criollos decidieron hace un tiempo que el arribismo es un atributo local, una aberración colombiana.
El mal es de muchos, no es exclusivo por supuesto de los intelectuales colombianos. La novelista mexicana Elena Poniatowska denunció recientemente la supuesta falsedad de sus compatriotas. “Los mexicanos —escribió— llevan varias máscaras y se esconden detrás de ellas. Dicen sí cuando en realidad no van a hacer lo que afirman, como cuando dicen nos vemos el jueves y nunca te ven. Los mexicanos son evasivos, tienen miedo a caer a mal o a que no los quieran… Cuando están diciendo que sí saben en el fondo, muy bien, que no lo van a hacer. Te voy a buscar, dicen, y saben que no te van a ir a buscar nunca”. ¿No hacen lo mismo, cabe preguntar, los bogotanos o los habitantes de cualquier metrópoli latinoamericana? ¿El miedo al desamor no será más bien un característica de la especie que un capricho de los mexicanos? La crítica social de muchos intelectuales no resiste dos preguntas improvisadas.
Pero los intelectuales literarios no sólo yerran en sus diagnósticos; su visión del cambio social es también problemática. Rotunda. Casi desesperada. Muchos de ellos, los mismos que firman toda de suerte de cartas abiertas y comunicados, suponen, como escribió hace un tiempo el economista Albert Hirschman, que el cambio social no es incremental, sino abrupto, “un breve interludio entre dos sociedades estáticas: una, injusta y corrupta, que no admite la posibilidad de mejora, y otra, racional y armoniosa, que ya no es necesario mejorar”. En fin, cincuenta años después, conviene recordar las ideas C.P. Snow, su crítica sutil a los intelectuales literarios, a los omnipresentes profesionales de la carreta.
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Una nación de carceleros

Glenn Loury es un prestigioso economista e intelectual estadounidense. Un hombre negro, de opiniones conservadoras, de voz recia y mirada escéptica. Estuvo recientemente en la Universidad de los Andes como profesor en un curso de vacaciones. Al final de una de sus clases contó una anécdota esclarecedora. Loury creció en el sur de Chicago, en un barrio pobre, habitado por gente de color. Desde muy pequeño, su mejor amigo fue un vecino del barrio, un niño con quien compartía casi todo excepto una condición circunstancial: el color de su piel. Su amigo era blanco, una rareza en un barrio mayoritariamente negro. Los dos niños pasaron juntos buena parte de la infancia. Llegada la adolescencia, fueron compañeros de causa, compartieron las luchas políticas de la época. A finales de los años sesenta, los dos adolescentes asistieron juntos a una reunión de las Panteras Negras en la ciudad de Chicago. En la mitad de la reunión, el orador de turno preguntó, megáfono en mano: “¿Qué hace un blanco aquí? ¿Quién habla por él? ¿Quién responde por su presencia?…” Loury no dijo nada. Guardó silencio. No se atrevió ni siquiera a levantar la mano. Su amigo salió en silencio de la reunión. Y se retiró de su vida para siempre.

Loury cuenta esta historia porque quiere que sus estudiantes entiendan la importancia de la identidad racial, que sus opiniones sean tomadas como lo que son, como las ideas de un negro que no pretende, ni puede, ni quiere ser neutral. “Mi identidad racial no es irrelevante para el tema en cuestión, para el estudio de la condición social de los negros en mi país”, dice. Hace ya más de tres décadas, muchas ciudades de los Estados Unidos se segregaron espacialmente. Los blancos se fueron a los suburbios, llevándose consigo los empleos, las oportunidades y las buenas escuelas. En el centro quedaron los negros, atrapados física y socialmente. Para muchos negros, los empleos desaparecieron y las oportunidades se hicieron escasas e invisibles. La vida se convirtió en un ir y venir entre la informalidad y la ilegalidad. Las familias se fracturaron, el crimen se disparó y el tráfico de drogas se convirtió en la principal actividad económica de muchas áreas deprimidas.

La respuesta a este problema fue, en opinión de Loury, una vergüenza. La sociedad optó por lo fácil, por encerrar a quienes quedaron atrapados en los guetos. Los Estados Unidos se convirtieron en una nación de carceleros. Los reclusos suman actualmente más de dos millones de personas. Por cada blanco en la cárcel, hay ocho negros. Todo ocurrió no por la perversidad de unos pocos, no por la voluntad de un solo hombre o de un conjunto de políticos despiadados, sino por la renuencia de la mayoría a aceptar la culpa, la responsabilidad compartida en el surgimiento de enclaves que concentraron la pobreza, aniquilaron las oportunidades y estimularon las conductas criminales.

La historia es inquietante, muestra la facilidad con la cual una sociedad puede perder su orientación moral. Las identidades raciales, los temores de las clases medias, la pequeñez de la política, etc., produjeron, en una generación, un esperpento moral: una nación con millones de reclusos de la misma raza y una mayoría temerosa de carceleros involuntarios.

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El futuro de los caudillos

Los caudillos han vuelto con las mañas de siempre, con ambiciones de eternidad, con ansias de poder ilimitado, con intenciones de eliminar a los intermediarios: “el aire mefítico entre el gobernante y el pueblo”. Los nuevos caudillos son el resultado de la confluencia de tres factores: la desigualdad, la democracia electoral y la bonanza de los últimos años. Desde una perspectiva económica, los caudillos son agentes redistribuidores, compradores de votos con recursos públicos. La desigualdad les proporciona la clientela, la democracia les crea el mercado y el presupuesto público les confiere el poder adquisitivo. Los caudillos son monopolistas de la redistribución que no precisan de reglas, su negocio funciona mejor sin muchas restricciones.
Pero más allá de sus orígenes, los caudillos perdurarán incluso si desaparecen algunas de las condiciones objetivas que permitieron su surgimiento. Algunos no tienen salida, han creado poco a poco una disyuntiva radical: o se quedan eternamente o los sacan abruptamente. El escritor venezolano Francisco Suniaga dijo la semana anterior en el festival Malpensante que Hugo Chávez ha reconocido que tiene sólo dos destinos posibles por fuera del Palacio de Miraflores: la cárcel o el cementerio. Chávez niega en privado la posibilidad de una transición democrática. Ya es un caudillo perpetuo. Otros probablemente seguirán sus pasos.

El economista James Robinson ha propuesto informalmente una hipótesis distinta. Los caudillos fuertes —dice— no son usualmente reemplazados por demócratas o por republicanos convencidos. Todo lo contrario. Un caudillo empotrado en el poder sólo puede ser reemplazado por una figura semejante que inicialmente promete un renacer democrático pero que tarde o temprano revela su verdadera naturaleza, su esencia caudillesca. El caudillismo se alimenta a sí mismo, crea las condiciones para su propia reproducción y por lo tanto tiende a perdurar, a mantenerse por muchos años. “Las dictaduras —escribió el constitucionalista francés Benjamin Constant— no sólo son culpables de los males que infligen mientras duran. Son culpables de los males por venir, de los males que se desatan después de que han pasado”.

Una segunda reelección de Uribe, por ejemplo, podría tener efectos nocivos por muchos años. Podría llevar a una situación similar a la venezolana, a la sin salida del caudillo. O podría alternativamente propiciar el surgimiento de otro caudillo de signo contrario, pero igualmente adverso a la democracia. Con los caudillos se cumple fielmente la regularidad empírica propuesta por Antonio Caballero: el reinante es siempre peor que el depuesto. Con un corolario: si no hay sucesión, el caudillo eterno empeora continuamente con el paso del tiempo.

Pase lo que pase en Colombia, la democracia en América Latina está en crisis. Y lo estará por muchos años. Los caudillos llegaron para quedarse. Su futuro será largo y duradero. Dos siglos después de la independencia volvimos a lo mismo. Como bien escribió Bolívar al final de su vida, “no hay fe en América, ni entre los hombres ni entre naciones. Aquí los tratados son papeles; las Constituciones libros; las elecciones combates; la libertad anarquía; y la vida un tormento”.

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Conversatorio

Ya cerraron las puertas. Ya todo está listo para el comienzo del espectáculo. El conversatorio, así lo llaman, congrega esta tarde casi mil personas: gerentes, ingenieros, abogados y funcionarios de alto nivel que conjuntamente administran varios puntos del PIB colombiano. En el frente del gran salón de conferencias, hay una mesa larguísima, de 50 o más metros, con varios micrófonos espaciados regularmente. En la mesa están sentados los ministros y los organizadores, todos con aire relajado pues saben por experiencia que el conversatorio tiene un solo protagonista: el Presidente de la República. Parado en su pódium personal, después de un breve saludo protocolario, el Presidente comienza la función con una demostración de seguridad: “Adelante, estoy listo”, dice antes de comenzar el conversatorio.
La mecánica es sencilla. El maestro de ceremonias, uno los organizadores, le da la palabra a uno de los asistentes quien formula en dos o tres minutos un problema técnico, un acertijo para especialistas, una pregunta concreta que demanda una respuesta precisa. El protagonista escucha con atención, toma nota concentrado, circunspecto. Y después, en frente de todo el mundo, en un acto casi circense, improvisa una respuesta inmediata. En medio del espectáculo, recordé a un computador humano que solía visitar los colegios de Medellín hace varias décadas. Nos reunían, recuerdo, en la capilla del colegio y uno por uno desafiábamos al protagonista con operaciones aritméticas de varios dígitos que éste resolvía en pocos segundos con la precisión y la celeridad de una calculadora. “Adelante, estoy listo”, decía el señor antes de comenzar la función.

Pero el ejemplo no es exacto. Esta vez, al menos, el Presidente no da pie con bola, parece desconcentrado o desconectado. Alguien pregunta por los problemas de suministro de gas en el largo plazo. Y el Presidente recita de memoria una cascada de datos irrelevantes sobre los flujos de inversión extranjera, los kilómetros de dobles calzadas, las reservas reconocidas de gas natural, etc. Al final, improvisa una respuesta genérica como por no dejar. Y así continúa el conversatorio por tres largas horas. Los especialistas plantean problemas concretos y el protagonista improvisa respuestas instantáneas. El espectáculo es casi tragicómico, un ejemplo inverosímil de administración pública, de centralización de las decisiones en una sola persona que, como si se tratase de un iluminado o de un computador humano, pretende resolverlo todo al instante y a la vista de los especialistas.

Los Consejos Comunitarios tienen, al menos, un sentido simbólico, les brindan a muchos ciudadanos anónimos un espacio para la catarsis. Pero el público que asiste a los foros gremiales acude en busca no de consuelos retóricos sino de respuestas pensadas, de aportes sustanciales. Inicialmente los conversatorios tuvieron el atractivo efímero de todo espectáculo insólito: el hombre orquesta como administrador público. Pero con el tiempo las proezas inútiles se muestran como lo que son, como una pérdida de tiempo, como una forma absurda de resolver problemas.

“Añoro cuando los presidentes venían, daban un discurso protocolario y se retiraban discretamente después de varios bostezos”, me dijo un veterano dirigente del sector con inocultable cinismo. “Así no se puede manejar un país”, me dijo otro con evidente desazón. Y ambos, sobra decirlo, tienen toda la razón.

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Padres e hijos

Los padres y las madres de este mundo vivimos angustiados. Estamos convencidos de que el futuro de nuestros hijos depende de lo que hagamos o dejemos de hacer. Creemos, con la confianza vanidosa de los jesuitas, que podemos convertir al niño en un adulto preparado y dispuesto para el tránsito azaroso por este planeta. Por eso, tal vez, el alboroto del Día del Padre y la alharaca del Día de la Madre, porque suponemos que estamos construyendo destinos, definiendo el futuro, decidiendo sobre la felicidad y el éxito de quienes dependen de nosotros y no pueden todavía decidir por sí mismos.

Pero la cosa es distinta. O para decirlo de una vez por todas, padres y madres somos menos importantes de lo que parece. La naturaleza aparentemente nunca nos entregó el papel de moldeadores de almas. Judith Harris, una abuela de New Jersey sin conexiones académicas, sin títulos rimbombantes, publicó hace ya más de una década un libro que cuestionó la creencia generalizada en el papel primordial de los padres. Harris causó una conmoción que aún no termina. Varios psicólogos pusieron el grito en el cielo, denunciaron indignados la herejía irresponsable de una aficionada. Pero Harris nunca dio el brazo a torcer y terminó convenciendo a muchos de los escépticos. La abuela bajó a los padres del pedestal. Y quienes pretenden encumbrarlos nuevamente parecen estar perdiendo la pelea de los argumentos.

“Dada la composición genética y dado el ambiente por fuera del hogar, el ambiente creado por los padres tiene un efecto insignificante sobre la personalidad y el comportamiento del niño más tarde en la vida”, dice Harris de manera casi desafiante. Harris usa un ejemplo brutal que resume la esencia de su escepticismo. Si un grupo de familias de clase media, unas obsesivas, otras relajadas, con hábitos distintos pero normales, decidieran intercambiar sus hijos al nacer probablemente nada pasaría, la vida de los intercambiados no se alteraría esencialmente. Los tiempos de televisión o lectura, los descuidos o desvelos típicos de las familias de clase media no son definitivos, no marcan la diferencia cuando importa, cuando los adolescentes se convierten para siempre en adultos. En suma, los genes importan, los amigos importan, los padres no mucho.

Harris menciona un interesante corolario a la tesis anterior. Los padres, sugiere, tienen usualmente una gran influencia sobre sus hijos, pues son quienes escogen sus amigos, no mediante la cantaleta o los consejos razonados, sino mediante la elección del colegio, el barrio y sus propios amigos. En últimas, los padres escogen el ambiente cultural en el que crecen sus hijos. Y este ambiente, dice Harris, es mucho más importante que las normas, las reglas y las arengas hogareñas. Los padres pueden, por ejemplo, prohibir o regular el uso de la televisión. Pero si los compañeros del colegio o los amigos del vecindario son televidentes obsesivos (como la mayoría) la prohibición será inútil, un intento fútil por nadar contra la corriente irremontable de la cultura.

Tal vez inconscientemente, Harris realiza una crítica implacable (casi devastadora) a la neurosis de muchos padres de clase media que se convierten, a veces sin darse cuenta, en entrenadores obsesivos de unos niños que no quieren empezar a competir. La levedad de la paternidad no es insoportable. Todo lo contrario: puede ser liberadora. Por eso vale la pena mencionarla hoy que celebramos, según el rito anual, las proezas de los papás.

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Más impuestos

Fuero casi seis años de felicidad. De 2003 a mediados de 2008, vivimos en el mejor de los mundos posibles, en un período panglossiano para usar la expresión mordaz del economista uruguayo Ernesto Talvi. En América Latina, todas las economías crecieron a tasas excepcionales; la pobreza disminuyó en los países de izquierda y en los de derecha, en los ortodoxos y en los heterodoxos; las bolsas multiplicaron su valor por cuatro y más veces; la inflación no superó los promedios históricos; las cuentas públicas pasaron del rojo al negro sin que mediaran medidas extraordinarias; en fin, la felicidad fue completa, nadie se quedó por fuera de la fiesta.

La democracia sufre de miopía, de una incapacidad casi incurable para separar lo fortuito de lo deliberado. Cuando el clima es favorable, por ejemplo, los políticos reciben la simpatía de la mayoría que siempre confunde los favores de la naturaleza con las destrezas del gobernante. Envalentonados por su suerte, los gobernantes se autoproclaman artífices de la prosperidad, dueños y señores de la situación y terminan contagiándose de la miopía de los electores. Y comienzan, entonces, a confundir lo permanente con lo transitorio, lo ordinario con lo extraordinario. Así ocurrió durante el período panglossiano.

En Colombia, el Gobierno expandió varios programas sociales con base en unos recursos extraordinarios. En un ejemplo perfecto de miopía fiscal, un gasto permanente fue financiado con recursos transitorios provenientes de un crecimiento excepcional y de unos precios exorbitantes de las materias primas. Al mismo tiempo, el Gobierno decidió devolverle al sector privado algunos impuestos con el fin de estimular la inversión. Las autoridades económicas supusieron que la situación fiscal estaba resuelta, arreglada de una vez por todas. Pero el supuesto equilibrio fiscal fue simplemente un espejismo, una ilusión nacida del período panglossiano.

Ahora el espejismo desapareció. Y comienza la travesía del desierto. El presupuesto del año 2010 tiene un faltante de financiamiento de varios billones de pesos, entre 8 y 10 según algunos cálculos preliminares. Una nueva reforma tributaria es inevitable. La plata no va a alcanzar incluso si la economía vuelve a crecer a las tasas históricas. De manera irresponsable, el Gobierno ha promovido la firma de pactos de estabilidad que eximen a muchas empresas del pago de nuevos impuestos. Estas empresas están blindadas, protegidas de lo inevitable. Y por lo tanto el ajuste vendrá por cuenta de los asalariados. O del IVA. O de ambos.

“Cuando empezaba este Gobierno —ha dicho el presidente Uribe— me decía el Banco Mundial: cuidado, Colombia está perdiendo su viabilidad financiera… a finales de agosto, principios de septiembre de 2002, el ministro Roberto Junguito me dijo que necesitaba congelar gastos por un billón de pesos”. Tristemente seguimos en lo mismo, tratando de cuadrar la caja del Estado con medidas de ocasión. El presidente Uribe todavía se queja, siete años después, de la situación fiscal que recibió en agosto de 2002. Si prosperan sus planes reeleccionistas, recibirá una situación similar en agosto de 2010. Pero ya no tendrá a quién echarle la culpa. O tal vez culpará a las circunstancias externas, a la economía mundial. Pero tarde o temprano los electores le cobrarán la desaparición de su suerte, el final abrupto del mejor de todos los mundos posibles.

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El poder de la estupidez

En las discusiones públicas y en las conversaciones privadas los políticos son usualmente clasificados en dos categorías morales: los buenos y los malos. Los buenos políticos incrementan el bienestar de un grupo de individuos sin causarle daño a nadie. Los malos usan el poder para su propio beneficio y hacen daño en la búsqueda egoísta del lucro personal. Pero esta clasificación es incompleta, deja de lado una categoría esencial, excluye erróneamente a los políticos estúpidos: los que hacen daño sin conseguir nada a cambio. Los malos políticos disminuyen el bienestar colectivo, pero no la hacen en vano, al menos consiguen una ganancia personal. Los políticos estúpidos crean problemas sin razón aparente.

Hace ya varios años, el historiador y economista italiano Carlo M. Cipolla formuló las leyes fundamentales de la estupidez humana. La primera ley postula que en general subestimamos el número de personas estúpidas en circulación. La cuarta que en muchos casos minimizamos el daño causado por la estupidez. En la política, específicamente, tendemos a pensar que la perversidad o la corrupción son las causas de todos los males. Olvidamos que muchos problemas pueden tener una explicación más sencilla: la estupidez. Los actos corruptos son denunciados todos los días. Los estúpidos casi nunca son expuestos o comentados. Esta omisión puede ser muy costosa. La quinta ley fundamental de Cipolla postula que los segundos son más dañinos que los primeros.

Sea como fuere, los políticos estúpidos merecen una mayor atención por parte de los medios de comunicación. Esta columna es resultado de esa convicción. El Concejo de Bogotá aprobó esta semana un proyecto liderado por la concejal o concejala Ángela Benedetti, según el cual todos los documentos oficiales deben usar el mal llamado lenguaje incluyente. En sus pronunciamientos públicos, los funcionarios y los comunicadores distritales deben también obedecer el mandato feminista. “Es necesario —explicó Benedetti con una extraña locuacidad— promover una cultura en las ciudadanas y los ciudadanos de Bogotá para superar estas barreras y promover el uso de un lenguaje incluyente… y superar las barreras que impiden una total realización de la mujer como sujeto de derechos”.

Este proyecto hará aún más ininteligibles los documentos oficiales. Y contribuirá a la trivialización de la política social, a la subordinación del contenido a las formas políticamente correctas, como lo sugiere, por ejemplo, la alusión a los sujetos (y sujetas) de derechos. Muchos funcionarios parecen suponer que la enunciación reiterada de los derechos sociales garantiza su cumplimiento. Finalmente, el proyecto contribuirá a la degradación en el uso del lenguaje: las declaraciones de Ángela Benedetti, citadas anteriormente, hablan por sí solas. Pero hay más. Hace unos meses, un político de izquierda, intimidado por los imperativos feministas, comenzó un discurso soso, todo forma, nada fondo, con un saludo cordial “a los y las personas en la sala”.

Carlo M. Cipolla mencionó varias veces a las feministas militantes como un buen ejemplo de su teoría de la estupidez: no parecen movidas por un impulso maquiavélico o por una estrategia perniciosa, pero terminan haciendo daño. Ensuciando el mundo. Confundiendo las prioridades. No deberían, como dijo el poeta, molestarse, molestándonos.

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El gran debate

Ha sido el debate económico más intenso del año. Nada tiene que ver con la crisis internacional, con el futuro del capitalismo o con el desplome del socialismo del siglo XXI. Concierne a un tema en apariencia menor: la eficacia de la ayuda externa en África. En Colombia, el debate ha pasado desapercibido. Aquí estamos en otro cuento, ocupados de la política interna, de las declaraciones del presidente Uribe, quien paradójicamente pretende clausurar el debate económico, “crear conciencia sobre la necesaria estabilidad de las normas laborales y tributarias”, como si en este país ya se hubiera hecho todo lo que había por hacer.

De un lado de la discusión sobre el futuro de África están los nuevos misioneros, los bienpensantes del desarrollo encabezados por el cantante Bono y el economista Jeffrey Sachs. Los misioneros piensan que el atraso de África es un resultado de la lluvia, de los mosquitos, del clima, de la latitud; en fin, de una serie de factores exógenos que sólo pueden remediarse con ayuda externa. El atraso, sugieren los misioneros, es un asunto moral, una responsabilidad de los hombres blancos que tienen en sus manos (o mejor, en sus bolsillos) el remedio para el sufrimiento de cientos de millones de personas. Cambiar el mundo requiere, en últimas, enfilar los corazones, despertar a los indiferentes, levantar a los aletargados, etc. La tarea perfecta para un cantante de rock.

Del otro lado del debate están los escépticos encabezados, entre otros, por el economista William Easterly y la banquera de inversión africana (convertida en antipredicadora) Dambisa Moyo, autora de un libro sobre ayuda externa que tiene, al menos, el mérito de haber encendido la polémica. Los malpensantes dudan de la influencia de la geografía y ponen el dedo en una llaga más dolorosa: los malos gobiernos y la corrupción. La ayuda externa, dicen, es inocua en el mejor de los casos y perjudicial en el peor; termina muchas veces alimentando la corrupción y les quita a los africanos un papel esencial: el de protagonistas de su propio destino. “Nunca —escribió Moyo recientemente— los políticos o funcionarios africanos ofrecen una opinión sobre lo que debería hacerse… Esta importante responsabilidad ha sido delegada, para todos los propósitos prácticos, en unos músicos que no viven en África”.

Sachs ha acusado a Moyo de crueldad: “recibió varias becas para estudiar en Oxford y Harvard, pero no ve nada de malo en quitarle diez dólares en ayuda a un niño africano para un anjeo antimalaria”. Moyo, por su parte, ha acusado a Sachs de falta de honradez intelectual, de promover una teoría del desarrollo superficial y en últimas contraproducente: “los africanos no necesitamos simpatía: necesitamos empleo”, ha dicho repetidamente.

Esta polémica es relevante para la discusión nacional, cada vez más urgente, sobre las causas del atraso de algunos departamentos o regiones colombianas. Mayores recursos son seguramente necesarios. Pero la ayuda es insuficiente cuando las causas del atraso son institucionales, no simplemente geográficas. Como bien ha escrito William Easterly, “Mugabe le ha hecho más daño a Zimbabue que los mosquitos”.