Hace ya casi 25 años, Gabriel García Márquez recibió el Premio Nóbel de literatura. En diciembre de 1982, nuestro más celebre novelista pronunció un hermoso discurso sobre las raíces de la soledad del nuevo mundo. Para García Márquez, esa condena centenaria, “el nudo de nuestra soledad” como él la llama, tiene una causa esencial: el colonialismo intelectual. En su opinión, los colombianos (o los latinoamericanos en general) hemos sido condenados, por cuenta del imperialismo de las ideas, a interpretar una realidad exuberante y desaforada con esquemas importados. Con modelos exóticos. Con ideas ajenas.
“La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios”, escribió García Márquez en lo que uno podría interpretar como un llamado a la emancipación intelectual. “Todas las criaturas de [esta] realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida”. Es como si fuéramos habitantes de otra realidad, de un planeta distinto regido por leyes inaprensible por los métodos tradicionales de las ciencias y de las artes.
El excepcionalismo asociado a la exuberancia natural ha sido, por siempre, una de nuestras convicciones más férreas. La realidad descomunal es al mismo tiempo una realidad rutinaria. Pero es también, en opinión de García Márquez, una realidad que requiere de métodos propios. “Es comprensible que insistan en medirnos –escribe nuestro Nóbel en contra de los conquistadores intelectuales– con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos”. Así, el autoctonismo se transforma en un imperativo epistemológico. Pareciera que la superación de la soledad necesitara de una suerte de impermeabilidad intelectual. O al menos de cierto recelo hacia los esquemas ajenos.
Quizás de manera inadvertida, García Márquez planteó en su discurso una de las disyuntivas fundamentales a la que nos enfrentamos los habitantes del llamado nuevo mundo. Hace ya casi medio siglo, Albert Hirschman definió la cuestión de manera certera. Nuestro debate –dijo– sigue estando definido por una cuestión fundamental: «¿Cómo podemos progresar? Mediante la emulación de otros o mediante la búsqueda de nuestra propia vía”. En contravía de la opinión (y de la elocuencia) de García Márquez, creo que las salidas autóctonas generalmente no conducen a ninguna parte. Que el futuro (nuestro futuro) pasa por la emulación. Que las ideas ajenas no son la causa de nuestra soledad.
Las salidas autóctonas, incluso las más ingeniosas, raras veces pueden resolver nuestros problemas más apremiantes. Los ejemplos abundan. Los recursivos ingenieros de Gaviotas (innovadores tropicales para el trópico) diseñaron, hace un tiempo, unos calentadores solares con base en tubos de neón usados, los cuales nunca pudieron masificarse pues la materia prima era, en este caso, un producto del mismo desarrollo que los innovadores autóctonos estaban tratando de evitar. Algo similar ocurrió en la India, donde otros ingenieros tropicales crearon unas tejedoras de pedal a partir de repuestos de bicicletas oxidadas. De nuevo: la ingeniosidad de los inventores se vio truncada por la falta de bicicletas o porla falta de desarrollo. En últimas, la soledad, de la que habla García Márquez, puede ser más mítica que real. La verdadera soledad, creo yo, no viene del colonialismo intelectual. Sino del aislamiento. Del solipsismo de las ideas y las razones.
No creo que las ideas ajenas nos hagan cada vez más tristes, más desconocidos y más solitarios. Por el contrario, la improvisación aislada, infructífera, a puerta cerrada, constituye la definición misma de la soledad. En mi opinión, no existe soledad más grande que la de Aureliano Babilonia en el cuarto de Melquíades: “Aureliano no abandonó por mucho tiempo el cuarto de Melquíades. Se aprendió de memoria las leyendas fantásticas del libro descuadernado, la síntesis de los estudios de Hermann, el tullido; los apuntes sobre las ciencias demonológicas, las claves de la piedra filosofal, las centurias de Nostradamus y sus investigaciones sobre la peste, de modo que llegó a la adolescencia sin saber nada de su tiempo, pero con los conocimientos básicos del hombre medieval.”
Creo, en últimas, que existe una sola manera de destrabar el “nudo de nuestra soledad”: la incorporación del conocimiento universal al estudio de nuestra realidad. La globalización con un propósito. La curiosidad sobre lo nuestro alimentada por la sapiencia acerca de lo ajeno. La innovación inspirada por los “recursos convencionales”. Para que así, algún día, no tengamos que conformarnos con la sapiencia que nos llega de afuera en una caravana de gitanos.