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La farsa de Yidis

“La política tiene mucho de farsa”, dijo el presidente Uribe en Santo Domingo, República Dominicana, en medio de una gran cumbre presidencial, rodeado de decenas de mandatarios que apenas sonrieron ante la espontánea sinceridad de su colega colombiano. La frase del presidente Uribe tuvo esta semana, con la revelación de un video en el cual la ex congresista Yidis Medina confiesa un intercambio de votos por puestos y proyectos, una confirmación extraordinaria. La política tiene mucho de farsa, sin duda. El mismo presidente Uribe es uno de sus protagonistas. Pero la farsa tiente otros participantes: el periodista que presentó el video como si tratase de un documento excepcional que demostraría para la posteridad que los parlamentarios (vaya sorpresa) piden puestos; algunos miembros del partido Liberal que denunciaron, sin un ápice de ironía, el clientelismo oficial: el diablo ataviado de rojo, a la usanza tradicional, haciendo las ostias de la hipocresía; y el mismo Gobierno que se declara casto y puro después de haber recorrido 2.500 kilómetros, acampando de pueblo en pueblo, en caravana clientelista.

Pero la farsa de Yidis tiene un capítulo previo, un acto inicial protagonizado por el presidente Uribe y el ministro Juan Manuel Santos, hoy aliados políticos, pero ayer partes enfrentadas. En la farsa de la política, sobra decirlo, los papeles son intercambiables. El 15 de febrero 2001, el ciudadano Álvaro Uribe Vélez interpuso una demanda ante la Corte Constitucional contra la ley de presupuesto, aprobada en octubre de 2000, que incluía partidas regionales por 300.000 millones de pesos. Las “partidas de inversión social regional” (el eufemismo del momento) deberían ser repartidas entre los congresistas según los designios de Santos, el ministro de Hacienda de la época. Las razones del demandante son, en retrospectiva, sorprendentes. O mejor: propias de una farsa.

Decía el demandante, el ciudadano Álvaro Uribe Vélez, que las partidas regionales servirían para que los congresistas “aseguren su reelección, olviden los intereses de la Nación y, ciegamente, respalden la reforma”. La transacción demandada era la misma del video: proyectos por votos en una reforma constitucional. Pero el protagonista ha cambiado su papel, el moralizador se ha transmutado con el tiempo en negociador. Anotaba también el demandante: “los congresistas que han hecho uso de las partidas…cuentan con una ventaja comparativa frente a los demás ciudadanos que no han tenido la misma oportunidad…todo lo cual configura una discriminación constitucional”. Y concluía con una advertencia que, en retrospectiva, parece cómica o extraña: “las partidas amenazan la independencia del Congreso frente al Gobierno…los halagos presupuestales, burocráticos o contractuales generan la desaparición del derecho de ejercer el control político”. La farsa de la política se comprueba, ente otras cosas, en la volatilidad de las opiniones.

La Corte Constitucional rechazó la demanda pero reconoció, en su alegato, la posibilidad de una transacción de votos por proyectos: “del examen probatorio se muestra que pueden existir algunos elementos fácticos que sugieren que pudo haber alguna forma de desviación de poder en la aprobación de las partidas acusadas”. Detrás del lenguaje farragoso, hay un reconocimiento tácito de la realidad del clientelismo, de la compra y venta de votos. El ciudadano Rudolf Hommes fue más claro (y mucho más sincero) al respecto. En declaración ante la Corte sobre la demanda en cuestión, dijo lo siguiente: “resulta menos costoso repartir una cierta cantidad de dinero por congresista que permitirle a éstos que distorsionen la evaluación y definición del presupuesto”.

No sé qué pensaran los lectores pero yo prefiero la desfachatez de Hommes a la hipocresía de todos los demás.

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La crisis eterna

Los historiadores del futuro, dotados de la clarividencia retrospectiva propia de su oficio, seguramente señalarán que los colombianos poseemos la costumbre extraña de considerar cada crisis, cada convulsión de la política o de la sociedad, como la peor de nuestra historia. Los extranjeros, dotados de la distancia emocional propia de su origen, advierten nuestra permanente mentalidad de crisis. Pareciera que la crisis formara parte de nuestra esencia. En Colombia, después de la tempestad nunca viene la calma. Cada convulsión es seguida por otra igual. O peor. El horror. El horror.

Como es costumbre, la crisis actual ha sido considerada la peor de nuestra historia política, de nuestra accidentada vida republicana. Nadie lo ha hecho todavía. Pero alguien debería darse a la tarea de comparar los editoriales de estos días críticos con los publicados en lo más álgido de las crisis previas. Las coincidencias sorprenderían a todo el mundo. La retórica del borde del abismo sería la misma, casi calcada de una crisis a la siguiente. Pero las coincidencias irían más allá. Incluirían, entre otras cosas, la aparente paradoja de la debacle de la política y la bonanza de la economía. La independencia del PIB a las convulsiones de la política ha sido considerada, desde siempre, como una perversidad del alma nacional, como una forma autóctona de la indiferencia.

La crisis actual es otra más de una seguidilla eterna. Algunos líderes de la política y de la opinión han propuesto medidas extraordinarias, una nueva constituyente o una reforma institucional de fondo. Pero estas propuestas carecen de sentido histórico. Si cada que ocurre una nueva crisis política intentáramos reescribir la Constitución, las instituciones se convertirían en un catálogo de las urgencias de la coyuntura. La ingeniería institucional, como sugirió Eduardo Posada Carbó esta semana, requiere reflexión y distancia. Las crisis son oportunidades. Pero no sólo para componer la situación. También, sobra decirlo, para empeorarla.

Esta crisis requiere, más que unos nuevos cimientos para una nueva patria (esa quimera), la sensatez y la responsabilidad del Gobierno, del Congreso y de la Corte. El Gobierno debe comprometerse no sólo a respetar la autonomía de la justicia, sino también a evitar las descalificaciones explícitas y las dudas públicas. El Gobierno, en últimas, debe ser respetuoso y debe aparentar serlo. El Congreso debe entender que su credibilidad depende de su capacidad de autopurgarse, de la oportunidad y la entereza de sus decisiones. Y la Corte debe saber que la objetividad es un imperativo, que los jueces imparciales, como escribió Fareed Zakarias, son la esencia de la democracia constitucional. La solución de la crisis depende no tanto de los cambios institucionales, de las grandes reformas, como de la respuesta de los delegatorios del poder y la justicia.

Constituyente, revocatoria, nuevas elecciones, “medidas extraordinarias para circunstancias extraordinarias”, todo eso suena muy bien. Responsable. Consecuente. Pero los grandes cambios, los revolcones institucionales pueden resultar contraproducentes. Pueden sumarle un nuevo elemento a las crisis recurrentes: la inestabilidad institucional. Pueden, en últimas, generar un círculo vicioso en el cual las crisis generan inestabilidad, y la instabilidad genera nuevas crisis. No sobra, entonces, insistir en la sensatez, en los peligros de pasar de la crisis eterna a la inestabilidad permanente. Y viceversa.

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Sobre los homicidios de sindicalistas

Daniel Mejia (un profesor de la Facultad de Economía de Uniandes) se tomó el trabajo de comparar, para el período 2002-07, la evolución los homicidios de sindicalistas con la evolución de los homicidios totales. Los resultados aparecen en el primer gráfico que acompaña a esta entrada. En 2002, los homicidios de sindicalistas representaban 0,35% del total. En 2007, representaron 0,05%. Esto es, la tasa de homicidios ha disminuido a un ritmo mucho mayor para los trabajadores sindicalizados que para el promedio de la población.

Daniel también comparó la evolución de los homicidios de sindicalistas con la de los homicidios de la población vulnerable, la cual incluye además de los trabajadores sindicalizados, a alcaldes, ex alcaldes, concejales, maestros y periodistas. Como se muestra en el segundo gráfico, los homicidios de sindicalistas representaban 30% del total de los homicidios de ciudadanos vulnerables en 2001, y 10% en 2007. De nuevo, los homicidios han caído más rápidamente para los sindicalistas que para el resto de los grupos vulnerables.

Estos resultados contrastan, sin duda, con las aseveraciones de algunos congresistas de los Estados Unidos. Y también con este artículo de la revista Semana. El periodista no se tomó el trabajo de mirar los números. O de revisar los datos. O de consultar la evidencia. Pero los números, en este caso, valen más que la demagogia (o la pereza) de algunos periodistas con puesto pero sin oficio.

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Sobre la reforma política

“Si algo nos ha enseñado la crisis, no sólo en Colombia sino en el mundo entero, es que no hay economía que pueda convivir con la corrupción que se nutre en un sistema caduco y cerrado de costumbres políticas”. Esta frase, pronunciada por el ex presidente Andrés Pastrana hace nueve años, en medio de un sonado escándalo de corrupción en el Congreso, ilustra la convicción de muchos políticos y analistas nacionales sobre la urgencia de una gran reforma política. La frase resume una opinión insistente, repetida a pesar de la falta de pruebas, reiterada a pesar de los fracasos recurrentes, según la cual, la corrupción legislativa puede eliminarse legislativamente, esto es, erradicarse por medio de cambios legales en las reglas electorales y disciplinarias.

Ahora, ante un nuevo escándalo, estamos en lo mismo, enceguecidos nuevamente por el espejismo de la reforma política, empeñados en cambiar las reglas como respuesta a la crisis del momento, en modificarlo todo para que todo siga igual. Dos tipos de cambios han sido propuestos. El primero propone sanciones ejemplarizantes para los parapolíticos del presente y del futuro. Las propuestas, reseñadas por la prensa nacional durante la semana, incluyen la anulación de los votos, la devolución de los dineros públicos entregados para financiar las campañas y la cancelación de la personería jurídica de algunos partidos. Estas propuestas constituyen, en últimas, más una forma de autopurga, de escarmiento propio, que un intento por entender y corregir las causas de la crisis. Las propuestas son, como dijera Nicolás Gómez Dávila, una solución permanente para un problema transitorio.

El segundo tipo de cambios propuestos es una reiteración de los intentos previos por modificar el papel de los partidos en la competencia política. Los cambios incluyen el aumento del umbral, la modificación del voto preferente, la eliminación de la circunscripción nacional para el Senado, etc. Probablemente algunos de ellos ayudarían a fortalecer los partidos pero ninguno reduciría de manera significativa los niveles de corrupción política. Las experiencias acumuladas, los indicios que dejan las reformas previas, en Colombia y en el exterior, sugieren que la política no se reforma mediante las reformas de la política. En general, la ingeniería electoral no ha sido un instrumento eficaz para disminuir la corrupción política.

La parapolítica es el resultado de la puja por unas rentas estatales, por los dineros de las regalías y de la salud especialmente. La parapolítica es, en otras palabras, una forma sofisticada de corrupción. Lamentablemente esta conexión ha estado ausente en el debate sobre la reforma política. Ninguna de las propuestas hace alusión al papel de los dineros públicos. La indignación parece haber desplazado el discernimiento. En mi opinión, una simple norma que reduzca las regalías que reciben los municipios y departamentos, y que destine los dineros así ahorrados a pagar las pensiones o a financiar la educación superior de jóvenes sin recursos o a capitalizar un fondo de infraestructura, sería mucho más eficaz para combatir la corrupción que las propuestas que están siendo discutidas en el Congreso.

En últimas, la reforma política debería comenzar por el tamaño de la piñata. Cuando hay tantos dulces en el suelo, no hay reglas que valgan para controlar el desorden.

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Plata tiene que haber

Esta entrada quiere llamar la atención sobre un anuncio presidencial que pasó desapercibido, que no ha recibido la atención debida por parte de los medios de comunicación y de los partidos políticos. Una de las tantas consecuencias adversas del conflicto, de la fijación nacional con las Farc, es el deterioro de la calidad del debate público. Muchos temas importantes simplemente no se discuten. Ni siquiera se comentan. No sólo somos un país polarizado: somos también un país monotemático. El diálogo de sordos es, al mismo tiempo, un sonsonete repetido: el mismo tema con las mismas variaciones, la misma melodía repetida hasta el cansancio.

Hace unos días, en un consejo comunitario celebrado en la ciudad de Magangué, el presidente Uribe hizo una declaración perentoria. “Le voy a pedir este favor a Planeación y a Hacienda: miren dónde se hace el recorte para tener la plata el año entrante y llegar a tres millones de Familias en Acción. Vamos a aplicarle a esto aquella regla contable de don Pepe Sierra: hay cosas para las cuales… plata tiene que haber. Haya o no haya, tenemos que conseguirla, pero hay que financiar tres millones de Familias en Acción… Porque esto es: a los bandidos, madera; y a los pobres, cariño. Pero que se vea”. El Presidente, palabras más, palabras menos, anunció la duplicación de la cobertura del programa Familias en Acción, que entrega dinero en efectivo a familias de estratos bajos, y lo hizo de manera pública y desafiante. Plata tiene que haber. Pero que se vea.

Las consecuencias del anuncio presidencial son gravísimas. Colombia tiene actualmente las mayores tasas de desempleo y de informalidad laboral en América Latina. La informalidad no ha disminuido en los últimos tres años a pesar de la recuperación económica. De manera sistemática, año tras año, el Gobierno ha venido encareciendo la generación de empleo y subsidiando la informalidad. Los mayores subsidios han propiciado, como era previsible, un mecanismo de estancamiento social: los trabajadores informales no tienen incentivos para buscar ocupaciones productivas. Y ahora, el presidente Uribe ha anunciado la duplicación de los subsidios de Familias en Acción, una medida que podría cerrar el círculo vicioso, que podría, en otras palabras, profundizar la trampa de informalidad. Paradójicamente el cariño hacia los pobres, enunciado de manera pomposa por el Presidente, contribuiría a asegurar su perpetuación.

Pero las consecuencias no son sólo sociales, sino también políticas. Tres millones de Familias en Acción (en inacción, podríamos decir) representan seis millones de votos mal contados. El programa ampliado, que costaría dos billones de pesos anuales aproximadamente, le garantizaría al Presidente (o a sus allegados) un caudal electoral imposible de derrotar. De prosperar, la propuesta presidencial acabaría con la competencia política, crearía, con recursos públicos, un mecanismo invencible de compra de votos. El Presidente dijo en Magangué que la ampliación del programa debe estar lista antes de terminar el año 2009, el año previo a las elecciones. “Es la única manera como sacamos a este país adelante”, concluyó con un sentido de urgencia que sugiere la importancia del asunto.

Pero el tema, insisto, no ha llamado la atención de la opinión pública. Los líderes de la oposición y algunos analistas renombrados siguen discutiendo el cierre el Congreso, continúan dedicados al maximalismo irrelevante, a la indignación infructuosa. Con una mezcla de optimismo e ingenuidad, yo sigo creyendo en la importancia del Congreso como foro democrático, como espacio privilegiado de la democracia deliberativa. En mi opinión, el Congreso está en la obligación de propiciar un debate serio e informado sobre las consecuencias sociales y políticas del anuncio presidencial, de la expansión de Familias en Acción. Como diría el mismo Presidente, “pero que se vea”.

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Academia y política

Esta semana la prensa nacional reseñó las principales conclusiones de un estudio elaborado por varios profesores de la Universidad Nacional pertenecientes a un grupo de investigación sobre cultura política, instituciones y globalización. El estudio concluye que “en Colombia tenemos una cultura mafiosa”, que la conciencia nacional está reflejada en “el espejo que devuelve la desastrosa imagen de una película de gángsters al estilo siciliano”.

La cultura mafiosa, dicen los investigadores, está por todas partes. En los peatones que cruzan las calles por cualquier lado, en los conductores que parquean sus vehículos en cualquier parte, en los funcionarios corruptos, en los políticos clientelistas y en los empresarios evasores. La cultura mafiosa, tal como está definida, es todo y es nada al mismo tiempo. Pero los investigadores insisten en que el gran culpable es el Estado. “Situaciones como el narcotráfico —dice un reporte sobre el estudio de marras— son el ejemplo de que la mafia en Colombia está presente”. Los investigadores pasan de la obviedad (el narcotráfico indica que hay mafia) a la necedad (los peatones desobedientes ejemplifican la cultura mafiosa). Muestran una evidente propensión a sacar conclusiones apresuradas, a anteponer el discurso político a la investigación.

En las últimas semanas, la prensa nacional ha comentado en detalle las conclusiones del estudio de Claudia López sobre la parapolítica en Antioquia. Las implicaciones del estudio son conocidas por la opinión pública, pero las minucias de la argumentación no han trascendido, son hasta hoy desconocidas. Cabe señalar, sin embargo, que las licencias académicas del estudio son notables. La investigadora Claudia López llena los vacíos naturales de la evidencia con opiniones personales, con apreciaciones subjetivas, lo que termina confundiendo la frontera necesaria entre academia y opinión. Algunas de las conclusiones del estudio se derivan de la evidencia acopiada, otras nada tienen que ver con los datos reunidos, son juicios personales revestidos de academia. Los datos parecen a veces un adorno, un lustre necesario para unas conclusiones sacadas de antemano. Muchas de las opiniones parecen sensatas. Pero la academia no consiste en opinar con sensatez. La academia debe, por encima de todo, probar lo enunciado.

Los dos estudios mencionados sirven, en mi opinión, para plantear un argumento general, para precisar el papel de la academia en el debate público. En sus investigaciones, los académicos deben evitar las conclusiones infundadas y los atajos retóricos. Deben distinguir entre los juicios subjetivos y las inferencias objetivas. Deben respetar los datos. Uno entiende que los políticos distorsionen la evidencia —al fin y al cabo su oficio consiste en mentir con sinceridad—, pero los académicos deben tratar de opinar con fundamento.

Quisiera terminar con una última reflexión sobre el papel de la academia. Los académicos, como señaló Albert Hirschman hace ya varias décadas, deben mantener un temperamento persuasible, cierto grado de apertura y provisionalidad en sus opiniones. La línea es difusa, la distinción es idílica, pero quisiera insistir de todos modos en un punto ya reiterado: una cosa es el discurso político y otra muy distinta la investigación académica. Infortunadamente los dos estudios citados, el de la Universidad Nacional y el de Claudia López, parecen no tener muy clara esta distinción. Lastimosamente ambos pretenden hacer academia y política al mismo tiempo.

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Pueblos fantasmas

Esta columna es una invitación al pasado, un inventario escueto de algunos de los lugares menos conspicuos de nuestra geografía y más interesantes de nuestra historia. La columna insinúa una ruta fascinante, la ruta que conecta los municipios colombianos que fueron y ya no son, aquellos donde la realidad tiene el aspecto fascinante, la belleza triste de la decadencia; donde el presente se ha transformado en una sombra del pasado. El título de la columna no tiene ningún ánimo peyorativo. Simplemente pretende darle un nombre llamativo a este rápido recorrido por la geografía del ocaso.

La columna está basada en una comparación sencilla, realizada con base en los censos de población de 2005 y 1918. La comparación muestra la magnitud de la transformación demográfica que experimentó Colombia en menos de un siglo. En cifras redondas, la población se multiplicó por siete: pasó de 6 a 42 millones. En 1918, Bogotá tenía 144 mil habitantes; en 2005, tenía casi siete millones. Medellín pasó de 79 mil habitantes a 2,2 millones en el mismo período. En 1918, 6% de la población colombiana vivía en las cuatro principales ciudades del país; en 2005, este porcentaje ya ascendía a 30% o a 35% si se cuentan los habitantes de las poblaciones aledañas a Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla, las ciudades ganadoras (si podemos llamarlas así) de la gran explosión demográfica del siglo XX.
La concentración espacial de la población es una historia conocida, el resultado inevitable del determinismo milimétrico que conecta el desarrollo económico y la urbanización. Pero esta historia tiene algunos detalles desconocidos, algunos protagonistas secundarios, olvidados: los pueblos fantasmas, los municipios que, durante la gran explosión demográfica del siglo XX, experimentaron una caída absoluta en su población. Cien municipios (mal contados) tenían menos habitantes en 2005 que en 1918. En términos absolutos, la población residente en estos municipios cayó de 750 mil a 560 mil en el período en cuestión. Tomados en conjunto, estos municipios albergaban 13% de la población colombiana en 1918; actualmente apenas albergan 1% de los habitantes del país. Esta caída es explicada por una superposición de causas, económicas en primer lugar; sociales, incluida la violencia, en segundo.

La lista de pueblos en retroceso, demográficamente hablando, es encabezada por un municipio de Santander, Jesús María, y por dos municipios de Cundinamarca: Machetá y Manta. La lista contiene ocho municipios de Antioquia, entre ellos, Carolina (la tierra de Juanes), Caramanta, Jericó, Titiribí y Santo Domingo, el lugar de nacimiento de Tomás Carrasquilla, donde hace un siglo existía una biblioteca pública tan bien dotada que llamó la atención de varios visitantes extranjeros. La lista incluye 40 municipios de Boyacá, entre ellos, Boavita, Chispas, El Cocuy, Guacamayas, Miraflores, Paya, Santa Sofía, Tota y Zetaquirá. Hay 25 municipios de Santander (entre los que se cuentan joyas conocidas como Barichara y desconocidas como San Andrés y Matanza); 18 de Cundinamarca (entre ellos Anolaima, Gachetá, Jerusalén y Tibiritá, donde nació Rufino Cuervo, inmortalizado por una historia en dos tomos escrita por sus hijos, Ángel y Rufino José); y tres municipios de Caldas: Marulanda, Salamina y Aguadas.

En fin, la lista es larga y tendida: su misma heterogeneidad sugiere una multiplicidad de causas, de historias sin un hilo conductor distinto a la decadencia compartida. Todos los países tienen una parte de su historia grabada en su geografía. La lista mencionada sugiere, en consecuencia, algunos destinos propicios para quienes, algún día, tarde o temprano, desean viajar en el tiempo sin mayores artilugios.

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Virginio Rognoni

Virginio Rognoni es una de las figuras más importantes de la política italiana contemporánea. Ha sido ministro de Defensa, de Justicia y del Interior. Recientemente, ya con ochenta años encima, fue presidente del Consejo Superior de la Magistratura. Rognoni fue nombrado ministro del Interior después del secuestro y asesinato del ex primer ministro italiano Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas en 1978, el año del plomo. El asesinato de Moro, la fotografía de su cuerpo abandonado en un Renault 4 rojo en las calles de Roma, sigue siendo, para mi generación al menos, un recuerdo perdurable del poder destructor del terrorismo. Rognoni estuvo cinco años en el Ministerio del Interior y logró lo que parecía imposible: derrotar a las Brigadas Rojas, acabar con el terrorismo que amenazaba con destruir la sociedad y la economía italianas. El legado de Rognoni tiene, creo yo, una relevancia creciente en nuestra lucha contra el terrorismo.
Como escribió recientemente el escritor australiano Clive James, Rognoni confrontó una amenaza genuina y logró neutralizarla por medios razonables, siempre del lado de la ley. Los ideólogos de izquierda lo acusaron de ser más benigno con los terroristas de derecha, los de derecha, de lo contrario. Pero Rognoni siempre desestimó los argumentos de unos y otros, sus intentos por establecer una gradación moral de los terroristas. Rognoni fijó desde el comienzo los límites y los principios de su lucha. Como escribió el mismo James, en la guerra contra el terrorismo, urge definir los principios de antemano, mucho antes de que la presión de los acontecimientos comience a reforzar la idea de que la eficacia es el único principio. Rognoni creía que el Estado no debe usar todos los medios en la lucha crucial contra sus enemigos.

Rognoni marcó una diferencia clara entre sus métodos y los de los dictadores latinoamericanos que, durante los años setenta, recurrieron a la tortura y a la desaparición forzada. Nunca cedió a la tentación de suspender las libertades individuales. Lo pensó muchas veces. Pero jamás cruzó la línea, jamás les dio el gusto a los terroristas de usar la suspensión de las libertades como excusa para su barbarie. “La impresión que da —escribió Clive James— es la de un hombre para quien el terrorismo era tan repugnante, que usar el contraterrorismo para combatirlo le parecía inconcebible”.

El presidente Uribe también ha insistido en la necesidad de marcar una diferencia con los dictadores latinoamericanos de las décadas precedentes: la “seguridad democrática” está definida en oposición a la “seguridad nacional”. Pero ahora más que nunca, ahora que su éxito militar es incuestionable, es crucial definir claramente los principios y los límites de la Seguridad Democrática. No se trata, por supuesto, de pelear la guerra con la urbanidad de Carreño en los morrales (“lo invito a un duelo, señor terrorista”). Pero sí de establecer de manera explícita que la lucha contra el terrorismo, en el campo y en la oficina, debe darse dentro del marco de la ley. 


Rognoni no era un moralista. Pero entendía que el terrorismo no sólo amenaza la democracia de manera directa, sino también de forma indirecta, a través de las respuestas antidemocráticas del mismo Estado. “Vengan de donde vengan sus dolencias —decía—, el terrorismo nunca cura a la democracia; la mata. La democracia se cura con democracia”. Esta frase puede sonar idealista. Pero contiene, una enseñanza fundamental en nuestra legítima batalla por derrotar el terrorismo y proteger las instituciones.
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La historia se repite

Colombia no tiene uno sino dos conflictos diplomáticos. Los dos conflictos son diferentes, casi opuestos en su esencia a pesar de la similitud formal, de la hostilidad rabiosa de las contrapartes. El presidente Correa y el presidente Chávez, para decirlo de manera gráfica, están en lados opuestos de Westfalia. El primero aboga por el respeto a la soberanía territorial, es un westfaliano puro. El segundo, por el contrario, es un intervencionista convencido que pretende, con argumentos históricos engañosos, entrometerse en los asuntos internos de otros países. Con el primero hay posibilidades de un acuerdo razonable; con el segundo el antagonismo es inevitable.

Hasta hace apenas unos días, la intervención de Chávez en los asuntos de otros países era percibida como un asunto menor, como una simple impertinencia de un nuevo rico estridente pero inofensivo. La comunidad internacional aceptaba la participación retórica de Chávez en las contiendas electorales de la región. El financiamiento subrepticio de las campañas de candidatos chavistas era pasado por alto o denunciado tímidamente. El intervencionismo era tolerado con una suerte de resignación racional, como si se tratase de un problema que había alcanzado sus justas proporciones. “El liderazgo de Chávez, fuertemente lubricado por petrodólares —le dijo Teodoro Petkoff a la revista Cambio hace apenas dos semanas—, no alcanza más allá de la ultraizquierda y de la influencia sobre los gobiernos de Bolivia y Nicaragua”.

Pero el intervencionismo de Chávez parece mucho más problemático de lo que habían supuesto sus detractores más conocidos. Aparentemente Chávez ha usado a la guerrilla de las Farc como un instrumento expansionista, como una forma de intromisión extraterritorial. Chávez parece dispuesto a resucitar la doctrina castrista, a apoyar de manera directa (política, financiera y militarmente) a grupos armados con fines expansionistas. Así como Castro pretendió hacer de los Andes la Sierra Maestra suramericana, Chávez pretende, así lo dijo esta semana, hacer de Colombia el Ayacucho del siglo XXI. Chávez disfraza sus afanes intervencionistas de defensa antiimperialista, pero la revolución bolivariana, cabe decirlo de una vez, no está sitiada desde afuera, sino desde adentro.

“Fidel —escribió recientemente León Valencia con sorprendente candidez— siguió paso a paso las actividades del Eln en los primeros años de existencia”. “Fidel —cuenta el mismo Valencia— facilitó el regreso de los combatientes del M-19 que entraron armados por la Costa Pacífica con la intención de crear nuevos frentes de guerra en las duras tierras de Chocó y Nariñp… a mediados de los 80 cobijó a una comisión internacional de la Coordinadora Nacional Guerrillera de Colombia … Desde allí los guerrilleros colombianos entablaron relaciones con los grupos insurgentes de Centroamérica y promovieron acciones conjuntas en procura de la revolución latinoamericana”. Todas estas conexiones fueron negadas en su momento, tachadas de mentiras oficiales o de calumnias imperialistas. Más allá de su importancia histórica, las confesiones de León Valencia tienen en estos días un sentido ominoso. Sus palabras son una advertencia, un testimonio tanto sobre el pasado como sobre el futuro.

La historia se repite. Posiblemente la tragedia de la intromisión cubana se repetirá como comedia en el caso venezolano, como una comedia protagonizada por un mandatario cuyo “desvarío —las palabras son de Joseph Conrad— es más difícil de soportar que su ignominia”.

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La paraguerrilla

Los medios colombianos reportaron la semana pasada el asesinato, en las afueras del municipio de Santa Rosa del Sur, Bolívar, del líder comunitario Miguel Daza. La noticia no mereció grandes titulares, ni suscitó grandes debates: la sociedad colombiana está ocupada de otras tragedias y permanece abrumada por las voces estridentes de los publicistas de la paz y de la guerra. Daza era el director de Aprocasur, una asociación campesina con aproximadamente 500 afiliados que habían emprendido conjuntamente la utopía extraña de erradicar coca y sembrar cacao clonado. En 2002, Daza lideró un movimiento de resistencia civil que rodeó por 15 días un campamento de las Farc y logró la liberación de dos secuestrados. El año pasado, durante la visita del presidente Bush, Daza fue invitado a compartir su experiencia, su tozudez, podríamos decir, con la comitiva norteamericana. “Su finca —dijo uno de sus amigos esta semana— era como una pieza que no encajaba en un rompecabezas, porque tenía cacao mientras todos sus vecinos seguían sembrando coca”.

La prensa ofreció versiones contradictorias acerca de los asesinos de Daza. Algunas versiones iniciales señalaron que Daza había muerto en un retén guerrillero. Otras, que había sido asesinado por grupos criminales surgidos de una nueva alianza entre narcotraficantes y desmovilizados. Otras más que los asesinos pertenecían a la banda de los “Mellizos” o a narcotraficantes del norte del Valle. El Alcalde de Santa Rosa del Sur dio una versión aún más inquietante. Los asesinos —dijo— pueden ser parte de “una extraña alianza entre guerrilla y paramilitares, apoyada por los carteles de la mafia que buscan controlar la región”. Colombia, cabe recordar, sigue siendo el primer productor mundial de cocaína.

La profusión de versiones contradictorias, la confusión con respecto a los asesinos de Miguel Daza, no es casual. Todo lo contrario. La confusión refleja la nueva cara de la violencia en Colombia; muestra, entre otras cosas, la irrelevancia de la distinción tradicional entre violencia guerrillera y paramilitar. Con la desmovilización de los jefes paramilitares y con el repliegue (el destierro obligado) de los jefes guerrilleros, los grupos violentos se han descentralizado, se han convertido en bandas que operan localmente, en organizaciones aisladas que tienen como únicos fines el control del territorio y la producción de droga. En este escenario, los paramilitares y la guerrilla son indistinguibles: tienen los mismos objetivos, usan las mismas tácticas, reclutan los mismos hombres y combaten o cooperan según las circunstancias del negocio.

En el sur de Bolívar, por ejemplo, la violencia es ejercida por las ‘Águilas Negras’ (un grupo conformado por antiguos miembros del Bloque Central Bolívar), por las ‘Contra Águilas’ (otro grupo de desmovilizados reclutado por narcotraficantes del norte del Valle), por cinco o seis frentes del Eln y por dos frentes de las Farc. Todos estos grupos son similares. Todos son organizaciones descentralizadas movidas por un interés económico, por el control del negocio de la droga. La superposición de estos grupos sugiere, creo yo, la irrelevancia de la distinción tradicional entre guerrilleros y paramilitares, y explica la existencia, señalada por el alcalde de Santa Rosa de Sur, de alianzas entre unos y otros.

Resulta paradójico, sin duda, que mientras la sociedad colombiana marcha contra una u otra forma de violencia, los guerrilleros y los paramilitares van en camino de convertirse en la misma cosa. En síntesis, los asesinos de Miguel Daza representan el surgimiento de una nueva forma de violencia: la para-guerrilla o la guerrilla para. El orden no importa. La lógica del negocio de la droga borra las ideologías y confunde los criminales hasta hacerlos indistinguibles.