Hace unas semanas, dos afamados columnistas sostuvieron una animada polémica sobre la ética y la estética del llamado lenguaje incluyente. La polémica parecía concluida. O, al menos, dormida en periódicos de ayer. Pero esta semana la Corte Constitucional revivió el tema. Con base en una ponencia presentada por el magistrado Humberto Sierra Porto, la Corte decidió declarar inexequible un viejo artículo del Código Civil, según el cual “las palabras hombre, persona, niño, adulto y otras semejantes que en su sentido general se aplican a los individuos de la especie humana, sin distinción de sexo, se entenderán que comprenden ambos sexos en las disposiciones de las leyes”.
Las razones de la decisión de la Corte parecen sacadas de un manual de “posmodernismo para dummies”. Según la Corte, “resulta manifiesta la influencia que ejerce el lenguaje jurídico bien sea para mantener la condición de sujeción de la mujer… o bien para transformar el estado de cosas imperante y lograr una igualdad real entre varones y mujeres”. Para la Corte, “pretender que se utilice como universal el vocablo hombre sólo trae como consecuencia la exclusión de las mujeres…”. En últimas, la Corte logró, en unas pocas sentencias, juntar lo peor de Foucault y de Santander. Leguleyismo afrancesado, podría uno decir.
El razonamiento de la Corte supone que el lenguaje jurídico es un instrumento de dominación. Como si los incontables problemas de un país literalmente entutelado no fuesen suficientes, los honorables magistrados se han encomendado a sí mismos la ardua tarea de “deconstruir” las leyes de la República. O de revelar las formas de manipulación simbólica agazapadas en la prosa inerte de nuestros legisladores. Quién sabe dónde terminará todo este asunto. Pero no me extrañaría que alguno de estos señores (o señoras) decidan, en un trance posmodernista, derogar todos nuestros códigos legales con el argumento irreprochable de que están escritos en el lenguaje de los usurpadores europeos, los mismos que nos impusieron su cultura sin preguntarnos.
Dice la Corte que “sólo una definición cuyo contenido permita visualizar lo femenino… armoniza con la dignidad humana”. No sé qué pensarán las mujeres pobres de las batallas simbólicas que libran los justicieros cósmicos en su nombre. Pero seguramente ellas tienen un entendimiento distinto de la dignidad humana. Sus necesidades son reales, no simbólicas. Sus consuelos materiales, no retóricos. A falta de pan, no parecen buenas las tortas posmodernistas. Pero algunos magistrados se muestran más preocupados con las poses progresistas que con los problemas reales. Una actitud reprochable pero comprensible. Al fin y al cabo, las soluciones sociales necesitan de entendimiento, mientras que los remedios simbólicos sólo requieren de palabras.
Paradójicamente, uno podría aplicarle la misma receta francesa a la sentencia de la Corte. Uno puede, en últimas, “deconstruir lo deconstruido”, lo que serviría, en este caso, para mostrar que el lenguaje incluyente es un mecanismo de evasión o un disfraz para la indiferencia o una forma de escapismo. Afortunadamente la realidad social sigue su rumbo, indiferente a los pronunciamientos de la Corte. Pues, dígase lo que se diga, las mujeres colombianas continúan acumulando más años de educación que los hombres, copando las mejores posiciones de la nueva economía y demostrando con hechos que su suerte no depende de un sufijo o de un arcaísmo legal o de la visibilidad jurídica que tanto les preocupa a nuestros jueces y a nuestras juezas.