Según cuenta el historiador Malcolm Deas, antes de Caro, Rufino Cuervo ya había emprendido, desde el periódico La Miscelánea, la lucha contra los “recién graduados, que no habiendo estudiado, ni leído, sino libros franceses o traducciones bárbaras, hacían alarde de estropear su propia lengua”. Como escribe el mismo Malcom, el purismo lingüístico del siglo XIX refleja “un fenómeno típicamente colonial, el de pueblos todavía inseguros de su nueva cultura y que trataban de reafirmarse demostrando que eran más correctos que los habitantes de la madre patria”.
Pero el amaneramiento formal no es sólo una forma de inseguridad: es también un intento velado de dominación. O, al menos, una forma sutil de proteger ciertos privilegios inmerecidos. La gramática y la filología han sido las armas favoritas de los sectores más conservadores de la sociedad. Los mismos que ostentan los monopolios más descarados.
Antonio Caballero es la reencarnación reciente de Caro y Cuervo. Con una variante: suma a su amaneramiento formal, el gusto por el insulto de otro personaje decimonónico: Vargas Vila. Una mezcla extraña: un talante conservador escondido detrás del uso y el abuso del sarcasmo. El modelo “Caballero” recuerda un tema estudiado por los economistas Douglass North y Lawrence Harrison. Un crítico del sistema que con sus denuncias contribuye a perpetuar el orden social prevaleciente, el mismo que le favorece y que le permite, entre otras cosas, vivir cómodamente repitiendo la misma idea por décadas. Es una trampa típica del subdesarrollo: el empobrecimiento mental alimenta el empobrecimiento material, y viceversa.