Ante el anuncio de la catástrofe, uno esperaría un sustento detallado, una descripción precisa de nuestra realidad social. Pero no. Los directores de Pastoral simplemente reiteran las cifras oficiales (las mismas vilipendiadas cifras del DNP): 50% de pobreza total y 68% de pobreza rural. No hay revelaciones extraordinarias. Ni visiones nuevas. Ni milagros estadísticos. Sólo homilías exageradas con base en los mismos datos. Sin rodeos: cuando la Pastoral Social habla de la “mayor crisis humanitaria de nuestra historia” está diciendo mentiras. Todos los estudios publicados, sin excepción, muestran que la pobreza ha descendido durante los últimos años. Desde una perspectiva de más largo plazo, todas las estadísticas disponibles señalan, sin salvedad, que el bienestar material de los colombianos ha aumentado durante la última generación.
Quizás los jerarcas argumenten que sólo se trata de una mentira piadosa. De exagerar la situación para llamar la atención. Para despertar la solidaridad social y la acción estatal. Lo mismo han argumentado, casualmente, algunos analistas nacionales que han convertido la hipérbole social en una marca registrada. Tristemente, la sobreestimación de la pobreza se ha transformado, con los años, en una forma habitual de exhibicionismo moral. Pero las mentiras de Pastoral Social no tienen nada de piadosas. Confunden al país (para el diario El Tiempo, por ejemplo, “el buen desempeño de la economía contrasta con un aumento, también galopante, de la pobreza, denunciado esta misma semana por la Iglesia Católica”). Deslegitiman las instituciones. Alientan la peor forma de populismo: la que trata de aliviar los problemas sociales con programas asistenciales. No sé si la Pastoral Social quiera convertir al Estado en una agencia de caridad cristiana, pero éste puede ser precisamente el efecto acumulado de sus exageraciones.
La Pastoral Social pide un modelo más justo de desarrollo y una mejor distribución del ingreso. Pero más allá de estos objetivos loables, no presenta ninguna propuesta. No dice el milagro. Ni revela el santo. Las propuestas, dirán ellos, no generan titulares: son los diagnósticos escandalosos los que llaman la atención. Pero la justicia social necesita de propuestas concretas en general y de buenas políticas educativas en particular. Para igualar las oportunidades, incumbe convertir la calidad de la educación pública en un objetivo preponderante, como lo ha hecho, por ejemplo, el alcalde de Medellín. Se requiere, al mismo tiempo, multiplicar las bibliotecas públicas, aumentar los cupos universitarios y expandir la capacitación técnica. Pero la Pastoral no habla de educación. Su modelo de intervención estatal, podría uno pensar, tiene un eje distinto: la limosna.
Pero más allá de las implicaciones prácticas, la facilidad con la cual se aceptaron las exageraciones de la Pastoral pone de presente un rasgo típico de la realidad colombiana de estos tiempos: la fiebre moralista. La idea (en palabras del filósofo británico Jamie Whyte) de que es imposible contradecir a los comprometidos, de que los justos de corazón tienen licencia para mentir y de que la verdad debe acomodarse a la moralidad.