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septiembre 2006

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Mentiras piadosas

Como si no bastara con las excomuniones del cardenal López Trujillo o las imprudencias del Papa Ratzinger, algunos directores de la Iglesia Católica han decidido ahora opinar sobre los asuntos mundanos de la economía. Según la Pastoral Social, estamos viviendo la peor crisis humanitaria de nuestra historia, como resultado, entre otras cosas, de la aplicación de un modelo de desarrollo perverso. En suma, el diablo parece haberse apoderado de la economía: por las oficinas del Ministerio de Hacienda se siente el olor a azufre. Y ni qué decir del Banco de la República, donde lucifer mismo parece haber instalado una sucursal.

Ante el anuncio de la catástrofe, uno esperaría un sustento detallado, una descripción precisa de nuestra realidad social. Pero no. Los directores de Pastoral simplemente reiteran las cifras oficiales (las mismas vilipendiadas cifras del DNP): 50% de pobreza total y 68% de pobreza rural. No hay revelaciones extraordinarias. Ni visiones nuevas. Ni milagros estadísticos. Sólo homilías exageradas con base en los mismos datos. Sin rodeos: cuando la Pastoral Social habla de la “mayor crisis humanitaria de nuestra historia” está diciendo mentiras. Todos los estudios publicados, sin excepción, muestran que la pobreza ha descendido durante los últimos años. Desde una perspectiva de más largo plazo, todas las estadísticas disponibles señalan, sin salvedad, que el bienestar material de los colombianos ha aumentado durante la última generación.

Quizás los jerarcas argumenten que sólo se trata de una mentira piadosa. De exagerar la situación para llamar la atención. Para despertar la solidaridad social y la acción estatal. Lo mismo han argumentado, casualmente, algunos analistas nacionales que han convertido la hipérbole social en una marca registrada. Tristemente, la sobreestimación de la pobreza se ha transformado, con los años, en una forma habitual de exhibicionismo moral. Pero las mentiras de Pastoral Social no tienen nada de piadosas. Confunden al país (para el diario El Tiempo, por ejemplo, “el buen desempeño de la economía contrasta con un aumento, también galopante, de la pobreza, denunciado esta misma semana por la Iglesia Católica”). Deslegitiman las instituciones. Alientan la peor forma de populismo: la que trata de aliviar los problemas sociales con programas asistenciales. No sé si la Pastoral Social quiera convertir al Estado en una agencia de caridad cristiana, pero éste puede ser precisamente el efecto acumulado de sus exageraciones.

La Pastoral Social pide un modelo más justo de desarrollo y una mejor distribución del ingreso. Pero más allá de estos objetivos loables, no presenta ninguna propuesta. No dice el milagro. Ni revela el santo. Las propuestas, dirán ellos, no generan titulares: son los diagnósticos escandalosos los que llaman la atención. Pero la justicia social necesita de propuestas concretas en general y de buenas políticas educativas en particular. Para igualar las oportunidades, incumbe convertir la calidad de la educación pública en un objetivo preponderante, como lo ha hecho, por ejemplo, el alcalde de Medellín. Se requiere, al mismo tiempo, multiplicar las bibliotecas públicas, aumentar los cupos universitarios y expandir la capacitación técnica. Pero la Pastoral no habla de educación. Su modelo de intervención estatal, podría uno pensar, tiene un eje distinto: la limosna.

Pero más allá de las implicaciones prácticas, la facilidad con la cual se aceptaron las exageraciones de la Pastoral pone de presente un rasgo típico de la realidad colombiana de estos tiempos: la fiebre moralista. La idea (en palabras del filósofo británico Jamie Whyte) de que es imposible contradecir a los comprometidos, de que los justos de corazón tienen licencia para mentir y de que la verdad debe acomodarse a la moralidad.

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Empobrecimiento mental

Miguel Antonio Caro. Caballero santafereño. Defensor de la pureza lingüística. Y practicante del amaneramiento formal. Tuvo, en el año 1890, un debate parlamentario con el General Rafael Uribe Uribe. Durante las postrimerías del debate, Caro exclamó llevándose las manos a su cabeza: “¡Horror, horror! Cuando ustedes quieran hablarme en latín, les ruego que me pronuncien bien las sílabas finales, porque allí es donde está el meollo de la cuestión”.

Según cuenta el historiador Malcolm Deas, antes de Caro, Rufino Cuervo ya había emprendido, desde el periódico La Miscelánea, la lucha contra los “recién graduados, que no habiendo estudiado, ni leído, sino libros franceses o traducciones bárbaras, hacían alarde de estropear su propia lengua”. Como escribe el mismo Malcom, el purismo lingüístico del siglo XIX refleja “un fenómeno típicamente colonial, el de pueblos todavía inseguros de su nueva cultura y que trataban de reafirmarse demostrando que eran más correctos que los habitantes de la madre patria”.

Pero el amaneramiento formal no es sólo una forma de inseguridad: es también un intento velado de dominación. O, al menos, una forma sutil de proteger ciertos privilegios inmerecidos. La gramática y la filología han sido las armas favoritas de los sectores más conservadores de la sociedad. Los mismos que ostentan los monopolios más descarados.

Antonio Caballero es la reencarnación reciente de Caro y Cuervo. Con una variante: suma a su amaneramiento formal, el gusto por el insulto de otro personaje decimonónico: Vargas Vila. Una mezcla extraña: un talante conservador escondido detrás del uso y el abuso del sarcasmo. El modelo “Caballero” recuerda un tema estudiado por los economistas Douglass North y Lawrence Harrison. Un crítico del sistema que con sus denuncias contribuye a perpetuar el orden social prevaleciente, el mismo que le favorece y que le permite, entre otras cosas, vivir cómodamente repitiendo la misma idea por décadas. Es una trampa típica del subdesarrollo: el empobrecimiento mental alimenta el empobrecimiento material, y viceversa.

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La virtud comprada

“La colaboración ciudadana con las instituciones del Estado es algo que tendría que hacerse siempre sin recompensas. ¿Por qué hemos pagado recompensas? Porque la situación del país nos ha obligado a hacerlo, porque el grado de desconfianza que encontramos frente a las instituciones, el grado de indiferencia ciudadana, nos ha llevado también a utilizar este instrumento para romper esa indiferencia”. La frase anterior, tomada de una alocución reciente del presidente Uribe, resume la teoría oficial sobre el papel de las recompensas en la política de seguridad. Las recompensas, supone el Gobierno, son un mal necesario, una forma de soborno positivo, una especie de aceptación estoica de que la falta de compromiso ciudadano tiene que resolverse con plata.Por desgracia, esta visión pragmática de las recompensas desconoce 30 años de investigación científica. En 1970, Richard M. Titmuss argumentó que las compensaciones monetarias pueden reducir la responsabilidad ciudadana en particular y las virtudes cívicas en general. Para ilustrar su argumento, Titmuss utilizó el ejemplo de los donantes de sangre, cuya presteza a contribuir a una causa pública esencial parecía reducirse como resultado de la introducción de pagos monetarios. Según Titmuss, el dinero no sustituye la virtud, sino que la desplaza. O para el caso que nos ocupa, las recompensas no reemplazan la obligación moral, sino que la destruyen. Así las cosas, las recompensas no serían un instrumento para romper la indiferencia, como argumenta el Presidente, sino una herramienta para perpetuarla.Son muchos los ejemplos que han confirmado la intuición original de Titmuss. En una guardería israelí, el número de acudientes incumplidos aumentó sustancialmente después de la introducción de multas para los padres que arribaran a recoger a sus hijos más tarde de la hora prevista. Lo que antes era una obligación moral, se convirtió, con la multa, en una simple molestia económica. En Suiza, la proporción de ciudadanos dispuesta a aceptar la construcción de un reactor nuclear en su comunidad se redujo a la mitad cuando el gobierno propuso una compensación monetaria. Lo que antes era un llamado a la solidaridad, se convirtió, con el premio económico, en un contrato implícito de aseguramiento. El Gobierno pagaba la prima y los ciudadanos asumían el riesgo.Más allá de los argumentos de Titmuss, los incentivos pecuniarios pueden resultar contraproducentes cuando los controles son inadecuados y la verificación es imperfecta. En los Estados Unidos, los profesores comenzaron a falsificar los resultados de los exámenes estatales cuando el Gobierno decidió que sus puestos dependían de la ubicación de sus estudiantes en los mismos. En ese mismo país, los ejecutivos empezaron a maquillar los resultados de los balances de sus empresas cuando los accionistas decidieron pagarles con acciones. En Colombia, las implicaciones han sido más escabrosas: los militares comenzaron a fabricar “positivos” cuando el Gobierno decidió pagar por las bajas enemigas. Cuando la información es imperfecta, los incentivos pueden ser un arma de doble filo. Literal y metafóricamente.Muchas veces los incentivos económicos son necesarios. Pero su aplicación debería partir de un análisis detallado de sus efectos perversos y de sus problemas de implementación. En últimas, la forma puede ser tan importante como el fondo. Los Lunes de Recompensas, por ejemplo, son un espectáculo ocioso (casi impúdico) para una práctica cuestionable (un mal necesario, en el mejor de los casos). “Durante todos estos días haremos un esfuerzo para llamar la atención de los compatriotas sobre la necesidad de que todos practiquemos valores”, dijo el Presidente este jueves. Pero el próximo lunes estará entregando cheques a quienes decidieron cobrar por los supuestos valores que tanta atención merecen.
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Brothers

The New York Times publicó el pasado fin de semana la reseña del hito literario del momento en la república China: la novela Brothers. En ese país, la bonanza económica también ha estimulado los gustos extravagantes: uno de los protagonistas de la novela se gana la vida vendiendo implantes de silicona a campesinas chinas. Los implantes no eran, después de todo, una aberración pereirana.

Muchos han acusado al autor (Yu Hua, un novelista famoso) de vender basura. De promover los antivalores. De escribir “una obra absurda, un culebrón lleno de lloriqueos”. Pero el autor se defiende: “mis historias pueden ser extremas pero se encuentran por toda China”.

A la usanza de las telenovelas latinoamericanas, Brothers explota la fascinación con la psicología del enriquecimiento repentino. “Durante la revolución cultural, vivíamos en una sociedad cerrada; todo era en blanco y negro, y si uno estaba en el lugar equivocado, estaba muerto”, dice Hua. “Pero la búsqueda del crecimiento económico también es loca. Todas las perversiones han salido a flote. La sociedad china ha encontrado el vacío. Después de que la gente se enriquece, no sabe qué hacer”.

Ante el enriquecimiento súbito, los autores chinos parecen enfatizar el existencialismo. Los latinos, por su parte, prefieren el moralismo. Para los primeros, la riqueza vacía el alma. Para los segundos, corroe la sociedad. Pero ambos están de acuerdo en una cosa: la riqueza desfigura el cuerpo de la misma manera. Aquí y allá los pectorales femeninos parecen crecer a la par con los mercados de exportación. Legales o ilegales. Da lo mismo.

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La encrucijada estadística

La historia es ya conocida. Un periodista acucioso encuentra, en un resquicio electrónico, un gráfico inédito que muestra una caída drástica del ingreso medio de la población colombiana. Al día siguiente, los titulares anuncian la hecatombe y la oposición exhibe una sonrisa maligna (entre indignada y maliciosa). Al mismo tiempo, el Gobierno se declara sorprendido ante la realidad de sus propios datos. Dos días más tarde, el Gobierno corrige los cálculos y los periodistas actualizan los titulares, que anuncian ahora una previsible mejoría económica. Según los datos corregidos, los ingresos reales no cayeron; aumentaron a una tasa similar a la del crecimiento de la economía.
El Gobierno tenía razón esta vez: una caída drástica del ingreso laboral en medio de una bonanza económica es un hecho inverosímil, sin muchos antecedentes en la historia del capitalismo. Pero nadie pareció interesado en las razones técnicas. Los más mañosos señalaron que la estadística se había convertido en una rama de la propaganda. Los más perspicaces, que los errores del Gobierno sólo se corrigen hacia arriba: una aberración estadística. Y los más memoriosos, que este incidente recordaba la intempestiva renuncia del antiguo director del DANE. A todas estas, la estadística oficial parece atrapada en la fábula del pastorcito mentiroso: las cifras ciertas son tan inciertas como las falsas.

Infortunadamente, el Gobierno sigue alentando, con las declaraciones de sus ministros, los prejuicios de los incrédulos y las dudas del resto de la población. Esta misma semana, para no ir muy lejos, el Ministro de Agricultura la emprendió contra el DANE porque las cifras trimestrales mostraban un decaimiento de su sector. “DANE, a revisar el esquema de las cifras de agro”, tituló el diario La República, en alusión directa a una declaración ministerial que revela una práctica tan preocupante como frecuente: la de cuestionar los esquemas estadísticos si y sólo si las cifras son desfavorables. Por definición, estos esquemas son imperfectos. Por ello mismo, su validez depende no tanto de la pulcritud técnica, como de la aplicación continua. Pero si el Gobierno pretende cambiar de método cada vez que los números no le gustan o no le suenan, las estadísticas oficiales terminarán perdiendo todo valor y todo sentido.

Por lo pronto, ya las estadísticas han perdido toda credibilidad. El celo mediático del Gobierno (esa manía de mirarse al espejo permanentemente en busca del ángulo adecuado, del perfil halagador, de la pose seductora, etc.) ha convertido a los ministros en jefes de prensa y al departamento de estadística, en blanco permanente. Como respuesta al narcisismo oficial, la prensa se ha empeñado, con particular diligencia, en la tarea de encontrar los defectos reveladores y las fealdades evidentes o escondidas. La prensa celebra cada dato adverso con la alegría propia de quien anticipa la derrota de la vanidad exagerada. Mientras tanto, campea la desinformación. Y la incredulidad.

Las consecuencias de la pérdida de credibilidad de las estadísticas son devastadoras. Sin cifras confiables, la discusión pública nunca supera el terreno fáctico, los argumentos se quedan estancados en los porcentajes y los debates se convierten en forcejeos aritméticos inútiles. Además, la desconfianza estadística le resta legitimidad al Estado, impide la rendición de cuentas y entorpece la toma de decisiones. Pero el Gobierno no parece inmutarse. Los ministros, por ejemplo, siguen puliendo su imagen a costa de la credibilidad estadística. Tristemente, la destrucción de la confianza en el DANE (y en otras instituciones públicas) es un costo muy alto que pagar por cuenta de un exceso de vanidad política.