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Gobierno sin límites

La democracia liberal está basada en los contrapesos al poder, en lo que los filósofos políticos llaman el poder civilizado. Pero los contrapesos no sólo existen entre los distintos poderes públicos, sino también dentro de cada uno. Las instancias técnicas de decisión constituyen, en particular, un contrapeso primordial en el gobierno, en el poder ejecutivo. En los inicios de cualquier gobierno, los técnicos son un contrapeso eficaz pues su conocimiento compensa la inexperiencia de los recién llegados. Pero con el tiempo, el presidente y los ministros pueden prescindir del conocimiento técnico y pueden entonces evitar sus restricciones. Después de varios años, las restricciones desaparecen y la arbitrariedad presidencial o ministerial se convierte en la regla, en la forma corriente de la administración pública. El gobierno de Uribe es un ejemplo perfecto, casi de libro de texto, del fenómeno descrito.

Tómese, por ejemplo, el aumento de los aranceles a la tela, la ropa y los zapatos anunciado por el Gobierno recientemente. En el pasado, estas decisiones eran discutidas en el Consejo Superior de Comercio Exterior, una importante instancia técnica. Pero con el deterioro de los contrapesos internos, las decisiones se toman ahora en reuniones cerradas en Palacio, de frente a los beneficiados y de espaldas al país. No es extraño, pues, que el interés particular termine desplazando al general. “Los traficantes de influencias montan y desmontan en Palacio”, escribió esta semana Rudolf Hommes. Y basta un pequeño desliz (práctico o teórico) para pasar del tráfico de influencias a la corrupción. Al fin y al cabo, la corrupción se define como el uso del poder público para el enriquecimiento privado.

Pero el desenfado ministerial no termina allí. Otros ministros han ido incluso más lejos, han mostrado un desprecio mayor por los límites (éticos) de su investidura. El Ministro de Protección Social, según informó recientemente el diario El Tiempo, ocupa ahora su tiempo libre en buscar nombres conocidos en una lista de doce mil supuestos infractores a las normas que regulan los aportes a la seguridad social. Cándidamente, el Ministro informó a la prensa que su curiosidad (inocente o malsana) le permitió, en pocas horas, identificar no sólo a dos de sus hermanos, sino también a políticos, periodistas, académicos y magistrados. Como escribió el ex ministro Rafael Pardo esta semana, conviene preguntarse por las razones que llevan a un ministro a consultar y comentar información tributaria privilegiada con nombres propios. ¿Considera el Ministro que las urgencias de su cartera están por encima de ciertos derechos y ciertas normas? ¿O será más bien que el Gobierno está preparando la lista Palacio a usanza de Hugo Chávez y su famosa lista Tascón? Sea lo que fuere, el Ministro de Protección Social puede estar violando la ley y debería, creo yo, ser investigado por las autoridades competentes.

La lista de desafueros no termina con las reuniones en Palacio o con la lista de Palacio. El Ministro de Transporte, por ejemplo, ofrece zonas francas ambulantes para componer entuertos; abre licitaciones sin pliegos; extiende contratos sin licitación; promete obras públicas en cada reunión; renegocia concesiones sin criterios generales, a su antojo. El Ministro de Agricultura impreca públicamente al Banco de la República y opina impunemente sobre las decisiones de otras carteras. Y el Gobierno en pleno, con el Presidente a la cabeza, intenta imponer sus criterios y prioridades a los mandatarios regionales.

Después de cinco años (y algunos con la esperanza de muchos más), muchos ministros parecen haber perdido cualquier noción de los límites del poder y de la inconveniencia de la arbitrariedad. Parafraseando al poeta, “se sienten en este mundo como en su casa, gritan y ordenan, quiebran y arrancan y todo lo consideran suyo… yo no sé francamente cómo hacen, cómo no entienden”.
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La cuadratura de la Línea

La seguidilla de improvisaciones que llevaron al fracaso (todavía no resuelto) de la licitación para la construcción del túnel de la Línea comenzó oficialmente el 21 de septiembre del año anterior. Ese día el Ministro de Transporte anunció la apertura de la licitación en Ibagué. La página web de la Presidencia de la República registró el hecho con entusiasmo. “Se trata del proyecto más importante dentro de los que adelanta el Gobierno Nacional, para mejorar la conectividad del centro del país con Buenaventura, que es el principal puerto con que cuenta Colombia sobre el litoral Pacífico…de acuerdo con el cronograma del proyecto, el cierre de la licitación será en diciembre de este año [2007], la evaluación y adjudicación en enero de 2008 y el inicio de las obras en abril de 2008”.
La página de la Presidencia señala también que “el proyecto será contratado mediante la modalidad “llave en mano”, en la cual a precios globales y bajo su cuenta y riesgo, el contratista se responsabilizará de la gestión ambiental, predial y social, de la elaboración de estudios y diseños y de la construcción y operación durante dos años”. Pero las verdaderas condiciones de la licitación no se conocerían hasta el 10 de octubre, cuando el Ministerio publicó los pliegos en la página de Internet. El Ministro había abierto la licitación sin tener listos los pliegos. O mejor: había mentido al anunciar que se abría la licitación. Pero los problemas apenas comenzaban.

Lo primero que llamó la atención a los posibles contratistas fue la modalidad de contratación: “llave en mano”. Dada la incertidumbre geológica, no resuelta, en parte, porque el Ministerio puso en marcha el proceso antes de la culminación del túnel piloto, los contratistas manifestaron tempranamente muchas dudas sobre su disposición a asumir la totalidad de los riesgos de construcción. Pero cuando el Ministerio reveló el presupuesto oficial (600 mil millones), las dudas se transformaron en indignación. Como lo señaló oportunamente la Cámara Colombiana de Infraestructura (CCI), el presupuesto del Ministerio era sustancialmente inferior a todas las estimaciones realizadas por la ingeniería nacional: el valor estimado por la CCI fue de 900 mil millones.

El Ministerio de Transporte había improvisado no sólo con la apertura de la licitación, sino también con el cálculo del presupuesto. Así, pasó lo que tenía que pasar: la licitación fue declarada desierta. Inicialmente el Ministro acusó a los contratistas de “cartelizarse” pero después comenzó a improvisar en sentido contrario: a ofrecer todo tipo de concesiones tributarias, a hablar de precio indefinido, a ofrecerles unas condiciones extraordinarias a los contratistas extranjeros, etc.

Durante un Consejo Comunitario realizado en Arauca el día 9 de febrero, el Presidente Uribe anunció la reapertura de la licitación. “Quiero anunciarles a mis compatriotas desde Arauca lo siguiente: se ha tomando una decisión con el señor Ministro de Transporte para que nos se atrase la ejecución de la nueva fase del Túnel de la Línea. Esta misma semana se reabre la licitación -que se debe cerrar inmediatamente pase la Semana Santa- hacer una evaluación con toda la celeridad y adjudicar rápidamente”. Por desgracia, el anunció del Presidente fue un eslabón más en la cadena de improvisaciones.

La licitación no se ha abierto todavía por dos razones. La primera, las partidas presupuestales no existen (el Ministerio de Transporte tendrían que tramitarlas ante el Confis del Ministerio de Hacienda y no lo ha hecho). Y la segunda, la nueva ley de contratación exige que los pliegos (los nuevos pliegos en este caso) deben estar publicados con anterioridad a la apertura del proceso. En fin, las declaraciones del Presidente o bien muestran un desconocimiento de los métodos de la administración pública o bien constituyen una forma deliberada de desviar la atención. Sea lo que fuere, el hecho cierto es el que el Ministerio de Transporte no tiene listos los documentos requeridos para reabrir el proceso.

A todas estas, la construcción seguramente no comenzará este año. Y el país corre el riesgo de tener un Ministro inoperante por doce largos años.
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Buenas noches, buena suerte

En los días previos a la marcha del 4 de febrero, el ex alcalde de la ciudad de Bogotá Antanas Mockus escribió un comentario editorial en el que argumentaba, palabras, palabras menos, que Manuel Marulanda y su banda de criminales son “hijos de la frialdad de la guerra fría”. Las Farc, decía Mockus, hacen un uso estratégico del homicidio condicionado, del poder arbitrario sobre la vida de los otros. Las Farc no son simplemente una organización de asesinos: son también un grupo dedicado a la manipulación estratégica de los sentimientos humanos. Sus métodos parecen copiados de la Teoría del Conflicto de Thomas Schelling, uno de los grandes legados intelectuales de la guerra fría.

Pero la analogía de Mockus es incompleta. O mejor: es mucho más rica de lo que parece. La similitud entre el presente colombiano y el pasado de la guerra fría no termina con el uso racional de la intimidación y la fuerza destructora. La marcha del 6 de marzo ha revelado otra similitud entre la guerra fría y la situación colombiana del presente: el macartismo. La lista de sospechosos crece todos los días. Los enemigos del Ejército o de las instituciones están por todas partes: en los medios de comunicación, en las universidades, en las oficinas públicas, etc. En suma, la suspicacia de los acusadores parece tener mucho más de imaginación que de razón.

Si un medio de comunicación invita a la marcha por medio del expediente sencillo de transcribir las palabras de sus organizadores, los acusadores no se limitan a criticar el hecho. Van mucho más allá, suponen inmediatamente motivos ulteriores, intenciones antipatrióticas. “Porque esa página fue escrita con la obvia intención con que se escriben todas las de su género, que es la de servir como argumentos de autoridad en los escenarios izquierdistas del mundo para derrotar a Colombia, humillarla y rebajar sus gloriosas Fuerzas Militares a la condición de una banda de truhanes o de una gavilla de asesinos”. La conspiración es siempre la primera hipótesis de los conspiradores, un tema común en la teoría de la estrategia y en las historias y ficciones de la guerra fría.

Y de las muchas historias de la guerra fría, quisiera recordar una sola: la confrontación entre el presentador de televisión Edward Murrow y el senador Joseph R. McCarthy, narrada recientemente por la película Buenas noches, buena suerte, filmada en blanco y negro y dirigida por George Clooney. Los hechos narrados hacen parte de la historia: son anécdotas que no caben en una columna de prensa escrita en otro país y en otro tiempo. Pero las palabras de Murrow siguen teniendo importancia, siguen siendo una advertencia necesaria ahora cuando los acusadores insisten en confundir la discrepancia con la conspiración, en ver la realidad en blanco (nosotros) y negro (ellos), como la película de marras.

A veces, como escribió alguna vez Roberto Bolaño, no nos queda más remedio que ponernos demagógicos, que subir el tono. Termino entonces con las palabras de Murrow: “no podemos confundir el disenso con la deslealtad. Tenemos siempre que recordar que la acusación no es prueba, y que la condena depende de la evidencia y del debido proceso. No ponemos andar temerosos, unos de los otros. No podemos permitir que el miedo nos domine en esta época de la sinrazón… Este no es el momento para guardar silencio”.

«Buenas noches, buena suerte».
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Reelección y desgobierno

Algunas veces no existe alternativa distinta a la reiteración. Algunas veces las columnas tienen que llover sobre mojado. Repetir lo repetido. Esta vez, por ejemplo, urge reiterar el rechazo a la propuesta del Partido de la U de reformar la Constitución con el propósito de reelegir nuevamente al presidente Uribe. Esta propuesta envilece la política y complica la posibilidad de un acuerdo nacional en contra de la guerrilla. La propuesta, además, muestra que algunos sectores políticos anteponen sus convicciones o sus objetivos a las instituciones nacionales. La U (como su nombre lo indica) parece más que dispuesta a invertir el sentido de la Constitución.

El Partido de la U es una alianza de conveniencia que se comporta como corresponde a su esencia: de manera oportunista. Pero la propuesta de la U no puede descartarse como una simple iniciativa equivocada de una organización oportunista. Si el Presidente hubiera sido enfático en su rechazo a la posibilidad de una segunda reelección, la propuesta de la U sería un despropósito, un acto de rebeldía sin sentido. Pero la propuesta de la U se ha nutrido de la ambigüedad del Presidente. O mejor: de su renuencia a cerrar definitivamente la puerta de la reelección, de su insistencia en dejar una rendija providencial que le permita colarse convenientemente hacia un tercer mandato. Uribe, en últimas, también se escribe con U.

La ambigüedad del Presidente puede tener varias explicaciones. Probablemente no confía en el albur de la política electoral. O no vislumbra el surgimiento de un nuevo liderazgo. O no cree en la continuidad de su legado más allá de su mandato. Pero la ambigüedad no tiene ninguna justificación. El Presidente debería rechazar la propuesta de la U y dedicarse a las tareas de gobierno, a la ingrata labor de gobernar sin la perspectiva de una nueva oportunidad. Al fin y al cabo, son muchos los asuntos pendientes. Y varios los problemas sin resolver.

El Gobierno, por ejemplo, no ha podido encontrar un camino expedito en el tema de la infraestructura. Esta semana la licitación para la construcción del túnel de La Línea fue declarada desierta. La misma licitación fracasó en dos oportunidades durante el gobierno de Pastrana, habida cuenta de los inmensos riesgos geológicos. El gobierno de Uribe decidió realizar un túnel piloto para disminuir los riesgos geológicos y viabilizar el proyecto. Invirtió miles de millones en tal propósito. Pero la licitación volvió a fracasar por cuenta de los malos cálculos y de la improvisación del Ministro de Transporte.

Pero los yerros del Ministro de Transporte son sólo una parte de los muchos problemas del Gobierno. El número de trabajadores afiliados a la seguridad social continúa estancado, a pesar de la recuperación del empleo. El gasto militar no parece sostenible una vez se agoten los recursos del impuesto al patrimonio. La expansión de algunos programas sociales tampoco parece viable fiscalmente. Pero estos problemas han pasado a un segundo plano. Adentro y afuera del Gobierno. El presidente Uribe, por ejemplo, parece más preocupado por el 2010 (o por el 2014) que por lo que resta de su período.

En suma, el presidente Uribe debería olvidarse de la reelección y concentrarse en la solución de los problemas de su gobierno. Podría empezar con una desautorización al Partido de la U y con la destitución de algunos ministros.
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Polo a tierra

Uno espera que una organización política que se autodenomina el Polo Democrático sea capaz de fijar posiciones rotundas, de decir sin rodeos sí o no ante una consigna que no admite equívocos (no más Farc). Pero las cosas no son como uno espera. El Polo no se decide. Dice sí y dice no. Quiere ser positivo y negativo al mismo tiempo. Parece más ambiguo que alternativo. Es un polo sin polaridad. Casi una contradicción en los términos.
Esta semana el Comité Ejecutivo Nacional del Polo Democrático Alternativo publicó un comunicado de prensa que fija la posición oficial del partido con relación a la marcha de este lunes 4 de febrero. El comunicado de marras es un ejemplo perfecto, casi paradigmático, de ambigüedad estratégica, de uso deliberado de la indefinición. “El Polo Democrático Alternativo —dice el comunicado— juzga urgente en la presente coyuntura dar a conocer sin ambages cuál es su posición…”. Pero la urgencia de definición se queda en eso, en una intención. Después de doce puntos, de muchas palabras, de vueltas y revueltas, el comunicado no fija ninguna posición concreta. O mejor: fija muchas posiciones con el fin de evadir deliberadamente el asunto en cuestión. De nuevo, el comunicado es un ejemplo de falta de polaridad, de indefinición disfrazada de ecuanimidad.
El comunicado está escrito en un lenguaje extraño. Indirecto. Sinuoso. En lugar de decir no más Farc, dice “no a la guerra”. En lugar de pedir que se restablezca la mediación de Chávez, sugiere que “la comunidad internacional, los países amigos y particularmente nuestros vecinos, pueden cumplir tareas de acompañamiento” para la liberación de los secuestrados. El comunicado recalca la necesidad de “sumar esfuerzos para construir… una sociedad justa que se parezca muy poco a la inicua y violenta que hoy tenemos”, como si los problema del país impidieran el rechazo a las Farc. El lenguaje indirecto asume a veces extremos risibles. El comunicado contiene, por ejemplo, una mención a los “graves errores en que han incurrido los actores”, como si todo este asunto fuera una telenovela o una comedia extraña en la cual todos los protagonistas son igualmente culpables.
Las opiniones de George Orwell sobre el lenguaje de la izquierda europea (“esa horrible jerga”) describen de manera precisa el comunicado del Polo. Uno podría, en últimas, decir, como dijo Orwell hace sesenta años, que el comunicado es una mezcla de progresismo a medio cocinar y afectación moral. Pero el comunicado es ante todo un ejercicio de evasión, un esfuerzo fallido por contestar con un manifiesto doctrinario una pregunta que sólo admitía una respuesta binaria: sí o no. El comunicado del Polo es, en últimas, un corto circuito ideológico. Una conexión fallida entre el sí y el no.
En 1940, George Orwell denunció la incapacidad de la izquierda europea para apreciar la importancia de la unidad en los tiempos difíciles. Orwell (un socialista impenitente) señaló que la izquierda militante había subestimado equivocadamente el poder transformador de la unidad y de la superación de las diferencias de clase o de ideología. La unidad y hasta el mismo patriotismo, decía Orwell, pueden ser fuerzas transformadoras, motores del cambio social. Pero el Polo Democrático Alternativo piensa de otra manera. No cree o no parece creer en la importancia de la unidad.
En suma, el Polo desperdició la oportunidad de hacer un acto de grandeza. Y optó por una postura confusa. Indefinida. Polarizante en su misma falta de polaridad.
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El narcotráfico después de las Farc

Quiero comenzar esta columna con un silogismo falso que resume los logros y los extravíos de la lucha antidroga, con un raciocinio que ilustra, una vez más, la sucesión de batallas ganadas en una guerra perdida.La primera premisa del silogismo es verdadera: las Farc son una organización clave en el negocio de la droga: en el cultivo, la producción y la comercialización de cocaína. La segunda premisa también es inobjetable: las Farc están debilitadas y podrían ser derrotadas. Pero las premisas anteriores no permiten concluir que el debilitamiento (o la caída) de las Farc significa la reducción (o la erradicación) del negocio de la droga. El narcotráfico es importante para las Farc. Pero las Farc son irrelevantes para el narcotráfico. Esa es la lógica del negocio.

El año 2007 fue el peor año en la historia reciente de las Farc. La muerte de varios cabecillas y la deserción de miles de sus miembros señalan su debilitamiento progresivo. Y tal vez definitivo. Pero el año 2007 fue tal vez el peor año en la guerra contra las drogas desde el escalamiento de la ofensiva antiguerrillera. La producción de cocaína probablemente cayó. Pero la caída fue compensada por las innovaciones en el transporte. Los decomisos de cocaína que hace la Armada de los Estados Unidos disminuyeron abruptamente el año anterior. Los decomisos habían aumentado de manera continua desde el año 2003, llegaron a 160 toneladas en 2006 y cayeron a 100 toneladas en 2007. “Los ‘malos’ se están moviendo más rápido que nosotros”, afirmó a mediados de mes un alto oficial de la Armada de los Estados Unidos. El jefe del Comando Sur, Jim Stavridis, fue más evasivo: “en un guerra de ofensa y defensa —dijo— hay que ajustar las tácticas permanentemente”. En esta guerra, en particular, hay que moverse todo el tiempo para permanecer en el mismo sitio.

Uno podría, como hizo el zar antidrogas, John Walters, en Medellín, tratar de echarle la culpa a Chávez. Pero las causas del fracaso son más complejas. Y más interesantes. La guerra contra las drogas está a punto de entrar en su fase submarina. Varios oficiales del gobierno de los Estados Unidos señalan que el fracaso reciente obedece en buena medida a la proliferación de “naves semisumergibles” que pueden transportar hasta 20 toneladas de cocaína prensada. En un patio de las oficinas centrales del Comando Sur, Stavridis decidió instalar una réplica de un submarino hechizo, construida por los investigadores de la Armada en un esfuerzo desesperado por entender la innovación artesanal que ha hecho de su guerra una empresa imposible.

Pero la innovación es sólo parte de la historia. Los submarinos también necesitan tripulantes: jóvenes dispuestos a arriesgar su vida en una aventura submarina por dos o tres mil dólares. En meses pasados, el diario estadounidense Los Angeles Times recogió el testimonio de un oficial de la Armada Nacional que interceptó un submarino cargado con droga en mar abierto. Cuando los periodistas le pidieron que describiera a los tripulantes, el oficial simplemente dijo: “están locos”. Pero la locura descrita (el arrojo de los tripulantes) es una forma corriente de la ambición. O de la desesperación. Es, en todo caso, inagotable.

Colombia, en últimas, debe prepararse para el futuro del narcotráfico después de la derrota (o de la transformación) de las Farc. Como ocurrió con una buena parte de los paramilitares, muchos frentes guerrilleros se convertirán en bandas independientes de narcotraficantes. En grupos armados dedicados a supervisar el cultivo de coca y la producción de cocaína. En proveedores de quienes controlan la flotilla de submarinos. En suma, el marchitamiento de las Farc no representa el fin del narcotráfico. Representa solamente un cambio en las formas de lucha de los narcotraficantes.
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Protesta y delirio

Colombia se ha convertido en un país monotemático. Cada comunicado de las Farc, cada declaración de Piedad Córdoba, cada opinión del presidente Chávez o del canciller venezolano, cada respuesta del presidente Uribe o de su gobierno, cada una de las vicisitudes de esta guerra de comunicados e improperios parece acaparar plenamente los espacios de los medios y la atención de la gente. No hay campo para más. Sólo una exigua minoría se atreve a pasar la página, a cambiar de canal o a poner otro tema. Pero el hartazgo razonable de unos cuanto es visto como el reflejo de una falencia moral, como un desapego calamitoso frente a las angustias de las víctimas y las maquinaciones de los victimarios.

Uno puede argumentar, con razón, que este clima de opinión es saludable, que ya era hora de volvernos monotemáticos y que, después de décadas de indiferencia, de muchos años de inacción y de complacencia, el país entendió por fin la magnitud de su desafío y el talante de su enemigo. Uno puede, igualmente, señalar que la fijación colectiva obligará a las Farc a darse cuenta de que lo único que comparten con el pueblo es (como escribiera alguna vez el ensayista alemán Hanz Magnus Enzensberger) el “rechazo que se profesan mutuamente”. Y uno puede, en últimas, argumentar que la atención nacional hará que las Farc entiendan la esquizofrenia de su lucha. “En la medida –escribe el mismo Enzensberger– en que el terrorismo todavía reclama motivaciones políticas, lleva esta locura a la práctica: convierte la guerra popular en guerra contra la mayoría de la población”.

Pero, más allá de sus efectos sobre la conciencia de los asesinos, la obsesión nacional con las Farc puede ser peligrosa. Puede, en primer lugar, sobre todo si el mensaje no es suficientemente claro, darles a las Farc una impresión de protagonismo. Y puede, en segundo lugar, como dice el mismo Enzensberger, conseguir que los terroristas transfieran al resto de la sociedad el delirio al que ellos mismo sucumbieron. Puede llevar “a la idolatría histérica del poder estatal y a la santificación de las fuerzas del orden”. La consigna debe ser “No más Farc”. Una y mil veces, si se quiere. Pero sin caer en la paranoia. En la histeria. Si las Farc nos contagian de su delirio, habrán ganado otra batalla. ————— Respuesta de Ramiro Bejarano a la columna de la semana anterior:
Adenda. Recojo el guante que con socarrona cobardía lanzó el taxónomo del régimen, Alejandro Gaviria, quien la semana pasada clasificó en forma insultante las opiniones adversas al Gobierno al que tanto le sigue debiendo. Con su proverbial arrogancia autocalificó su actitud como no arbitraria. Según el ambiguo ex subdirector de Planeación de Uribe, el único que piensa acertadamente es él, los demás no, sólo porque no tenemos los mismos intereses suyos en el Gobierno. Fue obvio que con su taimada postura hacía méritos o cumplía el encargo de insultarnos en clave a varios columnistas, o ambas cosas. Su argumento críptico es igual al discurso mezquino y desleal del otro Gaviria, José Obdulio. La diferencia es que Alejando posa de independiente, cuando tampoco lo es, y acusa a los demás de “dudosa ética”, cuando también carece de autoridad moral para erigirse en censor de la opinión ajena. Debió haber empezado por clasificar los lagartos y oportunistas, donde él es un espécimen fuera de concurso.

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Sobre la retórica pacifista de Chávez

Esta semana, las cancillerías de Colombia y Venezuela añadieron un nuevo capítulo a la guerra de palabras entre los dos países que comenzó hace ya más de dos meses. Primero el Canciller colombiano, en un tono vehemente, pidió respeto para el Gobierno y el pueblo colombianos. Y luego el Canciller venezolano, en un tono desafiante, señaló, entre otras cosas, que “el Gobierno colombiano no está comprometido con la paz, sino obsesionado… con la guerra”, que el “presidente Uribe está más preocupado por salvar las apariencias que por salvar las vidas de sus conciudadanos” y que “el comunicado de la Cancillería colombiana está plagado de cinismo e hipocresía”.

Sin ningún ánimo patriotero, simplemente con el deseo de señalar las contradicciones (el cinismo y la hipocresía, podría uno decir) de la Cancillería venezolana en particular y de la retórica bolivariana en general, vale la pena examinar algunas de las afirmaciones del comunicado de marras. Vale la pena, en particular, contrastar las palabras del Canciller venezolano con la cruenta realidad de la revolución bolivariana, con un legado violento que algunos desconocen y otros omiten de manera conveniente. En diciembre pasado, por ejemplo, el escritor colombiano William Ospina, sin ningún atisbo de ironía, con una seriedad de propósito y unas pretensiones líricas que recuerdan los discursos de Chávez o las peroratas de los peores dictadores tropicales, elogió “el carácter pacífico y democrático del actual proceso venezolano”.

Ya que el Canciller venezolano habla de la paz y de la importancia de salvaguardar vidas humanas, ya que William Ospina pone como ejemplo de civilización al “proceso venezolano”, conviene recordar (o para los no iniciados simplemente mencionar) algunas cifras. En números redondos, la tasa de homicidios en Venezuela ascendió el año pasado a 45 muertes por cada cien mil habitantes. En Colombia, la misma tasa estuvo alrededor de 40 homicidios por cada cien mil personas. Más de un venezolano fue asesinado cada hora. En los dos primeros días de este año, 63 personas fueron asesinadas violentamente en la ciudad de Caracas. Dadas las cifras anteriores, resulta paradójico que el gobierno venezolano quiera dar lecciones de paz. El “proceso venezolano” ha estado acompañado de un incremento inusitado de la violencia que contradice la retórica pacifista del comunicado de la Cancillería. Actualmente Venezuela no es un ejemplo de paz. Es tristemente un paradigma de la violencia.

El aumento de los homicidios es explicado, según las fuentes venezolanas, por una combinación de indiferencia e ineficiencia. El Gobierno de Chávez ha desdeñado sistemáticamente el tema de la seguridad personal. Además, el deterioro institucional generalizado (el empleo público se ha convertido en una forma perversa de distribución en favor de las personas leales al régimen) ha afectado de manera desproporcionada a la policía y a las fuerzas del orden en general. Mientras tanto algunos oficiales del gobierno, muchos de ellos ex militares, han propuesto distribuir armas entre los habitantes de los arrabales urbanos con el propósito de atenuar la violencia. Esta solución, piensa uno, no parece consecuente con el cacareado carácter pacífico del “proceso venezolano”.

Alguien podría afirmar que la violencia venezolana es diferente a la colombiana, que es espontánea, difusa, desconectada del alboroto de la política. Pero en últimas todas las muertes violentas son iguales en la contabilidad imprescindible del sufrimiento humano. Pero el gobierno bolivariano parece pensar de otra manera. Mientras lamenta la violencia de Colombia, “la resignación y desconsuelo… de la sociedad colombiana”, desdeña la violencia propia y la desesperación de sus gobernados. Así, la retórica pacifista de Chávez y de su Canciller suena vacía en el mejor de los casos. Y oportunista, en el peor. La caridad, dicen, comienza por casa. Y hasta ahora el gobierno venezolano ha sido indiferente ante la violencia propia, ante los muchos muertos que en su silencio dicen más que los largos pronunciamientos bolivarianos.

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Una taxonomía del antiuribismo

Esta columna propone una clasificación de la oposición política en Colombia, una taxonomía del antiuribismo. La clasificación es subjetiva pero no arbitraria. Debe leerse como una opinión sobre las opiniones. Como una caricatura de las caricaturas. Los argumentos políticos, en últimas, son más reiterados que originales. Son variaciones sobre la misma idea. Así, tiene sentido intentar una clasificación de las distintas especies que pueblan el panorama de la oposición política colombiana.

Cabe comenzar con el antiuribismo delirante que sostiene, como principal argumento, que el Presidente y sus colaboradores más cercanos son la continuación del cartel de Medellín. Los antiuribistas delirantes recurren a la estridencia para ocultar la falta de evidencia. Son pocos pero ruidosos. Llevan un largo tiempo insistiendo en varias hipótesis inverosímiles y proponiendo la responsabilidad familiar de las conductas delictivas o criminales. Los opositores delirantes son aficionados a ciertos remoquetes de mal gusto. Cultivan una estética tan cuestionable que sugiere, creo yo, una ética igualmente dudosa, un apego por la mentira y la exageración.

En segundo lugar cabe mencionar el antiuribismo obtuso, que rechaza la lógica y renuncia a los hechos, que parece haber abandonado cualquier pretensión de objetividad. Los antiuribistas obtusos son pensadores dobles, dados a sostener posiciones contradictorias casi simultáneamente. Decían, cuando las Farc anunciaron la liberación de algunos secuestrados, que el presidente Uribe había perdido el pulso político. Y dijeron, cuando el Gobierno reveló las mentiras de las Farc, que el presidente Uribe era un oportunista que había aprovechado una coyuntura especial para ganar el pulso político. La derrota es mala. Pero el triunfo es peor. Los opositores obtusos aducen, por ejemplo, que la seguridad democrática sólo ha permitido que algunos privilegiados regresen a sus fincas de recreo. La congestión navideña de las terminales de transporte, atiborradas de ciudadanos corrientes en busca de un milagro en la forma de una silla en una flota intermunicipal, no parece afectar sus convicciones, cambiar sus juicios. Los hechos no les interesan. Sus posiciones son inflexibles, inmunes a la realidad.

En tercer lugar habría que mencionar el antiuribismo suspicaz, que señala con preocupación los vínculos de políticos de la coalición uribista y ex funcionarios del Gobierno con los paramilitares. Los antiuribistas suspicaces indican algunas coincidencias comprometedoras, pero no hacen juicios definitivos. Insinúan sin acusar. Muchos de ellos se preguntan, con razón, por qué el presidente Uribe no ha pedido disculpas, como dijo que lo iba a hacer si pasaba lo que pasó, por el nombramiento de Jorge Noguera en el DAS. O por qué el Gobierno no muestra la diligencia y la osadía acostumbradas en la persecución internacional del ex gobernador Salvador Arana.

Por último, debe mencionarse el antiuribismo puntual, que denuncia los errores de las políticas y las decisiones del Gobierno. Los antiuribistas puntuales señalan, entre otras cosas, el crecimiento del asistencialismo, de los subsidios al sector privado (la profusión de zonas francas, por ejemplo), la improvisación de muchas decisiones (la fusión de los ministerios, por ejemplo), el clientelismo en el servicio exterior, la desinstitucionalización, etc. La crítica puntual pone de presente no tanto la perversidad del Gobierno como la inconveniencia y la mediocridad de algunas de sus decisiones.

Paradójicamente, el Gobierno les presta mucha más atención a las formas delirantes e irracionales de la oposición que a las formas más sensatas. A las primeras les contesta con comunicados, con alocuciones radiales, con insultos del mismo calibre. A las segundas, simplemente las confunde o las ignora. El Gobierno, en últimas, ha escogido la oposición que quiere tener, no la que piensa, no la que cuestiona, sino la que insulta y reniega de la razón.
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La mentira como principio

Hace ya más de 20 años, en 1985, Enrique Santos Calderón publicó un libro sobre las vicisitudes y los problemas del proceso de paz de Belisario Betancur. El libro (titulado La guerra por la paz) no sólo es un recuento de un proceso fallido, de lo que Laura Restrepo llamó en su momento la historia de un entusiasmo, sino también un documento histórico sobre la persistencia de la mentira, sobre la inveterada práctica del engaño y de la desinformación de la guerrilla colombiana en general y de las Farc en particular.

Gabriel García Márquez, quien escribió la introducción del libro de marras, señala, con una mezcla de sorpresa e indignación, las mentiras casi inverosímiles de las Farc. “Los guerrilleros —escribe García Márquez— se enredaron en su propia lógica. Don Manuel Marulanda, comandante supremo de las Farc, tuvo el desenfado de decir en una extensa entrevista de radio que su movimiento no había recurrido al secuestro y que las cuotas que les pagaban los hacendados eran voluntarias… Pero lo peor fue que Don Manuel dijo después en la misma entrevista que sí se había servido del secuestro, pero que ya no lo hacía ni lo volvería a hacer”.

Muchos años después, las Farc siguen en lo mismo: enredadas en su propia lógica, mintiendo y contradiciéndose. A mediados de septiembre de 2007, Raúl Reyes le dijo a Piedad Córdoba, quien, a su vez, le contó a la prensa nacional, que el Negro Acacio estaba vivo y que todos los secuestrados estaban bien de salud. Meses más tarde, las Farc reconocieron, con el mismo desenfado del que se quejaba García Márquez, la muerte del Negro Acacio, y la opinión nacional conoció con espanto el precario estado de salud de algunos de los secuestrados. La continuidad en la mentira es evidente. Basta una simple interpolación para pasar de la entrevista radial de Marulanda a las declaraciones de Reyes y a la falsa entrega de Emmanuel.

Todas las verdades son iguales. Pero cada mentira es falsa a su manera. Muchas de las mentiras de las Farc son más elaboradas que las simples negativas burdas de Marulanda y Reyes. Las Farc son expertas en teorías de conspiración, en la mención repetida (e infundada) de enemigos agazapados, de adversarios ocultos. “Allí estará la mano siniestra de los Estados Unidos”, dijo esta semana la agencia de noticias Anncol en referencia a los análisis genéticos sobre la identidad de Emmanuel. “Todos los exámenes que ellos hagan demostrarán que ese niño ‘es Emmanuel’. Habrá en consecuencia dos Emmanuel. Sólo su madre sabrá cuál es el verdadero, el de ella”. Esta mezcla de romanticismo barato y de teoría de conspiración (del mal gusto y la mentira) haría ruborizar hasta al mismo Oliver Stone.

El libro mencionado hace referencia a una cita de Aleksandr Solzhenitsyn que hoy sigue siendo tan exacta como hace dos décadas. Decía el novelista ruso que la violencia sólo puede ser ocultada por la mentira y que la mentira sólo puede mantenerse por la violencia. Como escribió Enrique Santos Calderón, “quien proclame la violencia como método, se verá obligado a adoptar la mentira como principio”. Veinte años después, esta predicción se confirma nuevamente y en cabeza de los mismos protagonistas. Si algo ha quedado demostrado en la devolución fallida de Emmanuel, en todo este incidente inverosímil, es la complementariedad siniestra entre la violencia y las mentiras de las Farc.