A muchos hombres prácticos les gusta decir que este país está sobrediagnosticado. Que abundan los estudios, que sobran los informes, que pululan las consultorías. Que la reflexión diletante debería abrirle paso a la acción transformadora. Pero lo que no entienden los pragmáticos (los de ahora y los de siempre) es que los diagnósticos no brillan tanto por su abundancia, como por su pobreza. No es la cantidad de estudios, de informes o de opiniones lo que nos abruma, es su calidad.Tómese, por el ejemplo, el caso de la corrupción. Un problema en el cual los diagnósticos más repetidos no han podido ni siquiera dar con la secuencia correcta. O con la metáfora adecuada. Más que como la causa de los problemas económicos y sociales, la corrupción debería entenderse como la consecuencia de una crisis política de grandes proporciones; de un Estado que ha tratado de hacer más de lo que puede y que, en el proceso, ha terminado beneficiando a grupos poderosos, muchos de ellos ilegales. La corrupción es un síntoma de una enfermedad mayor, del crecimiento desordenado del Estado, de la glotonería social, del querer hacer mucho con muy poco: sin comunidades organizadas, sin capacidad administrativa y sin controles eficaces.En últimas, como lo ha propuesto, entre otros, el economista Alberto Alesina, la corrupción podría entenderse como el subproducto de políticas gubernamentales de intención benevolente (la disminución de la pobreza y la desigualdad). El aumento del gasto social termina, en muchos casos, propiciando la creación de grupos de buscadores de rentas que echan al traste (o a su bolsillo) las buenas intenciones. Esto es, los políticos progresistas, en su afán redistributivo, terminan favoreciendo a las adineradas mafias políticas. La Gata, sus émulos y sus secuaces pueden concebirse, entonces, como una consecuencia de la expansión del Estado. O de la obsesión colombiana por exhibir partidas sociales en los presupuestos sin reparar en las consecuencias. Tristemente, la chequera pública no ha sido la redención de los pobres, sino la gloria de los intermediarios políticos. Uno podría hablar, incluso, de una alianza inadvertida entre populismo y corrupción.Más aún, uno podría imaginarse un círculo vicioso en el cual la desigualdad contribuye a la expansión del gasto social (por cuenta de los discursos progresistas), y el mayor gasto social contribuye, a su vez, al enriquecimiento de unos pocos (por cuenta de las prácticas oportunistas). Así, el remedio termina exacerbando la enfermedad. Pero nadie parece inmutarse. Los gobiernos continúan echándole leños presupuestales al fuego de la corrupción, mientras, al mismo tiempo, promulgan decretos inocuos que exigen audiencias o demandan transparencia o multiplican el papeleo. Estas medidas, si acaso, logran molestar a los mismos corruptos que los gobiernos favorecen por cuenta del afán justiciero de los presupuestos.Por tal razón, cuando el Gobierno anuncia su intención de llegarles con cheques a millones de familias y con subsidios a miles de agricultores, y cuando los mandatarios locales piden más billones de pesos en transferencias, no parece aventurado predecir una multiplicación dramática de la corrupción. Uno quisiera creer que las buenas intenciones redundarán en buenos resultados. Pero la historia reciente no da pie para el optimismo. Seguramente el zar anticorrupción seguirá sentándose solemne en las audiencias y el Vicepresidente continuará irguiéndose indignado en los foros regionales; mientras tanto, el Presidente proseguirá parándose satisfecho en los consejos semanales a prometer más gasto social. No para la redención de los pobres, que seguramente no se cuentan en la audiencia, sino para la dicha de los oportunistas que adentro se frotan las manos con fruición.
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