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Inmunes a la realidad

Esta columna trata sobre nuestra aversión a la realidad. Sobre nuestros extravíos cognitivos. Sobre la verdad de nuestras mentiras. Cuando los hechos confirman nuestras conclusiones preferidas, los aceptamos al instante. Pero cuando las contradicen, los analizamos de manera rigurosa, con escrúpulos cientificistas y paciencia denodada. Somos crédulos con lo que nos conviene. Y desconfiados con lo que nos perjudica. Científicos unilaterales. Curiosos en una sola dirección: la que nos lleva a dudar de los hechos contrarios.

Como dice el psicólogo Daniel Gilbert, no hace falta mucha evidencia para convencernos de que somos inteligentes o saludables. Pero se requieren muchos exámenes, segundas opiniones y pruebas ácidas para convencernos de lo contrario. Así somos. Renuentes a abandonar la comodidad de nuestros dogmas. Dados a manipular los estándares de prueba para salvaguardar nuestras convicciones más queridas. Pero el asunto no termina allí. La confrontación política multiplica el problema en cuestión. Le da una dimensión mayor y un sentido colectivo. En la política, la tarea dudosa de cuestionar la evidencia perjudicial y exagerar la favorable se vuelve omnipresente: llena las páginas de los periódicos, los espacios de opinión, las declaraciones públicas. Todo.

Basta una mirada a algunos debates recientes para entender la dimensión del problema. Cuando, hace unas semanas, las encuestas de opinión mostraron que la popularidad del Presidente no había cambiado a pesar de los escándalos, algunos columnistas asumieron el papel de estadísticos escépticos. Cuestionaron la representatividad de la muestra, los factores de ponderación y la clasificación socioeconómica. Pidieron explicaciones técnicas. Pusieron de presente su compromiso con la verdad. Pero sus escrúpulos científicos, cabe decirlo, son sólo una forma elaborada de deshonestidad intelectual. ¿Habrían los mismos columnistas expresado las mismas preocupaciones si las encuestas de opinión hubieran mostrado una disminución en la popularidad del Presidente? No. Más que conocer la verdad, ellos querían proteger “su verdad”.

Lo mismo ocurre con los funcionarios del Gobierno. Cuando las cifras del DANE mostraron el estancamiento de su sector, el Ministro de Agricultura sometió la metodología a un escrutinio detallado. Cuando las encuestas de hogares indicaron un empeoramiento laboral, el Gobierno argumentó que los registros oficiales de afiliación a la seguridad social eran más confiables que las encuestas. Algunos de los argumentos expuestos son válidos. Pero ese no es el punto. El punto es que los argumentos sólo se esgrimen cuando los hechos invalidan las conclusiones preferidas. Como los columnistas, los ministros suelen ser científicos intermitentes. Muy duros para cuestionar lo que les estorba. Y muy laxos para aceptar lo que les halaga.

Hace algunos meses, el Gobierno publicó unos datos que mostraban una disminución sustancial de la pobreza en el país. Inmediatamente, varios analistas manifestaron sus preocupaciones técnicas: sobre las estimaciones de los ingresos no reportados, sobre los ajustes de las encuestas, etc. La semana anterior, la prensa nacional reportó los resultados de un informe que mostraba una reducción significativa de la pobreza en Bogotá. Pese a que el informe usa una metodología similar a la utilizada previamente por el Gobierno, los mismos analistas que antes se habían manifestado preocupados, ésta vez no dijeron nada. Pero su silencio dice mucho sobre su objetividad.

En suma, unos y otros parecen inmunes a la realidad. Ven lo que quieren ver. Oyen lo que quieren oír. Y casi siempre dicen la misma cosa.

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La historia de un vía crucis

Hace 120 años, en 1887, el mundo vivía su primera bonanza cocalera. Los efectos estimulantes del alcaloide habían sido descubiertos algunos años atrás en Alemania. Sus propiedades como anestésico local igualmente eran reveladas. Y su utilización en algunas bebidas estimulantes (el Vin Marini y la Coca Cola) había popularizado su consumo: la coca ya no era solamente un producto de interés científico. La bonanza causó una pequeña conmoción entre los importadores. El historiador Paul Gootenberg cuenta que, ante la escasez del producto, los farmaceutas estadounidenses comenzaron a debatir seriamente las posibilidades de cultivarla localmente. Sobra decirlo, otra habría sido la historia de Colombia si esos planes hubiesen prosperado. Con la intención de conjurar la crisis, los farmaceutas pidieron ayuda al gobierno. El mismo Gootenberg relata que los cónsules americanos en Lima y La Paz (acompañados por la Marina de los Estados Unidos) participaron activamente en la identificación de los cultivadores de coca (no precisamente con fines de extradición). Los enviados comerciales de los Estados Unidos les enseñaron a los productores a secar y empacar las hojas. La compañía alemana Merck fue más lejos. Envió algunos agentes a Lima con el fin de adiestrar a los cultivadores peruanos en la transformación de las hojas de coca en una torta de sulfato de cocaína. Esta técnica decimonónica es, en esencia, la misma que usan hoy en día los campesinos colombianos. La química del negocio no ha cambiado en 120 años. Pero la economía se ha modificado cruentamente por cuenta de la prohibición. La producción mundial de coca alcanzó su nivel más alto en la primera década del siglo XX. El declive posterior estuvo asociado al descubrimiento de sustitutos médicos y a las restricciones a las importaciones, motivadas por las primeras medidas antinarcóticos: la coca comenzó a ser percibida no como una hierba mágica sino como un veneno adictivo. El mercado legal desapareció completamente después de la Segunda Guerra Mundial. La Organización de las Naciones Unidas, bajo la influencia de los Estados Unidos, jugó un papel fundamental en la creación de un consenso mundial en favor de la prohibición. Actualmente esta organización sigue desempeñando un papel protagónico (y no siempre productivo) en la lucha mundial contra el tráfico de drogas. El mercado de la cocaína se revitalizaría, ya de manera clandestina, durante los años setenta. La cocaína llenó el nicho de mercado creado por la heroína y otras de las drogas fuertes de los años sesenta. Si durante el siglo XIX los cantantes de ópera habían sido los consumidores más conspicuos del alcaloide, durante los años setenta fueron los cantantes de rock los que marcaron la nota. En 1971, los Rolling Stones vendieron, en escasas dos semanas, medio millón de copias de su álbum Sticky Fingers. Uno de los éxitos del álbum, la canción «Can’t You Hear Me Knocking», contiene una mención explícita (casi apologética) al consumo de cocaína (Yeah, you’ve got plastic boots, Y’all got cocaine eyes). Eran otros tiempos, por supuesto. Kate Moss ni siquiera había nacido. La exportación ilegal de cocaína fue inicialmente dominada por los traficantes chilenos, quienes no sólo tenían conexiones históricas con los cultivadores peruanos y bolivianos, sino que habían aprendido la sapiencia química de los inmigrantes alemanes. Pero la Conexión Chilena no duró mucho. Pocos meses después del golpe de estado en contra del gobierno de Salvador Allende, ocurrido en septiembre de 1973, el nuevo gobierno extraditó a varios de los cabecillas del negocio. Esta medida terminó de manera abrupta y definitiva con la efímera hegemonía chilena. Ya en 1975, la hegemonía colombiana era notoria. En abril de ese año, un oficial de la DEA le dijo a un reportero del diario The New York Times: “Colombia envía más de esa sustancia a los Estados Unidos que ningún otro país”. Lo mismo podría decirse hoy en día: 32 años después. Las causas de la hegemonía colombiana se han debatido ampliamente. Algunos estudiosos mencionan las ventajas geográficas. Otros el pasado violento del país. Otros más el supuesto desprecio por las normas y las leyes. O la misma falta de movilidad social. Pero estas especulaciones sociológicas son sólo eso: hipótesis sin confirmar. Determinismos sociológicos sin pruebas. Simples conjeturas que sobresalen más por sus insinuaciones culposas que por su sustento empírico. Las causas de la hegemonía colombiana pueden haber sido fortuitas: producto de unas circunstancias históricas irrepetibles. A mediados de los años setenta, una crisis en la industria antioqueña ocasionó el despido de miles de trabajadores, muchos de los cuales emigraron hacia los Estados Unidos: la mayoría se radicó en el sur de la Florida y en la ciudad de Nueva York. Un número significativo de los nuevos emigrantes encontró una ocupación lucrativa en la distribución de cocaína. Con su ayuda, los traficantes colombianos pudieron integrar verticalmente el negocio y adueñarse del mercado. Sin su aporte, probablemente, los cubanos residentes en la Florida o hasta los mismos argentinos se habrían quedado con el grueso del negocio. Sean cuales fueren las causas, las consecuencias de la consolidación de Colombia como el primer exportador mundial de cocaína son indiscutibles. En palabras de la historiadora Mary Roldán, el tráfico de cocaína “rompió la tradición, transformó las costumbres sociales, reestructuró la moral, el pensamiento y las expectativas”. Pero no sólo eso. También corrompió la justicia y la política. Debilitó las instituciones y disparó la violencia. Incluso permitió el desarrollo de otros negocios. La falsificación de moneda extranjera y el tráfico de armas o de personas crecieron al amparo del narcotráfico: de sus externalidades y de su capacidad transformadora. En últimas, el negocio de la cocaína creó las condiciones para su propia perpetuación. La debilidad institucional pudo haber ayudado al desarrollo inicial. Pero fue el propio negocio el que contribuyó decididamente a debilitar las instituciones. En el corto plazo, los países exportan lo que son. Pero, con el paso del tiempo, los países se convierten en lo que exportan. La cocaína, en particular, transformó radicalmente muchos aspectos de la realidad colombiana. La política se convirtió en narcopolítica, la justicia en narcojusticia, la guerrilla en narcoguerrilla y así sucesivamente. En abril de 1973, la revista Time publicó un artículo sobre la creciente popularidad de la cocaína en los Estados Unidos. Las fiestas en Manhattan comenzaban con martinis y terminaban con “a hit of coke”. Los financistas la llevaban en la billetera. Los estudios de Hollywood la incluían en sus presupuestos. “La gente no trabaja sin su despertador” decían los magnates del cine. El artículo de marras termina con la descripción de unas cucharitas para aspirar cocaína que estaban causando furor en los Estados Unidos. La más vendida tenía la forma extraña de un crucifijo. Casi 35 años más tarde, el capricho estilístico parece premonitorio. O, al menos, puede interpretarse como una alegoría involuntaria al largo, sangriento y todavía inconcluso vía crucis de Colombia como el mayor exportador mundial de cocaína.

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Nada personal

Vuelve y juega. El presidente Uribe anunció esta semana que su gobierno insistirá en la penalización de la dosis personal. “Vamos a presentar el 16 de marzo ante el Congreso el proyecto de reforma constitucional, para penalizar, no con pena privativa de la libertad, pero sí para sancionar la dosis personal”, dijo en una rueda de prensa ofrecida con motivo de la visita de su homólogo alemán, Horst Kölher. Las razones del Presidente, no sólo con respecto a la dosis personal, sino también con referencia a la legalización de la droga, son una combinación de paternalismo, sinrazón y demagogia. Paso a explicar por qué.

“Yo veo con mucho pesimismo el tema de la legalización. Por supuesto lo miro más como padre de familia, que como Presidente. Tengo alguna inclinación más de sentimiento de padre de familia, que de raciocinio frío”, dijo el Presidente el año pasado en una de sus muchas declaraciones públicas sobre el tema. Nada de raro tiene que un padre de familia se muestre preocupado por el tema de las drogas. Lo extraño del asunto es que las preocupaciones paternales se conviertan en iniciativas gubernamentales. O que se confunda la esfera privada con la pública. O que se pretenda cambiar la Constitución con razones de padre. O que se le quieran dar atribuciones al Estado para esculcarle los bolsillos a todo el mundo. O que el legislador se ocupe de los vicios privados. O que el Presidente diga qué gusticos valen y qué gusticos, no.

Cuando el presidente Uribe deja de lado el paternalismo y hace uso del “raciocinio frío”, la cosa tampoco mejora. Sus argumentos son casi un insulto a la razón: a la suya y a la nuestra. “La droga en Colombia ha destruido un millón 700 mil hectáreas de selva tropical de la inserción amazónica. Con la droga, aún legalizada, esa diáspora no se frena. Creo que a cualquier precio que se pusiera la droga, podemos correr el riesgo de la destrucción de la selva si no la enfrentamos”, ha dicho el Presidente de manera reiterada. “Cuando entro en discusiones para proponer mis tesis contra la legalización, en frente de los muchachos de las universidades, de muchos profesores, el gran argumento para poderlos situar en una reflexión contra la legalización, es el ecológico”, ha repetido en varios escenarios académicos.

Pero los argumentos del Presidente son erróneos. Arrevesados. El “gran argumento ecológico” es uno de los principales motivos para oponerse a la prohibición. Seguramente la legalización retornaría la coca a las laderas de los Andes, de donde es endémica y de donde salió hacia la selva amazónica por cuenta de la prohibición. La tragedia ambiental no es causada por la coca: es causada por las políticas prohibicionistas. Esto es, por la tentación de los precios altos y la obligación de la clandestinidad. A ningún agricultor se le ocurriría sembrar un producto legal en la mitad de la selva. Pero el presidente Uribe supone erróneamente que la legalización aumentaría la dimensión del negocio —las hectáreas sembradas—, sin cambiar la geografía del mismo.

Muchas veces las razones paternalistas persuaden. Y los raciocinios equivocados convencen. La propuesta de penalizar la dosis personal es ante todo una forma de demagogia. Un intento por convencer con temores: ambientales o paternales en este caso. En últimas, la adicción a los votos puede ser peor que la adicción a las drogas. La búsqueda obsesiva —casi maniática— del favor popular puede llevar a “la coerción moral de la opinión pública”. A la imposición del moralismo barato de las mayorías. En eso estamos.

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Contra el antiamericanismo

A veces las ironías se revelan de manera sutil. Esta semana, un noticiero de televisión mostró a un grupo de estudiantes que protestaban contra la visita del presidente Bush mientras quemaban una bandera de los Estados Unidos. La bandera no estaba hecha de satín. Ni de retazos improvisados. Era una toalla playera estampada con las barras y las estrellas. Probablemente había sido adquirida por el padre de uno de los manifestantes. Un señor desentendido de la geopolítica. O mejor: entendido a su manera. Alguien que veía en la bandera de los Estados Unidos una imagen propicia. El símbolo de un afecto remoto. Como el que se siente por un paisaje familiar. O por un rostro famoso. O por una marca inaccesible.

Los manifestantes no parecieron percatarse de la ironía. Todos lucían concentrados en una liturgia conocida: sus rostros iluminados por los jirones ardientes de la toalla multicolor. Sin duda, el antiamericanismo representa para muchos de ellos una especie de religión. De fervor colectivo. Pero no sólo eso: el antiamericanismo constituye también una pose moralista. Una manera de reafirmar la identidad regional. De exhibir el patriotismo. De allí el fervor que concitan estas liturgias de pirómanos. De allí el éxito de los profetas del antiamericanismo. Y la frecuencia con la que se repiten sus letanías.

El antiamericanismo puede ser justificado de muchas maneras. Cabría mencionar, por ejemplo, los afanes imperialistas. O la guerra contra las drogas. O más recientemente, la ignominia de Guantánamo. Pero los profetas de esta religión sólo cuentan una parte de la historia. Ninguno menciona el liderazgo científico y tecnológico. O la capacidad para recibir inmigrantes de todas las razas: todavía sin parangón en el mundo. O el talento innovador. O la producción literaria. Hasta el mismo García Márquez, tan latinoamericano en apariencia, es un heredero intelectual de los novelistas gringos. He ahí una forma productiva de imperialismo.

A finales de la década pasada, Colombia vivió la peor crisis económica de su historia. Muchas familias se vieron enfrentadas por primera vez al desempleo o a la quiebra intempestiva de sus negocios. Muchas perdieron en pocos meses lo que habían ganado en varias décadas. Sin ninguna fuente de sustento, miles de colombianos tuvieron que aferrase al único activo que les quedaba: una visa de turismo para entrar a los Estados Unidos. Y así partieron. A vivir su versión imperfecta del sueño americano. Algunos encontraron suerte. Otros, la siguen buscando. Cientos han regresado. Otros tantos permanecen. Ganándose la vida. Dedicados a la ardua tarea de disculpar ilusiones. Estados Unidos no les brindó el sueño imaginado. Pero sí les dio la oportunidad de dejar atrás una pesadilla. Y eso ya es mucho cuento.

Actualmente, algunos de los profetas antiamericanos quieren convertir a América Latina en una isla. Un supuesto paraíso fraternal. Pero América Latina no es una isla: es una península conectada geográfica y culturalmente con los Estados Unidos. Como dijera el novelista judío Amos Oz: “todo sistema político y social que nos convierte a todos y a cada uno de nosotros en una isla darwiniana y al resto de la humanidad en enemigo o rival, es una monstruosidad”. Además, la mayoría de los latinoamericanos no desean el aislamiento. Ni odian a los Estados Unidos. Muchos incluso coleccionan sus símbolos. Así sea de manera disimulada o involuntaria. Así sea en la forma simple de una toalla estampada.

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Buenos y malos políticos

El escándalo de la «parapolítica» ha revivido el interés en la reforma del Congreso. Los reformistas más avezados proponen la instauración de un régimen parlamentario. El Gobierno ha propuesto la eliminación de la circunscripción nacional para el Senado. El Presidente propuso una reforma política que castigue a los partidos con la pérdida automática de las curules de los congresistas condenados por la justicia. En fin, la crisis reciente les ha dado un nuevo aliento a los reformistas políticos, siempre dispuestos a revolver las normas para engatusar los problemas. Pero más que mejores instituciones, este país necesita mejores políticos: personas que refuercen las instituciones en lugar de instituciones que cohíban las personas.

Con el ánimo de justificar las opiniones proferidas, quisiera proponer la siguiente caricatura tomada de un artículo reciente del economista Francesco Caselli. El mundo está dividido en dos tipos de ciudadanos: los buenos y los malos. La bondad ciudadana está definida, a su vez, con base en dos atributos: la competencia y la honestidad. Los buenos ciudadanos tienden a ser más capaces y menos corruptos. Los malos lo contrario. Más allá de cualquier afán moralizante, esta definición reconoce que los políticos —como los periodistas o los ejecutivos o los académicos— pueden ser buenos o malos ciudadanos. El problema es que, en general, los buenos ciudadanos tienen menores incentivos para “meterse a la política”: sus habilidades les permiten un ingreso atractivo por fuera de las angustias electorales y sus escrúpulos les impiden cualquier forma de oportunismo o corrupción.

En términos económicos, los malos ciudadanos tienen una ventaja comparativa en el campo de la política, lo que implica un equilibrio inquietante: los malos ciudadanos se dedican a la vida pública y los buenos se mantienen por fuera. El problema con esta caricatura es que sólo considera los beneficios pecuniarios. En muchas ocasiones, los ciudadanos no ingresan a la política buscando rentas económicas, sino sicológicas. No quieren tanto llenar su bolsillo, como henchir su ego. Satisfacer su vanidad. Brillar ante las cámaras. Sentirse depositarios del bien común. Si no fuera por la vanidad personal —con frecuencia disfrazada de altruismo— la política sería un monopolio exclusivo de los oportunistas.

Pero las rentas sicológicas dependen de la reputación de los políticos. Si la gente piensa que el Congreso es un “antro que reúne todos los males”, o todos los malos, los buenos ciudadanos tenderán a quedarse por fuera: sus deseos de reconocimiento o figuración tendrán que buscar un desfogue distinto. En otras palabras, la mala reputación ahuyenta a los buenos ciudadanos, y la huida de los buenos ciudadanos confirma la mala reputación. Es un círculo vicioso inmune a cualquier tipo de remedio institucional. Una forma de selección adversa que no se arregla con pactos de transparencia o con juramentos de buena voluntad.

Lo más complicado de todo este asunto es que los medios de comunicación (y algunos editorialistas en particular) se regodean diariamente en mancillar la reputación del Congreso sin reparar en las consecuencias de sus opiniones. La indignación histérica siempre ha sido una forma sencilla de conseguir lectores. Basta con arrumar un montón de adjetivos y adoptar un tono moralizante. Pero los juicios absolutos destruyen sin construir. Benefician en el corto plazo a quienes los profieren pero perjudican en el mediano plazo a quienes los celebran. Un país indignado, habituado a los juicios desaforados, incapaz de valorar la vida pública, es un país que tiene lo que se merece: un Congreso hecho a la imagen y semejanza de las opiniones más ruidosas.

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Advertencia

Ahora que el Dane vuelve a estar cuestionado: no sabemos ni cuantos somos, ni cuantos trabajamos, ni cuanto devengamos, etc. Ahora que la investigación socioeconómica dejo de ocuparse de la realidad, para dedicarse a la especulación sobre lo que el Dane hizo o dejo de hacer. Ahora que el Gobierno y el Dane se imprecan en privado y se evitan en público. Ahora que lo simbólico prima sobre le verídico, vale la pena leer la historia de lo sucedido en Perú, donde acaban de arrojar el último censo de población a la basura. Copio un editorial publicado el primero de febrero en el diario peruano La República. No quiero hacer de agorero. Pero es bueno que nos vayamos preparando para lo que viene: la chatarrización de la estadística.

El Décimo Censo Nacional de Población y Sexto de Vivienda, realizado a mediados de 2005 por el economista Farid Matuk, entonces director del INEI, y un vasto equipo de especialistas, trajo una gran novedad. Los anteriores censos se concentraron en un solo día, en el cual el país permanecía inmovilizado y pendiente de la llegada de los encuestadores a cada casa. Pero hace dos años se empleó un método nuevo, que obvió todo eso al extender la consulta a lo largo de un mes, sin encierro o inmovilización alguna.
En aquel momento se dijo que tal era el método de recolección de datos utilizado por los censos modernos, que recomendaban extender la consulta y no paralizar productivamente al país. Hoy el nuevo gobierno ha puesto en la picota al señor Matuk y satanizado en todos los términos el censo que realizara, al extremo de que se ha llegado a decir que había que arrojar sus resultados a la basura.
Lo que está en juego no es poco, pues al cancelar de ese modo las cifras recogidas en el 2005 no quedaría más remedio que mantener las del censo de 1993 y quedarnos sin estadísticas confiables, pues todas ellas serán proyecciones sobre economía, población, educación, vivienda, etc. Dicho sea de paso, esas mismas proyecciones, solo que sobre los resultados del 2005, son las que viene proponiendo el señor Matuk.
La idea de “arrojar a la basura” estos resultados no es broma, pues implica declarar oficialmente que se desperdiciaron 38 millones de dólares, que tal fue el costo de la última consulta. Es verdad que nuestro país solo puso una parte de dicha cantidad, pero tampoco estamos para dilapidar 10 millones de dólares. Como sea, y sin que medien estudios serios sobre las cifras del 2005, el gobierno ha resuelto desecharlas y realizar otro censo.
Y aquí nuestro asombro, pues circula la versión de que el nuevo jefe del INEI, el señor Renán Quispe, ha anunciado que la fecha tentativa para dicha consulta sería el próximo 26 de agosto. ¿Siete meses apenas para preparar y realizar un nuevo censo nacional?
Es como para no creerlo, pues si esta encuesta se va a realizar mediante el método antiguo, es decir, inmovilizando al país por 24 horas, es necesario entrenar un ejército de medio millón de empadronadores, contar con cuestionarios de base, hacer ensayos previos, etc.
En suma, se trata de una maniobra de alta estrategia, que no admite fallas. Al ser realizada con tanta premura, lo único que ocurrirá es que se la acuse de improvisación y voluntarismo, y sus cifras sean tanto o más cuestionadas que las del anterior censo.
Qué país.

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La semiótica ministerial

Esta semana el Presidente Uribe asumió de nuevo el papel de vocero de su gobierno y defendió —en vivo y en directo— el nombramiento de Fernando Araújo como nuevo Ministro de Relaciones Exteriores. El nuevo Canciller “es un símbolo de la tragedia nacional… Es un símbolo de que Colombia necesita superar esta tragedia”, dijo el Presidente con la vehemencia acostumbrada. “Por eso esta mañana me gustó mucho la BBC. Si no hubiéramos nombrado al doctor Fernando Araújo, simplemente muestran ahí escenas de la parapolítica. Tuvieron que mostrar esa escena macabra de las Farc, con el doctor Fernando Araújo en cautiverio, cuando lo rescatan y lo entregan en semejantes condiciones físicas”, añadió seguidamente. En suma, el Presidente eligió un símbolo encubridor de un problema y revelador de otro. No escogió un ministro: compuso una imagen fructífera. Las declaraciones del Presidente sorprenden más por su candidez que por su novedad: reconoció sin aspavientos que algunas decisiones públicas significativas persiguen no tanto consecuencias reales, como efectos simbólicos. Los aspectos sustantivos de las políticas parecen secundarios. O, al menos, subordinados a las apariencias. Así, los actos de gobierno son juzgados más por su impacto mediático de corto plazo (¿qué dijo la BBC?) que por su efecto real de largo plazo (¿qué va a pasar con la política exterior?). La forma prima sobre el fondo. Los gestos sobre los actos. La retórica sobre la realidad. Los sofismas sobre la evidencia.No debería sorprender, entonces, que algunos integrantes del alto gobierno sean hombres y mujeres sin atributos. O con otro tipo de tipo de atributos. La competencia, el conocimiento o la experiencia son menos importantes que la lealtad, la sensibilidad o la serenidad. Al fin y al cabo, los ministros son llamados a actuar más en el campo de lo simbólico que en el área de la administración pública. Los ministros, en particular, deben ayudar a mantener la bonanza de confianza. A blindar la burbuja. A infundir optimismo. A recuperar la legitimidad. A administrar la compleja y voluble psicología de las masas. Su presencia —si ocurre una tragedia, por ejemplo— tiene más valor simbólico que real. En estas épocas de la semiótica ministerial, gobernar es posar.Por tal razón, los estrategas políticos —los maquiavelos modernos— se han convertido en los verdaderos tomadores de decisiones. Podríamos incluso hablar de la institucionalización de la demagogia: un fenómeno que ocurre, cabe reconocerlo, en todas las democracias, pero que ha asumido una dimensión preocupante en la administración Uribe: el Presidente en persona se autoendilgó el cargo de semiólogo mayor. Se puso al frente de la batalla retórica. De la disputa, palmo a palmo, del aplauso de la gente y la adhesión de los medios.En últimas, el nombramiento de Araújo podría señalar una tendencia preocupante. Aparentemente los escándalos de la parapolítica han exacerbado la obsesión mediática del Gobierno, su fijación con el qué dirán. Los actos de gobierno —los nombramientos, las políticas, los discursos— son con frecuencia intentos deliberados para desviar la atención. Cada revelación es seguida de un contragolpe de opinión presidencial, lo que, tarde o temprano, terminará afectando la calidad de las decisiones públicas. Sobra decirlo, manejar mirándose al espejo, de manera permanente y obsesiva, puede resultar peligroso. Ojalá no nos estrellemos.
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La historia de Juan

(un aporte a la discución sobre salud y dineros públicos)
Juan es un ingeniero de 64 años de vida y 37 de matrimonio. Ha vivido la mayor parte de sus ya muchos años en la ciudad de Cali, donde reside actualmente en compañía de su esposa y donde también viven sus dos hijos, ya casados e independientes. Juan se ha convertido, en los albores de la vejez, en ayudante de su esposa en un pequeño negocio familiar de asesorías financieras. Su vida, mirada desde lejos, tiene el encanto (y el terror) de la monotonía. Incluso sus tragedias tienen cierto aire previsible. Hace dos años Juan fue diagnosticado con un cáncer de postrata y fue luego operado con prontitud y destreza. Después de la operación, Juan se recuperó plenamente pero no así su órgano masculino que yace postrado y reacio a los remedios de estos tiempos extraños de erecciones encapsuladas.

La disfunción aludida le produjo a Juan una desazón comprensible. Perdió la confianza, se volvió irritable y comenzó a albergar ideas de minusvalía y vergüenza. Los médicos de su empresa promotora de salud (EPS) le recomendaron, como solución definitiva, la implantación de una prótesis peneana inflable. Pero la empresa se negó a cubrir un procedimiento valorado en varios millones y no incluido en el plan obligatorio de salud (POS). Desesperado y sin medios económicos para pagar por un implante que le restauraría el cuerpo y le aliviaría el alma, Juan interpuso una acción de tutela alegando la vulneración de sus derechos fundamentales. Pero dos jueces de circuito de la ciudad de Cali negaron el amparo aduciendo que el asunto no era cuestión de vida o muerte.

Pero Juan iba a encontrar en algunos justicieros encumbrados la solución a su parálisis. En febrero de los corrientes, la Corte Constitucional decidió revocar las dos sentencias anteriores, ordenar la iniciación del mencionado procedimiento y prescribir que el mismo debería ser pagado con dineros públicos. Para justificar su decisión, la Corte argumentó, en primer término, que el principio constitucional de eficiencia en la prestación de los servicios implica necesariamente que los tratamientos médicos deben agotar todas las opciones posibles. “Si… se da inicio a una de varias posibles opciones tendientes a solucionar el problema, el paciente podrá reclamar el acceso a todas las demás opciones que médicamente le permitan recuperar su actividad sexual”. Llevado a un extremo, este argumento implica que si la prótesis inflable no funciona, el Estado deberá, entonces, cubrir la implantación de un miembro biónico o de grafito o quien sabe que otra maravilla de la urología moderna.

En segundo término, la Corte justificó su decisión argumentando la vulneración de los derechos a la vida digna, a la integridad personal y al libre desarrollo de la personalidad (uno esperaría que a los 64 años de edad la personalidad ya estuviese desarrollada pero casos se han visto). Más allá de los argumentos jurídicos lo que uno percibe leyendo la sentencia es la intención de los magistrados de convertiste en justicieros cósmicos: en reparadores de las tragedias privadas que llegan a sus escritorios.

No sé que pasará por la mente de los justicieros cósmicos pero creo, honestamente, que incumbe a todos preguntarnos si los más de cien mil millones de pesos pagados en tratamientos y medicamentos por fuera del POS no tendrían un uso más productivo socialmente: la afiliación de medio millón de personas al régimen subsidiado de salud, por ejemplo. En últimas, la tragicomedia de Juan contiene una enseñanza fundamental. A saber: una sociedad debe reclamar de sus jueces no tanto corazón para hacer caridad con dineros ajenos, como inteligencia para entender las implicaciones de sus fallos y actuar en consecuencia.

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Y más amargo el recuerdo

Hace ya cuatro años murió Juan Luis Londoño. Las circunstancias de su muerte son conocidas. Pero existe un episodio desconocido que quisiera compartir con los lectores de esta columna. Por mandato constitucional, el 6 de febrero del año siguiente al año electoral, cada nuevo gobierno debe llevar al Congreso el proyecto de ley del plan de desarrollo. Para los tecnócratas del llamado equipo económico (la analogía deportiva sugiere un exceso de dinamismo) es un día de alivio. Un punto de llegada. El final de muchas noches de desvelo. De muchas jornadas de caos y confusión.
En la tarde del 6 de febrero del año 2003, recorrí, con un pequeño grupo de funcionarios pertenecientes al primer equipo económico de la primera administración Uribe, las dos cuadras que separan el edificio del Ministerio de Hacienda del edificio del Congreso, con el propósito de cumplir el ritual que manda la ley y dicta la costumbre: radicar el proyecto, estrechar las manos de los secretarios de las comisiones parlamentarias y responder las preguntas de los reporteros económicos. Gajes del oficio.Esa tarde, caminé el trayecto señalado en compañía del entonces Ministro de Hacienda, Roberto Junguito, quien lucía distraído, ausente: como desentendido del asunto. En la mitad del camino, el Ministro sacó una hoja de papel del bolsillo de su camisa, y me la entregó con una expresión de malicia. Era una carta de una línea, dirigida al Presidente Uribe, que anunciaba su renuncia irrevocable. “Ya le conté al Presidente —me dijo— y ya tengo reemplazo: Juan Luis Londoño”. Yo me quedé pasmado. Entre incrédulo y sorprendido. Pero las palabras de Junguito no dejaban lugar a dudas. Juan Luis iba a ser el nuevo Ministro de Hacienda.Después de la intempestiva confesión, seguimos caminando hasta el edificio del Congreso, radicamos el proyecto: un anticlímax que implicó varias firmas y varios sellos. Contestamos las preguntas de siempre con una diligencia aprendida. Y cuando nos disponíamos a abandonar el edificio, uno de los reporteros nos sorprendió con el anuncio de la tragedia en ciernes: “Está perdida la avioneta en la que viajaba el ministro Londoño”, dijo. El resto de la historia ya es historia: la búsqueda infructuosa de varios días, el aleve atentado contra el club El Nogal un día más tarde, y el hallazgo de los restos mortales una semana después.Por razones obvias, Roberto Junguito tuvo que aplazar su renuncia varias semanas: dimitiría cuatro meses más tarde para darle pasó a Alberto Carrasquilla, entonces viceministro de Hacienda. Las circunstancias económicas de entonces eran distintas a las actuales: “Podemos soñar con un crecimiento de 2%”, era la frase recurrente del agobiado equipo económico. Al interior del Ejecutivo, Juan Luis era visto como el reemplazo obvio para Roberto Junguito: como el insustituible sustituto de un ministro que había lidiado hábilmente con unas circunstancias externas desfavorables y unas condiciones internas lamentables. Siempre he creído que esta coincidencia hizo más triste la tragedia. Y ha hecho más amargo el recuerdo. Y más difícil el olvido.Con Juan Luis tuve algunas diferencias de fondo, pero siempre admiré su ímpetu intelectual, su voluntarismo a toda prueba, su falta de cinismo. Juan Luis era un contrapeso necesario a las profecías tristes de una disciplina de agoreros. Al exceso de realismo de muchos economistas. La muerte lo sorprendió en el mejor momento de su carrera. Quizá sea inútil especular sobre qué habría sido de este país si Juan Luis hubiera ocupado el cargo que merecía. Pero me atrevo a decir que su presencia nos habría dado, al menos, un poco de solaz y algo de esperanza en estos tiempos de odio y desigualdad.
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Las nuevas repúblicas bananeras

Esta columna trata sobre la división internacional del trabajo en el mundo globalizado. O sobre los efectos de la confluencia de dos tendencias irreversibles: el envejecimiento del primer mundo y la globalización del mercado de los servicios. Estas tendencias ya están incidiendo sobre las posibilidades y los patrones de desarrollo de muchos países. Y sus efectos serán cada vez más notorios. Esta semana, por ejemplo, The New York Times reportó que el afamado economista Dani Rodrik, afiliado a la escuela de gobierno de la Universidad de Harvard, ha estado ayudando a un grupo de ciudadanos portugueses a escoger entre dos tipos de inversiones estratégicas: las ciudadelas para retirados extranjeros o los sectores de alta tecnología.Aparentemente Rodrik no recomendó ni lo uno ni lo otro, sino ambas cosas a la vez. Es decir, un patrón de desarrollo que le dé cabida tanto a los hospicios de lujo como a las tecnologías de punta. Algo así como una versión renovada del modelo costarricense que mezcla el futuro industrial con el pasado generacional. Muchos países, sin embargo, por razones diversas, incluida la falta de educación de sus ciudadanos, no pueden darse el lujo de apostarles simultáneamente a los servicios y a la tecnología. Y deben resignarse, entonces, a convertirse en refugios de ocasión para los jubilados dispuestos a abandonar su país en busca de precios módicos para sus caprichos otoñales. Este es el modelo que se ha implantado con éxito en Panamá. O el que se pretende implantar en Nicaragua y en algunas regiones de Colombia.La lógica económica es implacable: las ventajas comparativas determinan los patrones de especialización. Si un país es más competitivo en tender camas que en componer algoritmos, habida cuenta de su abundancia de mano de obra no calificada, pues terminará por especializarse en los servicios domésticos. Hay excepciones. Muchos economistas hablan de ventajas dinámicas. Pero el futuro previsible de muchas economías tercermundistas parece ser la provisión de servicios para retirados sin ataduras. Con el tiempo, probablemente, la representación pintoresca del Tercer Mundo no será la plantación, sino el edificio de jubilados. O, en otras palabras, la globalización de los servicios podría convertir las otrora repúblicas bananeras en repúblicas de camareras. O de enfermeras. Parecemos avanzar, en últimas, hacia la filipinización del Tercer Mundo.Pero los flujos del mundo globalizado son de doble vía. Mientras algunos retirados inmigran en busca de servicios baratos, muchos trabajadores pobres emigran en procura de trabajos domésticos pagados en dólares. 35% de las mujeres que emigraron ilegalmente a los Estados Unidos reportan que su primer trabajo fue como empleadas domésticas: niñeras, cocineras o aseadoras o todas las anteriores. El susodicho porcentaje seguramente seguirá creciendo. Así, muchos latinoamericanos podrían terminar dedicados a cuidar a los padres y los hijos de los yuppies. Los hijos reciben el cuidado en su propio país, los padres van a buscarlo a tierras extrañas. Pero los encargados son siempre del mismo lado del mundo.Uno podría componer una diatriba contra la globalización o intentar una pataleta de nuevo rico –al estilo Chávez–, pero la lógica económica usualmente contradice los discursos indignados. Si América Latina no quiere convertirse en la sirvienta de los Estados Unidos, debe sumarle muchos años de educación a su fuerza de trabajo. Es más fácil decirlo que hacerlo. Pero no hacerlo implica aceptar un destino alienante. Al menos, creo yo, deberíamos aspirar a un puesto de auxiliar contable o de programador en la división internacional del trabajo. Todavía es posible. Pero no queda mucho tiempo.