agosto 2006
Mientras en los Estados Unidos comenzó a emitirse una nueva versión de Betty, la fea, en Colombia se estrenó Sin tetas no hay paraíso, en medio de la polémica y la expectativa nacionales. Pero detrás de ambas novelas, aparentemente disímiles, existe una continuidad evidente. Como ha dicho el escritor venezolano Ibsen Martínez, la telenovela latinoamericana narra una sola historia: cómo escapar de la pobreza. O mejor, cómo ascender socialmente cuando coexisten instituciones débiles y escasas posibilidades de movilidad social. No sería equivocado describir el guión de todas las telenovelas (o al menos de la inmensa mayoría) como el aplazamiento perpetuo del momento final en el cual la humilde heroína experimenta un repentino cambio de estatus.
En el pasado, como también lo ha dicho Ibsen Martínez, en las telenovelas no se creaba riqueza. La mansión ya aparecía desde el primer capítulo, habitada por personajes jerarquizados. En este contexto, la única forma de ascenso social (para la pobre heroína que lloraba y lloraba) consistía en demostrar que su padre no era otro que el dueño de toda la fortuna. Como los estudios de ADN aún no existían, esa demostración podía tardar años, capítulos y capítulos de un serpenteo insoportable, de muchas vicisitudes inútiles, hasta que la verdad se revelaba y la paternidad reconocida le devolvía el estatus perdido a la heroína. Entonces, los ricos lloraban de envidia, y los pobres, de emoción.
En las telenovelas actuales, la creación de riqueza es más evidente. Pero usualmente por medios ilegales. En algunos casos, la corrupción es la fuente primera de las fortunas que se acumulan rápidamente, y las heroínas asumen el doble papel de beneficiarias de los negocios turbios y de víctimas de los negociantes inescrupulosos. En otras telenovelas, la fortuna se acumula por cuenta del narcotráfico. Y la historia cuenta, entonces, las vicisitudes de jovencitas pobres pero agraciadas (bien dotadas pero sin dote) que alcanzan sus sueños de fortuna por cuenta de los caprichos lujuriosos del capo de turno.
En Sin tetas no hay paraíso, por ejemplo, se relata la sinuosa historia de Catalina, de 32, a 38 y a 40. Como de costumbre, el repentino ascenso social vuelve a ser el tema predominante. Catalina “conoció de cerca, y en medio del más absoluto asombro, varias estrellas de televisión que idolatraba desde niña, varios políticos que muchas veces escuchó hablando de honestidad y justicia social y muchas modelos y actrices de cuyos afiches estaban tapizadas las paredes de su habitación… Bailó con las mejores orquestas nacionales y extranjeras… Tenía ropas por montones, anillos, pulseras, vestidos de diseñadores destacados, celulares con números bloqueados, agendas electrónicas, gafas italianas”. En fin, tuvo acceso a todos los símbolos de la riqueza y del poder, a los que había llegado por el atajo irresistible del narcotráfico.
Pero la historia no termina bien, pues en las telenovelas latinoamericanas sólo existen dos mundos posibles: la lotería de las riquezas heredadas o la tragedia de las riquezas ilegales de la corrupción y el tráfico de drogas. En las telenovelas no existe ninguna economía posible más allá de las estáticas fortunas rurales o de las dinámicas fortunas ilegales. Es una versión caricaturesca (populista, si se quiere) de nuestra realidad. Pero es también una versión cada vez más extendida y aceptada. Lo que viene a confirmar, después de todo, la fascinación de los latinoamericanos con las distintas formas de riqueza estúpida (la de la usurpación, la de la droga y la de la corrupción).
De otro lado, el efecto de la violencia es evidente en la pirámide del municipio de Puerto Berrio (Antioquia). En lugar de disminuir gradualmente, el porcentaje de hombres entre 15 y 19 años de edad cae abruptamente con respecto al porcentaje entre 10 y 14. Algo similar ocurre para los hombres entre 20 y 29. El contraste con la distribución de las mujeres es evidente. El boquete del lado izquierdo de la pirámide constituye la típica marca demográfica de un exceso de mortalidad de hombres jóvenes, como corresponde a una situación de violencia generalizada.