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Y parece, al mismo tiempo, haber afectado la generación de empleo formal para los trabajadores no calificados. El gráfico de la derecha muestra la evolución de la ocupación para tres categorías de empleo. La línea azul (de tendencia creciente) muestra la evolución del empleo asalariado (formal) para los trabajadores con educación universitaria: un millón de nuevos empleos asalariados se han creado desde el año 2000. La línea roja muestra la evolución del empleo no asalariado (el rebusque) para los trabajadores sin educación universitaria: los empleos informales crecieron rápidamente en la segunda mitad de los noventa, y desde entonces han estado estancados. La línea negra ilustra la reducción del empleo formal para los trabajadores sin educación superior: el nivel actual, como se muestra, es inferior al observado en 1995. La economía colombiana parece incapaz de genera nuevos empleos asalariados para los trabajadores sin educación universitaria.
El problema del empleo poco tiene que ver con las decisiones de la Junta del Banco de la República (o con la revaluación) como ha pretendido, con patente oportunismo, argumentar el Gobierno. El problema del empleo es un problema estructural que se ha empeorado durante los últimos años. Junto con la política agraria y la debacle de la infraestructura, la política de empleo (o la carencia de política de empleo, para ser más preciso) es el principal yerro del gobierno en materia económica. Las nuevas cifras hablan por sí solas.
Las cifras lo dicen todo. O casi todo. En números redondos, las cifras muestran que, en los últimos cinco años, en el mejor momento de la economía colombiana en una generación, la industria ha crecido, en promedio, a una tasa superior a siete por ciento, mientras la agricultura ha crecido a una tasa escasamente superior a dos por ciento. La economía va bien, pero el agro va mal. Uno puede, como lo ha hecho el ministro del ramo, señalar algunas falencias metodológicas, excluir los cultivos ilícitos de las cuentas sectoriales, traer a colación las crisis del pasado (“los gobiernos que perpetraron una verdadera masacre al campo colombiano”), pero lo que uno no puede, a pesar de los malabarismos estadísticos y retóricos, es esconder la realidad de las cifras. Y la realidad es una sola: el sector agropecuario colombiano está en crisis.
Y la crisis, según los empresarios del sector, parece haberse profundizado en los últimos meses. La encuesta de opinión del sector agropecuario, realizada trimestralmente por el Centro de Estudios Ganaderos y Agrícolas (CEGA), muestra que el porcentaje de empresarios que reportan un empeoramiento de las condiciones económicas del sector ha crecido sistemáticamente durante el último año, trimestre tras trimestre. Las opiniones de los empresarios (un termómetro imperfecto pero imprescindible) sugieren que el sector agropecuario está en su peor momento de los últimos cinco años. La exuberancia de los precios, la coyuntura favorable, única podríamos decir, no ha sido suficiente para revertir la crisis. La agricultura no es sólo la cenicienta de la economía. Parece también la bella durmiente del cuento. Ni los altos precios consiguen despertarla.
¿Qué puede explicar la crisis, el sueño prolongado de la agricultura colombiana? Un primer punto es evidente: una buena parte del sector agropecuario no se ha modernizado; las ganancias de productividad están concentradas en algunos sectores específicos, minoritarios. Un segundo punto es menos evidente pero más importante: el estancamiento se debe a la excesiva protección y a la proliferación de subsidios directos e indirectos. La ineficiencia subsidiada, sobra decirlo, tiende a perpetuarse. En Chile, la agroindustria ha liderado la transformación productiva. En Brasil, la agricultura se ha modernizado rápidamente. En Colombia, por el contrario, el abrazo cálido de la protección y los subsidios parece haber estrangulado las posibilidades de crecimiento y modernización del sector agropecuario. La cenicienta ha sido víctima, vaya paradoja, de su príncipe azul.
Como lo ha señalado, entre otros, el Banco Mundial, la política agropecuaria ha privilegiado los subsidios y las ayudas y ha descuidado la provisión de bienes públicos rurales: la infraestructura básica y la tecnología, por ejemplo. Los subsidios pueden, por las razones ya expuestas, haber retardado la transformación productiva de un sector adormilado. Y constituyen, en muchos casos, una transferencia irritante de dineros públicos a empresarios acaudalados. En suma, los subsidios no tienen justificación. No propician el desarrollo. Ni alivian la desigualdad.
El Ministro de Agricultura presenta, como el gran logro de su gestión, el incremento del gasto público. Mientras los gobiernos anteriores —dice el Ministro— masacraron el sector, este Gobierno está comprometido con su recuperación. Más allá de los extravíos del lenguaje, de las metáforas salidas de tono, hay un hecho inquietante: los mayores recursos, los crecientes subsidios y ayudas, podrían empeorar la situación del sector agropecuario. No es que el remedio sea peor que la enfermedad. En este caso, tristemente, el remedio es la enfermedad.
Con el ánimo de examinar esta hipótesis y otras similares, calculé, con base en el Latinobarómentro, una encuesta de opinión pública que se realiza anualmente en 18 países latinoamericanos, un índice del antiamericanismo en la región. La gráfica muestra, para cada país, el porcentaje de encuestados que dice tener una opinión mala o muy mala de los Estados Unidos. Los argentinos (65%) son los más antiyanquis y los hondureños (9%), los menos. La geografía del antiamericanismo es clara: es mucho mayor en el sur, mucho menor en Centroamérica, y toma valores intermedios en la comunidad andina. Este patrón geográfico sólo tienen dos excepciones: México (un país centroamericano claramente antiyanqui) y Venezuela (también más antiamericano que lo que predeciría su latitud). En fin, con la excepción de México y quizás de Venezuela, el antiamericanismo crece con la distancia.
Finalmente, los datos desmienten la pretensión de ligar el antiamericanismo con el tráfico de drogas. Los colombianos no somos particularmente antiyanquis pero les enviamos el polvo blanco en todo caso. Por venganza. O por amor.
La escena parece sacada de una novela de Cormac McCarthy. El asesino, que horas antes se había colado al apartamento de la víctima, esperaba sigiloso en la oscuridad, con una pistola en cada una de sus manos, ambas protegidas con guantes quirúrgicos. Cuando la víctima, el jefe de la policía federal mexicana, Édgar Millán Gómez, cruzó el umbral del apartamento, acompañado por dos guardaespaldas, el asesino vació las dos pistolas en pocos segundos. Millán murió inmediatamente, sin percatarse de lo sucedido. Uno de los guardaespaldas pudo, casi desangrándose, en un acto de heroísmo tardío, capturar al asesino, quien decidió colaborar con las autoridades mexicanas, dotadas, según cuentan, de eficaces mecanismos de persuasión. Aparentemente el autor intelectual, todavía fugitivo, es el jefe del cartel de Sinaloa, una de las tantas cabezas de la hiedra maldita del narcotráfico.
El asesinato de Millán es un capítulo más en la guerra contra los carteles del narcotráfico, emprendida por el presidente Felipe Calderón desde el inicio de su gobierno, ya hace un año y medio. La guerra ha dejado, según reportes de prensa, tres mil muertos, entre ellos 170 oficiales de la policía y 30 agentes federales. Después del asesinato de Millán, el presidente Calderón prometió llevar la guerra hasta las últimas consecuencias, con una determinación que, al menos para los colombianos, suena tristemente familiar: “lejos de atemorizarnos o amedrentarnos, hoy redoblamos el esfuerzo en la lucha contra el crimen organizado… el enemigo va a fracasar porque somos millones los que queremos un país de paz y libertad”.
“La historia de Colombia —ha dicho el presidente Uribe varias veces— demuestra que hay que atacar las drogas ilícitas en todas sus fases”. El presidente Calderón, que visitó al presidente Uribe antes de posesionarse, comparte esta misma determinación, la misma obsesión con ganar todas las batallas de una guerra perdida de antemano. Ambos presidentes representan la línea dura, casi obsesiva, en la guerra contra las drogas. “Tenemos —dijo el presidente Uribe en el último foro continental sobre el tema— que… mirar estos pueblos como padres de familia. ¿Por qué vamos a dejar, a quienes han de venir, unas sociedades laxas con un veneno de la humanidad?”.
Afortunadamente otros líderes regionales comienzan a cuestionar la conveniencia de la guerra contra las drogas, comienzan a mirar estos pueblos no tanto como padres de familia, sino como estadistas reflexivos. Tres ex presidentes latinoamericanos, Fernando H. Cardoso, César Gaviria y Ernesto Zedillo, entre otras personalidades, han decidido conformar una comisión que evaluará de manera independiente las políticas antidrogas en América Latina. “Llegó el momento de hacer una revisión profunda de las actuales políticas a la luz de la falta de resultados”, dijo Zedillo. La comisión, creada en abril pasado, se reunirá próximamente en Colombia y en México. Probablemente los presidentes Uribe y Calderón no asistirán a las reuniones. Ambos estarán ocupados en otros menesteres. Los halcones no piensan. Actúan. Los presidentes latinoamericanos, duele decirlo, sólo se atreven a cuestionar la guerra contra las drogas una vez han dejado su cargo. La sensatez de los ex presidentes contrasta, sin duda, con la intransigencia de los presidentes en ejercicio.
Una de las razones, de las incontables razones, para oponerse a una segunda reelección del presidente Uribe es su posición sobre el tema de la droga. Este país necesita un presidente en ejercicio que, desde la experiencia colombiana, le haga ver al mundo “la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia”. De lo contrario seguiremos en lo mismo, peleando una guerra imposible. Seguiremos, en últimas, como un personaje de Cormac McCarthy, el sheriff taciturno que sólo se da cuenta de la imposibilidad de su lucha el día de su jubilación.
Quiero relatar la siguiente anécdota que ayuda, creo yo, a entender el clima de opinión reinante en el país. Hace dos meses aproximadamente fui invitado a comentar el libro de Claudia López (y coautores) sobre la parapolítica. Estoy seguro de que la invitación fue un error. Probablemente la persona encargada de la promoción editorial me confundió con Carlos Gaviria o con José Obdulio y terminé en el lugar equivocado, en la biblioteca del Gimnasio Moderno dispuesto a dar una discusión académica, a participar en un debate interesante.
Lo primero que me llamó la atención, al entrar a la biblioteca, fue el escenario. Como fondo, detrás de la mesa principal, había una pantalla gigante de 5 metros cuadrados donde se proyectaban, en una sucesión sin fin, los rostros de los parlamentarios acusados de parapolítica. El ambiente de linchamiento era evidente. Digamos que se trataba de un linchamiento virtual. Pero linchamiento al fin y al cabo.
La biblioteca estaba de llena de gente. Atiborrada. Mockus estaba en primera fila. Atento. Con la seriedad que demandaba la ocasión. Varios senadores también estaban presentes. Adustos. La presentación comenzó media hora tarde. León Valencia hizo una rápida introducción. Habló de la necesidad de una derecha civilista. Me pareció un discurso conciliador, con una dosis correcta de demagogia. Luego Rafael Pardo pontificó dos minutos sobre la necesidad de una reforma política y yo hice un comentario puntual sobre las regalías y las causas económicas del problema en cuestión. Seguidamente Claudia López se levantó de la mesa. Tomó el micrófono y dijo que iba a hacer una presentación de veinte minutos.
Habló hora y media en un tono ensordecedor. Mezcló la historia, la geografía, la política y la ética. Le dio órdenes al Fiscal, que había llegado a la presentación y escuchaba anonadado. Los aplausos se repetían cada cierto tiempo. La señora López, me di cuenta entonces, era la santa inquisidora de esta ceremonia extraña. “Esta investigación –dijo en algún momento, refiriéndose a su propio trabajo– es la investigación académica más importante de la historia del país”. Mientras tanto, las fotos de los parapolíticos, el carrusel de rostros continuaba sin cesar, dándole una iluminación peculiar a la ceremonia.
Al final, el Fiscal tomó la palabra y dijo, entre otras cosas, que se inclinaba con reverencia ante el trabajo de Claudia López. Yo hice un comentario tímido sobre las incoherencias entre los datos y las conclusiones del informe. La señora Lopéz contestó con displicencia. Hubo una última ronda de aplausos. Y la ceremonia concluyó. Al salir, un conocido visionario, jefe, creo yo, de la tribu mockusiana, me dijo que los paisas perdíamos la objetividad cada vez que alguien mencionaba a Antioquia. Claudia López ha tenido una sola respuesta a mis objeciones: “no vé que es paisa”.
Varias personas que han leído el libro me han confesado, personalmente, sin ganas de hacer públicas sus opiniones, que el ensayo de Claudia López sobre la parapolítica en Antioquia no sólo está muy mal escrito, sino que está lleno de errores fácticos y argumentativos (invito a los lectores de este blog a leerlo). La mayoría se muestra sorprendida, dada la reputación de la autora y las implicaciones de su trabajo. Pero no deberían sorprenderse. Los inquisidores generalmente no argumentan. Simplemente señalan. Acusan mientras el público aplaude.
“Yo soy un cantante con un buen oído para la melodía. Y las buenas ideas tienen mucho en común con las buenas melodías. Cierta claridad. Cierto aire inevitable y memorable” dice Bono, el decano de los rockeros del desarrollo. Hace 40 años, los rockeros cantaban las melodías de la contracultura. Actualmente, mantienen intacto el apetito por cambiar el mundo, pero sus tonadas son una muestra predecible de ‘bienpensantismo’. Proponemos, dice Bono, “una ecuación que combine el capital humano y el financiero, los objetivos estratégicos del mundo desarrollado con la nueva planeación del mundo en desarrollo”. La letra no es memorable. Pero, hay que reconocerlo, está de moda.
La alianza entre artistas y banqueros es previsible. Es un ejemplo más de lo que uno de los instigadores del Mayo del 68 francés, el marxista Guy Debord, llamó La sociedad del espectáculo. Pero más allá de la domesticación de la contracultura, el reclutamiento de los cantantes por parte de las entidades multilaterales refleja la quiebra intelectual de la economía del desarrollo. Los cantantes no desplazaron a los teóricos, llenaron el vacío dejado por algunas teorías desprestigiadas.
Como lo ha afirmado, entre otros, el economista William Easterly, las teorías del desarrollo que planteaban un camino expedito, o al menos cierto, hacia la prosperidad se han ido derrumbando una a uno bajo el peso de sus propios fracasos. Muchas de las grandes inversiones financiadas con capital internacional que iban a darles el gran empujón a los países en desarrollo acabaron convertidas en elefantes blancos. Las inversiones en educación, también financiadas con recursos externos, tampoco tuvieron los réditos esperados. Los créditos de ajuste estructural fueron inocuos en el mejor de los casos y contraproducentes en el peor. En fin, gran parte de las intervenciones de las multilaterales ha sido, cabe decirlo sin ambages, un fracaso.
El nuevo credo del desarrollo predica una mayor participación del sector privado en la solución de los problemas sociales. La rentabilidad y el altruismo, dicen, se encuentran en la base de la pirámide. Algunas de las iniciativas planteadas son interesantes. Pero ya nadie cree en milagros. El desarrollo financiado desde afuera, importado en la forma de créditos, ayuda o carreta, es un producto desprestigiado. Por ello, tal vez, toca reclutar a los artistas. Las buenas intenciones siempre han sido eficaces a la hora de vender ilusiones.
Así, la foto del Presidente del BID, sonriente, rodeado por los artistas más consagrados de la región, representa, tal vez, un punto de inflexión en la historia de las multilaterales, una aceptación implícita de que su papel es más simbólico que real, de que su labor consiste en mantener, como dijo Albert Hirschman, un sesgo por la esperanza después del derrumbe de las utopías del desarrollo. Juanes y su combo, repletos de buenas intenciones, pueden haber entonado, sin saberlo, la canción de despedida de las multilaterales.
El ex alcalde de Bogotá Antanas Mockus ha defendido una visión distinta, ha enfatizado un enfoque principista que proscribe los llamados atajos morales. Primero arrinconó a Samuel Moreno al plantearle una disyuntiva extraña entre un gran beneficio social y una pequeña falta moral. Después pidió la renuncia del presidente Uribe al endilgarle que sus medios ponían en cuestión los resultados de gobierno. En opinión de Mockus, la política sólo tiene alma. No tiene cuerpo. “Llevamos muchos años de realismo político”, dijo esta semana. Y su queja insinuaba una añoranza por la cacareada restauración moral.
Uno podría criticar a Mockus por predicar un purismo que él no practicó cuando decidió traicionar a sus electores por una vanidad personal. Mockus no salió de su primera alcaldía por la puerta de adelante. Lo hizo por la puerta de atrás, en busca de un atajo apresurado hacia la Presidencia. Pero mi punto es otro. Yo quiero criticar a Mockus por su egocentrismo moral. Por confundir, como decía John Stuart Mill, los criterios morales que se impone a sí mismo con los que les exige a los demás. Mockus pretende imponerle sus valores a todo el mundo. Esta conducta no sólo es egocéntrica. Denota también una tendencia antiliberal. Totalitaria.
El fundamentalismo moral es perjudicial. Incluso desde un sentido más mundano. Desde la perspectiva de la ingeniería institucional. Hace unos meses, un profesor australiano me decía que las sociedades fundadas sobre el fundamentalismo moral, pensadas por los restauradores éticos, casi siempre terminan sumidas en el caos, casi nunca alcanzan la convivencia civilizada. En cambio, decía el mismo profesor, las instituciones realistas, que enfatizan la cooperación y respetan el individualismo, permitieron, entre otras cosas, que un grupo de delincuentes creara en Australia una de las sociedades más prósperas y civilizadas del planeta. Los regeneradores morales, como escribió recientemente un amigo bloggero citando a un pensador francés, caen fácilmente en el juego de la depuración: los puros buscando a los menos puros para depurarlos.
Decía Bernard Williams que, en sus momentos de ironía, después de una o dos copas de Bourbon, solía pensar que su trabajo como filósofo moral consistía en recordarles a otros filósofos morales algunas verdades acerca de la vida de los hombres que son conocidas por virtualmente todos los seres humanos adultos. Creo que a Mockus le hace falta esa lección, bien requiere una advertencia sobre los peligros del egocentrismo moral.
La figura está por todas partes. En las vallas. En las paredes de las oficinas públicas. En los edificios del centro de la capital. La imagen omnipresente del presidente Chávez es la manifestación más notoria del socialismo del siglo XXI. Pero no es la única. Los carros, los miles y miles de vehículos nuevos, son otro síntoma de los nuevos tiempos. El año pasado se vendió más de medio millón de unidades y la demanda sigue creciendo. Las listas de espera más cortas superan los ocho meses. El pico y placa fue declarado inconstitucional. La gasolina es más barata que el agua embotellada. Al menos desde un punto de vista estrictamente contable, los carros son los grandes ganadores de la revolución bolivariana.
Esta semana Venezuela sufrió un apagón monumental que puso al descubierto las grandes fallas del sistema eléctrico en particular y del Estado venezolano en general. El socialismo del siglo XXI ha producido, además de grandes trancones, un Estado cada vez más grande e ineficiente, un gigante atrofiado. El Estado suma y el país resta. Después de su nacionalización, la Electrificadora de Caracas pasó de ser una de las empresas mejor manejadas de la región a ser una empresa ineficiente, un brazo político del gigante atrofiado. Lo mismo está ocurriendo con la empresa de telecomunicaciones CANTV. También una empresa modelo. Igualmente nacionalizada. Y también en franco deterioro. Mientras más crece el gigante, más se atrofia. Quiere abarcarlo todo pero no aprieta nada.
El miércoles en la noche, el día después del apagón, el presidente Chávez realizó una alocución pública de varias horas. Por decisión estatal, todos los canales de televisión transmitieron el largo y sinuoso discurso. Las emisoras de radio hicieron lo mismo. El dial parecía averiado, atascado en el mismo sonsonete. El Presidente anunció un aumento de 30% en los salarios de los empleados públicos. Firmó los decretos en vivo y en directo con ademanes grandilocuentes. Los beneficiarios (muchos de ellos pasarán a engrosar las listas de espera de los concesionarios de vehículos) aplaudieron a rabiar. En el socialismo del siglo XXI, el empleo público poco tiene que ver con el cumplimiento de una función social o con la producción de bienes y servicios esenciales. Se ha convertido en una forma perversa (e ineficiente) de redistribución. El gigante destruye empresas productivas y genera empleos improductivos.
El socialismo del siglo XXI es una empresa en la cual los trabajadores están satisfechos, pero los clientes, los usuarios, están desesperados. Pero la satisfacción de los millones de empleados públicos tampoco es generalizada. La inflación ha reducido sustancialmente sus ingresos reales (lo que explica el aumento salarial) y la inoperancia estatal también los afecta directamente. El gigante atrofiado aqueja a propios y ajenos. No sorprende, entonces, que el oficialismo sea cada vez más vulnerable electoralmente. En las elecciones regionales de noviembre, la oposición aspira a ganar 10 de las 23 gobernaciones, y la mitad de las alcaldías, incluida la de la capital.
Lo mejor que le podría pasar a Venezuela es que la revolución bolivariana se desmonte democráticamente, que se deshaga tal cual como se hizo, en las urnas. Pero los riesgos son muchos. La oposición puede tratar de forzar una transición abrupta, aprovechando la creciente frustración. El gobierno puede aferrarse inconstitucionalmente al poder. El futuro es incierto. Pero las elecciones —en las calles de Caracas no se habla de otra cosa, los taxistas opinan con la sapiencia de consultores electorales— son, por ahora, una ficción necesaria, un resquicio de esperanza entre las vallas, los carros, los apagones y la omnipresencia del gigante atrofiado.
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Ante tanto pesimismo, cabe preguntarse qué piensa Amis (y qué piensan los demás) de lo que ha ocurrido en Medellín, donde los homicidios pasaron de contarse en miles a contarse en centenas. Este hecho no sólo contradice el determinismo sociológico, sino que da al traste con el modelo del asesino irredento. Para sorpresa de todos, los que no habían nacido para semilla, ni tenían futuro, ni iban a durar nada, se convirtieron de un momento a otro en muchachos domésticos, ocupados ya no en matar mientras los matan, sino en sacarles provecho a sus exiguas oportunidades.