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Modelo AIS

La teoría, la justificación doctrinaria de las zonas francas, las exenciones y los subsidios está basada en una serie de identidades falsas, de tautologías erróneas.La teoría asocia equivocadamente la defensa del mercado con la protección de las empresas, la suerte del capitalismo con la fortuna de los capitalistas, el crecimiento de la productividad con el mantenimiento de la rentabilidad, el bienestar general con el enriquecimiento particular; en últimas, la teoría supone que la generación de empleo y la mejoría social dependen de los favores, de los regalitos estatales.
Por desgracia la teoría no funciona. No tiene ningún sustento académico más allá de algunos panfletos escritos por economistas mediocres transmutados en ideólogos. Incluso muchos empresarios cuestionan su utilidad. Asumen una postura de resignación oportunista. “Si están regalando plata, hay que apuntarse en la lista” dicen con pragmatismo. “Si todo el mundo está recibiendo el suyo, yo tengo que recibir el mío” opinan con razón. En muchos casos los favores simplemente incrementan la rentabilidad de los beneficiarios. En otros, generan grandes distorsiones, terminan atrayendo a buscadores de rentas sin ninguna vocación empresarial.

Pero el Gobierno sigue insistiendo en un modelo incierto. El programo Agro Ingreso Seguro es sólo un elemento de un conjunto más grande de ayudas. Los subsidios a la tasa de cambio, entregados consuetudinariamente a bananeros, confeccionistas y floricultores, son aún más aberrantes, más regresivos que los subsidios agropecuarios. Las zonas francas también son una forma indirecta de subsidiar a los más ricos con la intención, supuesta, no probada, de obtener algunos resultados sociales. En menor escala el Fondo Emprender del Sena, el llamado Fomipyme y el Fondo de Promoción Turística hacen lo mismo, transfieren recursos públicos al sector privado. Un periodista acucioso seguramente sería capaz de encontrar muchas caras familiares en estos programas.

El problema de estos programas no es la falta de claridad y transparencia como afirmó un editorial del diario El Tiempo esta semana: los beneficiarios de Agro Ingreso Seguro están listados en internet, los protocolos de adjudicación son conocidos y la asignación es responsabilidad de una agencia internacional. Tampoco es la corrupción como escribió Daniel Coronell la semana pasada: la mayoría de los beneficiarios obtuvieron los subsidios legalmente. Los colados son una minoría. Visible y antipática pero minoría al fin y al cabo. En últimas, el problema es la proliferación de esquemas de subsidios empresariales en la forma de exenciones, créditos subsidiados o transferencias en efectivo. Los mayores controles, la intervención de la Contraloría, las investigaciones de la Fiscalía, todas estas cosas son irrelevantes, no corrigen la esencia del problema: la existencia de un modelo económico ineficaz e injusto.

El economista Lauchlin Currie solía señalar que la opinión pública era usualmente inflamada por los escándalos pero no por las inversiones malogradas o por el desperdicio de recursos públicos. Lo mismo sucede en este caso. El problema no es la corrupción o el favoritismo, sino la implantación de un modelo fiscalmente irresponsable, económicamente ineficaz y socialmente injusto.

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¿Cuatro billones de corrupción?

La revista Cambio dice que la corrupción está creciendo o en expansión pero no aporta ningún dato al respecto. La cifra de cuatro billones (mencionada en la portada) es un refrito, uan reiteración de una aritmética simple, de una cuenta de servilleta que se repite cada cierto tiempo. Presento a continuación un análisis(ya actualizado) a un ejercicio idéntico realizado por Confecámaras hace cinco años.

Un número vale más que mil palabras. Especialmente si habla de sobornos, de malos manejos, de funcionarios corrompidos y empresarios corruptores. No importa que el número sea producto de una aritmética torpe. Al fin y al cabo, la gente sólo lee titulares.

Vale la pena analizar con cuidado la cifra revelada por Confecámaras esta semana, según la cual la corrupción cuesta cuatro billones de pesos. La cifra en cuestión es el resultado de la multiplicación de dos cantidades: el porcentaje del valor de los contratos públicos que según los empresarios entrevistados pagan sus competidores para asegurar la adjudicación (13%) y el monto anual de la contratación pública (30 billones). En resumidas cuentas: 13% × 30 billones = 4 billones. Así de simple.

Más allá de lo precario del ejercicio (que contrasta con la dinmensión de los titulares), las cantidades involucradas son discutibles. En el año 2000, el Banco Mundial realizó una encuesta empresarial sobre corrupción en 50 países, como un insumo para su reporte anual. Entre muchas preguntas, la encuesta incluyó la siguiente: ¿cuando una empresa de su sector hace negocios con el gobierno, qué porcentaje del valor de los contratos tiene que pagar para asegurar la adjudicación? Para el caso colombiano, el porcentaje promedio reportado no supera el 2%. Con base en el Presupuesto General de la Nación, y haciendo algunos supuestos menores, es posible estimar el monto anual de la contratación pública: basta con restar del valor del total de los presupuestos el servicio de deuda, los salarios, las pensiones y una parte de las transferencias. El valor así obtenido no supera, creo yo, los 15 billones de pesos. Una vez hechas las correcciones del caso, es posible replicar el sesudo ejercicio de Confecámaras; a saber: 2% × 15 billones = 300 mil millones, una cifra 13 veces menor a la reportada.

La diferencia sugiere la enorme incertidumbre (y la dificultad) de estimar la corrupción contractual. El tema no es simplemente académico. Si los empresarios creen que la contratación pública es una feria de mordidas, no querrán pagar impuestos. No se trata de llevar la corrupción a sus justas proporciones,, sino de llevar su estimación a una correcta medida. Y ello es mucho más complicado que la aritmética torpe que propuso Confecámaras. Y que ahora repite, sin ningún cambio, la revista Cambio.

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La inercia de la corrupción

El presentismo, la falta de perspectiva histórica, caracteriza, casi define, el debate colombiano sobre la corrupción. Indignados por el último incidente, los comentaristas nacionales pierden la memoria, olvidan la evidente continuidad de la corrupción, la historia repetida de escándalos y abusos. “Creo que nunca antes el país había presenciado tan impresionante sucesión de hechos escandalosos. Trátese de peculados o desfalcos en entidades del Estado; de narcomicos en el Congreso; de testaferratos o de simple venalidad administrativa, el panorama de la corrupción en Colombia es francamente desolador”, escribió Enrique Santos Calderón en diciembre de 1997. Y desde entonces nada parece haber cambiado. El panorama sigue siendo el mismo. Igualmente desolador.
El archivo de noticias del diario El Tiempo sugiere que la corrupción es una característica permanente, casi constante, de la vida política colombiana. El número de noticias, columnas y reportajes que mencionan las palabras “corrupción”, “clientelismo” y “peculado” se ha mantenido más o menos invariable desde comienzos de la década anterior. Hay algunas fluctuaciones de un año al siguiente. Pero no existe ninguna tendencia clara. Ni siquiera las metáforas han cambiado. “El cáncer de la corrupción”, “la plaga nacional”, “la podredumbre” escriben diariamente los comentaristas nacionales. “Las regiones están literalmente capturadas por varios grupos que manejan desde la salud, pasando por las regalías y por el chance, con el que quitan y ponen gobernadores. La democracia no se puede permitir estos abusos”, dijo el vicepresidente Francisco Santos en 2004. Y el panorama, ya lo dijimos, sigue siendo el mismo.

Los diagnósticos tampoco han cambiado. Cada año los comentaristas criollos denuncian la degradación de los valores, la indiferencia social y la decadencia moral; las supuestas raíces sociológicas del problema. La corrupción se presenta como una manifestación visible, como un síntoma diciente de una sociedad enferma, inmoral. Muchos proponen cruzadas moralizadoras, campañas pedagógicas o clases de cívica.

Pero la corrupción no es un problema moral. No se resuelve con sermones indignados. O campañas educativas. La corrupción es un problema político. Y por lo tanto se resuelve o se mitiga con el surgimiento del voto independiente, del énfasis programático, de la competencia política genuina, ajena de la contaminación clientelista. Así sucedió en los Estados Unidos a comienzos del siglo anterior. Y así ha sucedido en algunas ciudades colombianas en los últimos años. En Bogotá y Medellín hace algo más de una década. Y en Barranquilla, Cali y Cartagena más recientemente. El fin de la corrupción comienza, en últimas, con el debilitamiento de las maquinarias.

Por desgracia, las maquinarias están cada vez mejor aceitadas. La coalición de gobierno reúne buena parte del clientelismo tradicional. Carlos Gaviria y Rafael Pardo, los principales candidatos opositores, están aliados con las maquinarias de sus partidos. Hoy como siempre la política colombiana es una competencia entre maquinarias políticas movidas por el combustible odioso de la corrupción, por los puestos, los contratos, las notarías, etc. Y hoy como siempre la corrupción sigue, paradójicamente, sorprendiéndonos con su continuidad, con una inercia que desafía los comentarios indignados y los discursos moralistas.

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La izquierda exquisita

La alfombra roja, los rostros relucientes de los artistas, el tumulto de los fotógrafos, el resplandor titilante de los flashes, the beautiful people, la gente linda en su papel más natural, en la representación satisfecha de sí misma, todo esto, todo este rito recurrente, tuvo esta semana, en la ciudad de Venecia, un protagonista novedoso, un personaje ajeno a este mundo extraño, el presidente venezolano, Hugo Chávez Frías. El mandatario, convertido en actor, en protagonista de un documental sobre sus hazañas, recorrió exultante la alfombra roja en medio de una multitud de curiosos. Con naturalidad, al fin y al cabo Venezuela es un país de reinas, se detuvo en frente de las cámaras, se llevó teatralmente la mano a la boca y lanzó un beso al aire entrecerrando los ojos. Chávez, sobra decirlo, también sabe representarse a sí mismo.

En Venezuela los seguidores del Presidente celebraron el hecho con inusual regocijo, como si se tratase de una gesta deportiva. “El recibimiento tributado allí por un público de todos los países pone de relieve el carácter de liderazgo mundial del Presidente”, escribió un reportero oficial emocionado. Previsiblemente la oposición denunció la frivolidad del Presidente y sugirió que el espectáculo no era más que una campaña publicitaria financiada con dineros públicos. Pero unos y otros, oficialistas y opositores, omiten lo más importante, la esencia del asunto: Chávez se ha convertido en el nuevo ícono de la izquierda exquisita, en el héroe perfecto de los radicales chic del mundo entero.

Los radicales chic, como los llamó Tom Wolfe en 1970 en un artículo ya clásico sobre los coqueteos de la alta sociedad neoyorquina con las Panteras Negras, siempre han tenido cierta predilección por lo exótico, por lo primitivo, por lo romántico, etc. Lula seguramente les parece demasiado domesticado, burocratizado o pro-sistema. Castro está moribundo. Mandela celebra sus cumpleaños con los dueños del mundo. Chávez, por el contrario, es un deslenguado, un radical, un personaje perfecto para adornar una fiesta, para exhibir ante el mundo, ante la audiencia global, siempre atenta, un espíritu rebelde y comprometido. En fin, Chávez es una mascota perfecta para la gente linda.

Los radicales chic, como escribió Wolfe, son radicales en el estilo, pero “en su corazón forman parte de la sociedad y sus tradiciones”. Incluida, por supuesto, la tradición, digamos europea, de mirar con cierta condescendencia o paternalismo a los residentes de la periferia socioeconómica o geográfica. La nostalgia del pantano la llama Wolfe, aludiendo a una vieja expresión francesa, a la idea romántica (y en últimas denigrante) de que los primitivos poseen unos valores superiores, un espíritu más elevado que compensa sus falencias más obvias. La risa contenida de Oliver Stone ante las payasadas de Chávez, las palmaditas en la espalda, las preguntas obvias del documental, todas estas cosas sugieren, en últimas, un aire de superioridad y de desprecio por quienes viven o malviven al sur de la frontera.

Llegado el momento, los radicales chic romperán con Chávez. El antisemitismo y las alianzas con Irán, entre otras cosas, no han caído bien entre los dueños de la industria. Pero por ahora todos parecen satisfechos. La gente linda encontró una buena causa y Chávez, unos eficientes promotores. La comedia funcionó esta vez. Pero en el cine, como en la política, las segundas y terceras partes nunca son buenas.

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Desde lejos

La historia se repite. Unas veces de manera imprecisa, metafórica. Otras, como en el caso descrito en esta columna, de manera estricta, casi literal. La reiteración del pasado, la repetición de la historia es descrita a menudo con ánimo aleccionador. Pero mi interés en este caso no es impartir lecciones morales o de otro tipo. Pretendo simplemente traer a cuento una curiosidad, recordar un pequeño incidente ya olvidado, algo sucedido cien años atrás en este país de tragedias recurrentes.

Santiago Pérez Triana fue un político y financista colombiano. Su padre Santiago Pérez Manosalva ocupó la presidencia de los Estados Unidos de Colombia entre 1874 y 1876. Pérez Triana vivió buena parte de su vida en el exterior. Se casó en París con una cantante de ópera, hija de un petrolero gringo. Representó varias empresas extranjeras con tanto éxito que despertó la envidia de sus adversarios. Fue declarado “hombre detestable oficialmente”. Deslumbró a dos o tres generaciones de diplomáticos con su facilidad de palabra, con su peligrosa elocuencia. Escribió varios libros, literarios y políticos. En 1909, hace cien años exactamente, publicó en París un librito sobre asuntos colombianos, Desde lejos, en el que advirtió sobre el crecimiento insostenible de la deuda externa durante el gobierno autoritario del general Rafael Reyes.

El libro en cuestión ya no lo lee nadie (yo me lo encontré por casualidad en una librería “de viejos” en Buenos Aires). Los temas de fondo tratan sobre las minucias de la época, sobre las preocupaciones habituales y ya irrelevantes de los opinadores del pasado. Pero el libro contiene, en sus primeras páginas, dos cartas destinadas al entonces presidente que podrían haber sido dirigidas al actual. “Cualesquiera que sean las declaraciones explícitas de nuestras leyes —escribió Pérez Triana hace un siglo—, que limiten y definan las atribuciones del primer mandatario y de otros cuerpos o entidades, el hecho es que hoy entre nosotros la voluntad de ese mandatario prima sobre todas las demás”.

En una de las cartas, Pérez Triana intentó explicar “el abandono de las tendencias republicanas”. “El terror ante el abismo doblegó todas las voluntades. La Nación estaba enferma… Si alguien podía darle quietud, si alguien podía contener el ímpetu destructor o impedir que renaciera, a ése había que darle el mando, la autoridad, la fuerza… todos los poderes y todas las atribuciones”. Pero esta abdicación de la democracia, nacida del miedo, fue aprovechada por los más temibles de los conspiradores. “La peor conspiración, la de la adulación y la lisonja, suele estar reservada para dos clases de seres: el que marca el punto más bajo de las miserias humanas la ejerce a favor del que encarna el más odiable de los abusos: la cortesana y el tirano”.

“A usted, señor Presidente —escribió Pérez Triana con la grandilocuencia propia de su condición y de su época— se le trata de aislar por medio de la conspiración de la lisonja; se le quiere negar la luz de la verdad, vínculo eterno de las conciencias, sin el cual perece la virtud, como planta sin aire, sin lluvia y sin sol”. Cien años después, ya no en 1909, sino en 2009, estamos en lo mismo. La historia ciertamente se repite. A veces literalmente.

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El hombre del computador

El tipo tenía un negocio bien montado, un emprendimiento exitoso, una empresa rentable, competitiva. El negocio consistía, en términos generales, en una forma sofisticada de intermediación, conocida en el medio, entre los entendidos, con un eufemismo inocente: la gestión de recursos. El intermediario consigue recursos estatales, notarías, contratos, puestos, cosas de esas, y los revende, los entrega contra el pago de una cuota mensual ojalá en efectivo. Los economistas designan este tipo de emprendimiento con un nombre más franco, la captura de rentas. Pero más allá de las denominaciones, digamos que se trata de un negocio floreciente. Y rentable.

La intermediación tiene una contabilidad sencilla. Los ingresos corrientes son las cuotas y los peajes previamente acordados con notarios, contratistas y otros receptores de favores. En algunos casos, los intermediarios no intermedian, prefieren capturar las rentas directamente mediante transacciones con familiares o empresas ficticias. Los egresos del negocio son más modestos, incluyen el sostenimiento de la maquinaria política que garantiza la elección: los sueldos de algunos colaboradores locales, los regalitos consuetudinarios, los almuerzos y las camisetas, en fin, nimiedades en comparación con los abultados ingresos corrientes. La intermediación política, sobra decirlo, produce unas grandes utilidades operativas, tiene un ebitda gigantesco, es un negociazo.

El intermediario deriva su ventaja competitiva de sus contactos, de sus relaciones con un personaje clave en este estudio de caso empresarial: el hombre del computador, el dispensador de las rentas, el eje del negocio. El intermediario, en primera instancia, intercambia apoyo político por rentas. Da lo primero y recibe lo segundo. En segunda instancia, revende las rentas y utiliza parte del usufructo en comprar su elección, en amarrar los votos necesarios para la continuidad del negocio. La lógica es simple: primero se compran rentas con votos y después votos con rentas. El intermediario conecta los electores con el hombre del computador. Ese es su trabajo. Y le pagan bien.

Un policía despistado (o irónico) sugirió que el intermediario era un tipo previsivo y desconfiado, dado a atesorar efectivo. Otros, más directos, han dudado de su honestidad y demandado una investigación expedita. Razón no les falta. Pero si cambiamos de perspectiva, si pensamos más en el negocio (la intermediación) que en el protagonista (el intermediario) deberíamos concentrar la atención en otro lado: en el hombre del computador. El negocio en cuestión es rentable, primero, porque existen grandes rentas (notarías, subsidios, zonas francas, puestos, etc.) y segundo, porque una sola persona tiene la capacidad de entregárselas a sus aliados políticos. Las rentas y la discreción producen corrupción, son la clave del asunto.

Algunos creen que la lucha contra la corrupción requiere, primero que todo, la promoción de la honestidad de los intermediarios. Probablemente tengan razón. Pero yo me atrevería a recomendar una estrategia complementaria: la eliminación de las notarías, los subsidios, las zonas francas y, en general, de la capacidad de un gobierno para enriquecer a sus amigos o a sus aliados. En suma: no deberíamos subestimar el poder corruptor del hombre del computador.

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Realismo trágico

Jorge Volpi es uno de los escritores e intelectuales mexicanos más importantes de la actualidad. Esta semana presentó en Bogotá su último libro, El insomnio de Bolívar: una reflexión irónica y desencantada sobre el futuro de América Latina. Volpi comienza su alegato con una denuncia del exotismo, de la tesis macondiana según la cual nuestros infortunios son la manifestación predecible de una realidad desaforada, incomprensible para el resto del mundo, para quienes no hayan vivido en este continente de la sinrazón. El escritor mexicano rechaza esta forma de determinismo y propone un movimiento del realismo mágico al realismo trágico, un tránsito intelectual, digamos, de Macondo a Tegucigalpa.
El realismo trágico ya no está definido por el determinismo geográfico o cultural enunciado por Gabriel García Márquez en su discurso de aceptación del Premio Nobel, sino por la desigualad económica, por la distancia infranqueable y creciente entre los de arriba y los de abajo. “Los ricos viven como ciudadanos del primer mundo, gozan de todos los privilegios de las democracias modernas; sus vecinos, en cambio, se limitan a sobrevivir en democracias paralíticas”. Volpi sostiene que la desigualdad es el verdadero nudo de nuestra soledad, el mayor de nuestros problemas, la causa primera del realismo trágico.

El novelista mexicano no parece temerles a los lugares comunes. Postula una disyuntiva bien conocida entre la democracia imaginaria (la de los textos) y la real (la de la vida). Sostiene al mismo tiempo que la desigualdad es incompatible con la democracia, pues “arrebata a los hombres el gusto por las instituciones libres” y “divide la sociedad en órdenes distintos, ajenos entre sí”. En el esquema propuesto, América Latina está condenada irremediablemente por la desigualdad. Por lo tanto, nuestro futuro será tan pródigo en fracasos como el pasado. Y los latinoamericanos, en el realismo mágico o en el trágico, da lo mismo, jamás tendremos una segunda oportunidad sobre la tierra.

Jorge Volpi pretende ser el representante de una nueva generación de hombres de letras. Quiere romper con el costumbrismo, con la idea absurda del excepcionalísimo latinoamericano que postula, entre otras cosas, la necesidad de teorías propias para abordar una realidad única. Pero la ruptura es superficial. La forma puede ser distinta. Pero el fondo es el mismo. Volpi es en muchos sentidos un típico intelectual tercermundista. Incurre en los mismos vicios de sus antecesores. En los juicios absolutos. En el miserabilismo. En la fracasomanía. En la renuencia a reconocer cualquier atisbo de progreso: el crecimiento de la clase media, la mejoría de los indicadores sociales o la fortaleza de muchos procesos democráticos en el ámbito local.

A la hora de las propuestas concretas, tiene muy poco que decir. “Si América Latina quiere salir de su atraso, necesita cambiar su visión del desarrollo económico e impulsar medidas para que la pequeña y mediana industrias se desarrollen”, escribe sin mucho pudor, como si estuviese planteando una idea original. Una de las tragedias de esta parte del mundo es la falta de imaginación de sus intelectuales, su apego a una suerte de fatalismo sin atenuantes, su creencia ciega en las certezas del realismo trágico.

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La inercia del corazón

“La inercia del corazón es mayor que la inercia de la razón” escribió alguna vez el crítico literario y ensayista alemán Walter Benjamin. Por ello, tal vez, las percepciones públicas difieren con frecuencia de las realidades objetivas; por ello, los riesgos percibidos tienden a ser mayores, en ocasiones mucho mayores, que los riesgos reales; por ello, finalmente, los miedos, los temores de la gente no terminan cuando pasa el peligro o disminuye la amenaza. Las Farc, para entrar en materia, han dejado de ser una amenaza, un problema real para muchos colombianos. Pero siguen ocupando un lugar preponderante en nuestra mente, siguen dominando nuestras emociones. La inercia del corazón no nos ha dejado percibir o entender que las Farc dejaron de ser el principal problema de orden público de este país.

La culebra está viva. En algunos lugares del país las Farc todavía representan una amenaza mortal. Pero si dejamos de lado las emociones, los dictados inerciales del corazón, debemos aceptar que ya no constituyen un riesgo notable para la seguridad de la mayoría de los colombianos. La otrora boyante industria del secuestro de las Farc ya no existe. Se acabó para siempre. La capacidad homicida de la guerrilla se ha reducido drásticamente. Incluso su capacidad defensiva ha sido disminuida de manera sustancial por cuenta, entre otras cosas, de las miles de deserciones anuales. La culebra, en el peor de los casos, está en retirada. Y en el mejor, herida mortalmente.

Pero mientras el cazador buscaba la culebra en la selva, muchas alimañas entraron en su casa. El crimen organizado, como lo ha reconocido el propio general Óscar Naranjo, es un problema creciente en muchas regiones del país. En Medellín, el número de homicidios va a duplicarse en 2009. Hubo mil homicidios el año pasado. Habrá dos mil este año. Las causas son complejas, tienen que ver probablemente con la intensificación de la competencia que sobrevino después del debilitamiento de algunas organizaciones criminales. Pero más allá de las causas, los números hablan por sí solos, sugieren el carácter dinámico o metamórfico de la violencia colombiana. Las nuevas (emergentes, dicen ahora) organizaciones criminales constituyen la principal amenaza para la seguridad. A pesar de lo incierto de este tipo de contabilidad, bandas innominadas, organizaciones criminales mutantes, generan mucha más violencia, matan mucha más gente que las Farc y sus milicias.

Los psicólogos han estudiado con precisión la mecánica de la inercia del corazón, las fallas cognitivas que alimentan el divorcio entre percepción y realidad. Existe, por ejemplo, el llamado sesgo de confirmación: la gente rechaza sistemáticamente los indicios que contradicen sus miedos. El derrumbe de las Farc es evidente para la razón. Pero el corazón sigue creyendo que la amenaza es tan grande como siempre. Y como todo el mundo piensa de la misma manera, nadie se atreve a disentir. La falla cognitiva no es sólo un fenómeno individual; es también una suerte de paranoia colectiva.

Paradójicamente el futuro político del presidente Uribe depende de la coincidencia de dos hechos casi contradictorios: el éxito de la Seguridad Democrática y la omnipresencia de las Farc. La popularidad del Presidente depende, en últimas, de un temor colectivo, de la inercia del corazón de la sociedad colombiana.

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Las Farc y los vecinos

Durante los últimos siete años cambió sustancialmente la geografía del conflicto colombiano. Las Farc fueron sacadas de Cundinamarca, perdieron el control que algún día tuvieron, vale recordarlo, sobre muchas de las principales vías de acceso a la ciudad de Bogotá. Perdieron también el dominio sobre algunas áreas del centro del país donde alias Karina hizo y deshizo y sobre otras zonas de la Costa Caribe donde alias Martín Caballero se movía a sus anchas. Recientemente han perdido el dominio sobre vastos territorios del Meta y el Caquetá donde mandaron por cuatro décadas. En suma, las Farc han perdido presencia en el interior de Colombia. Han cedido buena parte de sus dominios históricos. Y han tenido que moverse hacia las fronteras y hacia la Costa Pacífica.
La política de Seguridad Democrática produjo una consecuencia inesperada, no advertida por los estrategas y los analistas de nuestra guerra: el conflicto pasó del centro a la periferia, se alejó de las principales ciudades y se acercó a los países vecinos, particularmente a Ecuador y a Venezuela. Este hecho entraña una gran contradicción. Paradójicamente el debilitamiento interno de la guerrilla trajo consigo una creciente internacionalización del conflicto colombiano, en un sentido literal, geográfico. En el último lustro la guerrilla colombiana aumentó su presencia en las fronteras y adquirió por ende una presencia transnacional.
Algunos sectores de la opinión pública colombiana consideran que los gobiernos de Ecuador y Venezuela han propiciado la internacionalización del conflicto mediante tratos y coqueteos con la guerrilla colombiana. Probablemente algunos militares venezolanos han hecho alianzas con las Farc y algunos funcionarios ecuatorianos han llevado a cabo negocios con guerrilleros y narcotraficantes. La farcpolítica también ha cruzado las fronteras. Pero yo no creo que pueda hablarse de una política deliberada, de una conspiración a gran escala liderada por Chávez y Correa. En últimas, la internacionalización no ha sido el resultado de las fuerzas atractivas de los gobiernos vecinos, sino de las fuerzas expulsoras de la Seguridad Democrática, del éxito militar colombiano.
Aceptar la internacionalización del conflicto implica reconocer, en primera instancia, la necesidad de la cooperación militar y de inteligencia. En la próxima fase del conflicto, la diplomacia debería jugar un papel preponderante. Las opciones militares eran suficientes cuando la guerrilla acampaba en Cundinamarca o reinaba en el Caguán. Pero no lo son ahora que vive en las fronteras, que ha buscado refugio en la ambigüedad de los límites transnacionales.
Por último, no deberíamos descartar una profundización de la tendencia actual, una mayor internacionalización del conflicto que conduzca finalmente a la aparición de una guerrilla supranacional. Existe un escenario de ciencia ficción, improbable mas no imposible, en el cual una derrota electoral o una salida forzada del presidente Chávez desencadena una alianza entre las Milicias Bolivarianas y las Farc. Pero pase lo que pase el conflicto colombiano no volverá a ser el mismo. Su futuro pasa literalmente por los países vecinos. Querámoslo o no, el fin del fin de las Farc se decidirá en las fronteras con Ecuador y Venezuela.
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Chávez eterno

Esta semana, en una conferencia celebrada en la ciudad de Washington, el economista venezolano Moisés Naím resumió de manera precisa las contradicciones del chavismo. Las primeras contradicciones son ideológicas. Chávez anuncia diariamente el fin del sistema capitalista, de la globalización, del consumismo aberrante, pero su gobierno depende en última instancia del crecimiento de la demanda agregada mundial. Chávez es un profeta extraño: anuncia un mundo nuevo, pero no reconoce que una simple dolencia del viejo orden, del sistema capitalista, puede terminar enterrando para siempre el naciente Socialismo del Siglo XXI.

Chávez denuncia cíclicamente al gobierno de Colombia, a sus élites, a la oligarquía santafereña, a los asesinos de Bolívar, etc. Pero el gobierno (o mejor, el desgobierno) chavista ha contribuido de manera efectiva al enriquecimiento del sector privado colombiano. La contradicción es obvia: la hostilidad política ha coincidido con una integración comercial sin precedentes. Chávez ha hecho más por el comercio internacional de Colombia que cualquier acuerdo comercial presente o futuro. En medio de los insultos, de los agravios casi cómicos, Chávez les ha transferido buena parte de su bonanza petrolera a sus enemigos colombianos. Las contradicciones del sistema, dirán algunos.

El crecimiento de las exportaciones es el resultado de otra contradicción, de un gran desequilibrio estructural. De tiempo atrás, el gobierno bolivariano ha estimulado la demanda interna, ha alimentado una gran bonanza de consumo y al mismo tiempo ha propiciado una reducción de la producción, un encogimiento significativo de la oferta. Lo que hace con la mano generosa de las Misiones, lo destruye con el codo abusivo de los controles de precios y las expropiaciones. Así, la inflación y el desabastecimiento son (para usar una metáfora cruel) pan de todos los días. El Socialismo del Siglo XXI no ha podido derogar la ley de la oferta y la demanda. Hay ciertas cosas que los autócratas y sus asambleas obsecuentes no pueden hacer.

Pero las contradicciones no terminan allí. El gobierno venezolano es un gigante atrofiado, cada vez abarca más y aprieta menos. Tiene plata y poder y por lo tanto puede acumular activos rápidamente, sumar y sumar empresas. Pero es incapaz de manejarlas. Los gerentes de las empresas nacionalizadas son militares leales que confunden las urgencias de la administración con las intrigas de los cuarteles. Ni siquiera Petróleos de Venezuela (Pdvsa) es manejada con sentido empresarial, con una mínima racionalidad. Cada vez asume más tareas y obligaciones y cada día produce menos petróleo. En algún momento también será desbordada por el exceso de demandas burocráticas.

Tarde o temprano la economía venezolana se derrumbará bajo el peso de sus propias contradicciones. “Lo que es insostenible tiene que parar”, dice un economista adepto a los lugares comunes. Pero el derrumbe de la economía no significa necesariamente el fin del régimen. Como dice el mismo Naím, el petróleo no puede sostener infinitamente una economía de mentiras, pero sí puede financiar por muchos años, por décadas tal vez, el aparato de seguridad de un autócrata impopular o quebrado. Las contradicciones tumban a los gobiernos democráticos. Pero (cabe terminar con otra paradoja) muchas veces contribuyen a la perpetuación de los dictadores.