“Yo no sé si yo pongo a pensar al país, pero creo que lo pongo a recordar”, dijo alguna vez Alfonso López Michelsen. Lo mismo, casualmente, pudo haber dicho Virginia Vallejo, quien, con sus intempestivas declaraciones, nos puso a recordar los tumultuosos (y ya lejanos) años ochenta. Los reporteros gráficos reblujaron sus archivos y encontraron a los protagonistas del pasado (y del presente) contoneándose en blanco y negro con una dama cuya compañía marcó, en su momento, la frontera entre lo in y lo out. Entre la visibilidad y el anonimato. Entre el poder y la subordinación. Por ello, quizás, el gran rufián de aquellos tiempos se había enamorado de ella. Porque era un pasaporte seguro para ingresar a los círculos de poder. El equivalente sociológico a la codiciada acción del Club Unión (ya desaparecido como tantas cosas de entonces).
Pero volvamos a los ochenta. “La década incógnita”, escribió la revista Semana con ánimo especulativo. Quizás persistan, sobre aquellos años aciagos, algunas preguntas sin respuesta, muchos detalles desconocidos, varios negocios sin esclarecer (la mafia, bien lo sabemos, nunca lleva bien sus cuentas), pero la historia de los años ochenta no tiene nada de incógnita. Puede resumirse en una sola frase: la colusión del poder económico de la mafia (creciente desde mediados de los setenta) con el poder político de los partidos tradicionales (decreciente desde la misma época). Una colusión que comenzó con los coqueteos populistas de Escobar y terminó con la infiltración de la Asamblea Constituyente.
Muchos han interpretado la historia de los años ochenta como una muestra fehaciente de nuestros males sociales. Los juicios sociológicos abundan por todas partes: la corrupción de la clase política, la amoralidad de la dirigencia colombiana, la permisividad de la sociedad entera, etc. Los juicios sugieren una sociedad predispuesta, inmunológicamente debilitada, que sucumbió fácilmente ante el virus del narcotráfico. Una sociedad no sólo infiltrada por la mafia, sino entregada, vendida al mejor postor. Virginia Vallejo, sugieren los jueces sociológicos, no fue tanto un testigo excepcional como un símbolo perfecto de nuestras falencias morales. De la corrupción de una sociedad que decidió mayoritariamente subastar sus valores.
Ante tanta lógica culposa, incumbe, creo yo, moderar los juicios sociológicos. O procurar una interpretación más realista y menos moralista de nuestra historia. O aceptar que no existen (no pueden existir) vacunas sociológicas contra el virus corruptor del tráfico de drogas. O admitir que la historia de los años ochenta fue más una tragedia que una fábula aleccionadora. Los héroes merecen nuestro encomio, y los villanos, nuestro desprecio. Pero las moralejas son tan inútiles, como inevitable fue la colusión entre la política y el narcotráfico. Y como inevitable sigue siendo la influencia maldita del narcotráfico.
La historia de los años ochenta podría servir incluso para enfatizar nuestra reciedumbre social. Un punto ya hecho por la historiadora Patricia Londoño con respecto al caso antioqueño. “Lo sorprendente es que la sociedad antioqueña, luego de encarar por más de una década la amenaza del tráfico de drogas…, haya mostrado semejante grado de resistencia e incluso la capacidad de recuperación exhibida en los últimos tiempos por algunos sectores económicos, políticos, sociales y culturales”. Tan grande fue el embate que la recuperación, parcial o incompleta o incipiente, no habría sido posible sin la existencia de ciertos niveles de capital social. Parafraseando a Faulkner, no podemos decir que prevalecimos. Pero sobrevivimos los años ochenta. Y eso ya es mucho cuento.