El mundo está al borde de un ataque de nervios ante la perspectiva de un nuevo ataque terrorista a gran escala. Y así como se incrementa la seguridad en los aeropuertos y sube la histeria colectiva, así mismo crecen los análisis y las explicaciones. Muchos de los análisis, cabe anotarlo, tienen un aroma rancio de geopolítica enlatada. La furia islámica por las invasiones a Irak y a Afganistán. La venganza árabe por el apoyo de Inglaterra a Israel. La retaliación sunnita contra la coalición de Bush y Blair. Pero el hecho más notable de esta nueva intentona terrorista es que todos los sospechosos —24 de ellos ya han sido detenidos— son británicos. Musulmanes de fe, pero británicos de nacimiento. Jóvenes dispuestos a librar una guerra santa contra su propio país. Jihadistas que juegan al fútbol y escuchan la BBC.
Cuando los terroristas ya no viven en los desiertos de la periferia, sino en los suburbios de las metrópolis del primer mundo, la guerra adquiere otra dimensión. “¿Qué hacer entonces?”, preguntaba un bloguero esta semana con algo de ironia. “¿A quién toca bombardear? ¿A los condominios en High Wycombe o en Birmingham?”. Desde los atentados del 7 de julio, el gobierno laboralista de Blair ha venido tratando de lidiar con las comunidades musulmanas según los preceptos del multiculturalismo. La política oficial parece un paradigma de lo políticamente correcto. Los líderes religiosos han recibido el tratamiento de embajadores de sus comunidades, la educación en la fe islámica se ha financiado desde arriba y la promoción de la identidad religiosa se ha convertido en política de Estado.
El economista Amartya Sen ha llamado recientemente la atención sobre los peligros de esta política, sobre las trampas del multiculturalismo bienhechor. “Un musulmán británico —dice Sen— no es llamado a actuar dentro de la sociedad civil o en la arena política, sino como musulmán. Su identidad está mediada por su comunidad”. Las identidades religiosas, que el multiculturalismo oficial promueve, en un intento por mostrarse abierto y tolerante, han exacerbado el problema que pretenden resolver: han encerrado a los musulmanes en la estrechez de sus comunidades, han menoscabado la capacidad de los jóvenes de escoger y forjar sus propias identidades, y han convertido la educación en una forma extraña de adoctrinamiento subsidiado.
Las políticas multiculturales pueden contribuir a la desintegración social. En nombre de la tolerancia, se propicia la creación de una sociedad de compartimentos, donde la diversidad se valora en sí misma hasta el punto de convertirse en un disfraz. Amartya Sen propone un punto medio entre la asimilación absoluta favorecida por Samuel P. Huntington y el multiculturalismo pasivo puesto en práctica por el gobierno de Blair. El multiculturalismo, sugiere Sen, termina convirtiendo la sociedad en un colección de microdogmatismos que no se debaten entre sí y que se aborrecen mutuamente. Los políticos, sobra decirlo, toman el camino de lo políticamente correcto, pensando, no en las consecuencias, sino en las apariencias.
El fracaso de las políticas multiculturales en el Reino Unido no debería tomarse con ligereza. Los líderes de nuestras minorías étnicas, en particular, deberían dejar de lado su obsesión con la identidad y concentrarse en la búsqueda de la inclusión social. En lugar de insistir en ciertas formas elaboradas de etnoeducación o en la conservación de algunos zoológicos culturales o en la redención retórica, deberían enfatizar la integración racial, la participación política y las identidades múltiples. Pues como bien argumenta Amartya Sen, uno puede ser, al mismo tiempo, un ciudadano colombiano, de origen africano, de talante liberal, de sexo masculino y de gustos universales: el jazz, las novelas burguesas y el teatro.
En suma, las políticas multiculturales podrían, paradójicamente, hacernos cada vez más tristes. Más solitarios. Y más violentos.